1. Un joven conquistador

en Estambul

—A partir de ahora, para nosotros Europa solo será un… esto… Un… ¡un objetivo! O, mejor dicho, un ejemplo. —Sait Bey se balanceaba a la vez que el vagón-restaurante y hablaba a toda velocidad—: Hay que dejar de lado el orgullo. Es lo que digo siempre: hace años que se apagaron los silbidos de nuestros sables y el resonar de fusiles y ametralladoras… Ahora el Estado no es el de antes, ¡y tampoco el mundo es el de antes! Estamos llegando a la mitad del siglo XX… Febrero de 1936… ¿Qué nos queda para el 1950? Bebamos, bebamos y, dejando a un lado el orgullo, asimilemos la República y a Europa… ¡Pero si usted no está bebiendo nada!

Ömer intentó decir algo. «¡Febrero de 1936! —pensaba—. Vuelvo a Estambul».

—No, no, no me diga nada, lo entiendo —dijo Sait Bey—. Seguramente, hay alguien que le está esperando. Está distraído. Lo entiendo, lo entiendo.

Había adoptado el aire afectuoso de un padrazo bonachón y sonreía.

—No, no hay nadie esperándome —respondió Ömer—. ¡No hay nadie que espere nada de mí! —Acercó la copa de vino a la botella que Sait Bey tenía en la mano—. Tiene razón, no estaba bebiendo, pero ahora sí que voy a beber.

—Que beban también las señoras —dijo Sait Bey—. Todavía no hemos llegado a Turquía…

Cuando el tren de medianoche se aproximaba a Turquía, a su cultura, a su tiempo y a su vida cambiante, aquel era el típico chiste sobre nuestro querido y amargo país. Desde hacía bastante rato en la mesa se hablaba de cosas parecidas, se bromeaba, se reía. Sait Bey, después de reírse con los demás, empezó a meterse con su esposa: Atiye Hanım solo bebía con toda tranquilidad en el extranjero. Aprovechando la ocasión, Güler, la hermana pequeña de Sait Bey, también se metió con su hermano. Y Sait cambiaba de opinión sobre el vino y el rakı cada vez que iba a Francia.

Sait Bey simuló haberse ofendido con la broma de su hermana.

—¡Nunca discuto sobre el rakı! —Y, mirando a Ömer, añadió—: ¡El rakı es una bebida de hombres!

Nadie se rió de aquello. Solo Sait Bey sonrió, satisfecho de compartir algo con Ömer, de disfrutar del sabor de la virilidad.

Ömer los había conocido el día anterior allí mismo, en el vagón-restaurante. Sait Bey le había pedido disculpas explicándole que no encontraban una mesa libre y que les gustaría acompañarle. Tras las primeras frases de cortesía, le contaron por qué habían ido a París; Sait Bey había tomado por costumbre viajar por Europa con su esposa todos los años. Ese año se habían llevado con ellos a su hermana, separada de su marido. Ömer les contó que había pasado por París a su regreso de Londres. Había estado cuatro años en Londres estudiando ingeniería.

—Pero en la cuestión de derechos de las mujeres, estamos más adelantados que muchos países europeos —dijo Atiye Hanım.

—Es verdad, y eso es importante —corroboró Sait Bey—. En eso consiste la República… —Y, adoptando una expresión de niño travieso que no le pegaba nada a la cara, añadió—: Pero, al fin y al cabo, la misión de las mujeres es la misma en todo el mundo.

Hubo una pausa.

Luego Atiye Hanım pareció avergonzarse de la ruda masculinidad de su marido: «Eso es lo que opina Sait Bey». Pero aquel tipo de enfados no eran para Atiye Hanım. De repente le brillaron los ojos, sacó unas fotos del bolso y se las alargó a Ömer sonriendo:

—Mire, aquí está, ¡esta es mi grata misión!

Ömer las cogió y les echó una mirada: fotos de un niño vestido de marinero. Tenía una mano apoyada en una silla y saludaba con la otra.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó por decir algo.

—La semana próxima cumplirá cuatro —respondió Atiye Hanım—. Nació en marzo de 1932.

«Y cuatro años llevo yo fuera», pensó Ömer. Se balanceaba escuchando el estruendo del tren. «No he puesto el pie en Turquía desde hace cuatro años. Me escapé a Europa. Quería hacer el doctorado y me conformé con el título superior de ingeniería, viajé y salí mucho, pensé un poco en mí mismo, me gasté lo que me quedaba de mis padres, viví… Y ahora regreso… Ahora, en febrero de 1936, regreso y me dispongo a lanzarme a la vida tal y como espera mi tía».

—Esa foto que está viendo se la hicieron cuando tenía un año. Mandamos llamar al fotógrafo a nuestra casa de Teşvikiye.

En esa otra fotografía el niño estaba en brazos de su madre. Sait Bey, apoyado en el hombro de Atiye Hanım, inclinaba ligeramente el cuerpo, pero más que un marido parecía un hermano mayor protegiendo a su hermanita. La tercera foto debían de haberla hecho en un estudio. En los rostros de marido y mujer había una sonrisa mate. No se sabía si eran felices o si pensaban que debían serlo. En cuanto al niño que tenían en brazos, parecía a punto de echarse a llorar.

—Muy rico el niño —comentó Ömer comprendiendo que debía decir algo.

—Eso dice todo el mundo —contestó Atiye Hanım, emocionada.

Luego empezó a repasar las fotografías que Ömer le había devuelto. Sait Bey acercó la cabeza a su esposa para mirarlas también. Probablemente la pareja buscaba en las fotos lo que le había hecho decir a Ömer que el niño era «rico».

«¿Para qué vuelvo a Estambul? —pensó Ömer—. Una esposa, un hijo, una familia feliz, más dinero que ganar… ¿Para eso?». Todavía no habían llegado a Turquía pero ya le parecía percibir el olor a la amargura y a las pequeñas alegrías familiares. De repente apuró la copa:

—Voy a beber más.

—Claro que sí, claro que sí —se rió Sait Bey—. Es usted joven; si no bebe ahora, ¿cuándo piensa hacerlo?

Un marido que regresaba de su viaje anual por Europa. Estaba orgulloso de su joven esposa, miraba feliz las fotos de su hijo, se dedicaba a la importación, y, de vez en cuando, se entristecía recordando que era hijo de un bajá. «¡Yo haré algo distinto! —pensó Ömer—. Iré más allá de todo esto. ¡Lo superaré! ¡Lo conseguiré llevándomelo todo por delante y arrasando!».

Hubo un nuevo silencio.

—Nos estabas hablando de Europa, hermano —dijo Güler.

—Sí, ¿verdad? —dijo Sait Bey—. De Europa y de nosotros… Le he hablado de mi difunto padre, el bajá, ¿no? Mis difuntos padres fueron quienes hicieron de intermediarios y pidieron la mano de Nigân Hanım para Cevdet Bey, de cuyo hijo es usted tan amigo. Y la boda se celebró en nuestra mansión. Luego la cambiamos de arriba abajo, nos adaptamos a los tiempos.

—¿Cómo estaremos dentro de veinte o treinta años? —suspiró Atiye Hanım. Miraba a Ömer.

«Esperan que les divierta, que les cuente algo interesante», pensó Ömer. Decidió abandonarse al balanceo del tren y a la bebida.

—¿Pedimos otra botella? —preguntó.

—¡Por supuesto que sí!

Sait Bey miró con afecto a aquel joven que se lanzaba a la vida, y se entristecía probablemente acordándose de sí mismo, del pasado, del paso de los años.

El camarero trajo una nueva botella.

Ömer recordó que en cierta época bebía mucho. Había empezado tras la muerte de su padre y lo había tomado por costumbre después de que muriera su madre. Mientras estudiaba en la Escuela de Ingeniería de Estambul no era raro que bebiera hasta el amanecer, que se sumergiera en los locales de diversión de Beyoğlu y que volviera a la escuela todavía borracho. También en Inglaterra había tenido épocas en que había bebido demasiado. Después de terminar la Escuela de Ingeniería en Estambul había pensado: «¡Tendría que ver un poco lo que hay fuera!». Y sus amigos le espoleaban. «Tienes dinero, tienes tiempo, no tienes a nadie a tu cargo, ¿te vas a pasar la vida en este basurero? Márchate, ve otras cosas, viaja, diviértete, ¡y de paso, estudia algo!», le decían. En Inglaterra había seguido los consejos de sus amigos. Luego anduvo una época enamorado de una chica y planeó casarse y establecerse allí. «Aquí tienes, también nosotros sabemos hacer cosas buenas», pensó mirando la botella que había traído el camarero. Durante un tiempo había empezado a arrepentirse de volver a Turquía y verse obligado a hurgar en el viejo vertedero, pero ahora estaba contento. Turquía era su propio basurero, se adecuaba a sus pasiones. Hacía mucho que había agotado las oportunidades que le ofrecía Europa. «Puede que sea una idea infantil, pero me daba miedo vivir allí —pensó Ömer estudiando la etiqueta de la botella—. Allí el cielo se me caía encima… En Turquía todo es distinto. Nuevo, listo para mí…».

—¡Oh, pues sí que bebe, señor mío, le juro que no puedo alcanzarle!

—Ah, ¿sí? —dijo Ömer avergonzado—. ¿De verdad? ¡De repente le he pillado el gusto!

—Pero al beber pierde el buen humor, se calla —dijo Atiye Hanım—. Vamos a ver, cuéntenos en qué estaba pensando… ¡Ahora mismo!

Sait Bey le lanzó una mirada a su esposa que significaba: «¡Deja tranquilo al muchacho!». Sonrió a Ömer adoptando una actitud de «Si quiere, cuénteselo; si no quiere, guárdese para usted lo que estaba pensando»; pero su rostro decía otra cosa: «En serio, ¿quién sabe lo que estaría pensando?».

—Estaba pensando en mí mismo —contestó Ömer.

—Vaya. —Atiye Hanım echó, orgullosa, la cabeza hacia atrás—. ¿Y qué es lo que piensa sobre usted mismo?

—¡Quiero hacer muchas cosas! ¡Pienso que voy a hacer muchas cosas!

—Sí, claro —intervino Sait Bey—. Es usted joven.

—No, no me refiero a eso —replicó Ömer—. Quería decir otra cosa. Pienso que voy a hacer mucho, pero… Pero será algo distinto. —Sintió que el rostro le ardía.

—Me parece que le entiendo —dijo Sait Bey.

—¡No puedo explicarme!

—Pues explíquenoslo —dijo Atiye Hanım con el mismo gesto seductor con el que poco antes le había preguntado en qué pensaba.

La hermana de Sait Bey, Güler Hanım, que desde que se habían sentado a la mesa estudiaba el menú, que ya había leído en otras comidas, con tanta atención como si fuera un libro, levantó la cabeza y miró a Ömer.

—Usted… ¿Usted tiene ambición, Sait Bey? —preguntó Ömer.

—¿Cómo? —dijo Sait Bey sonriendo, aunque luego enarcó las cejas.

—¿Tiene usted ambición? ¡Sí, ambición!

Sait Bey se volvió a su esposa como intentando recordar algo:

—¿La tengo?

—No, no —contestó Atiye Hanım, apurada—. A Sait no le apasiona nada, es como un corderito.

Probablemente iba a echarse a reír, pero se asustó al ver la cara de Ömer. Tendría cultura, pero seguía temiendo al pecado.

—¡Gracias a Dios, no soy ambicioso! —dijo Sait Bey—. Me basta con la vida que llevo, con sus pequeños placeres y sus problemillas.

Esta vez sí se echaron a reír.

—¡Gracias a Dios, yo sí soy ambicioso! —dijo Ömer. Se dio cuenta de que Güler volvía a mirarle—. No me bastan los placeres ni los problemas pequeños. —De repente quiso disculparse, dar una explicación—: Quiero hacer muchas cosas. No quiero conformarme con poco. No sé si me explico. ¡Mi ambición no es por algo en concreto! Siento ambición por todo. Por todo… ¡Quiero apropiarme de la vida, de todo lo que me pase por delante!

—Ah, la juventud, la juventud —murmuró Atiye Hanım.

—¿Y qué es lo que quiere conseguir? —le preguntó Sait Bey.

—Todo —respondió Ömer.

Cogió el plato de queso, no porque tuviera hambre, sino porque Sait Bey se lo estaba ofreciendo.

—Mira tú, los franceses toman el queso antes de la fruta. Qué mal huele, ¿verdad? Pero una vez que te has acostumbrado al olor…

—Sait, querido, estaba hablando Ömer Bey —dijo Atiye Hanım.

—Sí, sí, y le estoy escuchando.

—Creo que he bebido demasiado —dijo Ömer viendo que los tres le miraban.

—Oh, por Dios. Estaba usted contándonoslo todo tan bien… —dijo Atiye Hanım.

—¡A mi señora le encanta oír cosas entretenidas! —intervino Sait Bey. Y debía creer que su flecha no había alcanzado el blanco, porque añadió a toda prisa—: ¡Es muy aficionada a las historias y los espectáculos divertidos y agradables! Por favor, continúe.

—Yo también —respondió Ömer, excitado—. Soy muy aficionado a todo, me gusta todo. Hace un momento me lo preguntaban: quiero poseerlo todo. Mujeres hermosas, dinero, fama, honores, renombre. Ya ven. Pero lo quiero sin reservas, hasta el punto de hacer daño por conseguirlo.

—¡Cuidado, la salsa de la carne pica mucho! —dijo Sait Bey volviéndose hacia su mujer y su hermana con actitud protectora—. Me conozco esta especia.

Ömer enrojeció. «Afición al espectáculo, la emoción, el deseo de impresionar a las mujeres —pensaba—. No maduraré nunca. ¡Y tengo veintiséis años!».

—¡Ah, creo que le entiendo! —se lanzó de repente Atiye Hanım—. Es usted un Rastignac moderno. ¿Sabe quién es? Sale en Papá Goriot, la novela de Balzac… Alguien así. Un conquistador… Sí, supongo que ese debe de ser el equivalente en turco, ¿no?

—¡Se ha puesto muy rojo, señor mío! —dijo Sait Bey—. Qué fuerte ponen la calefacción. ¿Pedimos otra botella?

Sonreía amistoso con la misma actitud bonachona de antes.

—¡Pidámosla!

—Sí, sí, un conquistador, ¡un Rastignac! —murmuró Atiye Hanım con la emoción del descubrimiento.

—¡Prefiero usar la palabra turca! —dijo Ömer de repente—. ¡Escojo ser un conquistador!

—¡Qué bien! —contestó Atiye Hanım excitada—. Vamos a hacernos una foto. ¿Saldrá aquí, Sait?

—Con esta luz, no. ¿Tienes la máquina?

Súbitamente, Güler se dirigió a Ömer para decirle:

—¡Pero tampoco es que usted parezca muy turco, que digamos!

—Vamos, vamos, dejad eso ahora —les interrumpió Sait Bey—. Mirad lo que os voy a contar. Un día se encuentran en el bosque una tortuga y una zorra. La zorra…

Sait Bey tenía un bigotito fino y cuidado. Mientras contaba la historia, aquella línea delgada y oscura se movía arriba y abajo acompañando al labio superior. «Y ahora nos preparamos a reírnos», pensó Ömer.

Todos rieron a la vez cuando Sait Bey terminó el chiste.

—Cuenta también lo de la criada tonta que confundía los vasos —dijo Atiye Hanım.

Sait Bey se echó a reír y no empezó a narrar su historia hasta que paró. Como él, su mujer se agitaba según la contaba. El vagón-restaurante seguía lleno hasta los topes. En una mesa de más allá, cuatro viejos brindaban y se reían a carcajadas. La barba blanca y larga de uno de ellos le restregaba la corbata cuando se reía, brillaba la leontina que le asomaba del chaleco. En otra mesa, una mujer con sombrero besaba al niño que tenía dormido en brazos y se reía. «Yo también he tenido épocas en que me reía mucho», pensó Ömer. En la Escuela de Ingeniería se pasaba el día divirtiéndose. Jugaba al póquer con Muhittin y Refik y se reían de todo. Le abrumó recordar el pasado. Además, la bebida iba perdiendo su efecto y se le estaba pasando el buen humor. Decidió prestar atención a las historias que estaban contando.

Poco antes de la una se vació el vagón-restaurante. Uno de los camareros que avanzaban tambaleándose se les acercó y les comunicó con voz dulce:

—Señores, cerramos dentro de poco. Estamos llegando a Edirne. Deben volver a los compartimentos para el control de pasaportes.

—¡Claro, claro, ahora mismo nos levantamos y nos vamos! —dijo Sait Bey.

Luego se produjo un largo silencio. Las mujeres cogieron sus bolsos. Sait Bey pagó la cuenta. Atiye Hanım miró por la ventana. «¡Esto es la amargura! —pensó Ömer—. Se nos va la alegría porque hemos llegado a Turquía».

Una vez que se hubieron levantado de la mesa se sintió solo. «Puede que me inviten a su compartimento —pensó—. Allí continuaremos con la conversación». Mientras les seguía se dijo: «¿Y qué? ¡Soy un conquistador! Un Rastignac… Quizá haya bebido un poco de más, pero a mí la bebida…».

—¡Nos vemos mañana por la mañana!

Fue Atiye Hanım quien lo dijo. Sin duda, ella era la más comprensiva. Se le había ocurrido la idea de que Ömer era lo bastante ambicioso como para que no le importaran diminutas soledades y penas.

A la mañana siguiente solo pudo verles cuando el tren entraba en la estación de Sirkeci. Estaban asomados a la ventanilla, mirando con excitación a derecha e izquierda. Ömer fue a su compartimento y les dio la mano a todos ellos. Todos tuvieron algunas palabras agradables para él. Adoptando su actitud bonachona, Sait Bey dijo:

—Anoche estuve pensando en usted. Tiene razón. Sea ambicioso. ¡No hay muchos en nuestro país!

Ömer hizo un gesto con la mano que significaba: «Pero hombre, mis tonterías no merecen una opinión tan amable». Las mujeres, que miraban de reojo a la gente que estaba en el andén esperando el tren, sonrieron ante aquel gesto de la mano. Ambas llevaban sombrero: unas pamelas que llamaban la atención. En un abrir y cerrar de ojos, Atiye Hanım le hizo una fotografía a Ömer. Él salió del compartimento explicando que se había puesto nervioso.

Volvió a verles cuando se dirigía a la aduana después de haber recogido su equipaje. Los sombreros de las mujeres se asomaban hacia el andén desde la ventanilla como ramas cargadas de fruta. Atiye Hanım saludó con la mano a aquel simpático joven que tan interesante le había parecido. Sait Bey le recordó que querían volver a verle en Estambul. Mientras su voz se disipaba entre el griterío del andén, Ömer pensó que se había emocionado. Cuando entró en la aduana, entre la gente que había ido a recibir a los viajeros reconoció al niño a quien había visto vestido de marinero la noche anterior. Estaba en brazos de una niñera anciana que parecía bastante molesta y movía inútilmente la mano hacia el tren. «¡Lo superaré todo!», pensó Ömer.

Al entrar en el edificio de la aduana comprendió por primera vez que estaba en Turquía. Dentro de él se despertó una extraña ternura que no notaba desde hacía mucho tiempo y que apenas recordaba vagamente. Durante un rato anduvo buscando un aduanero a quien mostrarle las maletas que llevaba. Luego se puso a la cola de un anciano funcionario; mientras esperaba, un tipo elegante con una gabardina larga le dio un empujón con el hombro y se coló. El anciano aduanero les dijo que esperaban en vano porque el control le correspondía a su compañero de más allá. Y al cambiar de la cola hubo algún que otro empellón. Alguien empezó a gritar a voz en cuello desde el despacho de dentro. Y un hombre con sombrero que estaba esperando su turno protestó diciendo que se avasallaba a los ciudadanos porque sí. Cuando le llegó la vez a Ömer, un funcionario mayor se acercó a su aduanero:

—Deja que pase el muchacho, hombre. No lleva nada.

El aduanero le marcó las maletas sin abrírselas murmurando a regañadientes:

—Bueno, bueno, vale.

Luego, un mozo que apareció corriendo de algún sitio agarró las maletas de Ömer. Pocos segundos más tarde, estaba en Sirkeci.

En la esquina se había parado un tranvía del que bajaban los viajeros. Detrás esperaba un carro cuyo carretero estaba encendiendo un cigarrillo. Cuatro porteadores con varas llevaban un enorme barril en dirección a Babıâli. Un basurero charlaba con un mendigo que estaba sentado junto al pavimento de adoquines. Un caballero elegante con un paraguas caminaba en dirección a Karaköy. Desde otro carro de caballos descargaban grandes latas para un restaurante. Un taxista leía el periódico dentro de su vehículo. Una mujer con un niño de la mano miraba el escaparate de una zapatería. En lo alto había un cielo amarillo, ligero como una pluma. Se notaba la humedad.

—¿Hacia dónde? —le preguntó el porteador a Ömer, que estaba contemplándolo todo ensimismado.

—Hacia Karaköy.

Decidió cruzar el puente a pie. Echaron a andar siguiendo al caballero elegante del paraguas. «¡Soy un conquistador!», pensó Ömer. Se sentía ligero. Por primera vez en años, el cielo no se le caía encima.