11. Listos y tontos
En cuanto Mari y Ziya salieron, Nusret tosió con un estertor ahogado y terrible.
—¡Tonto! ¡Ay, mi hijo es tonto! —gritó.
Luego volvió a toser. Se volvió hacia Cevdet Bey.
—Lo han vuelto tonto. ¡Tonto y cobarde! ¿Cómo lo habrán conseguido tan rápido? Con sus creencias asquerosas y miserables, con miedo, ¡y quizá a palos!
—No, hombre, el niño no es así —dijo Cevdet Bey.
—¿Que no? ¿No has visto cómo mira? Tiene una mirada desde abajo, de cobarde… Te lo llevarás contigo, ¿no? ¡Me lo has prometido!
—¡Sí!
—Repíteme tu promesa. Repítemela para que pueda irme tranquilo.
—¡Te lo prometo! —dijo Cevdet Bey.
Luego, furioso, se metió en el bolsillo la mano, que se le iba otra vez hacia la borla del fez. «Se me ha olvidado el pañuelo», pensó.
—Bien, me lo has prometido. Por fin. Confío en ti.
Hubo un silencio. Se oyeron pasos en las escaleras. Por delante de la puerta pasó alguien silbando.
—¡Ah, silba! ¡Está vivo! A mí también me gustaría vivir. ¡Qué injusticia! Quiero hacer lo que hace la gente. ¡Llevo un mes sin salir de esta habitación! ¿Por qué silba? ¿Porque es tonto? Solo los tontos pueden ser felices en este mundo feo y repugnante… Los tontos… Yo soy listo, lo sé todo y me estoy muriendo. ¡No me mires así! Me miras con miedo. Me tienes miedo, me tienes asco, ¿no?
—Hermano, solo siento respeto por ti —dijo Cevdet Bey.
—No, no quiero que sientas respeto por mí. ¡Porque eres feliz! Puede que no seas tonto, pero estás muy satisfecho con tu vida. Porque no tienes alma. Claro, uno solo puede querer esa ropa ridícula, un coche en la puerta, la hija de un bajá, ¡si no tiene alma!
—¡Nunca he sentido tanto rencor como tú! —dijo Cevdet Bey.
—¿Qué dices? Vamos, salgamos a la calle. A ver a la gente. ¿Qué es lo que hacen? Quiero verlos en sus tontas y pequeñas vidas cotidianas. Quién sabe lo que estarán haciendo ahora. Viven sin darse cuenta de nada, sin comprender nada, pero felices y silbando. Ayunarán en Ramadán, cotillearán por la tarde tomando el café, silbarán. ¿Te acuerdas? En Tula teníamos una vecina que decía que silbar era malo.
Cevdet Bey la recordó con alegría:
—Le darían miedo las serpientes —dijo riéndose.
—Le daba miedo todo —contestó Nusret—. Pero vivía más feliz que yo. Quién sabe, puede que aún siga viva. Si me viera me tendría miedo, me tendría asco, me tendría pena y puede que rezara por mí… ¡Dormida! ¡Ay, todos esos durmientes!… ¡Rebelión! ¿Sabes lo que es? Hace falta una revolución, pero nadie lo sabe. Porque no se lo han enseñado.
Guardó silencio un rato. Tosió. Luego gritó:
—¡Ah, quiero su bien, quiero que vivan en un mundo ilustrado y por eso mismo no puedo ser como ellos! Aquí estoy, lejos de ellos, solo, esperando la muerte con una cristiana. ¡No! ¡Quiero vivir, ver! ¡Quiero ver a la gente, ver todo lo que sucede! ¿Qué crees que pasará ahora? ¿Quién habrá puesto la bomba? Pero ¡tú qué vas a saber!
—Sí, no sé nada de eso —contestó Cevdet Bey.
—No lo sabes, claro…
Nusret trató de mirarle con dureza, pero a su hermano le pareció simpático.
Guardaron silencio de nuevo. Cevdet Bey empezó a pensar en la mujer que su hermano había mencionado hacía un instante. Le daban miedo las serpientes, se enfadaba con los que silbaban, preparaba mermeladas. Vivía en una casa en cuyo jardín crecían higueras y ciruelos. O bien estaba siempre preparando mermelada, o bien el pequeño Cevdet la veía preparándola cada vez que entraba en su casa, o bien la casa se había impregnado de un vapor y un aroma dulzones, porque en la mente de Cevdet Bey la mujer aparecía continuamente acompañada de visiones de rebanadas de pan untadas con mermelada. Pensó en aquel pan con mermelada, en el que Zeliha Hanım le había dado esa mañana, en tarros de mermelada, en lo que habría desayunado Şükrü Bajá, y en otras cosas. Se relajó precisamente porque estaba pensando en todo aquello, porque se había librado del miedo a la muerte y a la desesperación de aquel cuarto, porque al deslumbrarle la lámpara no se vio obligado a ver la cara de su hermano. Entonces se dio cuenta de un movimiento repentino. Su hermano se había incorporado y tenía las piernas colgando a un lado de la cama.
—¿Dónde están mis zapatillas?
—¿Adónde vas?
—Al baño… Tengo cosas que hacer… Voy a afeitarme… ¿A cuento de qué lo preguntas todo? Ahora vuelvo. Ya no necesito tu ayuda. ¡No quiero la ayuda de nadie! —Abrió la puerta—. ¡Voy a echar un vistazo a la gente y al mundo! No, no, siéntate, ahora mismo vuelvo.
Cevdet Bey se sentó creyendo que su hermano iba al retrete. Paseó por el cuarto arriba y abajo. Miró la hora, cerca de las tres… «Voy a decirle al cochero que se vaya, que no me espere». Pero le dio pereza. «¿Por qué no me vuelvo a casa? ¡A estas alturas no va a pasar nada!», se dijo, pero volvió a sentarse como si esperara algo y comenzó a balancear nervioso los pies.
Poco después se abrió la puerta y Nusret entró a toda velocidad gritando:
—¡Ay, hermanito, la muerte es muy mala, la muerte es muy mala, no quiero morir! Están ahí abajo sentados, charlando, tomando té y fumando… ¡No quiero morir!
Avanzaba tambaleándose hacia su hermano.
—Acuéstate. No te quedes de pie —dijo Cevdet Bey abrazando a su hermano—. ¡Y no grites tanto!
—¡Estoy llorando! —gimió Nusret.
—Ven aquí, espera que te acueste…
Nusret se lanzó a la cama con unos movimientos enérgicos y saludables que demostraban que no necesitaba la ayuda de nadie.
—Están vivos… Ellos vivirán. Y como imbéciles… Charlando. Les he escuchado. ¿Sabes de qué hablan? Uno está contando dónde se puede encontrar el mejor dulce de leche y los demás dicen que está mucho mejor de precio en Üsküdar. Habría escuchado más, pero me asquearon sus tonterías, sus estupideces… Bostezan, fuman, hablan de naderías, viven. Y yo, ya lo ves, estoy llorando. ¡Ay, por qué he tenido que acabar así! —Avergonzado, se subió la sábana hasta la frente. Luego la bajó—: ¡Puede que me cure! ¡Iré a París y seguiré con todo donde lo dejé!
De repente empezó a toser otra vez.
Aquel ataque de tos le pareció a Cevdet Bey más profundo y peor que nunca. «Sí, se muere —pensó—. ¡Es terrible!», y por primera vez creyó comprender del todo el estado en que se encontraba su hermano. Poniéndose en su lugar, intentó por un momento pensar como él y todo le pareció feo: sus propios problemas, lo que había hecho aquella mañana en la tienda, los productos que había comprado y vendido, las cartas que había escrito para comprarlos y venderlos a buen precio, lo que había dicho, los pequeños cálculos que se había pasado la vida haciendo, sus proyectos… Para olvidarlo, pensó: «¡Viviré en Nişantaşı con Nigân! En ese jardín fresco y oreado, en las habitaciones de la casa…».
—¿Por qué habré bebido tanto? —gritó Nusret—. ¡Todo por la bebida! ¡Si no me hubiese dado de esa manera por la bebida no estaría ahora estirando la pata!
—Sí, beber no te ha servido de nada —asintió Cevdet Bey.
Y en cuanto lo dijo comprendió que aquel pasado que tan feo le había parecido por un instante volvía a verlo como siempre, repleto de cosas por hacer y justo, y se tranquilizó. Le había asustado tanto aquella sensación, que lo había poseído momentáneamente, de verlo todo feo, que se enfureció con su hermano.
—¡Así que beber no me ha servido de nada! Claro que bebía. Porque solo la bebida podía refrenarme. Mi cabeza no está llena como la tuya de pequeños cálculos, sino de odio y de rabia. ¡Tú no lo puedes entender! ¿Sabes lo que es la rabia? Yo la he sentido. Para mí era lo que más valor tenía. He odiado, he sentido asco, he querido que todo se hundiera. Y, lo más importante, he querido que mi rabia no se aplacara nunca. ¡Y lo conseguí! Tú sientes admiración y anhelo. Has intentado comprender para conseguir lo que admirabas. ¡Yo no quiero comprender! ¡Los que comprenden no pueden sentir rabia! En cambio, yo… —Guardó silencio de repente. Levantó la cabeza de la almohada—. En cambio, yo soy tonto. ¡Incluso en este estado encuentro algo de que envanecerme! ¡Un tonto engreído! ¡Y me muero como un tonto! Los listos encuentran la manera de seguir vivos… Y los tontos se mueren… ¡No, viviré! ¿Qué me dices? ¿Crees que podré curarme?
—¡Claro que sí! —contestó Cevdet Bey—. Pero no te canses más. Duerme.
—Sí, sí, me curaré. Un mes de cuidados atentos. Mucha comida… Tendré que volver a pedirte dinero. Pero ten por seguro que pagaré todas mis deudas. Tengo que decirte que ahora soy más escrupuloso con esos asuntos. Te mandaré el dinero desde París. Supongo que allí encontraré un buen trabajo. ¿Sabes lo que me dijo una vez Blanchot, el famoso cirujano? Me dijo: «Tiene usted más sangre fría de la que hace falta para ser un buen cirujano». Seguro que me encuentra trabajo. Después me uniré de nuevo al movimiento. En estos últimos seis meses he comprendido dónde se equivocaban todos. Lo primero que voy a hacer es decírselo a Ahmet Rıza: Sabahattin es un caballo de Troya. ¿Sabes la historia del caballo de Troya? ¡No la sabes! ¡Ahí tienes! ¡Ni siquiera sabe lo del caballo de Troya! ¡Nadie sabe nada! Me encuentran raro. Y yo los encuentro a ellos dormidos. Aquí no hay nadie. En cambio, París está lleno de gente que se sabe la historia del caballo de Troya. No puedo explicarte el placer que es a veces hablar con un europeo. Pero, claro, no me refiero a los asquerosos misioneros y banqueros de aquí. Los auténticos europeos son Voltaire, Rousseau, Danton… La revolución…
Súbitamente empezó a cantar un himno.
—Hermano, no te canses —dijo Cevdet Bey, bastante harto.
—¡Calla y escucha con respeto! —replicó Nusret sin aliento.
Llenó la habitación un himno que empezaba rodando como una piedra, una piedra que luego se inclinaba y se retorcía, se tensaba y salía disparada.
Al principio a Cevdet Bey le agradó la música, luego intentó descifrar el francés que su hermano pronunciaba con voz silbante.
—¡Ajá! Es La Marsellesa. El gran himno de la Revolución francesa. ¡La famosa Marsellesa! ¿Cuándo vas a oírla aquí? ¿Sabes lo que quiere decir république? No lo sabes, claro. De puro miedo, Şemsettin Sami no fue capaz de escribir la traducción exacta en su Vocabulario francés. La republique es la forma de Estado que nos hace falta. En Francia la hay. Y la crearon cantando este himno. Escucha: «Allons enfants de la…».
De repente se abrió la puerta.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Mari—. Por favor, Nusret, ¡cállate! ¡Te lo suplico!
—¡Tú no te metas en esto! De todas formas, me voy a morir. ¡Me moriré cantándola!
—Se te oye desde abajo. ¿Quieres que nos echen también de esta pensión? —Se volvió hacia Cevdet Bey—. Por favor, dígale usted algo.
—Le estaba diciendo que no me parecen bien estas cosas.
—¡Aquí no hay nadie que me entienda!
Nusret miraba a Mari con ira.
Mari contó cómo había acostado a Ziya, que al principio el niño había tenido miedo, pero que luego se había quedado dormido. Probablemente le había parecido simpático, le había gustado.
—Lo han vuelto tonto —dijo Nusret. Meditó un rato—: En realidad, así era su madre. Yo le preguntaba: «En Europa las mujeres piden el derecho al voto, quieren igualdad, ¿qué me dices?». Y me contestaba: «Lo que usted diga, señor». ¡Así que la mandé a su casa! No sé cómo puede uno tomar esposa aquí. —Miró a Mari y sonrió—: Tiene que tomar una cristiana. —Se volvió hacia Cevdet—: ¿Qué me dices? ¿Se puede tomar una musulmana? Pero creo que una hija de bajá es una mala elección. Porque hace falta una revolución que derrame la sangre de los bajás y toda su ralea. ¿La habrá? ¡Basta ya!
—¡Sí, será mejor que te duermas! —dijo Mari.
—No quiero dormir. Por primera vez desde hace muchos días no me siento agotado. Anoche te creíste que me iba a morir, ¿no? Es algo que sucede muy a menudo: el enfermo supera la primera crisis y parece mejorar un poco. La segunda acaba con él en unos días. Me quedaré en cama aletargado, me quedaré dormido, me retorceré de fiebre y luego… —De nuevo comenzó la tos, pero esta vez no le duró mucho—. Luego me moriré. ¡Ahora lo que quiero es hablar! Sí, ¡hablemos, hablemos! ¿De qué? Mari, di lo que piensas de mí. Luego lo que piensas de Cevdet… No, no… Y, ¿por qué os calláis? ¡Quiero tomar un trago! ¡Me siento perfectamente! ¿Seguirán con la tertulia de abajo? Id a ver. Si siguen quiero encontrarles un tema apropiado… Por ejemplo, el reumatismo es un buen tema. O lo de que antes todo era más barato… ¡Alto! Quiero hablaros de una revolución. ¡Eso es lo que hace falta aquí! ¿Dónde se instalarán las guillotinas? ¡En la plaza de Sultanahmet! ¡Funcionarán como máquinas un día tras otro! Correrá a mares la sangre de los sultanes, de su familia, de los príncipes, de los bajás y de todos los nobles, y la de los que les hacen la pelota. Y el torrente de sangre fluirá hasta el mar por Sirkeci.
—¡Hermano, basta ya! —dijo Cevdet Bey poniéndose en pie.
—¿Por qué? ¿Te has molestado? Tú eres comerciante. A ti no habrá quien te toque. Solo si ocurre algo así llegarán las luces a este país. De otra forma será imposible librarse de esta oscuridad. Siéntate y escúchame. ¿Qué decía? Ah, sí, las guillotinas. Sin contemplaciones. Hay que arrancarlo todo de raíz, atacar lo más hondo. ¡Sin contemplaciones! —De repente dobló hacia atrás el cuerpo que había estado inclinado hacia delante y golpeó la almohada con la cabeza—. Pero sé que no ocurrirá nada de eso. ¡Qué pena! ¡Serán incapaces de hacerlo! ¡Serán incapaces de hacerlo! Mira lo que te voy a contar. Hace tres meses, antes de caer en cama, fui a Aşiyan a ver a Tevfik Fikret. Estaba en clase en el Robert College. Le esperé hasta que llegó. Le dije que admiraba su poesía, que era un nuevo Namık Kemal. Me miró con suspicacia. Le expliqué la situación en Europa. Lo que yo pensaba que había que hacer para revitalizar la lucha aquí. Me preguntó por qué había regresado de Europa. Me parece que al principio me tomó por policía. No me importó. Con toda emoción le leí poemas suyos. Le leí a Namık Kemal. Había bebido un poco… Me cansé al subir la cuesta, estaba un poco mareado, ¡me emocioné, en suma! No me entendió. Me enseñó su casa y me contó, orgulloso, que él mismo había diseñado los planos. Me enseñó sus cuadros. Sí, un poeta revolucionario que lo deja todo y se dedica a pintar. ¡Y qué cuadros! Hojas caídas, un paisaje otoñal. Fruta en un plato. Puso en un plato dos manzanas y una naranja y las pintó. ¿Hace eso un revolucionario? ¿Dedica el día entero un poeta revolucionario a mirar una naranja y dos manzanas que ha puesto en un plato y a pintarlas? ¿Le enseña un revolucionario eso a otro revolucionario? Le dije: «¿Por qué haces esto? Escribe más poesía. Grita, aúlla, ¡que todo el mundo te oiga! ¡Grita! ¡Pueblo, levántate, despierta, despierta! ¡Abajo el despotismo!».
—¡Por favor, cállate de una vez! —le dijo Mari.
—Me despreció, y debió de olerme el aliento… Me dijo que tenía clase. Pero, de todas maneras, tuvo un detalle conmigo. Me regaló un librito de poesía. No un libro suyo, me regaló un libro de un poeta francés. Supongo que al final se dio cuenta de que no era policía y quiso reconciliarse conmigo. Elogió la edición del libro y me dijo que admiraba al autor. Luego lo investigué. Este escritor, que se llama François Coppée, se puso de parte de los enemigos de la Ilustración en el caso Dreyfus, era un enemigo de la revolución estúpido y repugnante… ¿Dónde está el libro, Mari? Está ahí, a la vista, tráelo que lo destruya.
De repente, Cevdet Bey se puso en pie notando que se agitaba en su interior aquella fuerza que había percibido esa tarde en Nişantaşı pero cuyo origen ignoraba.
—¡Basta! —gritó y, sorprendido de que aquella furia dura e inquebrantable no fuera algo momentáneo, continuó—: ¡Tú, a dormir! ¡O llamo al médico!
—Sí, llama a ese médico, al italiano, para que hable con él. La luz de la razón brilló primero en Italia. Es la patria de la Ilustración. ¡Bueno, bueno! Voy a dormirme. Vete, si quieres. ¿Cuándo vas a volver?
—Mañana —dijo Cevdet Bey, pero luego pensó de repente: «Tengo tanto trabajo… Ojalá le hubiera dicho que pasado».
Sintiéndose furioso con su hermano, se puso nervioso temiendo que algo de allí, de aquel ambiente desagradable, quién sabía qué cosa, diera al traste con sus negocios y el orden que había levantado. «¡He perdido el día entero!», susurró. Aquella idea le angustió. Paseó de un lado a otro de la habitación.
—¿Qué haces paseando? ¿En qué piensas? —le preguntó Nusret.
Luego empezó a contar algo.
Cevdet Bey no le escuchó. Fue hasta la puerta siguiendo a Mari. Cevdet Bey le repitió que iría al día siguiente.
—Sí, venga, por favor —dijo ella—. Al verle a usted se anima, su inteligencia cobra brillo, se pone mejor. —Y, evitando su mirada—: Puede que se meta un poco con usted, pero… —Y añadió—: También el niño quiere verle. Antes de acostarlo me preguntó si iríamos a dar un paseo en coche.
—Sí, le llevaré a dar un paseo —se rió Cevdet Bey.