10. La voluntad del enfermo

Se puso el sol y empezó a oscurecer, pero en Cevdet Bey no se despertaron la tristeza y el abatimiento habituales a esas horas. A esas horas todos los días, después de cerrar la tienda, caminaba desde Sirkeci hasta Eminönü y se daba de cabezazos con las estrechas paredes de la vida cotidiana sin saber cómo apagar la preocupación que le quemaba por dentro. Sin embargo, ahora se sentía sano y fuerte como si acabara de empezar la jornada. Estaba tan relajado como para enfrentarse sin tensión a los problemas no solo de esa noche, sino de un día entero. Ni siquiera le apetecía fumar.

Le dijo al cochero que iba a Beyoğlu, a ver a su hermano. Como el sol se había puesto, ahora el coche podía balancearse tranquilamente sin cocer a su pasajero. «¿Por qué me sentiré tan tranquilo? —pensó—. ¡Porque me he dado cuenta de que estoy en lo correcto! Además, esa brisa fresca era muy agradable. Volveré a sentarme más veces en ese jardín de Nişantaşı. Viviré… ¡Pero mi hermano se está muriendo!». Por primera vez no le poseían la inquietud y el miedo al recordar a su hermano. Comprendió de forma definitiva que pronto moriría. La muerte, que antes le parecía horrible por fea, por injusta y porque le dejaría solo, ahora le resultaba tan natural como la vida. «Lo malo es que esté tan cerca de la muerte el mismo día en que yo me siento tan a gusto, tan cerca de la vida que he proyectado. ¡Pero no es culpa mía! Es la consecuencia de todas nuestras elecciones y nuestras acciones, las suyas y las mías». El coche estaba entrando en Beyoğlu. Miró a la gente caminando por la calle en penumbra. Luego pensó que por mucho que todo le pareciera natural, lamentaría la muerte de su hermano.

Después de que el coche se detuviera y de que la dueña de la pensión protestara refunfuñando de su huésped, Cevdet Bey pensó: «¿Cómo podré hacer que mi hermano sea feliz estos últimos días que le quedan?». Subió las escaleras de piedra de la pensión con una tranquilidad como hasta entonces nunca había sentido. Llamó a la puerta. «Le diré que sus ideas me parecen bien. ¿Me creerá? Le diré que le doy la razón». Pero en cuanto se abrió la puerta y Cevdet Bey vio ante él la cara preocupada de Mari, comprendió que no sería capaz de nada de eso. Oyó a su hermano hablando con una voz, no de enfermo que yace en su lecho, sino severa, como la de un patrono irritado, e intuyó por qué estaba así: tanto él como su hermano se habían pasado la vida despreciándose el uno al otro.

—¿Qué miras con esa cara? Me miras como a un muerto. ¡Pues todavía no he muerto! Y además estoy mucho mejor.

—No te estoy mirando de ninguna manera —dijo Cevdet Bey en cuanto sus ojos se acostumbraron a la luz del cuarto.

Luego se llevó un sobresalto al ver de repente a Ziya en un rincón, silencioso e inmóvil en la oscuridad como un muñeco. «¡Prometí llevarle de vuelta a su casa!», pensó.

—¡Siéntate ahí! —le ordenó Nusret.

Cevdet Bey se sentó en la silla que había a la cabecera de la cama.

—¿Cómo estás?

—¿Cómo voy a estar? ¡Me estoy muriendo!

—¡No, no, te pondrás bien! —contestó Cevdet Bey.

—Eso es lo que yo le digo —intervino Mari mientras encendía una lámpara de queroseno—. Pero siempre se pone en lo peor.

Nusret se llevó la mano a la barbilla. Se apretó las hundidas mejillas entre el pulgar y el índice, hundiéndoselas aún más.

—Todo tísico con una cara así se muere en una semana.

—¡No hagas eso! —gritó Cevdet Bey.

—Te da miedo, ¿verdad? Te da miedo. —Nusret se apretó más las mejillas—. Te da miedo la muerte, ¿no? Porque estás vivo, te vas a llevar a la hija de un bajá… ¡Porque estás sano!

—¡No hagas eso!

Nusret se volvió hacia su hijo.

—¿Qué tal estoy así? Dime, ¿te da miedo tu padre? Buuu… ¡Soy el coco! Aquí está la bruja. ¡Ja, ja, ja!

El niño no sabía si debía reírse o llorar. He aquí que la persona a quien más tendría que compadecer se ponía alegre y gastaba bromas. Sonrió.

—Te lo pido por favor, ¡no pongas esa cara tan horrible! —gritó de repente Mari.

Con eso Ziya comprendió que la alegría era falsa y se puso serio. Parecía que iba a echarse a llorar.

Nusret se dio cuenta y se apartó la mano de la cara. Se llevó las manos detrás de las orejas:

—Mira, mira, orejas de soplillo. —Como su hijo no se reía, ahora se puso los pulgares en los lóbulos de las orejas y abrió las manos hacia las mejillas—: Mozo, mozo, llena la copa de vino. —Comprendió que no iba a divertir a su hijo—: Mari, id el niño y tú a la confitería de la esquina —dijo—. A mi hijo le gusta el manjar blanco. Podéis tomar uno y charlar… ¡Así yo podré hablar con Cevdet!

—No te canses demasiado hablando —dijo Mari.

—Bueno, bueno…

Mari tomó a Ziya de la mano y le acarició el pelo. Aquella mujer tenía algo que a Cevdet Bey le habría gustado que Nigân también poseyera, pero no acertaba a saber qué era. Cuando salían de la habitación, Nusret empezó a toser. En cuanto se le pasó la tos tiraron silenciosamente de la puerta entreabierta.

—Trae aquí esa lámpara, que te vea la cara de cerca —dijo Nusret—. ¡Tengo que pedirte algo! Para el chico…

Cevdet Bey se puso en pie, cogió la lámpara de queroseno y la puso en la cómoda que había entre la cama y la silla donde se encontraba. La luz, desde arriba, mostraba la cara de Nusret más delgada, más terrible.

—¿Dónde va a dormir Ziya? —preguntó Cevdet Bey.

—Con Mari, en el hotel de la esquina. No habrás pensado que iba a decirle que se acostara aquí, al lado del cadáver de su padre.

—¿Por qué siempre tienes que estar hablando de la muerte? —dijo Cevdet Bey haciendo un esfuerzo.

—¡Vaya! ¡Déjalo ya! Además, ¿cómo vas a engañarme en una cuestión de medicina? No puedes engañarme… ¡Y he sabido que le han puesto una bomba a Abdülhamit! Mari y yo hemos discutido. ¿Por qué me lo has ocultado?

—No quería que te excitaras por nada.

—¡Así que no quieres que me excite! ¿Quieres hacer de mí alguien como tú, incapaz de emocionarse, sin alma?

—No se me ocurrió contártelo —respondió Cevdet Bey—. Y creía que lo sabías. Además, ¿cómo podía acordarme con toda esa jarana?

De repente comprendió que le había poseído el sentimiento de culpabilidad que siempre notaba cuando estaba con su hermano. ¡Otra vez las disculpas que se había pasado toda la vida ofreciéndole! «¿Le desprecio? —pensó—. Él se está muriendo y yo estoy vivo. Así que yo tenía razón, ¡he ganado!».

—Te has callado. ¿Qué piensas?

—Nada.

—¿Te ha molestado lo que te he dicho? Supongo que comprendes que no te lo he dicho con odio, sino pensando en ti. Una vida como la tuya… A veces lo entiendo… Pero los que son como tú no pueden entender a los que son como yo… Nadie entiende a los que se quedan al margen. Somos desdichados. No lo entiendes, no, no me estás escuchando. ¿Y en qué piensas, pues? ¿Otra vez en los negocios? ¿Qué más has hecho hoy?

—Fui a almorzar con Fuat Bey, el comerciante —respondió Cevdet Bey. Siguió hablándole, feliz de poder contarle lo que había planeado, que encontraba correctas las ideas de su hermano y que esas ideas terminarían ganando—: Y él me mencionó un movimiento en Salónica. Contra Abdülhamit… Eso lo comprendo… Dice que es necesario hacer algo, y tiene razón…

—¡Ja! ¡Esos! Esos son incapaces de hacer nada… No tienen ninguna relación con París… Son una pandilla de ignorantes incapaces de la menor idea o de tomar ninguna decisión como es debido. Con ellos no hay nada que hacer. No están en contra del sultán, sino de Abdülhamit. Militares que consideran que se les paga poco… Aparte de un puñado de gente como yo, todo el mundo está en contra de Abdülhamit, pero nadie piensa en el sultanato. Además, en cuanto Abdülhamit enseñe la bolsa, en cuanto les ofrezca un sillón, en cuanto finja que abre el Parlamento, acudirán todos corriendo… El gran Mizancı Murat ha vuelto con el rabo entre las piernas. ¿Van a conseguir algo estos militares indecisos que no saben lo que quieren? ¡Con ellos no hay nada que hacer!

—Eso no lo sabía yo, claro —dijo Cevdet Bey lamentando que la conversación que había planeado tomara rumbos que para él eran desconocidos.

—¡Que no lo sabías! ¿Cómo lo vas a saber? Si te interesaras por otras cosas aparte del dinero, lo sabrías…

Ambos guardaron silencio. Cevdet Bey se alegró de que le hubiera surgido una nueva oportunidad de demostrarle a su hermano su compasión y su condescendencia. Pero comprendió que no sería capaz a causa de su sentimiento de culpabilidad. Todo lo que quería haberle dicho, ahora le parecía lejano y estúpido. También estaba lejos de él la frescura que había notado en el jardín de la casa de Nişantaşı. «¡Viviré allí!», pensó.

—Te he dicho que tenía algo que pedirte —dijo Nusret. Se volvió para mirar a la cara a Cevdet Bey—. Te voy a pedir algo para Ziya. Cuando me muera…

—Otra vez hablando de la muerte.

—Déjate de tonterías… Esto es lo que quiero de ti para Ziya: ¡quiero que te lo lleves contigo cuando me muera!

—¿Llevármelo conmigo?

—O sea, que viva contigo. ¡Que tu casa sea la suya!

—Bueno, ¿qué hay de Haseki? ¿Y su madre y los demás?

—¡No quiero que se quede con ellos! Si vive con ellos acabará convirtiéndose en un imbécil. Se convertirá en uno de ellos, piojoso, apático, que se conformará con poco, aletargado. ¿Me explico?

—Mi casa siempre estará abierta para Ziya.

—No estoy diciendo eso. Lo que quiero no es que pueda ir de invitado a tu casa cuando le apetezca. Que viva contigo. ¡Eso es lo que quiero! Que no vuelva nunca a Haseki. Que no vuelva a ver nunca a su madre. Ellos…

—¡Pero le prometí a la tía Zeynep que llevaría de vuelta al niño!

—¿Por qué? ¿A cuento de qué se lo has prometido?

—Porque insistió mucho en que lo llevara de vuelta. Fue como si supiera que tú ibas a pedirme que…

—¡Como si lo supiera! ¡Vaya! ¿Quiere tenerlo de nuevo con ella? Le parece adorable… ¡Ella no tiene hijos! Le besará, lo acariciará, ¡y acabará convirtiéndolo en un imbécil como ella! ¡Le inoculará sus absurdas creencias, su letargo, su mundo mísero! ¡No! Me niego a que mi hijo se críe así. Quiero que mi hijo…

De repente lo poseyó un ataque de tos. Cevdet Bey le alargó la escupidera que había sobre la cómoda. En un primer momento, su hermano le hizo un gesto con la mano indicándole que no la quería. Luego se la arrebató súbitamente y escupió.

—Como ves, estoy muy mal. Me quedan pocos días de vida, lo sé. Ahora lo único que quiero es asegurar el futuro de Ziya. ¡Y solo será posible si vive contigo! Pero si se queda con la familia en Haseki o con su madre en el pueblo, creerá en Dios, pensará que son verdad unas mentiras imposibles, estará aletargado como todos, no comprenderá el mundo. De hecho, ya han conseguido que se parezca a ellos. Esta mañana me estuvo hablando del Cielo, de los ángeles, de las brujas. Cree en todo eso. No ha entendido el remedo de bruja que he hecho hace un momento. No quiero que mi hijo sea así, ¿lo entiendes, Cevdet? Que mi hijo no crea en mentiras. Que mi hijo crea en la luz de la razón, en sí mismo… La luz de la razón… ¡No le puse Ziya[2] porque sí! —Guardó silencio un rato, luego susurró—: Cevdet, si no te llevas a Ziya contigo, moriré sin ver satisfecho lo que más deseo.

—¡No está bien que lo de la muerte no se te caiga de la boca! —dijo Cevdet Bey, y enrojeció al darse cuenta de que en realidad no era eso lo que no le parecía bien.

—¡Prométemelo! ¡Prométemelo! —gritó Nusret.

—Te lo prometo —contestó Cevdet Bey.

Luego, como si fuera lo más urgente en aquel momento, cogió el fez, que había dejado en la cómoda, y empezó a arreglarle la borla.

—Sí, me lo prometes, ¿verdad?

—¡Ya te lo he dicho! —replicó Cevdet Bey.

Peinaba con las uñas la borla, que se le había arrimado a la cara.

—Cevdet, te lo ruego, ¡entiéndeme! Nunca pude cumplir con mis obligaciones para con mi hijo. Lo dejé en Haseki e intenté olvidarlo. Ahora he comprendido que debería haber hecho algo, pero es demasiado tarde. Me lo prometes, ¿no? ¡Por favor, baja ese fez para que pueda verte la cara!

Cevdet Bey dejó el fez en la cómoda. La luz cruda y desnuda que le golpeó la cara le deslumbró.

—¿Has oído hablar del príncipe Sabahattin? —le preguntó Nusret—. Da igual. Ahora está en París. Se le puede considerar un Joven Turco. Como todos los príncipes, es un imbécil, pero tiene una idea… —Señaló con la mano los libros de un rincón del cuarto—. O, más bien, como hace todo el mundo, tiene una idea que ha plagiado de otro, que a mí me parece correcta. Según Demolins, hay que buscar la superioridad de los ingleses en que allí los individuos, las personas, son más libres. Eso es lo que nos falta a nosotros. ¡No tenemos gente así, libre, que use la cabeza, con iniciativa! Aquí a todos se les educa para ser esclavos, para inclinar la cabeza, para fundirse en la comunidad, para tener miedo. Eso que llaman educación consiste en la vara del maestro, en las absurdas amenazas de las madres y las abuelas. Religión, miedo, ideas oscurantistas, todo aprendido de memoria… Al final no aprenden otra cosa que a doblar la cerviz. Nadie asciende por su propio esfuerzo, enfrentándose a la sociedad. Todos suben doblegándose, entrando bajo la protección de alguien, siendo siervos. Nadie piensa por su propia cuenta. Y, si piensa, tiene miedo… Como mucho, cada cual va a lo suyo. Según Demolins, los ciudadanos de los estados centralizados… ¿Me estás escuchando? No quiero que mi hijo… —De repente empezó a sacudirle un nuevo ataque de tos. Se sintió aliviado tras arrojar una flema en la escupidera—. ¿Comprendes lo que quiero decir? Mira, tú has hecho algo por ti mismo. Eso sí podrás comprenderlo.

—¡Te estás cansando mucho! —dijo Cevdet Bey.

—¿De qué estoy hablando yo y de qué estás hablando tú? Puedes entenderme, aunque solo sea en esto…

Cevdet Bey no dejó pasar la oportunidad:

—Tienes razón en lo que piensas. Te entiendo. Siempre te he dado la razón, pero, por desgracia, no he sabido demostrarlo.

—¡Vamos, hombre! —dijo Nusret. Otra vez comenzó a frotarse los dedos unos con otros—. ¡Tú nunca has comprendido otra cosa que el sonido de esto! Cuando yo hablo de luz, de claridad, de Ilustración, en tu mente solo aparece el brillo del dinero. Pero está bien que sea así, que no le des valor a nada aparte del dinero. Eso te convierte en racionalista. No lo entiendes. ¡Pero me lo has prometido! Por eso quiero que mi hijo se críe en casa de un comerciante. Sí, en casa de un comerciante, sobre todo de alguien como tú que ha partido de cero, para quien todo se basa en cálculos y libros de cuentas. Y donde hay cálculos y libros de cuentas, hay razón y no miedo.

—¡Mi familia no se basará en cálculos! —respondió Cevdet Bey intentado aparentar enfado. Luego se arrepintió de haberlo dicho.

—Lo sé, lo sé. Sé lo que se te está pasando por la mente. Sé cómo quieres mostrarte ante mí, sé que no entiendes lo que estoy diciendo. Sea como fuere, mejor que lo eduques tú. ¡Aprenderá a ser individualista fijándose en ti! No le pegarás, por supuesto. Déjalo libre. Que vaya a lo suyo. Que comprenda que puede hacer algo por sí mismo, con su razón. Que confíe en su inteligencia. Dale un cuarto pequeño y que viva allí. Que aprenda que se puede vivir sin ser siervo, que lo que le han enseñado en Haseki es mentira, que toda esa fealdad solo sirve para ocultar y alimentar la fealdad de palabras como «religión» o «Dios». ¿Lo aprenderá? ¡Ah, no lo sé! Me gustaría verlo, no quiero morir, no quiero morir, quiero vivir y ver adónde va a parar todo esto por fin. ¡Quiero comer más, fumar más!

—¿Tienes hambre?

—¡Sí, tráeme unas chuletas! Esta mañana el médico me ha dicho que coma chuletas. ¡Ja! Carne, leche, huevos, chuletas… —Lanzó una carcajada—. Me muero. ¡Madre también murió de tisis! Espera, ¿por qué te levantas? ¡Siéntate!

—¿No querías carne?

—¿Carne? Pero si no tengo apetito. No, tengo que comer. ¿Crees que si como carne viviré? ¡Pero no! Nos lo enseñaron en la facultad. Cuando se llega a esta fase… —Abrió los brazos—. Cuando se llega a esta fase, se acabó. Se acabó… —Agarró del brazo a Cevdet Bey—. Nadie puede entenderlo. Pero tú estás aquí sentado, pensando en irte a tu casa, pensando en la hija del bajá, en tus otros cálculos, en tus enredos. ¡No olvides que tú también has de morir! Pero por ahora vivirás. Y además, sigues despreciándome. —Soltó el brazo de su hermano—. Y yo también te desprecio a ti, ¿me entiendes? Yo también te miro por encima del hombro. ¡No tienes alma! ¡Vives para tonterías! Dinero, vida familiar, pequeñas tonterías cotidianas y problemas comerciales… ¡No tienes alma! Me parece que están llamando a la puerta.

Cevdet Bey se levantó y abrió. Eran Mari y Ziya.

—Hemos tomado manjar blanco y dulce de leche —dijo Mari.

—¿Estaba bueno? —preguntó Nusret.

Ziya comprendió que la pregunta iba dirigida a él y sonrió.

—¿Estaba bueno, hijo? ¡Parece que sí! Ahora la tía Mari te llevará con ella al hotel de la esquina. ¿Sabes lo que es un hotel? Te llevará allí. Te acostará. ¡Dormirás! Ya duermes solo, ¿no? Eres todo un hombre, ¡no te da miedo! ¿O sí te lo da? No te da miedo la oscuridad, ¿verdad? Responde, vamos… ¡Responde de una vez a tu padre, hombre! —De repente se encolerizó—: ¡Mari, llévatelo y acuéstalo! Vamos, vete a dormir, ¡y aprende a contestar cuando te preguntan!

Mari cogió a Ziya de la mano.

—Vamos a acostarnos. ¡Volveré luego!

—¿Qué vas a hacer ahora, Ziya? —preguntó Nusret con una última esperanza. Se echó a reír de pura irritación al no obtener respuesta—. Ziya, hijo mío, ¿qué vas a hacer? ¿Qué quiere decir Ziya? ¡Luz! ¿Qué hace la luz? Vamos, vamos, llévatelo a dormir. Quédate sentada un rato con él y no le apagues la luz porque han conseguido que acabe pareciéndose a ellos: le da miedo la oscuridad. ¿Te da miedo, hijo? Te lo estoy preguntando a ti, ¿se te ha comido la lengua el gato? —Le sacó su lengua blanca—. ¿Lengua? ¿Se te ha comido la lengua el gato, hijo? Se ha asustado y ya no habla. Hala, que descanses, con Dios.