8. Sobre el tiempo, la familia
y la vida
A Cevdet Bey no le gustaba jugar al chaquete. Las dos primeras manos las perdió seguidas sin una sola ficha en casa. «Mi hermano agonizando y yo aquí, jugando al chaquete», pensó. Luego, como le vinieron buenos dados y ganó varias veces, el bajá se animó. Poco después, Cevdet Bey empezó a perder de nuevo. En cierto momento en que salió el bajá, miró la hora y vio, sorprendido, que eran cerca de las once. Se enfureció al comprender que no llegaría a la tienda. Le parecieron repugnantes el gusto del bajá por el chaquete y su locuacidad. Mientras jugaban, el bajá le habló de un teatro al que había ido siendo embajador en París, de la ingratitud de un secretario, de una fuente que había hecho construir en Konya, de varias aventuras galantes y de un soborno que había rechazado siendo ministro de Fundaciones. Cuando acababan una partida que Cevdet Bey iba perdiendo, entró un criado que se acercó al bajá:
—La señora va a ir a Şişli, a visitar a Naime Hanım y quiere el coche.
—¡Que se lo lleve, que se lo lleve! ¿Qué voy a hacer yo con el coche con este calor? —contestó el bajá. Luego se puso en pie de repente—: ¡Espera! ¿Y a qué hora piensa volver? ¿Cómo le da por salir a estas horas? Es tarde. Ve a preguntarle a qué hora piensa volver, vamos a ver. Puede que yo vaya a algún club —Se sentó de nuevo. Sonrió a Cevdet Bey intentando mostrarse agradable. Luego tiró dos veces seguidas seis dobles, pero no lanzó la correspondiente carcajada. Cerró el tablero y volvió a ponerse en pie—. ¿Voy al club? ¿Y si voy a charlar allí un poco? —se dijo a sí mismo. Se volvió hacia Cevdet Bey—: ¿Tú qué opinas? ¿Vamos juntos al club esta noche?
—¡Por Dios, bajá, allí sería una molestia para usted! —contestó Cevdet Bey.
Por un instante pensó que el bajá le estaba invitando realmente al club. Luego comprendió que no estaba entreteniéndole tanto como al otro le habría gustado.
—¡No, hijo, qué molestia! —dijo el bajá un tanto a regañadientes. Luego pareció entristecerse—. Ya ves, la gente como yo, cuando llega a mi edad, vive para no hacer nada. No pienso en cómo ocupar el día. ¡Me basta con los recuerdos! Pero a alguien habrá que contárselos, ¿no? Conozco Europa, allí la gente se pone a escribirlos. Los publican en forma de libro o en los periódicos. Pero ¿aquí? Si escribo una sola palabra todos se picarían. Me metería en problemas. Sería el cuento de la lechera. Ni hablar, ni hablar. Aquí no hay libertad, hijo, ¡libertad! ¡Vivan los Jóvenes Turcos! —Esto último lo dijo bajando la voz—. ¡Viva mi hijo pequeño, el inocente! Mmm… Bueno, ¿y qué crees tú que hay que hacer en la vida? No, no, no puedes entenderlo. ¡Y tampoco parece que hayas leído mucho! No te lo tomas a mal, ¿verdad?
—Por Dios, bajá, claro que no —respondió Cevdet Bey empezando a sudar.
—Muy bien, comprendo; eres muy educado, lo sé —dijo el bajá. Parecía un poco molesto. Paseaba arriba y abajo por la habitación tambaleándose un poco—. ¿Quién sabe?, puede que pienses que soy un borracho. Nunca habías visto a un bajá así, ¿no? En realidad, ¿a cuántos habías visto de cerca, con cuántos habías charlado? ¿De qué conoces a Nedim Bajá, vamos a ver?
—Vino a mi tienda —susurró Cevdet Bey.
El bajá se detuvo en el centro de la habitación. Miró a Cevdet Bey como se mira a una cucaracha:
—¡Comerciante! —murmuró—. Nunca se me habría ocurrido que iba a entregar una hija mía a un comerciante. Y además se la doy a sabiendas y a gusto. Hijo, te aprecio, no me malinterpretes, si de mi boca salen vulgaridades es porque te siento próximo. —Se detuvo esforzándose como si intentara recordar una oración que hubiera olvidado—. ¿Cómo hemos acabado así? Todo esto, ¿por qué? ¿Por qué tiran bombas? ¡Todos son enemigos de nuestro sultán! —Se arrojó al diván, bien porque ya no se tenía en pie, bien de pura desesperación. Miro a Cevdet Bey—: ¡Me gustas! ¡Me gustas porque me recuerdas a mí!
Cevdet Bey miraba al bajá intentando sonreír y aceptar como algo natural lo que ocurría, comprendía que debería decir algo, pero simplemente sudaba porque no encontraba las palabras. Entró el criado:
—La señora dice que se va a quedar poco en casa de Naime Hanım. Y que se lleva a las niñas. Que volverán enseguida.
—Bien, bien, que se vayan ahora mismo —respondió el bajá—. Pero dile que no vuelva tarde, ¡o se arrepentirá! —gritó.
Por sus gestos y su naturalidad se veía que el criado estaba acostumbrado a las crisis alcohólicas del bajá.
—Señor, ¿le traigo el té? —sonrió comprensivo, no como un criado, sino como un amigo.
—¡Tráelo! ¿Qué esperas? Primero trae café. ¿Tú también quieres café, hijo?
—Bajá, yo me voy ya, ¡no quiero molestarle! —dijo Cevdet Bey.
—¿Cómo? ¿Que te vas? Ni hablar, yo no dejo que nadie se vaya así como así. ¡Espera un poco! ¿O es que te ha sentado mal lo que he dicho?
Cevdet Bey no contestó. Miró al suelo.
—¡Quédate ahí sentado! —dijo Şükrü Bajá—. Te aprecio. Métetelo en la cabeza. ¡No eres el primero que pide la mano de Nigân! —Se puso en pie. Amonestó al criado, que seguía allí plantado—: ¿A qué esperas? ¡Dos cafés medios de azúcar! —Se volvió a Cevdet Bey—: Medio de azúcar, ¿no? —Volvió a pasear arriba y abajo—. Puede que haya bebido demasiado. Quise darle un poco de alegría al día… Esperaremos que vuelva el coche e iremos juntos al club. ¿Adónde iban ellas? A casa de Naime Hanım. ¿Y qué van a hacer allí? Reírse como estúpidas: ja, ja, ja, ji, ji, ji. Tomar té y hablar de esto y de lo de más allá, cotillear… Leen libros, comentan lo que han leído, hablan de trapos… Parece que ha llegado una modista francesa que va de mansión en mansión cosiendo vestidos. Esta mañana mi mujer me ha tirado de la lengua. Quiere llamarla para que venga a casa. Hablará con ella en francés, recordará la época de la embajada, y las niñas leerán poemas, ya verás… No he conseguido acostumbrarme a esas maneras suyas tan finas y delicadas, tan a la francesa. A veces pienso que ojalá esta segunda mujer mía hubiera sido más guapa y más tonta. ¿Podría usarlo como excusa para casarme con otra? Sería un desastre. Adiós a la alegría de la casa. Sería el caos. Así está mejor. Es una mujer muy inteligente. Y las niñas también. A veces me encuentran vulgar. Y no piensan en cómo han aprendido todo lo que saben, quién las llevó a París. Querían un piano. Lo compré. Tocan, se divierten, leen, se gastan bromas entre ellas, remedan como monos, yo no me entero de nada, pero se lo permito. Incluso me gusta, así que no me hagas caso si me enfado. Yo soy así. Me gusta, sí, porque esta casa debe ser alegre y bulliciosa. ¿Qué iba a hacer yo con una mansión como un cementerio? Y además todo esto, estas costumbres europeas, hacen falta. He ido allí y he visto de lo que son capaces. Y nosotros aquí seguimos igual, pastando. Enormes fábricas, estaciones, hoteles… Saben trabajar y también divertirse. Hasta yo, a mi edad, voy a los clubes. Mira tú qué palabra: ¡«club»! También a nosotros nos hacen falta fábricas. ¿Y quién las va a levantar? Los comerciantes como vosotros… ¡Ah! Pero ¿cómo? Lo que vosotros hacéis es comprar y vender, comprar y vender… Por fin se construyó el ferrocarril. Cargas los vagones de algodón y tabaco, los descargas de lámparas y telas y entretanto te llenas los bolsillos… Pero no, de todas formas, me gustas. Me quedo tranquilo entregándote a Nigân. —El bajá paseaba por la habitación. De repente se detuvo delante de una ventana—: Mira, mira, ha llegado el coche. Ahora se subirán. —Sonrió como si hablara con un amigo mujeriego—: ¡Ven si quieres ver a tu prometida!
A Cevdet Bey le apetecía levantarse a mirar, pero le daba vergüenza.
—¿No quieres verla? —preguntó el bajá—. Claro que quieres, pero no te atreves. Yo tengo la culpa. ¿Por qué no la habré hecho venir? ¿Y qué si viene? ¿Tan a la antigua soy? Además se sienta y come con todo el mundo. ¡Si por lo menos te hubiera invitado a almorzar…! Se lo dije a Bekir, pero se le debió de olvidar. Ven, hijo; ven y mira, ahora se van a subir al coche…
Cevdet Bey se puso en pie avergonzado y sonriendo como si hubiera oído un chiste gracioso. Avanzó hacia la ventana tambaleándose como un borracho.
—¡Eso es! —dijo el bajá—. ¿Cómo no va a querer uno ver a su prometida, hombre? ¿Sabes cómo es, vamos a ver? Te lo voy a decir: mi Nigân es una muchacha inteligente. Con la cabeza sobre los hombros. Pero la has visto y lo sabes, tampoco es la joven más bonita del mundo. Es educada, elegante, aguda, pero, entre nosotros de nuevo, no puedo decir que sea mi hija preferida. Türkân es más simpática. Şükran se me parece. Nigân es muy cerrada en sí misma. Sabe lo que quiere. La puedes conquistar con regalos, con juegos de tazas, por cierto, le encantan las tazas y las porcelanas, y con pequeñas diversiones. Le gusta pasear en coche. No tiene mucho mundo. No sabe ni mucho ni poco. Te he dicho que lee libros, poesía; también lee novelas francesas, pero no creas que es demasiado aficionada a la lectura. Lee por hacer algo, para pasar el rato, de la misma forma que a Nuestro Señor le gusta que le lean novelas policíacas. Le gusta la vida a la europea, pero con moderación. Supongo que en eso se adaptará a ti. No puedo decir que sea de gustos sencillos, pero tampoco es insaciable. De hecho, casi ni nos damos cuenta de que existe. Ha aprendido todo lo que de bueno puede haber en esta casa y ha visto todo lo malo. No sé si tiene alguna mala costumbre… ¡Ah, sí, una! Pestañea sin parar. Aquí salen.
Entre el coche y la puerta del harén había un pequeño patio de piedra sombreado por un plátano. Cevdet Bey vio primero a una mujer alta vestida de blanco. Por la risa del bajá comprendió que era la madre de Nigân. Luego salieron una a una sus hijas hablando entre ellas y mirando a izquierda y derecha. «¡No saben que estoy en la casa!», pensó Cevdet Bey. Le pareció que volvía a poseerle la sensación de culpabilidad. Las jóvenes parecían alegres y animadas. Cevdet Bey no pudo distinguir cuál de ellas era Nigân. «¡Una familia!», susurró. Le dio la impresión de oír el tictac del reloj. Se sumió aún más en la sensación de culpabilidad. «¡Es una de ellas! —se dijo asustado—. Una familia». Intentó situar a una de aquellas muchachas delgadas y delicadas como sombras en la familia que planeaba. Se dio cuenta de que el corazón le latía a toda velocidad y se avergonzó. «¿Qué soy?», se dijo. El bajá seguía con su cháchara, pero él no le escuchaba. Miraba sudando, asqueado de sus manos húmedas y de sí mismo. Allí, allí abajo, bajo el árbol, al fresco, estaba lo que llevaba años esperando, soñando, y se movía y se reía. ¡Qué lejos, qué imprecisa! Solo con su mente podía percibirla y situarla donde debería estar. No con los sentidos: los sentidos eran algo pesado y lento de ponerse en marcha, como la conciencia. El sudor le bombeaba suciedad y culpa a la sangre. No quiso mirar más. Le habría gustado que se apagara la voz resollante del bajá, que se detuviera el movimiento. «¡Mi hermano se muere!», susurró. El sueño volvió a clavarse en su mente. Aquello, tan lejano e impreciso, se hizo más claro, se volvió comprensible: «He pensado en todo», murmuró. Se le pasaron por la cabeza la tienda y Eskinazi. Tuvo miedo. El cochero abrió la puerta del coche.
De repente hubo un movimiento en el jardín. De lejos, Cevdet Bey oyó el chirrido de unas ruedas. Relinchó un caballo.
—¡Ah, ha venido Seyfi Bajá! —gritó el bajá—. ¡Ay, Seyfi, que Dios te bendiga!
Del coche que acababa de llegar descendió con movimientos rápidos un hombre alto, ligeramente jorobado y de barba negra. Vio cómo las mujeres montaban en el otro coche. Echó la cabeza atrás con altivez. De repente ocurrió algo inesperado. Una a una, las muchachas se acercaron al bajá, se pusieron en fila y empezaron a besarle la mano.
—¡Bravo! —dijo Şükrü Bajá—. ¿Ves qué niñas? ¡Ah, ahí está la tuya!
Cevdet Bey sudaba. El bulto que hacía un instante estaba claro, ahora se había hecho más lejano e impreciso. Besaba la mano de Seyfi Bajá. Cevdet Bey se dio cuenta de que para percibirla tendría que usar la mente, y esforzarse mucho. «¿Qué es ella? ¿Qué es lo que quiere y cómo?», susurró temeroso. Pensó que pasaría la vida entera con aquella cosa que se movía, que se inclinaba para besar la mano de un bajá. «Quizá… Quizá…», murmuró preocupado. Luego, haciendo uso de todas sus fuerzas, intentó situar en sus proyectos esa cosa móvil de allí.
—¡Mira! ¡Seyfi, un amigo leal!
De repente las muchachas se subieron al coche. Cevdet Bey lo vio alejarse.
Entró el criado y anunció:
—¡Ha llegado Seyfi Bajá!
—Lo sé, lo sé, que pase —contestó Şükrü Bajá. Se volvió hacia Cevdet Bey—: Este Seyfi es a quien yo tomé bajo mi protección. Ha salido más listo que yo. Supo caerle bien a Nuestro Señor. Es como yo… Ha sido embajador en Londres. Pero ¡qué distraído estás! ¡Ja, ja! La has visto de veras, ¿no? Sí, sí, la has visto de golpe. Bien por Seyfi. ¿Cómo habrá sabido que hoy andaba mustio y me apetecía charlar?
Ambos bajás se abrazaron en la puerta. Seyfi Bajá tenía un aspecto arrogante. «¡Soy comerciante!», pensó Cevdet Bey.
—¿Conoces a mi futuro yerno? —Şükrü Bajá presentó a Cevdet Bey.
Se sentaron. El criado trajo los cafés. Seyfi Bajá estudiaba a Cevdet Bey de reojo, Cevdet Bey rebullía en el sillón y Şükrü Bajá contaba algo.
—¿Y a qué se dedica usted, hijo? —preguntó de repente Seyfi Bajá.
—Soy comerciante, bajá.
—Comerciante… Así que comerciante… —susurró el bajá, y volviéndose de nuevo al dueño de la casa adoptó un aspecto de estar atento a lo que contaba.
Şükrü Bajá le hacía cumplidos a su invitado y decía que cada vez le quedaban menos amigos auténticos y que con muy poca gente encontraba la conversación que andaba buscando. Lo dijo implicando que ya consideraba amigo a su futuro yerno, pero en su gesto había más de disculpa que de sinceridad.
—Quels livres lisez-vous, mon enfant? —preguntó súbitamente Seyfi Bajá.
Cevdet Bey meditó inquieto, se puso nervioso, pero enseguida contestó silabeando:
—Monsieur, je lis Balzac, Musset, Paul Bourget et…
—Le sobra con el francés que sabe, hijo. —Seyfi Bajá le interrumpió la frase a la mitad—. Ya se irá soltando con la práctica.
Luego se volvió de nuevo al dueño de la casa y empezó a contarle los cotilleos políticos de los últimos días.
Cevdet Bey contemplaba a Seyfi Bajá, con la joroba saliéndole más según hablaba y con la barba rozándole la camisa, y a Şükrü Bajá escuchándole complacido y se sentía incómodo recordando que Nigân era hija de uno de ellos y que acababa de besarle la mano al otro. «No debería ser así —pensó en cierto momento—. En todo esto hay algo feo. ¡Yo soy mejor!». Luego recordó a Nigân subiéndose al coche. Sintió con una auténtica sensación de victoria que él era a su manera y se emocionó. «Sí, yo soy mejor que ellos. Estoy por delante. ¡Estoy más limpio!». De repente se animó convencido de que todo lo que le parecía terrible, incomprensible e inalcanzable de aquella habitación con esos muebles, en realidad era ridículo y estaba podrido. Se emocionó y se animó tanto que empezó a darle miedo que se le contagiaran aquellas sensaciones. «Tengo que irme de aquí, ¡ahora mismo!», se dijo. En ese momento entró el criado llevando la bandeja del té.
—¡Podías haber traído unas pastas! —dijo Şükrü Bajá. Luego le dio una palmadita en la rodilla a su invitado—. ¡Qué bien lo cuentas todo!
Seyfi Bajá se puso serio. Luego se volvió a Cevdet Bey y le preguntó:
—¿Dónde vive usted?
—Viviremos en Nişantaşı —contestó.
—No, ¿dónde vive ahora? —gruñó el bajá.
—En Vefa.
Cevdet Bey se alegró al ver que no se enfadaba, como había esperado. «¡Nigân y yo viviremos en esa casa de Nişantaşı!», pensó. Le apetecía tomarse el té cuanto antes y marcharse de inmediato de aquella mansión.
Mientras tomaban el té, Seyfi Bajá empezó a contar los rumores sobre el asunto de la bomba. Su Majestad había amonestado al ministro de la Gobernación y a la comisión investigadora porque los inspectores no estaban trabajando con todo cuidado y ese día el gran visir Ferit Bajá había dicho que habían encontrado una pista que llevaba a alguien próximo a Seyfi Bajá. Lo habían descubierto por el número de registro del coche en el que habían colocado la bomba. Luego empezó a contar quién se había portado como un valiente y quién como un cobarde durante el suceso. Ambos bajás se pusieron muy contentos criticando encantados a los cobardes. De repente, la conversación pasó a Fehim Bajá, que estaba en muy mala situación, y a su amante, Margaret. Şükrü Bajá llamó al criado queriendo coronar con coñac semejante placer. El criado lo trajo en copas de boca estrecha y vientre ancho. Los bajás comenzaron a hablar de la valentía de Abdülhamit, de la suerte del Şeyhülislam Cemalettin Efendi y de la mala suerte de las veintiséis personas que habían muerto en la explosión. Se divirtieron contando quién y cuánto se había asustado. De repente, Seyfi Bajá empezó a narrar un suceso que le había ocurrido mientras era embajador en Londres.
—Un día llegó a la embajada el siguiente cifrado con la firma del secretario general Tahsin: «Cómprese y envíese de inmediato un loro con la cabeza y las plumas completamente blancas y capacidad de hablar». En cuanto recibí la petición cifrada eché a correr como alma que lleva el diablo. Llamé por teléfono al instante al director del jardín zoológico de Londres. Me enteré de que el nombre del bicho era otro… Le dije al segundo secretario: «Escriba la siguiente respuesta: “No existen loros con plumaje blanco y cabeza con moño blanco y capacidad de hablar. El animal descrito no es un loro, sino una cacatúa”». El segundo secretario me dijo: «Puede que no sepan diferenciarlos. ¡Compremos una cacatúa!». No pude contener mi enfado. Así que le dije: «Si no saben diferenciarlos, ¡que aprendan! Y usted cifre el telegrama que le he dictado».
De repente Cevdet Bey se puso en pie:
—¡Tengo que irme, bajá!
—Espera, espera, escucha esta historia —dijo Şükrü Bajá. Luego vio la cara larga de Cevdet Bey y perdió el buen humor. Se puso en pie—. Vuelve cuando quieras, vuelve cuando quieras, me gustaría verte más antes de la boda.
«¡Nigân!», pensó Cevdet Bey. Estrechó la mano de Seyfi Bajá y la soltó a toda prisa. Salió de la habitación. Iba a besarle la mano a Şükrü Bajá, que le seguía. Oyó el tictac del reloj. Dio un traspié. No le besó la mano. Solo le sonrió. Bajó las escaleras. El lacayo le abrió la puerta. Cevdet Bey respiró notando el cielo amplio y limpio y el sol brillante del exterior. Soplaba una brisa suave y fresca.