5. El viejo barrio
Cevdet Bey bajó las escaleras sintiéndose culpable. Montó en la berlina tras indicarle al cochero que iban a Haseki. Sudando, encendió otro cigarrillo. Pareció volver un tanto en sí cuando el coche se puso en marcha meciéndose suavemente sobre las flexibles ballestas y las imágenes empezaron a fluir por la ventanilla, también en parte gracias al cigarrillo. «¿Por qué todo tiene que ser así? ¿Por qué tengo yo que ser así?», pensó. Se le apareció ante los ojos todo lo que había ocurrido desde aquella mañana. Se preguntó si su hermano se moriría o no. Hasta el final, su madre también había repetido sin cesar que se moría, pero en la última semana cambió de repente, dijo que se sentía mejor y de repente se murió. Sin embargo, su hermano continuaba siendo tan desagradable como siempre. Enrojeció recordando la humillante conversación. Al preguntarle cuántas veces había visto a su prometida, su hermano había sonreído a Mari. Hizo lo mismo al mencionar el coche de alquiler. Puede que ahora se riera de él a sus espaldas. Se preguntó si la armenia se reiría también junto con su hermano. «Sí, puede que sea mona e interesante, pero, por supuesto, no la admiro —se dijo—. ¿Cómo es posible que dijera eso? ¡Menuda falta de vergüenza! Pero si no puedo admirarla… Al fin y al cabo, no es una madre de familia, sino una actriz de teatro… Cientos de ojos la contemplan cada noche. ¡Y cómo le besó la mano el médico! ¿Cómo pueden hacer algo así? Se inclinan, se estiran, le besan la mano y luego se quedan tan tranquilos y contentos como siempre. Porque no son como nosotros. ¡Son cristianos!». Se preguntó por qué no le habría advertido de todo aquello a su hermano a pesar de lo que le quería y de conocer perfectamente su forma de pensar. «¡Porque no tengo tiempo! El negocio no me deja dedicarle a nada el tiempo que se merece —recordó las palabras de su hermano—. Se fue a París y acabó por no gustarle nada de lo de aquí». El coche estaba cruzando el puente y las ruedas hacían crujir los tablones. Cevdet Bey miró el viejo Estambul que se veía desde el puente, las cúpulas, el Cuerno de Oro estancado y muerto. «¡Esto no le gusta! ¡Le parece todo malo, lo desprecia! Y a mí también me desprecia, ¡pero yo le entiendo!». Leyó un letrero al otro lado del puente: «Los mejores puros y cigarrillos. Labores del Monopolio Tabaquero. Tabacos Angelidis». Encendió otro cigarrillo y se perdió en las nubes de humo de sus meditaciones.
Al ver por la ventanilla la mezquita de Beyazıt y el complejo del Ministerio de la Guerra se animó recordando su infancia. Antiguamente su hermano y él iban allí a pasear. El mercadillo que se montaba en el patio de la mezquita el mes de Ramadán siempre estaba llena de visitantes y podía verse a la gente importante. Allí fue donde por primera vez en su vida Cevdet Bey vio a un visir. «¿Era Ahmet Fehmi Bajá, el ministro de Comercio? ¿Cuántos años hace? Dieciocho o diecinueve. Nusret acababa de empezar medicina, pero nuestro padre aún no había muerto». Le entristeció acordarse de aquellos días. Trabajaba con su padre, se extenuaba cortando leña y apilando madera, se quedaba dormido en cuanto cenaba. «¡Pero no quería ser un imbécil que trabajara con las manos! Quería estudiar y ser rico. —Le alegró no recordar con añoranza aquellos tiempos—. Pero entonces todos nos queríamos unos a otros. A mí también me querían. ¡Y yo huí de ellos! —Le dio miedo verse obligado a ir a ver ahora a los mismos de quienes había huido—. Puede que no me reconozcan. Y si me reconocen, me despreciarán. ¡Pero no! Se quedarán admirados de mi ropa y de este coche. Quién sabe qué molestias tendré que sufrir… —Avergonzado, se representó las imágenes de lo que podría ocurrir en breve—. Dirán a mis espaldas que el polluelo salió del huevo y no le gustó la cáscara, que soy un descastado. ¿Por qué ha sido así? ¿Por qué todo esto?». El coche pasaba por delante del Ministerio de Hacienda. Enfrente había oficinas de cambistas y prestamistas. Todos los que dependían de una libreta de pensiones y se encontraban en mala situación iban a aquellas oficinas y cambiaban la pensión por poco dinero. Cevdet Bey pensaba que las ganancias de esos cambistas y prestamistas eran injustas y crueles. «¡Todo por el dinero! —pensó de repente—. ¡Por eso me he quedado solo! ¡Todo por el dinero! ¡Les parece deshonroso que un musulmán se dedique al comercio!». Empezó a sudar de nuevo pensando en las humillantes escenas que viviría al cabo de poco en Haseki.
Después de pasar Aksaray, el coche giró a la izquierda. Poco después se metieron por las callejuelas, pero todavía les quedaba mucho hasta Haseki. «Siempre lo mismo, todo está igual —se dijo Cevdet Bey mirando las calles—. No cambia nada. Esos muros, esas ventanas desconchadas, esas tejas cubiertas de musgo. No cambia nada. Viven igual que hace doscientos años. ¡Nada de ganar dinero! ¡Nada nuevo! No tienen nada en sus vidas, sí, ¡no tienen ambición, ambición! Mira cuánta suciedad. A nadie se le ocurre quitar de ahí ese basurero. ¡Van al café y se sientan a ver pasar a la gente!». Miró a los hombres vestidos con túnicas que estaban sentados delante de un café, bajo un plátano. Y ellos observaron atentamente al ocupante de aquella ostentosa berlina. Cevdet Bey pasó lentamente ante ellos mirándolos a los ojos. Luego refunfuñó, furioso: «¿Qué miráis? ¿Qué hay que mirar? Pasa un coche con un hombre sentado, ¡y ellos lo miran! ¡Ay, todo está muerto! Mi hermano tiene razón. ¡Y yo también porque no soy un miserable con túnica sino comerciante!». El coche se aproximaba al barrio. Cevdet Bey abrió el ventanuco de separación y le dijo al cochero que doblara a la izquierda dos calles más allá. Luego oyó a unos niños que hablaban en un jardín:
—Y si lo haces, entonces te comen —decía uno de ellos.
—¡Le he limpiado todas las nueces al muy idiota! —respondía el otro.
«Antes jugábamos a las nueces por diversión —pensó Cevdet Bey—. Estos parece que lo hacen por la ganancia y se llevan las nueces de los demás… ¡Bien, bien! Por lo menos es algo, una novedad. En las nuevas generaciones se está creando el gusto por la ganancia, pues». Se avergonzó de lo que pensaba. Cuando el coche dobló por la calle indicada empezó a mirar las casas con miedo. Las reconocía todas. Volvió a pensar que no había cambiado nada. Avisó al cochero delante de la casa de Zeynep Hanım.
Cevdet Bey bajó del coche. Miró a su alrededor. Se habían mudado a la casa contigua el mismo día que llegaron a Estambul. No quiso ver aquella casa en la que había vivido diez años. Abrió la puerta del jardín de la tía Zeynep Hanım. Sonó la campanilla que tenía atada. «Si me compro esa casa de Nişantaşı tengo que ponerle a la puerta del jardín una campanilla así», pensó. El jardín seguía siendo el de siempre. Y el ciruelo seguía siendo el mismo ciruelo flojo y débil. Llamó a la puerta y esperó.
Abrió Zeynep Hanım.
—¡Ah, Cevdet, hijo! —Lo saludó con un abrazo sin darle tiempo a presentarse—. ¿De dónde sales?
Cevdet Bey le besó la mano sudando de la vergüenza. Y al besársela le pareció recordar algunos olores olvidados de su niñez, algunos objetos, un insecto, un mantel bordado.
—¡Ven, pasa! —le dijo ella—. Y quítate los zapatos, vamos. ¡Bendito sea Dios, qué elegante! ¿Cómo se te ha ocurrido…?
—Tía, mi hermano está enfermo… —contestó Cevdet Bey.
—¡Ay, ay, ay!
Cevdet Bey tuvo la sospecha de que había empezado a burlarse de él de una manera retorcida. Se quitó los zapatos, se sentó donde le indicaba y empezó a revolverse, inquieto.
—No me quedaré mucho rato…
—¿Y tu hermano quiere ver a Ziya?
—Sí.
—¿Está muy mal?
—¡Pues sí! —dijo Cevdet Bey.
—Así que te vas a llevar a Ziya, ¿no? ¿Para qué otra cosa ibas a venir?
—¡Ay, tía! —dijo Cevdet Bey—. ¡No tengo tiempo! Pienso continuamente en vosotros. ¡No tengo tiempo!
—Espera entonces que llame al niño —dijo ella saliendo.
«No ha sido en absoluto como me temía —pensó Cevdet Bey—. Me ha recibido con cariño. Sí, ellos saben querer a los demás. ¿Y qué le voy a hacer? Me dedico al comercio. Y lo aceptan con comprensión… ¡Cuánta importancia le había dado! ¿Qué hora es? ¡Madre mía, voy a llegar tarde a la comida con Fuat Bey!».
Poco después entró la mujer con una bandeja y un vaso.
—¡Jarabe de guindas! A ti te gustan las guindas…
Cevdet Bey, rojísimo de vergüenza, buscó algo que decir, pero no pudo encontrarlo y simplemente le dio las gracias.
—He mandado aviso al niño, ahora viene. ¿De verdad está tan mal su padre?
Cevdet Bey asintió con la cabeza.
Hubo un silencio.
—¿Y cómo te van tus asuntos, hijo?
—Mal, mal —contestó Cevdet Bey con tono quejoso.
Luego, de repente, se metió en el bolsillo la mano con el anillo.
—¡Qué le vamos a hacer! Ya se arreglará. Todo va mal. ¡Dios quiera que acabemos bien!
Volvieron a guardar silencio.
Poco después, Cevdet Bey se puso en pie diciendo que el padre esperaba a Ziya. La mujer se acercó a la ventana a mirar, preocupada por dónde andaría el niño.
—¡Ah, aquí está! —dijo—. ¡Pero tráelo de vuelta! ¿Cuándo lo vas a traer?
Cevdet Bey le prometió que lo traería en cuanto viera a su padre. Era posible que se quedara con él unos días. La tía lo aceptó comprensiva, pero demostró también una falta de confianza que hirió a Cevdet Bey. Salieron juntos. Cevdet Bey vio algo nuevo en el viejo jardín: habían construido un gallinero. Un pollo paseaba por el tejado.
La campanilla sonó de nuevo recordándole su infancia. Los niños que se habían reunido alrededor de la berlina se volvieron a mirarle. A Cevdet Bey le pareció reconocer a uno de ellos.
—Ziya, hijo, ¡mira quién ha venido! —dijo la tía Zeynep—. Tu tío Cevdet, ¿te acuerdas de él?
El niño dio un paso al frente. Debía de asustarle aquel tío suyo con una ropa tan elegante. Dio otros pasos temerosos mirando a Cevdet Bey y a Zeynep Hanım.
Cevdet Bey lo había visto por última vez hacía seis años, en una fiesta del Sacrificio. Por entonces, parecía tener tres o cuatro años. Le acarició la mejilla.
—¿Cómo estás? ¿Te acuerdas de mí? —le preguntó intentando parecerle simpático.
El niño asintió con la cabeza, temeroso.
—Ziya, tu tío va a llevarte de paseo —dijo la tía Zeynep—. ¡Y luego te traerá de vuelta! ¿Quieres dar un paseo?
—¿En coche? —preguntó el niño.
Se volvió a mirar la berlina. Uno de sus amigos le estaba preguntando algo al cochero.
—Sí, en coche. ¡Tu tío te va a llevar de paseo en coche! ¿Quieres pasear en el coche de tu tío?
Cevdet Bey miró de reojo al cochero, no la había oído.
—Sí que quiero —susurró el niño.
—Entonces ve a cambiarte —le dijo la tía Zeynep—. No se puede ir en coche con esa ropa.
El niño fue a la casa en una carrera.
—¡Ziya va a montar en coche, chico! —gritó otro.
La tía Zeynep se volvió hacia Cevdet Bey:
—Tráelo de vuelta, ¿eh? No lo dejes allí.
Uno de los niños que rodeaban el coche se había acercado a las ruedas y las observaba con atención.
—¡Mira qué ballestas! —le dijo a otro—. Son de acero. Esas son las buenas.
El sol calcinaba la estrecha calle. A los caballos no les daban de sí las colas para espantar las moscas. Un anciano miraba el coche desde una ventana sin rejas. Se levantó una ligera brisa que alzó el polvo de la calle. Todos, llevados por la costumbre, cerraron la boca y entornaron los ojos. Luego se paró el viento y se abrieron las bocas.
—¿Sigue estando en contra del sultán? —preguntó la tía Zeynep.
—¡Ahora está muy enfermo! —replicó Cevdet Bey frunciendo el ceño.
El niño regresó corriendo. Cevdet Bey le besó la mano a su tía.
—No seas malo, ¿eh? —le dijo ella a Ziya agarrándole del brazo—. Tu tío te traerá de vuelta.
Miró de reojo a Cevdet Bey.
Cevdet Bey cogió de la mano al niño. Subieron juntos al coche. El cochero dispersó a los niños que lo rodeaban.
—¡Ziya se va! ¡Ziya se va! —gritó uno de ellos.
El coche se puso en marcha. El niño miró a su tía por la ventanilla hasta que desapareció. Luego se volvió hacia Cevdet Bey y lo examinó, temeroso. Cuando se sintió seguro, se sentó cuidadosamente en una esquina del asiento y se dedicó a mirar por la ventanilla para disfrutar al máximo del placer del paseo en coche sin perder ni un instante.
A Cevdet Bey le habría gustado hablar con el niño pero, al ver que sus comentarios le ponían nervioso, lo dejó para otro momento. En Aksaray le señaló las mezquitas y demás. Al pasar por Beyazıt le preguntó si iba allí en Ramadán. Intentó explicarle lo que era el Ministerio de la Guerra y lo que se hacía allí, pero Ziya daba más importancia a las imágenes que a las palabras.
Mientras cruzaban el puente, Cevdet Bey miró el reloj y vio sorprendido que eran cerca de las seis. Había quedado con Fuat Bey en el Circle d’Orient a las seis y media. Quiso explicarle a Ziya que su padre estaba enfermo, pero, de nuevo, fue incapaz de hacerlo. En la mirada del niño había algo que inquietaba a Cevdet Bey. No supo adivinar qué era. En cierto momento pensó «¡A ver si acabo con este tostón y lo dejo con su padre!», y se sumergió en sus cuentas, sus problemas y sus proyectos comerciales.
Después de que el coche se detuviera delante de la pensión, Cevdet Bey comprendió que era necesario que le explicara a Ziya que su padre estaba enfermo y muy mal. Se lo contó a toda prisa mientras subían las escaleras:
—Tu padre volvió el otro día de un viaje. Ahora está enfermo. Hemos dado un paseo en coche y ahora vamos a hacerle una visita. Tu padre quiere verte. ¡Con él está una señora muy amable! Tu padre está en cama porque está muy enfermo. Y esa señora cuida de él. Ahora los verás. ¡No hay nada que temer! Sí, volveremos con la tía Zeynep, si no esta noche, mañana.
Abrió Mari. Les saludó sonriendo a Ziya. Luego se inclinó, le besó, y llevándose el dedo a los labios hizo el gesto de «Chsss…».
—Está durmiendo.
Ziya entró asustado siguiendo a Cevdet Bey. Nusret dormía dando la espalda a la puerta. Ziya miró con miedo el cuerpo bajo las mantas. Luego, como si temiera romper algo, se sentó con cuidado en el sitio que le indicaron.
—El médico dice que está muy mal —le susurró Mari a Cevdet Bey acercándose a él—. Le ha dado unas medicinas. Le ha puesto una inyección para mitigar los dolores. Al principio no quería que se la pusiera. Luego se ha convencido y se ha quedado dormido.
—Entonces, me voy —susurró también Cevdet Bey—. ¡Volveré a pasarme esta noche!
—Usted mismo —le contestó Mari—. ¡Y muchísimas gracias! Ah, se me había olvidado decirle algo. Por favor, no le comente que le han puesto una bomba al sultán. Si se entera, se pondrá muy nervioso, le dará fiebre y se pondrá peor.
Sin esperar a que Cevdet Bey se marchara, fue a sentarse junto a Ziya y empezó a hablar con él.
Cevdet Bey se dio cuenta de que Mari hablaba seriamente con Ziya, no como con un niño, sino como con un igual. Luego, temiendo admirarla, pensó: «¡Sí, pero es una actriz! ¡Qué lejos está de tener una familia!». Y salió.