4. La farmacia

«¡Se va a morir! —pensó Cevdet Bey tan pronto como puso el pie en la calle—. Si no es hoy, mañana; pero está claro que se va a morir en unos días. —Asustado por aquella idea, quiso tranquilizarse—: Puede que no le pase nada. ¿No era eso lo que ocurría con mi madre? —El cochero le observaba fumando un cigarrillo como solo puede hacerlo un cochero—. Pero mi hermano sabe que se va a morir. ¡Y como sabe que se va a morir, dice esas cosas terribles! ¡Sí, ahora tengo que encontrar un médico! —pensó, porque no quería recordar la humillante escena de la pensión. Salió a la calle principal—. ¿Dónde estará la farmacia más cercana? Está la Kanzuk. ¡Y ahí está la Klonaridis!».

A pesar del calor, la famosa calle que se extiende desde Tünel hasta Taksim estaba llena de gente. Cevdet Bey caminaba a toda prisa, como temiendo que si tardaba mucho su hermano moriría y le harían a él responsable de su muerte. Le habría gustado echar a correr; aunque pensaba que era absurdo darse tanta prisa, avanzaba chocando con los transeúntes. En cuanto a la gente, que seguía con su vida tranquila y ordenada de siempre, se apartaba a un lado para no rozar a aquel grosero que corría de esa manera a pesar del calor propinando golpes con el hombro a diestra y siniestra, y le miraban a la cara con una curiosidad aletargada.

En la farmacia estaban el boticario Matkoviç y un muchacho gordo.

—¿Está aquí el médico? —preguntó Cevdet Bey.

—Está ocupado —respondió el farmacéutico señalando la rebotica.

—Pero ¡no puedo esperar! —protestó Cevdet Bey y, sin hacerles el menor caso a unos cuantos pacientes que esperaban sentados a un lado, abrió la puerta a toda velocidad y entró en la consulta.

Dentro estaban el médico y una mujer con un niño. El médico le había metido una cuchara en la boca al niño. Al ver que la puerta se abría de repente, frunció el ceño y le sacó la cuchara de la boca.

—Por favor, ¿puede esperar fuera?

—Doctor, ¡es muy importante! —dijo Cevdet Bey.

—¡Le he dicho que espere, por favor! —le ordenó el médico volviendo a meter la cuchara en la boca del niño y diciéndole algo en francés a la madre.

—¡Está mal! —murmuró Cevdet Bey, pero mientras observaba cuidadosamente al médico y al niño enfermo, creyó que su hermano no moriría. Ahora, como no quería esperar allí, dijo—: ¡Está muy mal!

—Muy bien, ahora voy. ¡Pero espere! —respondió el médico.

Cevdet Bey salió. Iba a sentarse en una de las sillas que había ante la puerta, entre los demás enfermos que esperaban al médico, pero cambió de opinión. Paseó farmacia arriba y abajo. Luego se apartó a un lado y empezó a fumar nervioso. Tras el mostrador el boticario mezclaba unos polvos mirando un papel que tenía en la mano y el muchacho pesaba algo en una balanza diminuta. El boticario puso en un frasco los polvos que había mezclado y se lo entregó a un hombre con sombrero. En ese momento entró un tipo enorme, barrigudo y feliz que preguntó por el champán. El boticario sonrió al reconocerle y le señaló el rincón donde estaban las botellas. Había formado una torre con ellas. Y a su lado había otra torre con botellas de agua mineral. El gordo leía las etiquetas de las botellas para escoger con la tranquilidad de quien tiene tiempo y dinero: Evian, Vittel, Vichy, Apollinaris. De repente Cevdet Bey pensó que también Eskinazi, que hoy se había retrasado en llegar a su tienda a causa de la niebla, tomaba aquellas aguas venidas desde la mismísima Francia, los licores, el chocolate Tobler que había sobre una mesa. «Y los bajás que viven en mansiones también picotean de todo esto. ¿Y qué hago yo? Yo trabajo y voy a casarme. Mi hermano está enfermo pero no va a morirse, está como un roble. La armenia. Los negocios no me dejan tiempo para el amor. ¡Qué aburrido es esperar! ¿Qué pone en ese cristal? Puedo leerlo aunque esté al revés: Preparados Médicos de Importación… Y en el otro, Farmacopea Otomana». El gordo sonriente escogió sus botellas y dijo que enviaría a su mayordomo por ellas. «Se irá a casa a tomárselas. Beberán, comerán y reirán todos juntos… Y yo también, después de casarme… Jarabe Tónico Ethem-Pertev, Crema Pertev… ¿Todavía no ha terminado este médico? En cuanto se abra la puerta entro y… Colonias Atkinson… Jarabe para la tos de Katran Hakkı Ekrem. Laxantes Hünyadi Yanoş… De pequeño una vez tuve una diarrea y creí que me moría. Pero nadie pensó que me moriría. ¿Y si me hubiera muerto? ¡No! ¡Ah, se ha abierto la puerta!».

Cevdet Bey entró bruscamente chocando con la mujer y el niño.

—El enfermo está mal —dijo sin creérselo—. Por favor, dese prisa, ¡puede morir!

El médico se estaba lavando las manos en el lavabo del rincón.

—¿Quién se muere? ¿Dónde?

—Aquí cerca, en la pensión —dijo Cevdet Bey—. Podemos ir a verle ahora mismo. ¡Está aquí cerca!

—¿No puede venir aquí el enfermo? —preguntó el médico.

Se secaba las manos con lentitud con una toalla limpísima, casi absurdamente blanca.

—No, no puede. Se está muriendo. O quizá no se muera. ¡Son dos pasos! Vamos ya, no esperemos más…

—Muy bien, muy bien —rezongó el médico—. ¡Permítame que coja el maletín!

Salió a la calle en pos de Cevdet Bey diciéndole a los que esperaban a la puerta que volvería enseguida. Luego preguntó por la enfermedad del paciente. Cevdet Bey le contó lo del ataque de tos y, como no encontró nada más que decir, añadió que su hermano estaba tísico. El médico puso cara de que le habían engañado, pero enseguida olvidó su enfado: probablemente se alegraba de haberse librado de la consulta aunque solo fuera por un rato y de haber encontrado algo para entretenerse. Mientras caminaban miraba los escaparates y contemplaba a la gente. Luego compró tabaco en un puesto y empezó a explicarle que la tisis no mata de inmediato y cómo había tenido un paciente que se moría y luego se recuperaba. En eso examinó con atención a una mujer que pasaba, le preguntó a Cevdet Bey por su profesión y cuando supo que era comerciante no pudo ocultar su admiración. Estaban entrando en la callejuela cuando se encontró a un amigo en la esquina. Le abrazó y empezó a hablar animosamente con él en una lengua que Cevdet Bey supuso que sería italiano. Cevdet Bey miró el reloj: las tres y cuarto.

Poco después entraron en la pensión. Mari abrió la puerta de la habitación mientras el médico se quejaba del calor.

—No quiero médicos, cerrad la puerta —dijo Nusret—. ¡Que no entre la oscuridad!

El médico entró siguiendo a Mari. Miró de reojo al enfermo, que no paraba de protestar. Dejó el maletín en el suelo, se volvió hacia Mari, la observó con detenimiento y dijo con voz emocionada:

Je vous reconnais, mademoiselle Çuhacıyan! —Con un movimiento inesperado le besó la mano y, al levantar la cabeza, dijo, ahora en turco por alguna extraña razón—: ¡Soy un gran admirador de su papel en La familia feliz!

—¿Quién es? ¿Qué pasa? —preguntó Nusret. Luego, al ver que el médico se le acercaba sonriente—: ¡No me has traído un médico, sino un payaso!

Pero el médico seguía sonriendo sin hacerle caso:

—¿Qué tiene usted, señor mío?

—Me muero, ¡estoy tísico!

—¿Y cómo lo sabe? —contestó el médico sentándose junto a Nusret.

—Lo sé porque yo también soy médico —dijo Nusret—. Y, además, no hace falta que me examines. En esta fase de la enfermedad, cualquier médico lo comprendería en cuanto viera al enfermo. Mira qué cara tengo. Me he quedado sin carrillos. ¿Eres de la facultad civil?

—¡Así que somos colegas! —dijo el doctor sonriendo de nuevo con expresión tolerante.

—Sean licenciados de la facultad civil o de la militar, ¡los listos salen revolucionarios y los tontos médicos! —gritó Nusret.

—¡Yo nunca he pretendido ser de los listos! —le contestó el médico con la misma amabilidad.

Luego le sonrió a Mari, probablemente porque sería la única que lo apreciaría.

—¿Qué eres? ¿Judío? —preguntó Nusret.

—Soy italiano —dijo el médico. Luego, acercando la cabeza al pecho de Nusret, le cogió los botones de la camisa—. ¿Me permite?

—¡Quieto, quieto! Pero ¿qué pasa aquí? ¡No me toques! —protestó Nusret. Y luego, viendo que Mari se enfadaba, añadió—: Bueno, no te pongas nerviosa, no te pongas nerviosa. —De repente se volvió hacia Cevdet Bey—: Quiero pedirte algo… Ven aquí… ¿Me das tu palabra? Quiero ver a mi hijo. ¡Tráemelo!

—¿De Haseki?

—Sí, de Haseki. Ve a Haseki y trae a Ziya. Está allí, viviendo con su tía, con esa Zeynep Hanım que no sé muy bien qué nos toca, encuéntrala y trae al niño.

—¿Ahora? —susurró Cevdet Bey.

—Sí, ahora. ¡Ahora mismo! Lo sé, no quieres ir, te da vergüenza. Pero ve. Es lo que te pido. Ya que me has traído a este médico, haz eso también por mí. Quiero ver por última vez a mi hijo…

—¡Alabado sea Dios! —dijo entonces el médico sacando el estetoscopio del maletín—. ¡No tiene usted el menor aspecto de estar moribundo! ¡Y tiene unos pulmones muy fuertes!

—Vamos, vamos, no me vengas con esos desatinos de médico. Haz tu trabajo y cobra tu dinero —dijo Nusret—. Págale a este, vamos, Cevdet. Total, no voy a volver a pedirte dinero.

Cevdet Bey se detuvo de camino a la puerta, dejó dos monedas de oro sobre una mesita vieja, al lado de un cenicero roto, y se alegró al darse cuenta de que Mari le había visto dejarlas.

—Date prisa, date prisa —gritó su hermano—. Por lo menos que te sirva de algo ese coche de presuntuoso…