3. El joven turco
El coche dobló por la calle estrecha del hotel Savoir. Unos minutos después se detuvo ante una vieja casa de piedra de dos pisos. A Cevdet Bey le abrió la puerta la dueña de la pensión, que se apartó a un lado respetuosamente y miró de reojo el coche parado delante de la puerta. Luego, sin dejar pasar la oportunidad, echó a correr tras él rezongando de su hermano: que si hacía mucho ruido, que si molestaba a los demás inquilinos de la pensión, que si a pesar de estar enfermo se entregaba a todo tipo de indecencias… Cevdet Bey fue hacia las escaleras asintiendo con la cabeza a aquella mujer que amenazaba con expulsar a su inquilino. «¡Así que tampoco es para tanto!», pensó. Subió los escalones de piedra con rapidez y llamó a la puerta. Recordó que su última visita había sido hacía dos semanas, justo después de su compromiso.
Tal y como esperaba, le abrió la armenia. Como siempre que la veía, en un primer momento, Cevdet Bey enrojeció. Luego, para disimular su rubor, hizo como si recordara algo que había olvidado y entró adoptando una expresión pensativa y ensimismada.
—¿Cómo está mi hermano? —preguntó, y en ese momento vio a Nusret en la cama con la espalda apoyada en la almohada.
«¡No tiene nada!», pensó.
—¡Ah! ¿Eres tú? ¿Y de dónde has salido, vamos a ver? —contestó su hermano.
Cevdet Bey sonrió intentando dilucidar su estado de salud a través del telón de su voz. Luego se le acercó, le abrazó y le acercó la cara a las mejillas.
—¡No se besa a los tísicos! —dijo su hermano, pero se dejó besar.
Lo hizo como quien concede una gracia.
—¿Cómo estás? —le preguntó Cevdet Bey.
Se sentó en una silla que había a un lado.
—¿Y cómo se te ha ocurrido venir? —dijo su hermano por toda respuesta. Luego miró con suspicacia a su amante—. ¿O es que te ha llamado Mari?
—¿Por qué le iba a llamar? Ha venido él solito. —Tenía una voz dulce y musical.
—¿Hace falta que me llamen para que visite a mi hermano? —Cevdet Bey enrojeció sintiendo que se apoderaba de él la sensación de culpabilidad que siempre notaba ante su hermano. Luego le preguntó—: ¿Cómo estás? ¿Qué tal tu enfermedad?
Nusret se volvió, furioso, hacia la armenia:
—Lo has llamado tú. No deja de preguntarme por la salud. ¿Por qué lo hace?
—¡Nusret! —suspiró Mari. Se puso en pie y se acercó a él para calmarle. Mientras le tapaba con la sábana se volvió hacia Cevdet Bey—. Su hermano no está bien. Anoche se encontraba muy mal. Perdió el sentido… Ahora está un poco mejor, pero no se deje engañar.
—¡No, no, no tengo nada! —gritó Nusret.
Luego quiso añadir algo, pero no le dio de sí el aliento y guardó silencio. Hizo lo único que podía hacer: miró a su alrededor con ojos despectivos y acusadores.
—¿No ha llamado al médico? —preguntó Cevdet Bey volviéndose hacia Mari.
—¡No quiero médicos! —dijo su hermano—. ¿Qué médico puede ser mejor que yo? ¡Los médicos son los enemigos de la humanidad! —murmuró.
Mari miró a Cevdet Bey como si pensara: «¿Y qué puedo hacer yo si las cosas están así?».
«Sí, me toca a mí avisar al médico», pensó Cevdet Bey. Luego se avergonzó porque había cruzado la mirada con Mari. Se le ocurrió que, aunque no fuera exactamente guapa, sí era atractiva. Sintió curiosidad por saber cómo podía su hermano, alcoholizado, enfermo y arruinado, estar con una mujer como ella y mantener relaciones. Examinó la habitación: sobre una mesa había fuentes, platos y vasos. Estaba claro que se usaban y se fregaban a menudo. En un rincón había sábanas y camisas recién lavadas y planchadas. Los muebles, las paredes, las ventanas, todo estaba impoluto y reluciente. El cuarto, más que la habitación de un enfermo, parecía la sala de una casa adinerada, recién arreglada para recibir invitados. Cevdet Bey, dándose cuenta de que se despertaba en él el deseo de vivir en una casa de habitaciones y muebles limpios y cuidados con mujer e hijos, volvió a mirar a la armenia y de nuevo enrojeció. Luego se giró hacia su hermano. Nusret respiraba lentamente y con dificultad. Cevdet Bey pensó que su hermano y aquella mujer llenaban la habitación y que él estaba de sobra. Luego, de nuevo mirando a la armenia, se le ocurrió que nunca había sido capaz de ganarse el amor de una mujer así; no, de ninguna mujer.
—¿Has visto a Ziya? —le preguntó en ese momento su hermano.
Ziya era su hijo, de nueve años. Nusret lo había dejado con los parientes de Haseki.
—¡No! —contestó Cevdet Bey, sorprendido.
Su hermano sabía que nunca iba a Haseki. Cualquier relación que ambos hermanos pudieran tener con Haseki era gracias a Zeliha Hanım, a quien Cevdet Bey se había llevado a Vefa para que se ocupara de los asuntos de la casa. En los últimos tiempos ella no le había dado ninguna noticia de Ziya.
—Estoy pensando en mandar a Ziya al pueblo, con su madre —dijo Nusret—. ¡Pero no! Que se quede aquí. Siempre será mejor que se quede en la ciudad que entre esos estúpidos, ¿no? —Jadeó un rato y luego añadió—: Los dos hemos dejado atrás a nuestra familia de Haseki. Pero por motivos distintos: yo lo hice para no ser una carga para ellos; ¡tú, para que ellos no fueran una carga para ti! —Se calló un poco para descansar y respirar de nuevo. Luego apareció en su rostro esa expresión acusadora que Cevdet Bey conocía muy bien—: ¡La última vez también viniste en esa berlina! ¿Es tuya?
—No, la he alquilado.
—¿Ahora puedes parar por la calle un coche de esos y alquilarlo?
—No, lo he alquilado por tres meses —dijo Cevdet Bey, avergonzado.
—¡Ah, uno de esos coches para presumir! ¿Y lo has alquilado como quien alquila una levita y una corbata?
Nusret se volvió hacia Mari y sonrió.
Cevdet Bey se sintió un inútil y un miserable.
—¡Y qué elegante vas hoy! —continuó Nusret con la misma sonrisa despectiva en los labios. Sin esperar la respuesta de Cevdet Bey, le dijo a Mari—: ¿Te conté que se había prometido con la hija de un bajá? —Y a su hermano—: ¿Cómo es? ¿Es buena persona?
—¡Sí que lo es!
—¿Cómo lo sabes? ¿Cuántas veces la has visto?
Cevdet Bey se puso en pie sintiendo que el sudor le corría por la nuca y la frente. Se rebuscó en los bolsillos. Recordó que se le había olvidado el pañuelo. Mientras volvía a sentarse, contestó:
—Dos.
—Dos, ¿eh? ¡La has visto dos veces y has comprendido que es buena persona! Muy bien, ¿y habéis hablado?
Cevdet Bey se balanceaba en la silla.
—Te estoy preguntando si habéis hablado. ¿Cómo sabes que es buena persona? ¿De qué habéis hablado?
—¡De nada en especial!
—¡Eh! No te avergüences tanto —dijo de repente Nusret—. No es culpa tuya si no has hablado con ella. Esas asquerosas costumbres son solo una consecuencia de la vida repugnante, miserable y malvada de aquí. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿Sabes cómo es el mundo que tenemos aquí? No, no lo entiendes, ¡no lo entiendes, pero asientes con la cabeza! ¡Lo mismo te podría pasar a ti! Pero, no… ¡Tú no eres así! Tú tendrás una familia… ¡Pero nunca podrá amarte una mujer como esta!
Ambos se volvieron a mirar a Mari. Cevdet Bey se dio cuenta de que no podría deshacerse de la vergüenza y el sudor mientras siguiera sentado ante su hermano.
—¡No te pongas colorado, hombre! —dijo Nusret, y luego, señalando a Mari, añadió—: Te gusta, la admiras, ¿no?
—¡Nusret, por favor! —exclamó Mari, pero no parecía en absoluto abochornada. Se la veía tranquila y orgullosa.
Nusret sonrió a Mari.
—Le gustas, ¡te admira incluso! Porque te encuentra europea. ¡Mi hermano admira todo lo que viene de Europa! Excepto una cosa… —Meditó y por fin encontró la palabra que buscaba—. ¡Révolution! —Se volvió hacia su hermano—. ¿Sabes lo que quiere decir révolution? ¿Y «revuelta»? Una révolution con su guillotina en la que la sangre corra a mares… Pero ¿qué vas a saber tú de nada de esto? Tú solo sabes, tú solo amas una cosa…
O bien no pudo acabar la frase, o no quiso decirlo claramente. Simplemente frotó los dedos como hace la gente cuando quiere referirse al dinero.
Cevdet Bey no pudo soportarlo más. Aquello era peor que el sueño. Se levantó de la silla. Dio un par de pasos temblorosos hacia su hermano y gimió:
—Hermano, yo te quiero. Hermano, ¿por qué somos así?
Era la primera vez en años que le pasaba algo parecido. Se sintió avergonzado. Sonriendo, miró a Mari. «¿Por qué lo he hecho? —pensó—. ¡Dios mío, cómo estoy sudando!». Era realmente peor que en el sueño.
De repente el cuerpo de Nusret se dobló hacia delante. Luego se arqueó hacia atrás y golpeó la almohada con la cabeza. Se dobló de nuevo y empezó a toser violentamente. El pitido que le surgía de la garganta y los pulmones era terrible. Cevdet Bey, incapaz de hacer nada, miraba asustado y avergonzado cómo su hermano se retorcía. Entonces se le ocurrió que debía hacer algo. En una carrera, Mari se había sentado junto a Nusret y le sujetaba de los hombros. Cevdet Bey se decidió por abrir la ventana. En ese momento su hermano se relajó. Mientras Cevdet Bey forcejeaba con la ventana, Nusret le gritó:
—¡No, no abras! No quiero que entre la suciedad de fuera. Que no se meta dentro el aire vulgar, sucio y miserable de fuera, esa oscuridad repugnante y despótica. Aquí estamos bien. —Parecía fuera de sí—. ¡Que nadie abra la ventana! Que nadie abra la ventana hasta que aquí, en mi país, nos libremos de la oscuridad como en Francia, hasta que hayamos derribado a Abdülhamit, hasta que todo sea luminoso, limpio, honrado y bueno.
De repente, empezó a temblar poseído por una nueva crisis de tos.
Cevdet Bey, por hacer algo, ahuecó la almohada en la que se apoyaba su hermano. Levantó un pico de la sábana que se había caído al suelo. Y, mientras tanto, vio que la cabeza de Mari, preocupada, se acercaba a la suya.
—Un médico… ¡Por favor, encuentre usted un médico! —dijo la armenia—. Yo no puedo hacerlo. ¡No me deja!
—Sí —susurró Cevdet Bey.
Luego salió a toda prisa temiendo cruzar la mirada con su hermano, que aún tosía. En cuanto cerró la puerta oyó que este gritaba a sus espaldas:
—¿Adónde ha ido ese? ¿Al médico? ¿Y qué es lo que puede hacer el médico en esta situación? ¡No hace falta ningún médico!