2. Musulmán y comerciante
En cuanto salió de la tienda se animó sintiendo que había superado los primeros problemas del día, que no había desperdiciado demasiados esfuerzos para conseguirlo y que todo iba bien, como siempre. Caminó hacia Sultanhamam sin ver al cochero, que estaba charlando con otro bajo un árbol. El establecimiento de Eskinazi estaba seiscientos pasos más allá. Comenzó a planear lo que iba a decirle, la compensación que el otro iba a pedirle por retrasar el pago y cómo iba a explicárselo todo. Por un lado hacía planes y por otro saludaba a los demás comerciantes de Sirkeci, y a las caras conocidas. Quienes lo veían sonreían con miradas que demostraban que seguían con asombro e interés a aquel musulmán que se había introducido entre ellos. Las miradas le decían a Cevdet Bey: «Veremos si este comerciante de fez es capaz de convertirse en uno de nosotros. ¡Nos gustan tu valor y tu decisión!». Y Cevdet Bey les saludaba con otras de: «¡Sé perfectamente lo que piensan de mí y el tipo de persona que soy!». A cuatro o cinco pasos del establecimiento de Eskinazi uno de aquellos comerciantes, en su mayoría judíos y rumíes, le vio y le llamó desde el interior de su tienda:
—¡Oh! ¡Işıkçı Cevdet Bey, está usted hoy muy elegante!
Para demostrarle que le gustaban las bromas y que sabía encajarlas, Cevdet Bey le contestó:
—Yo siempre voy elegante.
Pero de repente se sonrojó al recordar que tanta elegancia tenía un motivo muy especial.
En cuanto entró en la tienda donde Eskinazi vendía artículos para la construcción y el hogar, le molestó comprender que el patrón no estaba allí por el ambiente desordenado e informal y la alegría de los aprendices. Uno de ellos le dijo que el vapor de las islas se había retrasado a causa de la niebla. Cevdet Bey recordó que Eskinazi pasaba los veranos en la Isla Grande. Luego se entristeció de repente. Se sentía muy solo entre todos aquellos comerciantes judíos, rumíes y armenios.
Decidió regresar a la tienda, no por donde había venido, sino pasando por la calle principal. Creía que el alboroto y el movimiento de la calle disiparían su tristeza. Caminando, pensaba: «¡Estoy amargado porque soy único entre ellos! ¿Cuántos hay como yo, comerciantes ricos y musulmanes? En todo Sirkeci y Mahmutpaşa solo están las tiendas de paños de calle adentro de los de Salónica y la que acaba de abrir Fuat Bey, más la farmacia de Ethem Pertev. Yo soy el más rico. Pero estoy solo entre ellos». Sudaba a causa del calor y de la ropa gruesa que llevaba. Recordó el sueño: «Así estaba en mi sueño. Todos los demás, juntos; yo, solo». Le corría el sudor por la frente. Rebuscó en los bolsillos y se dio cuenta de que esa mañana se le había olvidado coger un pañuelo. «Después de casarme mi señora pondrá en orden todo esto», pensó, pero por un momento no le consolaron ni el matrimonio ni la vida familiar que había planeado. «¿Qué he hecho para ser distinto a todos los demás? —pensó—. He trabajado mucho. ¡He trabajado mucho sin pensar en otra cosa, sin otro objetivo que conseguir que crecieran mi tienda y mis negocios!». Le alegró ver al vendedor de jarabe en la esquina. «Y he acabado ganando…». Le pidió un vaso de jarabe de guindas y se lo tomó. Le pareció que se tranquilizaba un poco y decidió que todo su agobio se debía al terrible calor veraniego. Luego oyó que alguien le llamaba:
—Vaya, Cevdet Bey. ¿Cómo estás?
Era el doctor Tarık, compañero de su hermano de la Escuela Militar de Medicina. Como todos los amigos de su hermano, primero se alegró de ver a Cevdet porque le recordaba a Nusret, pero luego frunció el ceño al comprender que tenía ante sí a un hombre completamente distinto. Se interesó por la salud de su hermano y quiso saber si se había recuperado de su dolencia. Le preguntó algunas cosas más sobre Nusret y, después de enterarse de todo lo que quería, le dijo sin tratar de ocultar lo más mínimo su sonrisa de desprecio:
—Bueno, y tú, ¿qué haces? Sigues con el comercio, ¿no? El comercio…
Se despidió a medias y desapareció entre el gentío de Sirkeci.
«¡Comercio! ¡Me dedico al comercio!», pensó Cevdet Bey. Caminaba en dirección a su tienda. «¿Y qué quería que hiciera? No todo el mundo puede ser médico militar como él». Recordó su infancia y su adolescencia. Su padre era un pequeño funcionario en Kula. Allí fue donde Cevdet Bey estudió en la escuela para jóvenes que había visto en su sueño. Luego ascendieron a su padre y se mudaron a Akhisar. Era una ciudad bastante rica porque por ella pasaba la línea del ferrocarril. Y allí Cevdet estudió el bachillerato. Los veranos paseaba solo por los viñedos de uvas sin pepitas y por las huertas de higueras de los alrededores de Akhisar. Sus profesores decían que tanto Cevdet como su hermano mayor, Nusret, eran muy inteligentes. Por su parte, Osman Bey, su padre, opinaba que habían heredado esa inteligencia de la madre. Luego, un día, aquella madre tan inteligente y a quien su padre tanto quería cayó enferma. Solicitó una plaza en Estambul para poder llevarla a un hospital, pero no se la dieron. Así pues, su padre dimitió, fue a Estambul, ingresó a la madre en un hospital y abrió una leñera en Haseki. Un año después Nusret ingresó en la Escuela Militar de Medicina, y cuando, seis meses más tarde, murió de repente no su madre sino su padre, le correspondió a Cevdet ocuparse de la leñera y de la madre siempre enferma. Hasta los veinte años Cevdet se dedicó a la venta de leña y tablas en Haseki y luego trasladó el depósito a Aksaray. A los veinticinco abrió allí una pequeña ferretería y unos años más tarde se mudó a la tienda de Sirkeci. Ese mismo año falleció su madre, Nusret le dejó a Cevdet su parte de la herencia y escapó a París, y, por su parte, Cevdet rompió al año siguiente todas sus relaciones con los parientes de Haseki y compró la casa de Vefa. «¡No todo el mundo puede ser médico militar como él! —volvió a pensar—. A mí se me abrió el camino del comercio. Y yo me esforcé e hice lo que nadie se había atrevido a hacer. De haber sido algo más pusilánime, todavía seguiría teniendo una pequeña leñera en Haseki». Le abrumó acordarse de la familia y los amigos de Haseki y de la vida en el barrio. «Huí de allí. Con ellos no era posible la vida de comerciante». Vio su tienda a lo lejos. Habían retirado la berlina debajo del árbol. «¡Mi tienda!», susurró. Pensaba que su mayor éxito no había sido pasar de la leñera a aquella tienda, sino el negocio de las lámparas, que había conseguido hacía cinco años. Tras hacerse con los derechos de compra de todas las lámparas del Ayuntamiento y de la Compañía de Transportes Marítimos, en los círculos comerciales comenzaron a llamarle Işıkçı («Lucero») Cevdet Bey. Se relajó al recordar aquel éxito. Después del negocio de las lámparas, su tienda y su empresa cuadruplicaron su volumen. Repartió sobornos a todo el mundo en la alcaldía. Aquel era un recuerdo un tanto embarazoso, pero no ensombrecía su éxito. Cevdet Bey se animó recordando su sueño: «¿Y? ¿Qué le voy a hacer? Nadie es capaz de castigarme…». Se acordó de Zeliha Hanım mirándole aquella mañana al pie de las escaleras: «Qué le voy a hacer, qué le voy a hacer. Así es la vida». Se sentía tan tranquilo e indestructible como si llevara una armadura invisible que siempre le protegiera. Vio el letrero encima de la tienda:
Todavía no había empezado a exportar, todavía no tenía hijos, pero se proponía lograr ambas cosas. Al cruzar la puerta, pensó: «¡Y no he conseguido el dinero de Eskinazi! Volveré a hablar de las cuentas con Sadık. Luego pensaré qué hacer con esas lámparas estropeadas… ¿Qué hora es? ¡Si no tengo tiempo! Y debo ir al almacén a ver qué pasa. A estas alturas lo habrán roto todo… ¿Quién es ese niño? ¿Qué querrá?».
—De parte de mademoiselle Çuhacıyan, señor —le dijo el niño pequeño alargándole un sobre.
«¿Mademoiselle Çuhacıyan?», pensó Cevdet Bey. En un primer momento no se acordó de quién era. «¡Qué raro!». Se sonrojó avergonzado por algo impreciso. Le dio una propina al niño. Luego se puso nervioso recordando que era la amante armenia de su hermano. Abrió el sobre y leyó la carta:
Cevdet Bey: Su hermano Nusret está muy enfermo. Anoche perdió el sentido. Esta mañana pareció recuperarlo, pero sigue estando muy mal. Se alegrará mucho si viene a verle lo antes posible. Por favor, no le diga que le he escrito esta carta…
—Muy enfermo, ¿eh? ¡Muy enfermo! —susurró Cevdet Bey—. Eso mismo le pasaba a mi madre, pero luego no se moría. —Se guardó el sobre en el bolsillo—. Otra vez quieren sacarme dinero… ¡Pero si no tengo tiempo! —De repente se avergonzó al ver la cara del niño, que esperaba una respuesta—. ¿Tan mal estará? ¡Ay Dios, qué cosas pienso! ¿En qué tipo de hombre me he convertido? —Paseó nervioso por el interior de la tienda—. Mi hermano se está muriendo.
Volvió a darle propina al niño y lo despidió. Inquieto, habló con el dependiente albanés y con el contable Sadık. Comprendió que decía banalidades que les dejaban perplejos. «¡Mi hermano se está muriendo!», pensó. Se dio cuenta de que se había dejado llevar por una preocupación inesperada. Subió al coche diciéndose: «Tengo que tranquilizarme». Le dijo al cochero que iba a Beyoğlu.
Una vez que el coche se puso en marcha pudo reprimir su inquietud, aunque solo fuera un poco. «Puede que no se esté muriendo. Puede que solo sea un pequeño ataque. ¿No fue eso lo que le pasó a nuestra difunta madre? Me he preocupado porque no me queda otra familia que mi hermano. ¡No tengo a nadie!». Como no quería dejarse llevar por el mismo sentimiento que se había apoderado de él al regreso de la tienda de Eskinazi, miró por la ventanilla decidido a pensar en otras cosas.
El coche se detuvo a la entrada del puente de Gálata, el cochero pagaba el peaje. El vendedor de limonada de la esquina del puente con el Cuerno de Oro vociferaba desde su lugar habitual. Las moscas se posaban en los melocotones de la frutería contigua. A lo lejos, delante de los astilleros de Kasımpaşa, se veían restos de barcos, barcas varadas, pontones oxidados. El coche volvió a ponerse en marcha. La bruma matutina se había levantado, sobre el puente se habían instalado un cielo brillante y algunas nubes indecisas. Desde el Cuerno de Oro se abría al Mármara un vapor de ruedas laterales que Cevdet Bey reconoció, el Suhulet. En medio del puente un hombre fornido con un enorme sombrero y una mujer que no se cubría la cara miraban al mar y sostenían las manos de sus hijos, vestidos de marineros, a ambos lados de ellos. «Una familia así», pensó Cevdet Bey. Dos hombres con fez al pie de un poste más allá también estaban contemplando a aquella familia. «¡Una familia así!». Unos porteadores pasaron corriendo con sus pértigas junto a los hombres de fez y corbata. Otro barco que conocía Cevdet Bey, el Sahilbent, se acercaba al puente. Los niños lo miraban agarrados al pretil. En los primeros meses de su llegada a Estambul, también Cevdet Bey había ido allí. Había contemplado el mar y los puentes, aquella extraña confusión, los majestuosos coches que iban y venían. Por aquel entonces no se había construido el muelle de Sirkeci. «Por aquel entonces… ¡Hace veinte años!», pensó, y se estremeció recordando que por primera vez había ido allí con su hermano.
Sacó del bolsillo la carta de la armenia y volvió a leerla cuidadosamente. No quería que le dijera a Nusret que le había escrito aquella carta. Si ella, que tanto quería a su hermano, todavía era capaz de pensar en aquellas minucias, eso significaba que la situación no era tan mala. Se avergonzó al acordarse de que hacía un rato había pensado que la carta era una trampa para sacarle dinero. «Bueno, ¿y por qué no quiere que se lo diga? ¡Porque mi hermano se habrá negado a que me avise!». A su hermano no le gustaban ni la forma de pensar ni la vida de Cevdet y le despreciaba. Pero, a pesar de su desprecio, aceptaba su dinero y por eso no quería verlo; cada vez que lo veía habría preferido que se lo tragara la tierra e intentaba que a Cevdet también se lo tragara con insultos y palabras cada vez más graves. Cevdet Bey podía sentirlo y, como sabía perfectamente que a ambos les resultaba duro estar sentados el uno frente al otro, iba raras veces a visitar a su hermano. En cada visita hablaba un poco con él, le decía que era necesario que lo hospitalizaran para librarse de esa enfermedad que no acababa de dejarle tranquilo; su hermano le repetía que los hospitales estaban hechos solo para llevar a la gente a la tumba, que, como médico, sabía muy bien de qué hablaba; luego se quedaban un rato callados, Cevdet Bey dejaba en un rincón el sobre de dinero que había llevado y se marchaba. Después de leer una vez más la carta de la armenia, Cevdet Bey empezó a comparar la enfermedad de su hermano con la de su difunta madre.
La difunta madre de Cevdet Bey, como su hermano, era tísica. La enfermedad de su madre, a veces mejorando y a veces empeorando, duró años. Los primeros síntomas de su hermano habían aparecido hacía tres años, en París. Durante toda su enfermedad, su madre no había dejado de rezongar, de quejarse de todo, de hacer desdichados a los que la rodeaban. Y su hermano igual. Su madre era seca y delgada. Su hermano también estaba muy flaco, cuando Cevdet Bey lo vio a su regreso de París, se asustó. Su madre ponía en práctica con todo cuidado los consejos de los médicos y hacía cuanto le decían. Pero su hermano se reía de los médicos. Porque él mismo lo era. Además de ser médico, tenía la manía de oponerse a todo. «Sí —susurró Cevdet Bey—, nunca se ha cuidado». Luego, comprendió que quería a su hermano y que no podría enfadarse con él por mucho que le despreciara o le regañara. Recordó su niñez: jugaba con su hermano y sus amigos a la nuez, al castillo, al tejo. Por Hıdrellez, a principios de verano, iban al campo y comían cordero y dulces. Las chicas se separaban en dos grupos y jugaban a las peticiones de mano y cantaban. En los alrededores de Akhisar había huertos y jardines. «¡El pasado!», susurró Cevdet Bey. El coche subió por Tünel y avanzaba hacia Galatasaray. Luego se detuvo de repente ante la óptica de Verdoux. Cevdet Bey se asomó. Más allá se había atravesado un landó bloqueando el tráfico. Agobiado, miró a su alrededor, leyó los letreros, contempló a la gente.
Un hombre con sombrero salía de la famosa barbería de Petro. Dos cristianas miraban el escaparate de Botter, de quien se decía que era el sastre del príncipe heredero Resat Efendi. Las vitrinas de Decugis, que vendía objetos de plata y cristal, estaban relucientes. Más allá se hallaba la pastelería Lebon. Al ver el letrero del colmado de Dimitrokopulo, Cevdet Bey se dejó arrastrar de nuevo por la sensación de soledad de aquella mañana. Como consuelo quiso recordar su niñez, las huertas de Akhisar. «No puedo estar con ellos ni con los otros», pensó. El coche volvió a ponerse en marcha. «Si por lo menos mi hermano fuera bueno conmigo… Si no me despreciara… ¿Por qué estaré así hoy?». Entonces recordó el sueño como un día malo, terrible. En el sueño, de entre todos sus compañeros de la escuela, quien peor le miraba, quien más lo despreciaba era su hermano. «¿Por qué me desprecia? —pensó—. ¡Porque dice que es un Joven Turco!».
Nusret, el hermano mayor de Cevdet Bey, había sabido de los Jóvenes Turcos en su primer viaje a París. Se había licenciado en la Escuela Militar de Medicina con el grado de capitán, había hecho dos años de prácticas en el hospital de Haydarpaşa, luego había trabajado algunos años en diversos hospitales militares de Anatolia y Palestina, había estado errando de acá para allá muy probablemente por su mal humor y porque era muy pendenciero, el mismo año en que Cevdet Bey abrió la ferretería había conseguido el traslado a Estambul y se casó con una muchacha que se había hecho buscar en el entorno familiar de Haseki. Dos años más tarde se marchó a París dejando a aquella mujer con un hijo en el vientre. Según el círculo familiar y el resto de la gente con quien ahora Cevdet Bey había roto por completo, la causa del viaje eran las extrañas revistas y periódicos que su hermano leía en casa. Decían que Nusret se pasaba horas leyendo aquellas revistas y el periódico La Balanza, en el que el historiador Murat Bey relataba con entusiasmo la Revolución francesa. En cambio, según Nusret, el motivo de su viaje estaba claro: quería continuar sus estudios de medicina y especializarse en cirugía. En opinión de Cevdet Bey, que sabía que su hermano se ponía nervioso hasta trinchando un pollo, Nusret se había ido de viaje porque se asfixiaba. Cevdet Bey también pensaba que esa asfixia de su hermano era la que había provocado que volviera de París tras cuatro años de estancia, que se divorciara, que empezara a beber, que se opusiera al sultán, que volviera a irse a París, que descollara entre los Jóvenes Turcos todo lo que podía descollar un alcohólico y que regresara a Estambul cuando se encontró sin dinero, sin empleo y hambriento. Pero a pesar de que creyera todo aquello, también se le pasaba por la cabeza que su hermano era superior a él en algunos aspectos y sabía que la gente lo consideraba más simpático, más agradable y más digno de confianza que a él. Y encontraba la razón de aquello en que su hermano se negaba a asumir ninguna responsabilidad. Sin embargo, Cevdet era un hombre recto que no temía asumirlas, al menos en lo que se refería a sí mismo y a su vida. Mientras meditaba en todo aquello se avergonzó un poco, pero luego pensó: «¡Yo tengo responsabilidades, aspiraciones y un objetivo en la vida! En cambio, ¡a él solo le gusta ser un engreído y alborotar!».