1. Por la mañana
«La manga del camisón, y la espalda… Y toda la clase… Y las sábanas… ¡Ay, ay, ay, y la cama entera también empapada! Sí, todo empapado y me he despertado», murmuró Cevdet Bey. Todo estaba mojado, como en el sueño que acababa de tener. Se dio la vuelta en la cama refunfuñando, recordó el sueño y sintió miedo. En él estaba sentado ante al maestro en la escuela infantil de Kula. Levantó la cabeza de la almohada mojada y se incorporó. «Sí, estábamos sentados ante el maestro. Y la escuela entera se hallaba sumergida en el agua hasta las rodillas —se dijo—. ¿Por qué? Porque el techo tenía goteras. Y el agua salada que caía del techo me chorreaba por la frente y el pecho y se extendía por toda el aula. Y el maestro me señalaba con la vara al resto de la clase y decía: “Todo esto por culpa de Cevdet”». Sintió un escalofrío cuando se materializó ante sus ojos cómo le había señalado el maestro con la vara, cómo se habían vuelto hacia él todos sus compañeros culpándole y despreciándole, cómo, más que nadie, le había despreciado su hermano, dos años mayor que él. Pero el maestro, capaz de dar de palos a toda la clase sin pestañear o de dejar inconsciente de una bofetada a un muchacho, por alguna extraña razón a él no le castigaba por las goteras del techo. «Era distinto a los demás, estaba solo, me despreciaban —pensó Cevdet Bey—. Pero ninguno se atrevía a tocarme, y el agua inundaba toda la escuela». El horrible sueño se convirtió de repente en un agradable recuerdo: «Era distinto, estaba solo, pero eran incapaces de castigarme». Se puso en pie recordando que en cierta ocasión se había subido al tejado de la escuela y había roto las tejas. «Rompí las tejas. ¿Cuántos años tenía? Siete. Ahora tengo treinta y siete, me he prometido y pronto me casaré». Se emocionó al recordar a su prometida. «Sí, pronto me casaré y luego… ¡Por Dios, estoy entreteniéndome! ¡Llego tarde!». Primero corrió hasta la ventana y miró por entre las cortinas para saber qué hora era. Fuera había una luz y una bruma extrañas. Comprendió que había salido el sol. Luego, irritado por la antigua costumbre, se volvió y miró el reloj: las doce y media a la turca[1]: «¡Dios mío, Dios mío, no vaya a llegar tarde!», se dijo corriendo al baño.
El hecho de lavarse incrementó aún más su buen humor. Mientras se afeitaba volvió a pensar en el sueño. Recordando que luego iría a la mansión de Şükrü Bajá, se puso el traje nuevo y limpio, una camisa con el cuello acartonado por el almidón y una corbata que le parecía elegante. Se colocó en la cabeza el fez que había mandado ahormar antes de la ceremonia de compromiso. Se miró en el espejo de la mesita y decidió que estaba tal y como pretendía, aunque, no obstante, se despertó en él una cierta amargura. En toda aquella ropa elegante y en su emoción porque iría a la mansión de su prometida seguramente había algo ridículo. Abrió las cortinas con esa amargura mínima e inofensiva. La niebla cubría los alminares de la mezquita de Şehzadebaşı, pero no había podido ocultar la cúpula. La parra del jardín contiguo estaba más verde de lo habitual. «¡Hoy hará calor!», pensó. Un gato se lamía lentamente bajo la parra. Recordando algo, Cevdet Bey se asomó por la ventana y la vio: la berlina había llegado y se había detenido ante su casa. Los caballos meneaban la cola y el cochero le esperaba fumando un cigarrillo delante de la puerta. Cevdet Bey recogió la cajetilla de tabaco y el mechero, de los que acababa de acordarse, la cartera y el reloj, que miró una vez más, se lo colocó todo en los bolsillos y salió de la habitación.
Como siempre, bajó las escaleras ruidosamente. También como siempre, Zeliha Hanım, que había oído el ruido, le esperaba al pie de las escaleras sonriendo y le dijo que el desayuno estaba listo.
—No tengo tiempo, querida Zeliha Hanım —trató de protestar él—. ¡Debo irme enseguida!
—¿Cómo vas a salir en ayunas? —le contestó la anciana, apenada.
Al ver la decidida expresión en la cara de Cevdet Bey, echó a correr hacia la cocina.
Cevdet Bey la vio alejarse angustiado, pero no salió a la calle. Pensó en cómo podría librarse de ella después de casarse. Aquella mujer y él vivían allí como madre e hijo, aunque solo eran parientes lejanos. Hacía nueve años, cuando había comprado la casa, se la había llevado con él, a pesar de que en Haseki tenía familiares más próximos, pensando que se metería menos que estos en su vida. La mujer, pobre y sin familia, vivía en el primer piso de la casita de madera de cuatro habitaciones a cambio de realizar las labores del hogar, preparar la comida y tenerlo todo limpio y ordenado. Cevdet Bey, observando desde donde estaba el piso en que la mujer se había instalado con toda comodidad, pensó: «¿Cómo podré convencerla de que me deje?». No podía llevársela después de la boda porque en el matrimonio que proyectaba no había lugar para alguien como ella. En la vida conyugal que había planeado su relación con quienes se ocuparan de los asuntos domésticos debía ser la de amo-criado, e intuía que aquella relación de madre-hijo no se acomodaría a dicha vida. En los últimos tiempos Zeliha Hanım se había vuelto más minuciosa y se afanaba más, muy probablemente porque lo sabía, se había enterado de que Cevdet Bey se casaría pronto, se mudaría al otro lado del Cuerno de Oro y vendería aquella casa. Ahora salió a la carrera de la cocina con un plato en las manos.
—Ojalá te hubiera preparado un café, hijo. Ahora mismo…
—¡No tengo tiempo! ¡No tengo tiempo! —dijo Cevdet Bey.
Cogió sonriendo del plato el pan con mermelada de guindas, tan alegre como el día que comenzaba. Volvió a sonreír al darle las gracias a la mujer. Mientras cruzaba la puerta se dio cuenta de que le había sonreído no con cariño sino con pena, porque se vería obligado a dejarla, y se sintió incómodo. Se dio media vuelta para decir algo, «Puede que esta noche vuelva tarde», pero eso no alivió el peso de su conciencia.
Dirigiéndose hacia el coche recordó su sueño. «Soy distinto, soy así, ¡pero nadie me castiga!». Se relajó un poco. Pero al ver al cochero le pareció perder el buen humor por un instante. Porque, como todos los cocheros que conocen bien la vida privada de sus clientes, le observaba con una mirada de «¡Ah, picarón! ¡Sé dónde has estado todo el día, qué has hecho, qué se te ha pasado por la cabeza!». Cevdet Bey le sonrió con alegría y se interesó por su salud. Le dijo que iba a Sirkeci, a la tienda, se sentó en el coche y mordió la rebanada de pan con mermelada.
El coche avanzó bamboleándose entre las casas de madera de Vefa. Cevdet Bey había alquilado por tres meses aquella berlina, que en ese barrio parecía más ostentosa de lo que era, creyendo que la necesitaría durante las ceremonias de compromiso y de boda. Hacía dos meses, en cuanto supo que Şükrü Bajá consentía en concederle la mano de su hija, fue a las caballerizas de Feriköy, donde se alquilaban coches impresionantes, regateó y llegó a un acuerdo por tres meses con el cochero. No le gustaba la idea de ir a la casa de aquella hija de bajá que había de recibir como esposa con un vulgar coche de alquiler, pero tampoco se ajustaba a sus cálculos comerciales comprar uno, que acabaría siendo muy costoso con los gastos del cochero y el establo. «¡Pero sería una estupidez tener este coche más de tres meses! —pensó mordiendo el pan con guindas que tanto le gustaba—. ¡El alquiler es muy alto! Mejor comprar uno que pagar este alquiler… Pero, si lo compro, no podré desembolsar ciertos gastos necesarios para la tienda. ¿Qué hacer? Este matrimonio me está saliendo bastante caro, pero no me quedaba otro remedio». Se animó recordando la boda, la nueva vida con la que llevaba años soñando, la casa que compraría, la familia que formaría, y a su prometida, cuyo rostro había visto dos veces. Se le pasó por la cabeza que había gente que menospreciaba a quienes tomaban coches tan ostentosos y elegantes, pero no le dio importancia porque se sentía contento. Dio otro mordisco al pan con mermelada. «Si me importaran esas cosas, ¡no me habría hecho comerciante! —pensó—. De hecho, ningún musulmán se atreve a dedicarse al comercio precisamente porque les dan miedo esas cosas y se acobardan. ¡A mí no me importa! Bueno, ¿y qué si mi señora quiere un coche?». Volvió a sentirse de buen humor pensando en su prometida y en su vida futura. Le agradó haber pensado en Nigân, aquella muchacha a quien había visto dos veces, como «mi señora». Se balanceaba ligeramente al ritmo del coche bajando la cuesta. «Si me lo permiten las cuentas de la tienda y la empresa, ¡también compraré un coche, querida!», dijo para sí, y se metió en la boca el último trozo de pan con mermelada. Luego se miró los dedos como un niño apenado que contempla la mano vacía cuando se le ha acabado lo que estaba comiendo: «Esta boda se me va a llevar todo lo que tengo», pensó con tristeza.
El coche bajó la cuesta de Babıâli y dobló por las calles laterales. La niebla se había alzado y, en lugar de aquella luz extraña, se había instalado la luz brillante de siempre. Cevdet Bey se estaba cociendo en el coche que ahora calentaba el sol del verano. «¡Hoy va a hacer mucho calor! Y, ¿qué debo hacer yo? ¡Tengo que acabar rápido los asuntos de la tienda! Quizá vaya a ver a mi hermano». Le incomodó recordar a su hermano, que yacía enfermo en una pensión de Beyoğlu. «Luego almorzaré con Fuat Bey. Ha venido de Salónica… Y por la tarde iré a Nişantaşı, a la mansión de Şükrü Bajá». Se emocionó con la esperanza de poder ver a su prometida por tercera vez. «Después iré a echarle otro vistazo a esa casa que encontró el pregonero». Había decidido comprar en Nişantaşı o Şişli una casa donde instalarse después de la boda. «Luego regresaré a la tienda. Qué mala suerte que hoy no podré estar en ella mucho rato… ¿Qué día es hoy? ¡Lunes!». Hizo cuentas con los dedos. Hacía tres días que le habían arrojado una bomba a Abdülhamit en la procesión del viernes. Y él se había prometido hacía otros dos viernes. «¡Hace diecisiete días que estoy prometido!», pensó. El coche se detuvo ante la tienda.
Al verla, se encendieron de repente todos aquellos cálculos que aún no ardían como la yesca a causa del balanceo del coche y del aturdimiento provocado por el sueño. «No hemos escrito una carta para pedir pintura. ¿A quién podré venderle esas lámparas que han salido estropeadas? Como Eskinazi no me dé hoy tampoco ese préstamo le diré que…». Estaba cruzando el umbral de la tienda: «¡Alabado sea Dios! Le pediré a Eskinazi doscientas liras de más y, si le viene bien, retrasaré el pago un mes…». Saludó con un firme gesto de la cabeza a uno de los aprendices. Sonrió al otro, que le caía bien porque era trabajador y nada codicioso. Luego, volviéndose al holgazán al que había saludado con la cabeza, le dijo:
—¡Chico, pídeme el café! ¡Y con esto cómprame un bollo!
Como hacía todas las mañanas, fue a sentarse a la mesa de atrás con pasos rápidos y nerviosos. Miró a izquierda y derecha como buscando algo que censurar. Luego se relajó al ver que, también como todas las mañanas, le habían colocado en la mesa el periódico Moniteur d’Orient. Siguiendo su costumbre matutina, primero miró la fecha: 24 Juillet 1905-11 de julio de 1321, lunes. Luego les echó un vistazo a los titulares. Se enteró de los últimos acontecimientos sobre el asunto de la bomba. Leyó lo que había escrito sobre la guerra ruso-japonesa, pero nada de eso le interesó. Volvió rápidamente la página y empezó a mirar la información bursátil. Allí se encontró con un par de noticias que le animaron. Luego leyó algunos anuncios interesantes: Dimitri, el comerciante en hierro, vendía su depósito; debía encontrarse en mala situación. Panayot, que como él se dedicaba a la electricidad y la ferretería, presentaba sus nuevos productos. Cevdet Bey decidió anunciarse también, pero luego cambió de idea. Al leer el anuncio de una compañía de teatro que estrenaba una nueva obra en el Odeón, se sobrecogió recordando a su hermano. La amante de su hermano, gravemente enfermo, era una actriz de teatro armenia. Para olvidar a su hermano, Cevdet Bey se tomó el bollo y el café que le habían traído y empezó a leer lentamente un artículo. Como siempre que leía aquel periódico, se lamentó de las palabras en francés que desconocía. Luego, como siempre que leía en francés, recordó lo mucho que se había esforzado en aprender aquella lengua, el dinero que le había pagado al profesor particular y la añoranza que había sentido por tener una casa y una familia como las de aquella hermosa familia francesa cuya vida cotidiana se narraba con frases simples en el libro que había leído con el profesor particular. Recordar todo aquello, especialmente que se forjaría una vida parecida a la cotidianeidad de aquella familia francesa, le vino bien para despertarle la mente ahumada por el primer cigarrillo del día. A mitad del artículo, decidió que ya había perdido bastante el tiempo. Dejó a un lado el Moniteur d’Orient, que leía porque todos los demás comerciantes lo compraban, porque reflejaba de forma correcta la vida comercial y porque le era útil para su francés, y se puso en pie. Había terminado con el bollo y el café, se había fumado el cigarrillo y le había dedicado un rato al periódico. Ahora sentía la tensión, la energía y el equilibrio necesarios para entregarse a los negocios. Sus cálculos comerciales no se hallaban en su mente débiles y apagados como en los primeros minutos de la mañana ni tampoco ardían como la yesca como hacía un rato. Las cuentas y los problemas prendían tal y como se suponía que debían hacerlo en la mente de un comerciante; como un incendio tranquilo y controlado pero poderoso. «Sí, ahora lo primero es ir a ver una vez más esas cuentas con Sadık», pensó Cevdet Bey.
Sadık era el joven contable de la empresa. Sería joven —de hecho, tenía diez años menos que Cevdet Bey—, pero ya parecía tan mayor como él. Cevdet Bey subió al entresuelo de la tienda y habló un rato con el contable. Supo de la pequeña diferencia entre el dinero que iban a ingresar hasta el jueves y las deudas que habían de pagar y decidió ir a pedirle un préstamo a Eskinazi.
Luego bajó con los dependientes. Allí habló un poco con un albanés mayor que podía considerarse el encargado. Señalándole una mesa llena de botes de pintura, lámparas y otros chismes, le dijo que a los clientes siempre les gustaba ver los mostradores vacíos y ordenados. Pero el albanés no le comprendía e intentaba demostrarle que aquel sistema era más efectivo. Así pues, Cevdet Bey pasó al otro lado del mostrador, lo arregló por aquí y por allá lanzando miradas acusadoras a todo el mundo y atendió a un cliente para que sirviera de ejemplo. Regresó a su mesa viendo que aquella modesta actitud había despertado respeto y vergüenza en los empleados. Al sentarse a la mesa, desde la que dominaba la tienda entera, decidió escribir la carta necesaria para el pedido de pintura. Escribió de forma apresurada y mecánica hasta la mitad de la carta y luego pensó que lo más correcto sería que le dejara aquellos asuntos a un secretario. Pero un secretario nuevo significaba una puerta abierta a nuevos gastos. «Y especialmente cuando estoy gastando a manos llenas con esta boda», pensó. Entretanto llegó el guarda del depósito, que se encontraba a doscientos pasos de la tienda, y le dijo que los mozos de cuerda eran incapaces de meter los grandes cajones de las lámparas que acababan de llegar, y que se temía que fueran a tirar y romper algo. Angustiado, Cevdet Bey se puso en pie. Empezó a andar arriba y abajo y luego sugirió que abrieran uno por uno los cajones y los vaciaran. Teniendo en cuenta que iba a despachar las lámparas a Anatolia en tren, aquello era un tanto estúpido, pero tampoco había otra solución. Tras despedir al guarda del almacén, Cevdet Bey acabó la carta y se preocupó por aquella pérdida de tiempo y dinero. Pensó en a quién podría venderle las lámparas que habían salido estropeadas. Se lo preguntaría a su colega Fuat, en cuya inteligencia y amistad confiaba. Luego miró nervioso el reloj y vio que eran cerca de las dos y media. Salió de la tienda para ir a ver a Eskinazi.