VI
Me encontré con Dennis en la Biblioteca de Consulta de Toronto y me pidió que fuéramos a cenar.
Dennis es un amigo de X, que vino a visitarnos en Australia. Es un hombre joven alto, delgado, estirado y muy sonriente (aunque no tan joven, debe de tener treinta y cinco) que ha desarrollado un estilo atento y didáctico.
Voy a encontrarme con él pensando que puede tener un mensaje para mí. ¿No es raro, sin embargo, que quiera cenar con una mujer mayor que sólo ha visto una vez anteriormente? Creo que me puede decir si X ha vuelto a Canadá. X me dijo que probablemente volverían en julio. Después iba a pasar un año escribiendo su libro. Podrían vivir en Nova Scotia durante aquel año. Podrían vivir en Ontario.
Cuando Dennis vino a vernos en Australia, hice un curry. Me gustaba la idea de tener un invitado y estaba encantada de que llegase a tiempo para ver la breve luz del atardecer sobre la hondonada. Nuestra casa, como las demás, estaba construida sobre postes, y desde la ventana de donde comíamos se veía una hondonada parecida a un cuenco oval, rodeado de pequeñas casas y lleno de jacarandá, poinciana, franchipanieros, cipreses y palmeras. Hojas como abanicos, aspas, plumas, platos; en cada uno de los tonos de verde: brillante, claro, oscuro, indeterminado, satinado. Allí abajo vivían gallinas de Guinea y bandadas de alegres martines cazadores. Teníamos que bajar gateando por un terraplén empinado y sucio que había debajo de la casa para llegar al lavadero, y colgar la ropa en un tendedero giratorio. Allí encontrábamos telas de araña colgadas como las partes de arriba de las tiendas de campaña, emparejadas como tapas y vasijas una encima y otra debajo. Teníamos que tener cuidado con la pequeña araña que teje una tela cónica y que lleva un veneno para el que no hay antídoto.
Le mostramos a Dennis la hondonada y le dijimos que aquella era una típica casa antigua de Queensland, con altas paredes de lengüeta y ranura y con los cuadros de ventilación sobre las ventanas llenas de elegantes parras talladas. No miró nada con demasiado interés, pero habló sobre China, donde acababa de estar. X dijo después que Dennis siempre hablaba del último lugar en el que había estado y de la gente que había visto últimamente, y que nunca parecía darse cuenta de nada, pero que probablemente hablaría de nosotros, y describiría aquel lugar a la siguiente persona que cenase con él, en la próxima ciudad. Dijo que Dennis pasaba la mayor parte de su vida viajando y hablando de ello y que conocía a mucha gente lo suficientemente bien como para que cuando se presentaba en algún sitio le invitaran a cenar.
Dennis nos dijo que había visto el recientemente excavado Campamento del Ejército en Xian, China. Describió las hileras de soldados de tamaño natural, cada uno de ellos tan realista y único… y algunos todavía conservaban restos de la pintura que una vez les había cubierto y los había individualizado todavía más. A lo lejos, a su espalda, dijo, había una pared de tierra. Los soldados de terracota parecía que estuvieran saliendo de la tierra.
Dijo que le recordaba a las mujeres de X. Hilera tras hilera y siempre una nueva apareciendo al final de la cola.
—El ejército sigue —dijo.
—Dennis, por el amor de Dios —dijo X.
—¿Pero realmente salen de la tierra así? —le pregunté a Dennis—. ¿Están intactos?
—¿Quiénes están intactos? —dijo Dennis con su áspera sonrisa—. ¿Los soldados o las mujeres? Las mujeres no están intactas. O no por mucho tiempo.
—¿Podríamos dejar el tema? —preguntó X.
—Claro. Ahora, para responder a tu pregunta —dijo Dennis volviéndose hacia mí—, raramente se encuentran como figuras enteras. O eso entendí. Sus piernas, torsos y cabezas tienen que ser emparejados, por lo general. Tienen que unirlas y ponerlas de pie.
—Es mucho trabajo, te lo digo —dijo X, con un gran suspiro.
—Pero no es así con las mujeres —le dije a Dennis. Yo le hablé con un encanto especial y sociable, casi con coquetería, como hago a menudo cuando percibo malicia—. Creo que la comparación está algo fuera de lugar. Nadie tiene que excavar para sacar a las mujeres y ponerlas de pie. Nadie las puso allí. Llegaron juntos, se unieron por su propia y libre voluntad y algún día se irán. No son un ejército en pie. La mayoría de ellas está probablemente de camino a algún otro lugar, de todos modos.
—Bravo —dijo X.
Cuando estábamos fregando los platos, tarde por la noche, dijo:
—No te habrá importado que Dennis dijera eso, ¿verdad? ¿No te importaría que yo le siguiera un poco? Tiene que tener sus leyendas.
Yo apoyé mi cabeza sobre su espalda, entre los omóplatos.
—¿Sí? No. Me pareció divertido.
—Me apuesto algo a que no sabías que el jabón fue primero descrito por Plinio y utilizado por los galos. Me apuesto algo a que no sabías que hervían sebo de cabra con la lejía de ceniza de leña.
—No, no lo sabía.