V
Cuando conocí a X en Vancouver era una persona distinta. Un estudiante serio, todavía luterano, robusto y resuelto, bastante engreído, en opinión de algunas personas. Su esposa era más atolondrada; una fisioterapeuta llamada Mary a quien le gustaban los deportes y el baile. De los dos, una hubiera dicho que ella sería quien se marchase. Tenía el cabello rubio, y los dientes grandes; mostraba las encías. La vi jugar al béisbol en un picnic. Tuve que ir a sentarme entre los arbustos, para amamantar a mi bebé. Tenía veintiún años, era una chica de aspecto sencillo, una madre que amamantaba. Gruesa y rosa en el exterior, opiniones ignorantes y ambiciones tenaces en el interior. El sexo no había comenzado para mí, en absoluto.
X fue hasta los arbustos y me dio una botella de cerveza.
—¿Qué estás haciendo aquí detrás?
—Amamantando a mi bebé.
—¿Por qué tienes que hacerlo aquí? A nadie le importará.
—A mi marido le daría un ataque.
—Ah. Bueno, bebe. Se supone que la cerveza es buena para la leche, ¿no?
Aquella fue la única vez que hablé con él, que yo recuerde. Había algo en el modo directo de acercarse, en la cortesía algo torpe pero resuelta, mi propia e inesperada sensación de gratitud y de alivio, que después tenía mucha relación con sus atenciones hacia las mujeres, y con la impresión que les causaba. Estoy segura de que siempre era paciente, de que no asustaba; tenía éxito, era agradecido, sincero.