I

Relaciones

La prima Iris de Filadelfia era enfermera, la prima Isabel de Des Moines tenía una floristería, la prima Flora de Winnipeg era profesora, la prima Winifred de Edmonton, contable. Señoras solteras se las llamaba. Solteronas era un término demasiado preciso, no las describiría. Sus pechos eran grandes e intimidantes (un solo bulto blindado), y sus estómagos y traseros, rebosantes y encorsetados como los de cualquier mujer casada. En aquellos tiempos parecía ser que lo más importante en el cuerpo de la mujer (si realmente una le sacaba partido a la vida) era engordar y madurar hasta llegar a una buena talla cuarenta y seis. Luego, dependiendo de la clase y de las aspiraciones, o bien se ponían flojas y sueltas, temblorosas como flanes bajo vestidos de estampados pálidos y húmedos delantales, o bien ceñidas en unos contornos cuyas firmes curvas y orgullosas pendientes no tenían nada que ver con el sexo, y todo con derechos y poder.

Mi madre y sus primas pertenecían a este segundo tipo de mujeres. Llevaban corsés que se abrochaban a un lado con docenas de corchetes, medias que hacían un sonido sibilante y estridente cuando cruzaban las piernas, vestidos de seda para la tarde (el de mi madre había sido de una prima), colorete, polvos, agua de colonia y peinetas de concha, o de imitación, en el cabello. Eran inimaginables sin esos atavíos, a no ser que estuviesen arropadas hasta la barbilla con batas acolchadas de satén. Para mi madre este estilo era difícil de mantener; requería ingenio, dedicación y un gran esfuerzo. ¿Y quién lo apreciaba? Ella.

Vinieron todas a pasar con nosotros un verano. Vinieron a nuestra casa porque mi madre era la única que estaba casada y tenía una casa lo suficientemente grande como para alojar a todo el mundo, y porque era demasiado pobre para ir a verlas. Vivíamos en Dalgleish en la región de Hurón, en el oeste de Ontario. La población, 2000 habitantes, estaba indicada en un letrero situado en los arrabales de la ciudad.

—Ahora hay dos mil cuatro —gritó la prima Iris, levantándose del asiento del conductor. Conducía un Oldsmobile de 1939. Había conducido hasta Winnipeg para recoger a Flora y a Winifred, que había venido desde Edmonton en tren. Luego, fueron todas a Toronto a buscar a Isabel.

—Y las cuatro seguro que damos más guerra que los dos mil habitantes juntos —dijo Isabel—. ¿Dónde fue?… ¿en Orangeville…? Nos reímos tanto que Iris tuvo que parar el coche. ¡Tenía miedo de ir a parar a la cuneta!

Los escalones crujían bajo sus pies.

—¡Respirad ese aire! No hay nada mejor que el aire del campo. ¿Es de esa bomba de donde sacáis el agua para beber? ¿No sería estupendo beber ahora? ¡Un trago de agua del pozo!

Mi madre me pidió que fuese a buscar un vaso, pero insistieron en beber en la jarra de hojalata.

Contaron que Iris se había llegado hasta un campo para responder a la llamada de la naturaleza y que se encontró rodeada por un círculo de vacas interesadas.

—Vacas… ¡qué exageración! Eran novillos.

—O toros, para lo que entendéis… —dijo Winifred, dejándose caer en una silla de mimbre. Era la más gorda.

—¡Toros! ¡Me hubiese dado cuenta! —dijo Iris—. Espero que sus muebles puedan aguantar el peso, Winifred. Te digo que había algo muy pesado en la parte de atrás de mi pobre coche. ¡Toros! ¡Qué sobresalto, es un milagro que me pudiese subir los pantalones!

Explicaron lo de la ciudad de apariencia salvaje en el norte de Ontario en la que Iris no quiso parar el coche ni para dejar que se comprasen una Coca Cola. Les echó una ojeada a los leñadores y gritó:

—¡Nos violarían a todas!

—¿Qué es violar? —dijo mi hermana pequeña.

—¡Oh! —dijo Iris—. Quiere decir que te roban el billetero.

«Billetero»: una palabra americana. Ni mi hermana ni yo sabíamos lo que significaba, pero nuestra ignorancia no era la misma en todos los asuntos. Y yo sabía que, de todos modos, aquello no era lo que significaba «violar»; significaba algo sucio.

—Cartera, que te roban la cartera —dijo mi madre en un tono festivo pero cauteloso. En nuestra casa se hablaba con cortesía.

Después vino el desenvolver regalos. Latas de café, nueces y budín de dátiles, ostras, olivas, cigarrillos confeccionados para mi padre. Ellas también fumaban todas, excepto Flora, la maestra. Entonces era una señal de espíritu mundano, pero en Dalgleish era un signo de posible moral relajada. Ellas lo convertían en un lujo respetable.

Surgieron también medias, pañuelos, una blusa de gasa para mi madre, un par de tiesos delantales blancos de organdí para mi hermana y para mí (lo último quizá en Des Moines o en Filadelfia, pero no en Dalgleish, donde la gente nos preguntaba por qué no nos habíamos quitado los delantales). Y finalmente una caja de bombones de dos kilos. Mucho después de que nos hubiésemos comido todos los bombones y de que se hubieran marchado las primas, seguíamos guardando la caja de bombones en el cajón de las mantelerías en el aparador del comedor, esperando alguna utilización ritual que nunca se presentó. Todavía seguía llena de los oscuros y rizados envoltorios de papel de los bombones. Durante el invierno, a veces iba al frío comedor y olía los envoltorios, inhalando su perfume de artificio y lujo; volvía a leer las descripciones del dibujo que había en la parte interior de la tapa de la caja: avellana, turrón cremoso, delicia turca, caramelo, crema de menta.

Las primas dormían en la habitación de abajo y en el sofá cama de la habitación de delante. Si la noche era calurosa, no les importaba llevar arrastrando un colchón hasta la terraza o, incluso, hasta el patio. Echaban a suertes la hamaca, pero a Winifred no le permitían participar. Hasta bastante entrada la noche se las podía oír riendo, haciéndose callar las unas a las otras y diciendo a gritos:

—¿Qué ha sido eso?

Estábamos pasadas las farolas de Dalgleish y en la oscuridad las dejaba maravilladas el gran número de estrellas.

Una vez se pusieron a cantar un canon.

Rema, rema, rema tu barca

despacio río abajo,

alegremente, alegremente, alegremente, alegremente,

la vida es sólo un sueño.

No les parecía que Dalgleish fuese real. Iban en coche hasta el centro y volvían contando lo raros que eran los tenderos; imitaban las cosas que habían oído por la calle. Cada mañana, el café que habían traído llenaba la casa de su inhabitual aroma americano, y se sentaban preguntando quién estaba inspirada para el día. Una inspiración era ir al campo con el coche a coger frutos silvestres. Acababan arañadas y acaloradas y una vez Winifred quedó absolutamente acorralada, inmovilizada por ramas espinosas, pidiendo a gritos que la fuesen a rescatar; sin embargo, dijeron que se habían divertido muchísimo. Otra inspiración era coger los aperos de pesca de mi padre y bajar al río. Volvían a casa con una captura de róbalos de roca, un pescado que generalmente no aprovechábamos. Organizaban picnics. Se vestían con ropa vieja, con sombreros de paja viejos y con batas de mi padre, y se hacían fotografías de cada una. Hacían pasteles de bizcocho relleno y maravillosas ensaladas de molde que tenían forma de templos y colores de joyas.

Una tarde organizaron un concierto. Iris era cantante de ópera. Cogió el mantel de la mesa del comedor para envolverse en él y me envió a buscar plumas de gallina para ponerse en el pelo. Cantó «La llamada amorosa del indio» y «Las mujeres son veleidosas». Winifred era un ladrón de bancos, con una pistola de agua que se había comprado en el almacén. Todo el mundo tenía que hacer algo. Mi hermana y yo cantamos dos canciones: «Rosa amarilla de Tejas» y el «Gloria in excelsis». Mi madre, asombrosamente, se vistió con un par de pantalones de mi padre y se puso cabeza abajo.

Audiencia y artistas, las primas estaban las unas por las otras en todos los momentos de vigilia. Y a veces dormidas. Flora era la que hablaba en sueños. Puesto que también era la mejor educada, las demás se quedaban despiertas para hacerle preguntas, intentando hacerle decir algo que la avergonzase. Le dijeron que renegaba. Dijeron que se sentaba de golpe y preguntaba:

—¿Por qué no hay ni una puñetera tiza?

Era la que menos me gustaba porque intentaba agudizar nuestras mentes, la de mi hermana y la mía, haciéndonos preguntas de aritmética mental.

—Si se tardasen siete minutos en andar siete manzanas, y cinco manzanas tuvieran la misma longitud, pero las otras dos manzanas fuesen el doble de largas…

—¡Oh, vete a paseo, Flora! —decía Iris, que era la más grosera.

Si no les venía ninguna inspiración, o hacía demasiado calor para hacer algo, se sentaban en la terraza bebiendo limonada, ponche de frutas, cerveza de jenjibre, té helado con guindas confitadas y pedazos de hielo cortados del gran trozo de hielo de la nevera. A veces mi madre embellecía los vasos mojando los bordes con clara de huevo batida y luego en azúcar. Las primas decían que estaban abatidas, que no servían para nada, pero sus quejas tenían un aire de satisfacción, como si el mismo calor del verano hubiese sido creado para añadir dramatismo a sus vidas.

Ya había bastante drama.

En el ancho mundo, les habían sucedido cosas. Accidentes, proposiciones, encuentros con lunáticos y enemigos. Iris hubiera podido ser rica. A la viuda de un millonario, una anciana loca con una peluca como un almiar, la habían llevado un día corriendo al hospital, fuertemente agarrada a una maleta. ¿Y qué había en la maleta sino joyas, joyas verdaderas, esmeraldas y diamantes y perlas tan grandes como huevos de gallina? Nadie más que Iris podía hacer algo con ella. Fue Iris quien finalmente la persuadió para que tirase la peluca a la basura (estaba llena de pulgas) y para que dejase las joyas en la cámara acorazada del banco. Tanto se apegó aquella anciana a Iris que quería rehacer su testamento, quería dejarle a Iris las joyas, las acciones, el dinero y los bloques de apartamentos. Iris no lo permitió. La ética profesional se lo impedía.

—Estás en un puesto de confianza. Una enfermera está en un puesto de confianza.

Luego explicó cómo un actor, que se estaba muriendo a consecuencia de la vida disipada que había llevado, se le había declarado. Ella le permitió que echase un trago de una botella de Listerine, porque no le parecía que importase. Era un actor de teatro, de modo que no íbamos a reconocer el nombre aunque nos lo dijera, cosa que no pretendía.

También había visto a otros grandes nombres, celebridades, la alta sociedad de Filadelfia… No en su mejor momento.

Winifred dijo que ella también había visto cosas. La pura verdad, la horrible y pura verdad acerca de algunas de esas personas importantes y de la alta sociedad, que aparecía cuando echabas una ojeada a sus finanzas.

Vivíamos al final de una carretera de Dalgleish dirección al oeste, más allá de una tierra cubierta de matorrales donde había casitas de madera y bandadas de pollos y de niños. La tierra se elevaba a una altura respetable donde nosotros estábamos y luego descendía en forma de amplios campos y dehesas, decorados con olmos, bajando hasta el meandro del río. Nuestra casa también era respetable, una antigua casa de ladrillo de un tamaño considerable, pero estaba expuesta a corrientes de aire y distribuida de forma poco práctica, y la cornisa necesitaba una mano de pintura. Mi madre pensaba arreglarla y cambiarlo todo en cuanto tuviésemos dinero.

Mi madre no tenía muy buen concepto sobre Dalgleish. Recordaba a menudo la ciudad de Fork Mills, en el valle de Ottawa, donde ella y sus primas habían ido a la escuela secundaria, la ciudad donde su abuelo había llegado desde Inglaterra, y de la misma Inglaterra que, por supuesto, ella no había visto nunca. Alababa Fork Mills por sus casas de piedra, por sus bonitos y sobrios edificios públicos (bastante distintos, decía, de la región de Hurón, donde la idea había sido proyectar una monstruosidad en ladrillo y ponerle encima una torre), por sus calles pavimentadas, por el servicio en sus almacenes, por la mejor calidad de las cosas que se vendían y por el mejor tipo de gente. Las personas que en tan alta consideración se tenían a sí mismas en Dalgleish, serían ridículas a los ojos de las familias privilegiadas de Fork Mills. Pero al mismo tiempo, las mejores familias de Fork Mills serían menospreciadas si llegasen a tener contacto con ciertas familias de Inglaterra con las que mi madre estaba emparentada.

Relaciones. Todo giraba alrededor de ello. Las primas eran un espectáculo en sí mismas, pero también proporcionaban una relación. Una relación con el mundo real, pródigo y peligroso. Sabían cómo arreglárselas en él, habían hecho que el mundo les prestase atención. Sabían llevar una clase, una sala de maternidad, un público; sabían cómo tratar con los taxistas y con los revisores de tren.

Otras relaciones que proporcionaban, al igual que mi madre, eran con Inglaterra y la historia. Es un hecho que los canadienses de ascendencia escocesa (que en la región de Hurón llamábamos Scotch) e irlandesa dicen sin reserva alguna que sus antepasados llegaron durante la escasez de la patata, con sólo andrajos a sus espaldas, o que eran pastores, campesinos, gente pobre y sin tierra. Pero cualquiera cuyos antepasados procediesen de Inglaterra tiene una historia de oveja negra o de hijos menores, de reveses financieros, de herencias perdidas, de fugas con pareja inadecuada. Puede haber algo de verdad en esto. Las condiciones de vida en Escocia y en Irlanda fueron tales que forzaron a la emigración en masa, mientras que los ingleses pudieron haber escogido dejar el hogar por razones más pintorescas y personales.

Éste era el caso de la familia Chaddeley, la familia de mi madre. Isabel e Iris no llevaban el apellido Chaddeley, pero su madre sí. Mi madre había sido una Chaddeley, aunque ahora se apellidase Fleming; Flora y Winifred seguían siendo Chaddeley. Todas descendían de un abuelo que dejó Inglaterra de joven por razones sobre las que no llegaban a ponerse de acuerdo. Mi madre creía que había sido estudiante en Oxford, pero que perdió todo el dinero que su familia le enviaba y le había dado vergüenza volver a casa. Lo había perdido jugando. No, decía Isabel, ésa era la historia que se contaba. Lo que realmente sucedió fue que dejó embarazada a una criada y se vio obligado a casarse con ella y llevársela al Canadá. Las propiedades de la familia estaban cerca de Canterbury, decía mi madre. (Peregrinos de Canterbury, campanillas de Canterbury). Las demás no estaban seguras de eso. Flora dijo que estaban en el oeste de Inglaterra y que el apellido Chaddeley se decía que estaba relacionado con Cholmondeley. Existía un Lord Cholmondeley; los Chaddeley podían ser una rama de aquella familia. Pero también existía la posibilidad, decía, de que fuese francés, de que originalmente fuese Champ de laîche, lo que significa campo de juncia. En ese caso la familia había llegado a Inglaterra probablemente con Guillermo el Conquistador.

Isabel dijo que ella no era una intelectual y que la única persona de la que había oído hablar de la historia inglesa era María, reina de Escocia. Quería que alguien le dijera si Guillermo el Conquistador iba antes o después que María, reina de Escocia.

—Campos de juncia —dijo mi padre con conformidad—. Eso no les supondría exactamente una fortuna.

—Bueno, yo no distinguiría la juncia de la avena —dijo Iris—, pero eran bastante prósperos en Inglaterra. Según el abuelo, eran gente acomodada.

—Antes —dijo Flora—, y María reina de Escocia ni siquiera era inglesa.

—Eso lo sabía por el nombre —dijo Isabel—. Así, que ¡ja, ja!

Cada una de ellas creía, fueran cuales fueren los detalles, que había habido un gran declive de fortuna, una catástrofe poco clara y que más allá, a sus espaldas, en Inglaterra, quedaban tierras y casas, holgura y honor. ¿Cómo podían creer otra cosa, recordando a su abuelo?

Trabajó como empleado de correos, en Fork Mills. Su esposa, tanto si era una criada seducida como si no, le dio ocho hijos y luego murió. En cuanto los hijos mayores fueron a trabajar y llevaron dinero a casa (era una tontería educarlos) el padre dejó el trabajo. Una pelea con el administrador de correos fue la razón inmediata, pero él realmente no tenía intención de trabajar más. Había decidido quedarse en casa, mantenido por sus hijos. Tenía el porte de un caballero, había leído mucho y estaba lleno de retórica y de dignidad. Sus hijos no se negaron a mantenerle. Se sumieron en sus vulgares trabajos, pero impulsaron a sus propios hijos (se limitaron a uno o dos cada uno, en su mayoría hijas) a ir a la Escuela de Empresariales, a la Escuela Normal, a la de Formación de Enfermeras. Mi madre y sus primas, que eran esos hijos, hablaban a menudo de su egoísta y testarudo abuelo, y casi nunca de sus respetables y trabajadores padres.

—¡Qué anciano más presuntuoso era! —decían—, ¡pero qué guapo!, incluso de viejo, ¡qué apostura! ¡Qué insultos tan prontos y apropiados tenía para la gente! ¡Qué opiniones tan mordaces podía emitir! Una vez, en el lejano Toronto, para ser exactos en la planta principal de Eaton, se le acercó la esposa del guarnicionero de Fork Mills, una mujer inofensiva e inocente que exclamó:

—¡Vaya!, ¿no es fantástico encontrar a un amigo tan lejos de casa?

—Señora —dijo el abuelo Chaddeley—, usted no es amiga mía.

—¿No era aquello el colmo? —decían— «¡Señora, usted no es amiga mía!». ¡El viejo presuntuoso!

Se paseaba con la cabeza erguida como un ganso de feria. Otra señora de clase baja (de clase baja según él), fue tan amable como para llevarle sopa cuando estaba resfriado. Sentado en la cocina de su hija, sin ni siquiera un techo propio sobre su cabeza, con los pies en remojo, un hombre enfermo, y de hecho moribundo, todavía tuvo el descaro de volverle la espalda y dejar que su hija le diera las gracias. Despreciaba a la mujer, cuya gramática era terrible, y que no tenía dientes.

—¡Pero él tampoco tenía! ¡Para entonces ya no le quedaba ningún diente!

—¡Bobalicón presuntuoso!

—Y un gorrón con sus hijos.

—Sólo orgullo y vanidad. Eso es todo lo que era.

Pero al contar estas historias, riendo, ellas mismas estaban henchidas de orgullo, estaban exultantes. Creían que negarse a hablar a personas inferiores era escandaloso y mezquino, que mantener un sentido de distinción era ridículo, especialmente cuando no te quedaban dientes, pero de algún modo, todavía le admiraban. Lo hacían. Admiraban su invectiva, que su jefe, el trabajador administrador de correos, no comprendía, y su conducta orgullosa, que no comprendían sus vecinos, los ciudadanos democráticos de Canadá. («¡Oh, qué pena! —dijo la vecina sin dientes—, el pobresito viejo ni mi conose»). Incluso pudieran haber admirado su decisión de dejar que otros hicieran el trabajo. Un caballero, le llamaban. Hablaban irónicamente, pero la posesión de tal abuelo seguía encantándoles.

Yo no podía entender aquello, ni entonces ni más tarde. Tenía en mí demasiada sangre escocesa, me parecía demasiado a mi padre. Mi padre nunca hubiese admitido que había gente inferior, ni tampoco superior. Era escrupulosamente igualitario, hacía hincapié en no «ir a llorar», como él decía, a nadie, en no arrodillarse ante nadie y en no tratar tampoco a nadie con altanería, en comportarse como si no hubiese diferencias. Yo adopté la misma línea de conducta. Más tarde, hubo momentos en los que me pregunté si era una prudencia paralizante la que impulsaba esta actitud, tanto como cualquier mejor sentimiento, momentos en los que me pregunté si mi padre y yo no abrigábamos, en nuestros corazones, sentimientos intactos e irreductibles de superioridad, que ni mi madre ni sus primas con su inocente esnobismo podrían nunca alcanzar.

No me importó demasiado, años después, recibir una carta de la familia Chaddeley de Inglaterra. Era de una señora anciana que estaba haciendo un árbol genealógico. Después de todo, la familia existía realmente en Inglaterra, y no menospreciaban a las ramas de ultramar, nos estaban buscando. Conocían a mi bisabuelo. Su nombre estaba en el árbol genealógico: Joseph Ellington Chaddeley. En la partida de matrimonio constaba su oficio como aprendiz de carnicero. Se había casado con Helena Rose Armour, una criada, en 1859. De modo que era cierto que se había casado con una criada. Pero probablemente no era cierto lo de las deudas de juego en Oxford. ¿Acaso los caballeros que estaban en apuros en Oxford se iban a meter de aprendices de carnicero?

Se me ocurrió pensar que si hubiese seguido de carnicero, sus hijos podrían haber ido a la escuela secundaria. Podría haber sido un hombre próspero en Fork Mills. La señora que escribió la carta no mencionaba la relación con Cholmondeley, ni los campos de juncia, ni a Guillermo el Conquistador. Pertenecíamos a una familia respetable, de criados y artesanos, y algún que otro comerciante o granjero. Hubo un tiempo en que me hubiese disgustado descubrirlo, y difícilmente me lo hubiese creído. Más tarde, en una época en la que me dedicaba a arrancar todos los conceptos falsos, todas las ilusiones, me hubiese sentido triunfante. En el momento en que llegó la revelación no le presté mucha atención, fuera la que fuese. Yo casi me había olvidado de Canterbury y Oxford y Cholmondeley y aquella primitiva Inglaterra de la que había oído hablar a mi madre, aquella antigua tierra de armonía y de caballerosidad, de gente a caballo y de buenas maneras (aunque seguramente las de mi abuelo se habían perdido bajo la tensión de una vida más tosca), de Simon de Monfort y Lorna Doone, de lebreles y castillos, y de New Forest, siempre lozanos y rústicos, ceremoniosos, civilizados, eternamente deseables.

Y a mí ya se me habían abierto los ojos hacia otras cosas por la visita de la prima Iris.

Esto sucedió cuando vivía en Vancouver. Entonces estaba casada con Richard y tenía dos niños pequeños. Un sábado por la tarde Richard contestó al teléfono y vino en mi busca.

—Ten cuidado —dijo—. Parece que sea de Dalgleish.

Richard siempre pronunciaba el nombre de mi ciudad natal como si fuera una mezcla de algo desagradable que tenía que sacarse deprisa de la boca.

Fui al teléfono y descubrí con alivio que no era nadie de Dalgleish. Era la prima Iris. Aún quedaba un ligero acento del valle de Ottawa en su habla, algo rural (ella misma no lo hubiera imaginado y no le habría gustado), y algo chillona y alegre, que había recordado a Richard en las voces de Dalgleish. Dijo que estaba en Vancouver, que estaba jubilada y que estaba haciendo un viaje y que se moría de ganas de verme. Le pedí que viniese a cenar al día siguiente[1].

—Cuando dices cenar, ¿te refieres a la comida de la noche, verdad?

—Sí.

—Sólo quería asegurarme, porque cuando visitamos tu casa, ¿te acuerdas?, la costumbre era tomar la «cena» al mediodía. Llamabais cena a la comida del mediodía. No he pensado que siguieras haciéndolo, pero quería estar segura de que lo entendía bien.

Le dije a Richard que una prima de mi madre venía a cenar. Dije que era, o que había sido, enfermera y que vivía en Filadelfia.

—Es una persona correcta —le dije. Quería decir que era una persona bastante culta, bastante bien hablada y moderadamente bien educada—. Ha viajado mucho. Es muy interesante. Al ser enfermera ha conocido a toda clase de personas… —Le hablé de la viuda del millonario y de las joyas de la maleta. Y cuanto más hablaba, más cuenta se daba Richard de mis dudas y de mi necesidad de confianza, y más reservado y menos tranquilizador se volvía. Él sabía que tenía una ventaja, y habíamos llegado a un punto de nuestro matrimonio en que no se abandonaba fácilmente una ventaja.

Deseaba fervientemente que la visita fuese bien. Lo deseaba por mí misma. Mis motivos no decían mucho a mi favor. Quería que la prima Iris resplandeciese como un pariente de quien nadie tuviera que avergonzarse. Y quería que Richard, su dinero y nuestra casa me elevasen para siempre, a los ojos de la prima Iris, por encima de la categoría de pariente pobre. Quería que todo esto se produjese con una aceptable sutileza y comedimiento y que el resultado fuese una agradable aceptación de mi propio valor por ambas partes.

Pensaba a menudo que si podía presentar a un pariente rico, de buenos modales e importante, la actitud de Richard hacia mí cambiaría. Un juez o un cirujano hubiesen estado muy bien. No estaba muy segura de si Iris serviría como sustituta. Estaba preocupada por la manera en que Richard había dicho «Dalgleish», por aquel vestigio del valle de Ottawa (Richard era inflexible con los acentos rurales, después de haber tenido tantos problemas con el mío) y por algo más en la voz de Iris que no podía distinguir. ¿Estaba demasiado impaciente? ¿Asumía algún derecho de propiedad de familia que yo ya no consideraba justificado?

No importaba. Empecé a descongelar una pierna de cordero e hice un bizcocho relleno de merengue de limón. El pastel de merengue de limón era lo que mi madre hacía cuando venían las primas. Sacaba el brillo a los tenedores de postre, planchaba las servilletas. Porque nosotros teníamos tenedores de postre (quería decirle a Richard), sí, y servilletas, aunque el lavabo estuviese en el sótano y no hubiera habido agua corriente hasta después de la guerra. Por la mañana, yo llevaba agua caliente a la habitación de delante para que las primas pudieran lavarse. La echaba en una jarra como esas que ahora veo en las tiendas de antigüedades, o en los recibidores, llenas de plantas decorativas.

Pero, ¿cómo podía importarme nada de aquello, aquellas tonterías de los tenedores de postre? ¿Era, soy, la clase de persona que cree que poseer tales objetos es tener una actitud civilizada hacia la vida? No, en absoluto; no exactamente; sí y no. Sí y no. Ambiente era la palabra de Richard. «Tu ambiente». Una disminución del tono de voz, una advertencia. ¿O eso era lo que yo oía, no lo que él quería decir? Cuando decía Dalgleish, incluso cuando sin decir palabra me entregaba una carta de mi casa, me sentía avergonzada, como si algo estuviese creciendo por encima de mí, herrumbre, algo molesto, deprimente, inevitable. La pobreza, para la familia de Richard era como el mal aliento o las úlceras, una enfermedad que quien la padece debe tener parte de culpa. Pero no era de buena educación mencionarla. Si alguna vez decía algo acerca de mi infancia o de mi familia en su presencia se producía un ligero retraimiento, como si fuera una obscenidad de menor grado. Pero es posible que yo fuese algo estridente y cohibida, como el personaje vulgar de Virginia Wolf que le da una gran importancia a no haber sido llevada al circo. Quizá eso era lo que les molestaba. Tenían mucho tacto conmigo. Richard no podía tener tanto tacto, puesto que se había colocado en una posición arriesgada al casarse conmigo. Me quería amputada de aquel pasado que a él le parecía un equipaje tan andrajoso; andaba a la caza de señales de que la amputación no se había completado, y desde luego así era.

Las primas de mi madre no nos volvieron a visitar de nuevo en masa. Winifred murió repentinamente un invierno, no más de tres o cuatro años después de aquella memorable visita. Iris escribió a mi madre diciéndole que el círculo se había roto ya y que sospechaba que Winifred era diabética, pero que no quería enterarse por lo que le gustaba la comida. Mi madre tampoco estaba bien. Las primas restantes la visitaron, pero lo hicieron por separado y desde luego no a menudo, a causa de las distancias. Casi cada una de sus cartas se refería a lo bien que se lo habían pasado aquel verano, y cerca del final de su vida mi madre dijo:

—¡Oh, Señor! ¿Sabes en qué estaba pensando? En la pistola de agua. ¿Recuerdas aquel concierto? ¡Winifred con la pistola de agua! Cada cual hizo su número. ¿Qué hice yo?

—Te pusiste cabeza abajo.

—¡Ah, sí! Eso hice.

La prima Iris estaba más fuerte que nunca, y sonrojada debajo de los polvos. Jadeaba por la cuesta de la calle. Yo no había querido pedir a Richard que la fuese a buscar al hotel. No es que tuviera miedo de pedírselo, simplemente quería evitar que las cosas comenzasen con mal pie, al forzarle a hacer algo a lo que él no se había ofrecido. Me había dicho a mí misma que ella cogería un taxi, pero había venido en autobús.

—Richard estaba ocupado —le dije, mintiendo—. Es culpa mía. Yo no sé conducir.

—No importa —dijo Iris con firmeza—. Estoy a punto de echar los bofes en este momento, pero dentro de un minuto estaré bien. Es por la grasa que llevo encima. Me está bien empleado.

En cuanto dijo «echar los bofes» y «la grasa que llevo encima» supe cómo iban a ir las cosas con Richard. Ni siquiera lo había entendido. Lo supe en cuanto la vi en el umbral. Su cabello, que yo recordaba de un castaño grisáceo, ahora era dorado y rociado de una masa espumosa, su lujoso vestido color azul pavo real, decorado en un hombro con una especie de fuente dorada ornamental. Ahora que pienso en ello, estaba espléndida. Ojalá la hubiera encontrado en alguna otra parte. Quisiera haberla apreciado como se merecía. Quisiera que todo hubiera ido de otra forma.

—Bueno —dijo alborozadamente—. ¡A que te han ido bien las cosas! —Me miró a mí, el jardín con rocas, los arbustos ornamentales y la extensión de las ventanas. Nuestra casa estaba en Capilano Heights por la parte de Grouse Mountain—. Te lo digo, es un gran sitio, querida.

La invité a pasar, se la presenté a Richard y dijo:

—¡Ajá! ¿Así que usted es su marido? Bueno, no voy a preguntarle cómo le van las cosas, porque puedo ver que le van bien.

Richard era abogado. Los hombres de su familia eran o abogados o corredores de bolsa. Nunca se referían a lo que hacían en el trabajo como si fuese un negocio. Jamás se referían a lo que hacían en el trabajo. Hablar de ello era algo vulgar; hablar de cómo te iba era imperdonablemente vulgar. Si yo no hubiese sido aún tan vulnerable con respecto a Richard, podría haber sido un placer verle abordado así, cara a cara.

Enseguida ofrecí bebidas, esperando poder aislarme un poco. Había sacado una botella de jerez, ya que pensaba que eso era lo que se ofrecía a las señoras mayores, a personas que no bebían habitualmente. Pero Iris se puso a reír y dijo:

—No, me gustaría una ginebra con tónica, igual que vosotros, chicos.

—¿Recuerdas aquella vez que vinimos todas a visitaros en Dalgleish? —dijo—. ¡Fue tan seco! Tu madre era todavía una muchacha provinciana y no quería que hubiese bebidas alcohólicas en la casa. Aunque yo siempre pensé que tu padre se tomaría alguna copa si se le levantaba la restricción… Flora también era la templanza, pero Winifred era un demonio. ¿Sabes que llevaba una botella en la maleta? Íbamos a hurtadillas hasta el dormitorio, echábamos un trago y después hacíamos gárgaras con colonia. Llamaba a tu casa el Sahara. Estamos atravesando el Sahara. Tomábamos suficiente limonada y té helado como para poner a flote no a un buque de guerra… ¡sino a cuatro!, ¿eh?

Quizá ella hubiera notado algo cuando abrí la puerta, una sorpresa o una falta de bienvenida. Quizá se sentía intimidada, aunque al mismo tiempo inmensamente complacida por la casa y los muebles que eran elegantes y aburridos y que tampoco habían sido elegidos todos por Richard. Fuera cual fuese la razón, su tono cuando hablaba de Dalgleish y de mis padres era condescendiente. No creo que quisiera recordarme mi hogar ni recordarme de donde provenía; sino que quería afirmarse a sí misma, hacerme saber que ella estaba más en su medio aquí que allí.

—¡Oh qué placer, estar aquí sentada contemplando esta espléndida vista! ¿Es la isla de Vancouver?

—Es Point Grey —dijo Richard poco alentadoramente.

—Oh, debería haberlo reconocido. Ayer fuimos allí en autocar. Vimos la Universidad. Estoy haciendo una excursión, querida, ¿te lo dije? Nueve solteronas, siete viudas y tres viudos. Ni una pareja de casados. Pero como yo digo, nunca se sabe, el viaje todavía no ha terminado.

Yo sonreí, y Richard dijo que tenía que cambiar el aspersor.

—Mañana vamos a la isla de Vancouver y luego cogemos el barco para Alaska. Todo el mundo me ha dicho que me vuelva a casa, que para qué quiero ir a Alaska, y yo les he dicho que porque nunca he estado allí. ¿No es esa una buena razón? No hay solteros en la excursión, ¿y sabes por qué? ¡No viven para llegar a mi edad! Ese es un hecho médico. Díselo a tu maridito, dile que hizo bien. Pero no voy a hablar de mi trabajo. Cada vez que hago un viaje descubren que soy enfermera y me enseñan sus espinas dorsales, sus amígdalas y su ropa interior. Quieren que les palpe el hígado. Diagnóstico gratuito. Yo digo que ya está bien de eso. Ahora estoy retirada y quiero disfrutar de la vida. Esto es muchísimo mejor que el té helado, ¿verdad? Se daba tanto trabajo, la pobre. Tenía la costumbre de escarchar los vasos con clara de huevo, ¿te acuerdas?

Intenté hacerla hablar de la enfermedad de mi madre, de nuevos tratamientos, de sus experiencias hospitalarias, no sólo porque me interesaba, sino porque pensé que podría serenarse y hacerla parecer más inteligente. Sabía que Richard no había salido fuera y que estaba escondido en la cocina.

Pero ella dijo que no quería hablar de su trabajo.

—Huevo batido y luego azúcar. ¡Señor! Tenía que beber en caña. Pero lo que nos divertimos allí. El excusado en el sótano y todo lo demás. Realmente nos lo pasamos muy bien.

El lápiz de labios de Iris, su cabello brillante y cardado, su vestido tornasolado y su broche demasiado grande, su voz y su conversación, todo formaba parte de un plan de acción que no era malo: ella estaba a favor del movimiento, del ruido, del cambio, del aspecto llamativo, de la alegría y del valor. Diversión. Pensaba que también otras personas estarían a favor de estas cosas, y explicó sus esfuerzos en la excursión.

—Soy la persona que no deja que decaiga el ánimo. Algunas personas se desaniman en un viaje. Se empachan. Hablan de su estreñimiento. Yo siempre les hago pensar en otra cosa. Siempre se puede hacer broma. Puedes empezar a cantar un sonsonete. Cada mañana casi puedo oír sus pensamientos: ¿Con qué locura nos va a salir hoy esa tal Chaddeley?

Dijo que a ella no le preocupaba nada. Habló de otros viajes. De Irlanda. Las demás mujeres habían tenido miedo de bajar y besar la Piedra Blarney, pero ella dijo:

—¡He venido hasta aquí y voy a besar la condenada piedra!

Y así lo hizo, mientras un irlandés blasfemo se aferraba a sus tobillos.

Bebimos, comimos; los niños entraron y fueron alabados. Richard venía y se iba. A ella no le preocupaba nada. Nada la apartaba de sus historias sobre sí misma. El tiempo que podía pasar sin hablar era limitado. Explicó otra vez todo lo de la maleta y la viuda del millonario. Habló del actor disoluto. Cuántas conversaciones debía de haber llevado así: riendo, insistiendo, divagando, recordando. Me preguntaba si aquella noche era algo que ella describiría como divertida. Ella la describiría. La casa, las alfombras, los platos, los signos de dinero. Podría no importarle que Richard la desairase. Quizá prefería ser desairada por un pariente rico que bien recibida por uno pobre. Pero, ¿había sido siempre así, siempre impetuosa, ávida y temeraria; respetable, quizá incluso admirable, pero no obstante alguien a cuyo lado esperas no tener que estar sentado demasiado rato en un autobús o en una fiesta? No fui sincera cuando dije que deseaba que nos hubiésemos visto en alguna otra parte, que quisiera haberla apreciado, cuando di a entender que las opiniones de Richard eran el único obstáculo. Quizá la hubiese apreciado más, pero no hubiera podido estar mucho con ella.

Deseaba saber si eso era todo lo que venía a ser, la alegría que yo recordaba; la alegría y la generosidad, el espíritu mundano. Sería mejor pensar que el tiempo había agriado, disipado y transformado en vulgar una cerveza que era efervescente, que las dificultades nos habían cambiado a las dos, y no para mejor. Lugares y personas hostiles podían habernos hecho duras, en esfuerzos y opiniones. Antes me gustaba mirar la publicidad de las revistas con señoras con vestidos de gasa con capas y tejidos que flotaban, que apoyaban los codos en la barandilla de un barco, o que bebían té junto a una palmera plantada en un tiesto. A través de ellas percibía una vida de elegancia y de sensibilidad. Para mí eran una ventana cara al mundo, y las primas eran otra. De hecho, los vestidos floreados de las primas me las recordaban a menudo, aunque las primas eran bastante más gruesas y no eran bonitas. Bien, ahora que lo pienso, ¿qué decían aquellas señoras en los globos que había sobre sus cabezas? Hablaban de olores de axilas, o daban las gracias a su buena estrella por no tener la piel irritada, porque usaban Kotex.

Iris se serenó, por fin, y preguntó a qué hora pasaba el último autobús. Richard había desaparecido de nuevo, pero le dije que la llevaría al hotel en un taxi. Ella dijo que no, que disfrutaría del viaje en autobús, de veras; siempre encontraba alguien con quien conversar. Saqué mi horario y la acompañé a la parada del autobús. Dijo que esperaba no haber cansado los oídos de Richard y los míos con su charla y preguntó si Richard era reservado. Dijo que tenía una casa muy bonita y una familia encantadora y que hacía que se sintiese muy bien el ver que me había ido tan bien en la vida. Las lágrimas llenaban sus ojos cuando me abrazó para decirme adiós.

—¡Qué vieja fulana tan patética! —dijo Richard al entrar en la sala mientras yo retiraba las tazas de café. Me siguió a la cocina recordando cosas que ella había dicho, cosas pretenciosas, fanfarronerías. Señaló faltas gramaticales que había cometido, de la pretendida variedad discreta. Aparentaba incredulidad. Quizá realmente la sentía. O quizá pensó que sería una buena idea comenzar inmediatamente el ataque, antes de que le regañase por salir de la sala, por ser descortés y no ofrecerse para llevarla al hotel.

Todavía estaba hablando cuando le tiré la bandeja de Pyrex a la cabeza. Quedaba en ella un trozo de pastel relleno de merengue. La bandeja no le dio y chocó contra el frigorífico, pero el pastel salió volando y le dio en un lado de la cara como en las viejas películas o como en el espectáculo de I Love Lucy. En él se produjo el mismo momento de estupefacción que en la pantalla, el repentino desconocimiento, el habla cortada y la boca abierta. En mí, estupefacción también porque lo que la gente encontraba invariablemente divertido en aquellas ocasiones fuese ahora algo tan chocante en la vida real.

Rema, rema, rema tu barca

despacio río abajo,

alegremente, alegremente, alegremente, alegremente,

la vida es sólo un sueño.

Estoy en la cama junto a mi hermanita, escuchando cómo cantan en el patio. La vida se ha transformado por esas voces, por esas presencias, por su buen humor y su gran estima, hacia sí mismas y las unas hacia las otras. Mis padres, todos nosotros, estamos de vacaciones. La mezcla de voces y letra es tan complicada y variada que parece que esa confusión, esa jovial rivalidad continuará para siempre, y después, para sorpresa mía —porque estoy sorprendida, aunque conozco la norma de los cánones—, la canción se va desvaneciendo, se pueden oír las dos voces rivalizando.

Alegremente, alegremente, alegremente, alegremente,

la vida es sólo un sueño.

Después, la única voz sola, una de ellas sigue cantando, resueltamente, hasta el final. Una voz en la que hay una inesperada nota de súplica, de advertencia, mientras las seis palabras sueltas flotan en el aire. La vida es. Pausa. Sólo un. Ahora, pausa. Sueño.