IV

Soñé que X me escribía una carta. Estaba escrita con torpes letras mayúsculas de imprenta y pensé: «Eso es para disfrazar su caligrafía, es inteligente». Pero me costó mucho leerla. Me decía que quería que fuésemos de viaje a Cuba, que el viaje le había sido ofrecido por un sacerdote que había conocido en un bar. Me preguntaba si el sacerdote podía ser un espía. Decía que podíamos ir a esquiar a Vermont, que no quería interferir en mi vida, pero que quería protegerme. Me gustó esa palabra. Pero las complicaciones del sueño se multiplicaban. La carta se había retrasado. Intenté telefonearle y no pude conseguir que el disco del teléfono funcionase. También parecía que yo tuviese la responsabilidad de un bebé, dormido en el cajón de una cómoda. Las cosas se hicieron cada vez más complicadas y pesadas hasta que me desperté. La palabra «proteger» todavía estaba en mi cabeza. Tenía que hacer que se marchitara. Estaba echada sobre un colchón en el suelo del piso de Kay en la esquina de las calles Queen y Bathurst, eran las ocho de la mañana. Las ventanas estaban abiertas al calor del verano, las calles llenas de gente que iba a trabajar, los tranvías se detenían, arrancaban y chirriaban al dar la vuelta.

Es un piso barato y agradable con ventanas altas, paredes blancas, cortinas de algodón sin blanquear, las tablas del piso pintadas de un gris brillante. Ha sido un sitio provisional y barato durante tanto tiempo que nunca nadie se puso a cambiarlo, de modo que todavía están ahí los paneles de madera, y los anticuados protectores perforados de los radiadores. Kay tiene algunas bonitas y descoloridas alfombras, y los habituales cojines y cubrecamas, para hacer que los colchones sobre el suelo aparenten ser más divanes y menos colchones. Contra la pared hay un gastado juego de bastidores de cama, cubierto con chales y bufandas y, prendidos, bocetos al carbón del antiguo amante de Kay, el artista. Nadie puede imaginarse la forma de quitar de allí los bastidores, ni tampoco cómo llegaron allí en primer lugar.

Kay se gana la vida como ilustradora botánica, haciendo minuciosos dibujos de plantas para libros de texto y manuales para el gobierno. Vive en una granja, en una casa de adultos y niños que vienen y se van y que un día se marchan para siempre. Tiene este apartamento en Toronto y viene a pasar un día aproximadamente cada par de semanas. Le gusta este tramo de la calle Queen, con sus tabernas y tiendas de segunda mano y vagabundos tranquilos. Aquí no tiene muchas posibilidades de encontrarse con personas que fueron a Branksome Hall con ella, o que bailaron en su boda. Cuando Kay se casó, su novio llevaba una falda escocesa y sus hermanos oficiales formaron un arco de espadas. El padre de ella era general de brigada; hizo su debut en la residencia oficial del gobernador. A menudo pienso que es por eso por lo que ella no se cansa nunca de una vida de riesgo y de improvisación, y por lo que no le asusta el ruido de los altercados bien entrada la noche bajo estas ventanas, ni los borrachos en la entrada de la escalera. No siente la amenaza que yo sentiría, nunca se imagina con problemas.

Kay no tiene tetera. Hierve el agua en un pote. Es diez años más joven que yo. Tiene las caderas estrechas, el pelo largo, estirado y oscuro, con canas. Normalmente lleva boina y ropa encantadora y algo gastada comprada en tiendas de segunda mano. Hace seis o siete años que la conozco y durante ese tiempo se ha enamorado a menudo. Sus amores son atrevidos, a veces grotescos.

En el barco que sale de Centre Island conoció a un preso en libertad condicional, un tipo moreno y alto que llevaba una cinta bordada en la cabeza y el cabello largo, negro entrecano, flotando al viento. Le habían enviado a la cárcel por destrozar la casa de su ex-esposa, o la de su amante; algún crimen de pasión por el que Kay se sobresaltó y que luego perdonó. Dijo que era medio indio y que cuando hubiese aclarado un asunto en Toronto la llevaría a la isla donde nació, en la costa de la Columbia británica, donde montarían a caballo por la playa. Ella comenzó a tomar lecciones de equitación.

Cuando se separó de él, ella temía por su vida. Encontraba notas amenazadoras y amorosas enganchadas en sus camisones y en su ropa interior. Cambió las cerraduras, fue a la policía, pero no renunció al amor. Pronto se enamoró del artista, que nunca había destrozado una casa, pero que estaba gobernado por señales del mundo del espíritu. Había recibido un mensaje sobre ella antes de que se conocieran, sabía lo que ella iba a decir antes de que lo dijera, y a menudo veía un nefasto fuego azul alrededor de su cuello, un yugo o un aro. Un día desapareció, dejando aquellos bocetos y un profuso y horrible libro de anatomía que mostraba cadáveres reales cortados, con las entrañas, la piel y el pelo del cuerpo en sus colores naturales, tintes inyectados de color rojo o azul iluminando una jungla de vasos sanguíneos. En los estantes de Kay se puede leer la historia de sus asuntos amorosos: libros sobre motines en las prisiones y autobiografías de prisioneros de los tiempos del convicto en libertad condicional; este libro de anatomía y otros sobre fenómenos ocultos, del período del artista; libros sobre cuevas, libros de Albert Speer, de los tiempos del rico importador alemán que le enseñó la palabra spelunker; libros sobre la revolución que datan de los tiempos del antillano.

Se dedica a un hombre y a su historia de todo corazón. Aprende su lengua, figurativa o literalmente. Al principio puede intentar disfrazar su condición, haciendo ver que es prudente o irónica. «La semana pasada conocí a un personaje peculiar», o «¿Te he contado que he tenido una conversación divertida con un hombre en una fiesta?». Pronto aparece un estremecimiento, una furtiva palpitación, una sonrisa llena de disculpas pero firme.

—En realidad, me temo que me he enamorado de él. ¿No es terrible?

La siguiente vez que la ves, está enamoradísima, yendo a adivinos, dejando caer su nombre cada dos frases con un tono sensiblero en su voz, bajando los ojos, y con un acariciado aire de desamparo, horrible de contemplar. Luego viene el ataque de pesimismo, las dudas y la angustia, la lucha, bien para liberarse ella o para evitar que se libere él; los mensajes dejados con servicios de mensajes. Una vez se disfrazó de vieja, con una peluca gris y un abrigo de pieles andrajoso; estuvo caminando arriba y abajo, en medio del frío, alrededor de la casa de la mujer que creía que era su substituta. Es capaz de hablar fría, sensata e ingeniosamente sobre su error y decir cosas vergonzosas que haya entresacado de su amante, y luego hacer desesperadas llamadas telefónicas. Se emborrachará y se matriculará en un curso de terapia natatoria y gimnasia.

En nada de esto es muy excepcional. Hace lo que hacen las mujeres. Quizá lo haga más a menudo, más abiertamente, con algo más de imprudencia y con más fervor. Su capacidad de recuperación, su fe, no se agotan nunca. Yo le gasto bromas, todo el mundo lo hace, pero también la defiendo, diciendo que no está condenada a vivir con reservas y retraimiento, arrastrando descontentos duraderos, desdichas fluctuantes e inarticuladas. Su confianza es total, sus desdichas son hirientes, y sobrevive sin haberse lastimado visiblemente. No se permite la inactividad ni el estancamiento y el espectáculo de su vida no es descorazonador para mí.

Ahora está recobrándose de un desengaño amoroso; el marido, el extraño marido separado de otra mujer de la granja. Se llama Roy. También es antropólogo.

—Es realmente caer bajo, enamorarse de alguien que ha vivido en la granja —dice ella—. Realmente bajo. Alguien de quien lo sabes todo.

Yo le digo que me estoy recobrando de alguien que encontré en Australia y que me propongo que eso se acabe justo cuando termine el libro, y que luego me buscaré otro trabajo, un lugar en el que vivir.

—No te apresures, tómatelo con calma —dice.

Pienso en la palabra «recobrarse». Tiene un sonido alentador, preciso, cotidiano. Está a tono con la disposición de ánimo actual de Kay. Cuando el amor es nuevo y crece se vuelve mística, vacilante; cuando el amor está en declive y ha pasado lo peor, es enérgica y jovial, directa, analítica.

—No es más que el deseo de verte reflejada —dice—. El amor siempre se vuelve egoísmo. La idiotez. No les quieres a ellos, quieres lo que puedes obtener de ellos. Obsesión y engaño de uno mismo. ¿Has leído alguna vez los diarios de la hija de Victor Hugo?, creo que eran de ella.

—No.

—Yo tampoco, pero he leído acerca de ellos. La parte que recuerdo, la parte sobre la que recuerdo haber leído, que me chocó mucho, era cuando sale a la calle después de años y años de amar a aquel hombre, de amarlo obsesivamente, y se lo encuentra. Pasa por su lado en la calle y, o bien no lo reconoce, o lo reconoce pero ya no puede relacionar al hombre verdadero con la persona que ama en su mente. No puede relacionarlo en absoluto.