II

La piedra en el campo

Mi madre no era una persona que se pasase todo el día escarchando los bordes de los vasos ni imaginándose descendiente de la aristocracia, sino que era realmente una mujer de negocios, una comerciante. Nuestra casa estaba llena de cosas que no se habían pagado con dinero, sino tomado en algún canje complicado, y que podían no ser nuestras para quedárnoslas. Por un tiempo podíamos tocar un piano, consultar una Enciclopedia Británica o comer en una mesa de roble, pero un día volvía de la escuela y me encontraba con que cada una de esas cosas había sido trasladada. Un espejo de pared podía venderse con la misma facilidad, unas vinagreras, un confidente de tela de crin que había reemplazado a un sofá, que había reemplazado a un sofá cama. Vivíamos en un almacén.

Mi madre trabajaba para, o con, un hombre llamado Poppy Cullender. Era un tratante en antigüedades. No tenía tienda: también tenía una casa llena de muebles. Lo que nosotros teníamos era exactamente lo que le sobraba. Tenía cómodas espalda con espalda y somieres derechos contra la pared. Compraba cosas: muebles, platos, colchas, tiradores de puerta, palancas de bomba, lecheras, planchas, cualquier cosa, de gente que vivía en granjas o en pueblos pequeños del país, y luego vendía lo que había comprado a las tiendas de antigüedades de Toronto. El auge de las antigüedades no había llegado todavía. Eran los tiempos en los que la gente cubría las molduras antiguas con pintura blanca o color pastel tan rápidamente como podía, desechaba las camas antiguas y ponía en la alcoba muebles de arce a juego, cubriendo con colchas de felpilla los cubrecamas de retales acolchados. No era difícil comprar cosas, adquirirlas por casi nada; pero venderlas era un asunto lento, por lo que podían formar parte de nuestras vidas durante una temporada. Sin embargo, Poppy y mi madre iban bien encaminados. Si hubiesen sobrevivido, podrían haber sido ricos y reivindicados. Tal como iban las cosas, Poppy se mantenía a flote y mi madre apenas sacaba algo, y todo el mundo los consideraba unos ilusos.

No duraron mucho. Mi madre se puso enferma y Poppy fue a la cárcel por hacer requerimientos amorosos en un tren.

Había granjas en las que Poppy no era bien recibido. Los niños le abucheaban y las esposas echaban el cerrojo a la puerta cuando él atravesaba el patio con su traje negro y grasiento, haciendo girar los ojos de una forma incontrolablemente lasciva o tonta que tenía y diciendo con voz suave y suplicante:

—¿Hay a-alguien en c-caza?

Además de sus otros problemas ceceaba y tartamudeaba. Mi padre le imitaba muy bien. Había sitios donde Poppy se encontraba con las puertas cerradas y otros, normalmente menos respetables, en los que era bien recibido, vitoreado y alimentado, como si hubiese sido un ave rara e inofensiva caída del cielo, valorada por su misma singularidad. Cuando no era bien recibido no volvía; en su lugar enviaba a mi madre. Debía de tener en la cabeza un mapa de la región circundante con cada una de las casas que había en ella. Y del mismo modo que algunos mapas tienen puntos para señalarte dónde se encuentran los recursos minerales, o los lugares de interés histórico, el mapa de Poppy habría señalado la situación de cada una de las conocidas, o imaginadas, mecedoras, aparadores de pino, piezas de vidrio opal, tazas para bigotes.

—¿Por qué no vas corriendo y te lo miras? —le oía decirle a mi madre cuando estaban reunidos en el comedor examinando algo como la marca del artesano en una antigua olla de barro de hacer conserva. No tartamudeaba cuando hablaba con ella. Su voz, aunque suave, no era sumisa e indicaba que tenía sus propias satisfacciones, quizá su propia venganza. Si venía conmigo una amiga, al volver de la escuela, decía:

—¿Es ese Poppy Cullender?

Le extrañaba oírle hablar como una persona normal y también encontrarlo en casa de alguien. Me disgustaba tanto su relación con nosotros que hubiese querido decir que no.

En realidad, no se sabía mucho de las tendencias sexuales de Poppy. La gente pudo haber pensado que no tenía ninguna. Cuando decían que era raro, sólo querían decir eso: extraño, extravagante, inquietante. Su tartamudeo, sus ojos que giraban, su grueso trasero y su casa llena de enseres inservibles, todo eso se unía en esa única palabra. No sé si era muy valiente intentado hacerse una vida propia en un lugar como Dalgleish donde insultos impensados y piedad equivocada sería todo lo que le llegase, o si únicamente no era muy realista. Ciertamente no era ser realista hacer aquellas insinuaciones a un par de jugadores de béisbol en el tren de Stratford.

Nunca supe qué pensaba mi madre de su desastrosa suerte final, ni qué sabía de él. Años más tarde leyó en el periódico que un profesor del colegio al que yo iba había sido arrestado por pelearse en un bar por un compañero masculino. Me preguntó si querían decir que estaba defendiendo a un amigo, y que si era así, ¿por qué no lo decían? ¡Compañero masculino!

Luego dijo:

—Pobre Poppy. Siempre había gente decidida a molestarle. Era muy listo a su modo. Algunas personas no pueden sobrevivir en un sitio como éste. No se tolera. No.

Mi madre utilizaba el coche de Poppy para incursiones de negocios y a veces durante un fin de semana, cuando él se iba a Toronto. Viajaba, desgraciadamente como he dicho, en tren a menos que tuviera un remolque de carga de cosas que llevar. Nuestro propio coche había sufrido ya tantas reparaciones que no podíamos sacarlo fuera de la ciudad; iba hasta Dalgleish y volvía, eso era todo. Mis padres eran como mucha otra gente que entró en la Depresión con alguna posesión importante, como un coche o una caldera, que gradualmente se deterioraba y no se podía reparar ni reponer. Cuando podíamos sacarlo a la carretera acostumbrábamos a ir a Goderich una o dos veces durante el verano, al lago. Y de vez en cuando visitábamos a las hermanas de mi padre que vivían fuera, en el campo.

Mi madre siempre decía que mi padre tenía una familia muy rara. Era rara porque habían sido siete chicas y luego un chico, y era rara porque seis de los ocho hijos aún vivían juntos, en la casa donde habían nacido. Una de las hermanas murió joven, de fiebre tifoidea, y mi padre se había marchado. Y aquellas seis hermanas eran muy raras de por sí, al menos en opinión de mucha gente, en el tiempo en que vivieron. Eran restos, realmente. Mi madre lo decía: pertenecían a otra generación.

No recuerdo que vinieran nunca a visitarnos. No les gustaba ir a una ciudad tan grande como Dalgleish, ni aventurarse tan lejos de su casa. Hubiese sido un viaje de veinte o veinticinco kilómetros, y no tenían coche. Llevaban un coche de un caballo y un caballo con un trineo en invierno, mucho después de que todos los demás hubiesen dejado de hacerlo. En ocasiones deberían tener que ir a la ciudad, porque vi una vez a una de ellas, en el coche de caballo, en una calle de la ciudad. El coche de caballo tenía una capota alta y grande, como un sombrero negro, y cualquiera que fuese la tía, se sentaba de lado en el asiento, mirando hacia arriba lo menos que es posible hacerlo mientras se lleva un caballo. Las miradas del público parecían sentarle muy mal, pero ella era terca; se mantenía allí en el asiento, encogida y porfiada, y era una extraña visión, a su manera, como Poppy Cullender lo era a la suya. Yo no podía pensar realmente en ella como en una tía, la relación parecía imposible. No obstante, recordaba una época anterior, en la que había ido a la granja (quizá más de una vez, porque era tan pequeña que era difícil recordar) en que no sentía esa imposibilidad y no veía la rareza de estos parientes. Fue cuando mi abuelo estaba en la cama enfermo, muriéndose supongo, con un enorme abanico de papel marrón colgando por encima suyo. Funcionaba con un sistema de cuerdas que se me permitía accionar. Una de mis tías me enseñaba cómo hacerlo cuando mi madre gritó mi nombre desde el piso de abajo. Entonces mi tía y yo nos miramos exactamente como dos niñas se miran cuando las llama un adulto. Debí notar algo inusual en ello, la falta de algo esperado, incluso necesario, en el equilibrio o en las barreras, o no lo hubiese recordado.

Otra vez, con una tía, creo que con la misma, pero quizá era otra, estábamos sentadas en las escaleras de la parte trasera de la granja, con un enorme cesto de pinzas para la ropa en el escalón de detrás nuestro. Me estaba haciendo muñecas, maniquíes, con las pinzas de cabeza redonda. Utilizaba un lápiz negro y uno rojo para hacer las bocas y los ojos y se sacaba trocitos de hilo del bolsillo de su delantal para enrollarlos y hacer el pelo y la ropa. Y me hablaba; estoy segura de que hablaba.

—Aquí tenemos una señora. Fue a la iglesia con la peluca puesta, ¿lo ves? Estaba orgullosa. ¿Qué pasa si hay un golpe de viento? Se le llevaría la peluca, ¿sabes? Sopla.

—Aquí tenemos un soldado. Sólo tiene una pierna, ¿lo ves? La otra pierna se la llevó una bala de cañón en la batalla de Waterloo. ¿Sabes lo que es una bala de cañón, lo que sale de un cañón grande cuando hay una batalla? ¡Bum!

Ahora íbamos a ir a la granja, en el coche de Poppy, a visitar a las tías. Mi padre dijo que no, que él no conduciría el coche de otro hombre, queriendo decir con ello que no conduciría el coche de Poppy, ni se sentaría donde Poppy se había sentado, de modo que condujo mi madre. Eso hizo que toda la expedición se sintiese vacilante, con el peso mal distribuido. Era un caluroso domingo de finales del verano.

Mi madre no estaba muy segura del camino y mi padre esperaba hasta el último momento para tranquilizarla, lo que se tomaba como una broma, y sin embargo no estaba del todo libre de reservas o de reproche.

—¿Es por aquí por donde hay que girar? ¿Es en la que viene? Lo sabré cuando vea el puente.

El camino era complicado. En torno a Dalgleish la mayoría de carreteras eran rectas, pero allí las carreteras daban vueltas alrededor de colinas o se hundían en pantanos. Algunas menguaban hasta quedar en un par de carriles con una hilera de plátanos y dientes de león en medio. En algunos lugares a los arbustos de bayas silvestres les salían enredaderas que cruzaban la carretera. Estos arbustos altos y gruesos, tupidos y espinosos, con hojas de un verde brillante que parecían casi negras, me recordaban las olas del mar que fueron separadas por Moisés.

Allí estaba el puente, como dos vagones de tren puestos juntos, desarmados hasta el esqueleto, de un carril de ancho. Una señal indicaba que no era seguro para los camiones.

—Nunca lo conseguiremos —dijo mi padre, mientras pasábamos traqueteando sobre el piso del puente—. Ahí está. El Viejo Padre Maitland.

Mi hermana dijo:

—¿Dónde?, ¿quién?, ¿dónde está?

—El río Maitland —dijo mi madre.

Miramos abajo, donde los pretiles habían caído del lateral del puente, y vimos el agua marrón claro que corría por encima de piedras enormes y oscuras, entre bancos de cedros, que se rompía en olas bañadas por el sol un poco más allá. Mi piel la estaba deseando.

—¿Van alguna vez a nadar? —pregunté. Quería decir las tías. Pensé que si iban, podrían llevarnos.

—¿A nadar? —dijo mi madre—. No puedo imaginármelo. ¿Van? —le preguntó a mi padre.

—Yo tampoco me lo imagino.

La carretera subía por la colina, saliendo del oscuro monte de cedros a la orilla del río. Empecé a decir los nombres de las tías.

—Susan, Clara, Lizzie, Maggie. Jennet era la que murió.

—Annie —dijo mi padre—. No te olvides de Annie.

—Annie, Lizzie. Ya la he dicho. ¿Quién más?

—Dorothy —dijo mi madre cambiando de marcha con un pequeño y rabioso esfuerzo, y llegamos a la cima del monte, dejando atrás el oscuro hueco del bosque. Arriba había colinas de pasto cubiertas de algodoncillos de flores color púrpura, de capullos de guisantes silvestres, de margaritas amarillas. Apenas había árboles aquí, pero había montones de arbustos de bayas de saúco floreciendo a lo largo de todo el camino. Parecía que estuviesen rociadas de nieve. Una cumbre pelada llegaba más alto que ninguna otra.

—El monte Hebrón —dijo mi padre—. Ése es el punto más alto de la región de Hurón. O así me lo han dicho siempre.

—Ahora ya sé dónde estoy —dijo mi madre—. Lo veremos dentro de un momento, ¿verdad?

Y allí estaba, la gran casa de madera sin árboles cerca, con un granero y las floridas colinas marrones detrás. El camino del cobertizo era el granero primitivo, hecho de troncos. La pintura de la casa no era totalmente blanca como yo creía, sino amarilla, y estaba bastante desconchada.

En el exterior de la parte delantera de la casa, en una parte de sombra bastante estrecha a aquella hora del día, se encontraban sentadas varias figuras, en sillas de respaldo recto. En la pared de la casa, detrás de ellas, estaban colgados los baldes de leche lavados y las piezas del separador.

No nos esperaban. No tenían teléfono y no habíamos podido avisarlas de que íbamos. Estaban allí, sentadas en la sombra, contemplando la carretera por la que difícilmente pasaría otro coche en toda la tarde.

Una figura se levantó y echó a correr al otro lado de la casa.

—Ésa debe ser Susan —dijo mi padre—. No puede soportar compañía.

—Volverá cuando se dé cuenta de que somos nosotros —dijo mi madre—. No debe de conocer el coche.

—Quizá. Yo no contaría con ello.

Las demás se levantaron y se prepararon ceremoniosamente, con las manos apretadas delante de sus delantales. Cuando salimos del coche y nos reconocieron, una o dos de ellas dieron algunos pasos hacia adelante, luego se detuvieron y esperaron a que nos acercásemos.

—Vamos —dijo mi padre, y nos guió hacia cada una de ellas a su vez diciendo sólo el nombre a modo de saludo. Sin abrazos, sin apretón de manos ni juntar las mejillas.

—Lizzie. Dorothy. Clara.

No servía de nada. Nunca las podría reconocer. Se parecían demasiado. Debía de haber una diferencia de edad de doce o quince años, pero a mí me parecía que todas tenían unos cincuenta, y que eran mayores que mis padres, pero no muy viejas. Eran enjutas y de buena osamenta y pudieron en un tiempo haber sido bastante altas; pero ahora estaban encorvadas, por el duro trabajo y la deferencia. Algunas llevaban el pelo cortado con un estilo sencillo e infantil; otras lo llevaban trenzado y enroscado en lo alto de la cabeza. Ninguna de ellas tenía el cabello totalmente negro, ni totalmente gris. Sus caras eran pálidas, sus cejas espesas y velludas, los ojos hundidos y brillantes, azul grisáceo, o verde grisáceo, o grises. Se parecían mucho a mi padre, aunque él no estaba encorvado y su rostro se había abierto de un modo que no lo habían hecho los suyos, para hacer de él un hombre guapo.

Me parecía mucho a ellas. Yo no lo sabía en aquel momento ni lo hubiese querido. Pero supongamos que ahora no hiciera nada a mi cabello, que dejase de maquillarme y de depilarme las cejas, me pusiera un vestido estampado sin forma y un delantal, y me pusiera en pie con la cabeza colgada y los hombros encogidos. Sí. Así que cuando mi madre y sus primas me miraban de arriba abajo, y me ponían ansiosamente hacia la luz diciendo:

—¿Es una Chaddeley?, ¿qué os parece?,

era la cara de los Fleming la que estaban viendo y, a decir verdad, era un rostro que se llevaba mejor que el suyo. (No es que ellas dijeran que eran bonitas; parecerse a un Chaddeley era suficiente).

Una de las tías tenía las manos rojas como un conejo desollado. Más tarde, en la cocina, ésta se sentó en una silla apoyada contra la leñera, medio oculta por la estufa, y vi cómo no dejaba de frotarse las manos ni de enrollárselas con el delantal. Recordé que había visto antes aquellas manos, en una de las visitas anteriores, hacía mucho tiempo y que mi madre me había dicho que era porque aquella tía (¿era la misma?) había estado fregando el suelo, la mesa y las sillas con lejía, para mantenerlos blancos. Aquello era lo que la lejía hacía a las manos. Y también después de esta visita, camino de casa, mi madre iba a decir, en un tono de acusación general, lamento y asco:

—¿Has visto esas manos? Deben tener una dispensa presbiteriana que les permita fregar en domingo.

El piso era de pino y estaba blanco, reluciente, pero de aspecto suave, como el terciopelo, y también las sillas y la mesa. Nos sentamos todos en la cocina, que era como una casita añadida a la casa principal; una puerta delantera y otra trasera una frente a la otra, ventanas en tres lados. La estufa negra y fría brillaba también de tan pulida. Sus adornos eran como espejos. La habitación estaba más limpia y más vacía que ninguna en las que haya estado nunca. No había señales de frivolidad, nada que indicase que las personas que vivían allí buscasen distracción alguna vez. No había radio, ni periódicos, ni revistas, y por supuesto, tampoco libros. Debía de haber una biblia en la casa, y debía de haber un calendario, pero no estaban a la vista. Ahora era difícil creer incluso en las muñecas de pinzas, en los lápices de colores y el hilo. Quería preguntar cuál de ellas hacía las muñecas; ¿había habido realmente una dama con peluca y un soldado con una sola pierna? Pero aunque yo no era habitualmente tímida, una parálisis especial se apoderaba de mí en aquella habitación, como si comprendiera por primera vez cuán atrevida podía ser cualquier pregunta, cuán aventurada cualquier opinión.

El trabajo sería lo que llenaba sus vidas, no la conversación; el trabajo sería lo que daba forma a sus días. Lo sé ahora. Mientras ordeñaban la leche de las ásperas ubres, le daban a la plancha arriba y abajo de la tabla de planchar, que olía a chamuscado, pasaban el agua de fregar en arcos blanqueantes por el suelo de pino, estarían mudas, y quizá contentas. Allí el trabajo no se haría como en casa, donde la idea era acabarlo pronto. Sería algo que podía, que debía, durar siempre.

¿Qué había que decir? Las tías, como quienes se ponen a hablar con la realeza, no se arriesgaban a hacer comentarios propios; pero podían responder a las preguntas. No nos ofrecieron nada para tomar. Estaba claro que sólo un gran esfuerzo de voluntad les impedía huir corriendo y esconderse, como la tía Susan, que no reapareció mientras estuvimos allí. Lo que se percibía en aquella habitación era la dificultad para el contacto humano. Yo me sentía hipnotizada por ello. La dificultad fascinante, la necesidad humillante.

Mi padre tenía alguna idea de cómo proceder. Empezó hablando del tiempo. De la necesidad de lluvia, de la lluvia que en julio había estropeado el heno, de la primavera húmeda del año anterior, de inundaciones ocurridas hacía mucho tiempo, de las perspectivas o de la falta de perspectiva de un otoño lluvioso. Esta charla las tranquilizaba, y preguntó por las vacas, por el caballo del coche, que se llamaba Nelly, por los caballos de labranza Prince y Queen, por el jardín… ¿malogró sus tomates la plaga?

—No.

—¿Cuántos litros sacáis?

—Treinta.

—¿Hicisteis salsa de guindillas?, ¿y zumo?

—Zumo y salsa de guindillas, sí.

—Así no os moriréis de hambre el próximo invierno. Entraréis en carnes ahora.

Dos de ellas se echaron a reír nerviosamente y mi padre se animó y siguió bromeando. Preguntó si iban mucho a bailar, sacudiendo la cabeza y haciendo ver que recordaba la reputación que tenían de ir a bailar, fumar y alardear. Dijo que eran malas y que no se casarían porque preferían coquetear… ¡Vaya! No podía ir con la cabeza levantada por lo que ellas le avergonzaban.

Mi madre le interrumpió entonces. Debió tener la intención de salvarlas, pensando que era cruel tomarles el pelo de aquella forma, extendiéndose justamente en lo que no habían tenido o sido nunca.

—Ese mueble es precioso —dijo—. Este aparador. Siempre lo he admirado.

Jóvenes descocadas, dijo mi padre, eso era lo que eran, en la flor de la vida.

Mi madre fue a examinar el aparador de la cocina, que era de pino, muy pesado y alto. Los tiradores de todas las puertas y cajones no eran totalmente redondos, sino ligeramente irregulares, o bien desde que los hicieron, o por todas las manos que habían tirado de ellos.

—Pudiera ser que viniese un anticuario y os ofreciera cien dólares por él —dijo mi madre—. Si alguna vez ocurre eso, no lo aceptéis. También por la mesa y las sillas. No dejéis que nadie os convenza para venderlos antes de que averigüéis lo que realmente valen. Sé de lo que estoy hablando.

Sin pedir permiso examinó el aparador, tocó los tiradores, lo miró por detrás.

—Yo no puedo deciros lo que vale, pero si alguna vez queréis venderlo, haré que lo tase la mejor persona que pueda encontrar. Eso no es todo —dijo pasando la mano apreciativamente por la madera—. Tenéis una fortuna en muebles en esta casa. No hagáis nada. Tenéis los muebles antiguos que se hacían por aquí, y ya no queda casi ninguno. La gente los tiró a comienzos de siglo; compraron cosas victorianas cuando empezaron a ser prósperos. Las cosas que no se tiraron valen dinero y van a valer todavía más. Os lo digo yo.

Se lo decía. Pero ellas no podían entenderlo. No podían entenderla mejor que si hubiese estado diciendo disparates. Posiblemente la palabra anticuario les era desconocida. Hablaba del aparador de su cocina, pero lo hacía en unos términos que ellas no comprendían. ¿Si un comerciante iba a la casa y les ofrecía dinero? Nadie iba a su casa. Vender el aparador era probablemente tan difícil de imaginar para ellas como el vender la pared de la cocina. Ninguna de ellas miraba a ninguna parte más que a sus regazos con delantal.

—De modo que me imagino que es afortunado para quienes nunca prosperaron —dijo mi padre para tranquilizar, pero tampoco pudieron responderle a él. Conocerían el significado de próspero, pero nunca habrían utilizado esa palabra, nunca se habrían puesto a pronunciarla, ni se habrían puesto a pensar en la idea de llegar a serlo. Se habrían dado cuenta de que algunas personas, incluso sus vecinos, gastaban dinero en tractores, segadoras-trilladoras y en ordeñadoras mecánicas, así como en coches y casas y creo que eso debía de parecerles señal de una alarmante, no envidiable, falta de corrección y de dominio de sí mismo. Eso les haría sentir lástima por las personas, en cierto modo, del mismo modo que podían sentir lástima por las chicas que iban a los bailes, fumaban, coqueteaban y se casaban. También sentirían lástima por mi madre. Mi madre pensaba en sus vidas y en cómo podrían ser alegradas, abiertas. Supongamos que vendieran algunos muebles antiguos, que pusieran agua en la casa, comprasen una lavadora, pusieran linóleo en el suelo, se comprasen un coche y aprendieran a conducirlo… ¿Por qué no?, se preguntaría mi madre, viendo la vida desde el punto de vista del cambio y de las posibilidades. Se imaginaba que anhelaban tener cosas, no sólo cosas materiales, sino también circunstancias, capacidades, que ni siquiera se molestaban en lamentar, ni pensaban en rechazar, al estar tan perfectamente encajadas en lo que tenían y eran, muy lejos de imaginarse a sí mismas de otro modo.

Cuando mi padre estuvo la última vez en el hospital se puso de muy buen humor y muy locuaz bajo la influencia de las pastillas que le estaban dando, y me habló de su vida y de su familia. Me contó cómo se había ido de casa. En realidad, hubo dos despedidas. La primera ocurrió durante el verano que cumplió catorce años. Su padre le había mandado partir unos troncos de leña. Rompió el mango del hacha y su padre le echó maldiciendo y corriendo tras él con una horca. A su padre se le conocía por su mal carácter y por lo mucho que trabajaba. Sus hermanas gritaron y mi padre, el chico de catorce años, empezó a bajar corriendo por el sendero lo más rápidamente que pudo.

—¿Podían gritar?

—¿Cómo? ¡Oh, sí! Entonces podían.

Mi padre tenía la intención de correr solamente hasta la carretera, estarse por allí y volver cuando sus hermanas le dijeran que no había moros en la costa. Pero no dejó de correr hasta que estuvo a mitad de camino de Goderich, y entonces pensó que también podía seguir el resto del camino. Consiguió un trabajo en un bote de un lago. Pasó el resto de la temporada trabajando en el bote, y el mes antes de Navidad, cuando la estación de los barcos hubo finalizado, trabajó en un molino de harina. Podía hacer el trabajo, pero no tenía la edad necesaria y tenían miedo del inspector, de modo que le dejaron ir. De todos modos, quería ir a casa por Navidades. Se añoraba. Compró regalos para su padre y sus hermanas. Un reloj fue lo que le compró al viejo. Los regalos y el billete se le llevaron cada centavo que tenía.

Unos cuantos días después de Navidad, estaba en el granero, acarreando heno, y su padre fue a buscarle.

—¿Tienes dinero? —quiso saber su padre.

Mi padre dijo que no.

—Bien, ¿crees entonces que tus hermanas y yo vamos a pasarnos todo el verano y el otoño mirando los agujeros del culo de las vacas para que vengas tú y vivas a nuestra costa durante el invierno?

Esa fue la segunda vez que mi padre se marchó de casa.

Se sacudía de risa en la cama del hospital, contándomelo.

—¡Mirando los agujeros del culo de las vacas!

Luego me dijo que lo divertido era que el mismo anciano se había marchado de su casa cuando era un niño, después de una discusión con su propio padre. El padre arremetió contra él por utilizar la carretilla.

—Ocurrió así: Siempre llevaban el forraje de los caballos cubo a cubo. En invierno, cuando los caballos estaban en los establos. Así que mi padre tuvo la idea de llevárselo en la carretilla. Naturalmente, era mucho más rápido. Pero le pegaron. Por gandulería. Así es como eran, ¿sabes? Cualquier cambio de cualquier tipo era algo malo. La eficiencia era simplemente pereza para ellos. Esa es la forma de pensar de los campesinos.

—Quizá Tolstoi estaría de acuerdo con ellos —dije—. Y Gandhi también.

—¡Malditos sean Tolstoi y Gandhi! No trabajaron nunca cuando eran jóvenes.

—Quizá no.

—Pero es una maravilla cómo esas personas tuvieron el valor, en otro tiempo, de llegar aquí. Lo dejaron todo. Volvieron la espalda a todo lo que conocían y vinieron aquí. Ya era bastante malo tener que afrontar el Atlántico Norte, entonces este país estaba todo desierto. El trabajo que hicieron, las cosas por las que pasaron. Cuando tu bisabuelo llegó a la zona del Hurón, estaban con él su hermano, su esposa y la madre de ésta, y sus dos niños pequeños. De inmediato, a su hermano lo mató un árbol que cayó. Luego, el segundo verano, su esposa, la madre de ésta y los dos niños pequeños cogieron el cólera, y la abuela y los dos niños murieron. De modo que él y su mujer se quedaron solos, y siguieron limpiando el terreno y comenzaron otra familia. Creo que el valor se les consumió. Su religión les agotó, y su crianza. Cómo tuvieron que conformarse. También su orgullo. Orgullo era lo que tenían cuando ya no les quedaba sentido común.

—No a ti —le dije—. Tú te fuiste.

—No me fui lejos.

En su vejez las tías alquilaron la granja, pero siguieron viviendo en ella. Algunas tuvieron cataratas, otras artritis, pero se quedaron y se cuidaron las unas a las otras, y murieron allí, todas excepto la última, tía Lizzie, que tuvo que ir al asilo. Después de todo, eran un clan más duro que las Chaddeley, ninguna de las cuales llegó a los setenta. (La prima Iris murió a los seis meses de ver Alaska). Yo acostumbraba a enviar una postal por Navidad, y solía escribir en ella: «A todas mis tías, felices Navidades con cariño». Lo hacía porque no podía recordar cuáles estaban muertas y cuáles vivas. Había visto su tumba cuando fue enterrada mi madre. Era una lápida modesta con todos sus nombres y fechas de nacimiento, un par de fechas de defunción (Jennet, por supuesto, y probablemente Susan), y el resto en blanco. Ya habrá puestas más.

Ellas también me enviaban una postal, con una guirnalda o una vela, y unas cuantas frases con información.

«Hasta ahora ha hecho un buen invierno, no hay demasiada nieve. Estamos todas bien excepto los ojos de Clara, que no mejoran. Con nuestros mejores deseos para la Navidad».

Pensaba en ellas al tener que salir para ir a comprar la postal, al ir a la oficina de correos y al comprar el sello. Para ellas era un acto de fe escribir y enviar esas frases a cualquier lugar tan inimaginable como Vancouver, a alguien de su propia sangre que llevaba una vida tan ajena a ellas, a alguien que leería la postal con un sentimiento de perplejidad y de inexplicable culpa. Me hacía realmente sentirme culpable y perpleja pensar que aún estaban allí, vinculadas conmigo todavía. Pero cualquier noticia de casa, en aquellos días, podía hacerme sentir que era una traidora.

En el hospital le pregunté a mi padre si alguna de sus hermanas había tenido novio alguna vez.

—No que se pudiera llamar así. No. Acostumbrábamos a hacer broma con un tal señor Black. Decían que construyó su cabaña allí porque estaba enamorado de Susan. No era más que un tipo con una sola pierna que construyó una cabaña en un rincón del campo al otro lado de la carretera y que murió allí. Todo sucedió antes de que yo naciera. Susan era la mayor, sabes, tenía veinte o veintiún años cuando yo nací.

—¿Así que tú no crees que tuviese un romance?

—No creo. Era sólo una broma. Era austríaco o algo así. Black era como se le llamaba, o quizá como decía él que se llamaba. No le hubieran permitido que se le acercase. Fue enterrado allí mismo bajo una gran piedra. Mi padre echó abajo la cabaña y utilizó la leña para construir nuestra casa-cocina.

Yo lo recordaba, recordaba la gran piedra. Recordaba estar sentada en el suelo mirando a mi padre que colocaba estacas de la cerca. Le pregunté si ese recuerdo podía ser cierto.

—Sí podría serlo. Yo solía ir a colocar las vallas cuando el viejo estaba enfermo en la cama. No debías de ser muy mayor.

—Estaba sentada, mirándote, y me dijiste: «¿sabes lo que es esta piedra grande? Es una lápida». No recuerdo haberte preguntado de quién. Debí de pensar que era una broma.

—Nada de bromas. Esa debía de ser. El señor Black fue enterrado allí debajo. Eso me recuerda otra cosa. Sabes que te conté cómo murieron la abuela y los niños. Tenían los tres cuerpos en la casa a la vez. Y no tenían nada más para hacer las mortajas que las cortinas de encaje que se habían traído del antiguo país. Supongo que debía de ser algo que corría prisa tratándose de cólera y en verano. Así que fue con eso con lo que les enterraron.

—Con cortinas de encaje.

Mi padre parecía vacilar, como si me hubiese entregado un regalo, y dijo bruscamente:

—Bien, ése es el tipo de detalle que pensé que podría interesarte.

Un tiempo después de que mi padre muriese estuve leyendo algunos periódicos viejos en una selección de microfilm de la Biblioteca de Toronto, en relación con un guión documental para la televisión en el que estaba trabajando. El nombre de Dalgleish me llamó la atención y luego el de Fleming, que hace tanto tiempo que no llevo.

ERMITAÑO MUERE CERCA DE DALGLEISH

Se ha informado de que el señor Black, un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, de nombre desconocido, ha muerto en la granja del señor Thomas Fleming, donde ha estado viviendo durante los últimos tres años en una cabaña que el señor Fleming le permitió construir en un rincón de un campo. Subsistía principalmente comiendo pescado, caza menor y las patatas que cultivaba. Se cree que procedía de algún país europeo, pero dio el apellido de Black y no dio a conocer su historia. En algún momento de su vida se había separado de una de sus piernas, lo que llevó a algunos a especular que hubiera podido ser soldado. Se le escuchaba hablar consigo mismo en una lengua extranjera.

Hace unas tres semanas, el señor Fleming, al no haber visto salir humo de la cabaña del ermitaño, indagó y se encontró al hombre muy enfermo. Sufría cáncer en la lengua. El señor Fleming quiso llevárselo a su propia casa para cuidarlo, pero el señor Black no quiso, aunque finalmente permitió que lo llevasen al granero del señor Fleming donde permaneció porque el clima era suave, y donde lo cuidaron las jóvenes señoritas Fleming que viven en la casa. Allí murió y fue enterrado, a petición propia, junto a su cabaña de ermitaño, llevándose con él el misterio de su vida.

Empecé a pensar que me gustaría ver la piedra, que me gustaría ver si aún estaba allí. Ningún pariente mío vivía ya en aquella región. Fui en coche un domingo de junio y pude evitar pasar por Dalgleish; la autopista había sido modificada. Esperaba tener alguna dificultad para hallar la granja, pero me encontré en ella antes de que lo creyera posible. Ya no era un lugar apartado. Las carreteras de atrás eran más rectas, había un nuevo y fuerte puente de cemento de dos carriles; la mitad del monte Hebrón había sido cercenada para gravilla, y en los campos de pasto se había plantado grano.

El cobertizo de troncos había desaparecido. La casa había sido cubierta con tablas de aluminio color verde pálido. Había varias amplias y nuevas ventanas. La plataforma de cemento de delante, donde mis tías se sentaban en sus sillas de respaldo recto a mirar la carretera, se había convertido en un patio, con tinas de salvia y geranios, una mesa de metal con un toldo, y los habituales muebles plegables revestidos de plástico brillante.

Todo esto me hizo dudar, pero de todos modos llamé a la puerta. Salió a abrir una mujer joven, embarazada. Me invitó a entrar en la cocina, que era una sala alegre con linóleo que imitaba ladrillos rojos y marrones, y armarios empotrados que se parecían mucho al arce. Dos niños estaban mirando una película en la televisión, cuyos colores parecían disiparse por el esplendor del día en el exterior, y un marido joven y eficiente trabajaba con una calculadora, sin parecer molestarle el ruido de la televisión, del mismo modo que a sus hijos no les molestaba la luz del sol. La joven mujer pasó por encima de un perro grande para cerrar un grifo del fregadero.

No estaban impacientes por conocer mi historia, como yo suponía. De hecho, estaban interesados y eran serviciales y no les era del todo desconocida la piedra que yo estaba buscando. El marido dijo que el terreno al otro lado de la carretera no había sido vendido a su padre, que compró la granja a sus tías; había sido vendido con anterioridad. Creía que era por allí por donde estaba la piedra. Dijo que su padre le había contado que había un hombre enterrado por allí, debajo de una gran piedra, e incluso habían ido paseando una vez, para verla, pero no había pensado en ella durante años. Dijo que iría a buscarla ahora.

Yo creía que iríamos andando, pero bajamos el sendero en su coche. Salimos y entramos con mucho cuidado en un maizal. El maíz me llegaba casi a las rodillas, de modo que la piedra se hubiese visto claramente. Pregunté si le importaría al propietario de aquel campo, y el granjero dijo que no, que el tipo nunca se acercaba, que contrataba a alguien para que lo trabajase por él.

—Es un tipo que tiene mil acres en maíz sólo en la región de Hurón.

Dije que un granjero era hoy en día como un hombre de negocios, ¿no era así? El granjero pareció complacido de que dijese aquello y comenzó a explicar por qué era así. Había que asumir riesgos. Los gastos eran muy elevados. Le pregunté si tenía uno de aquellos tractores con cabinas con aire acondicionado y dijo que sí. Si trabajabas bien, dijo, las recompensas, las recompensas económicas, podían ser considerables, pero se requerían esfuerzos y tribulaciones que la mayoría de la gente no conocía en absoluto. La primavera siguiente, si todo iba bien, él y su mujer harían sus primeras vacaciones. Irían a España. Los niños querían que olvidasen las vacaciones y que instalasen una piscina, pero su proyecto era viajar. Ahora poseía dos granjas y estaba pensando en comprar una tercera. Estaba sentado haciendo algunos cálculos cuando yo llamé a la puerta. En cierto modo, no podía permitirse comprarla. Por otra parte, no podía permitirse no hacerlo.

Mientras manteníamos esta conversación subíamos y bajábamos por las hileras de maíz buscando la piedra. Miramos en los límites del campo y no estaba allí. Dijo que, por supuesto, los límites del campo de antaño no tenían por qué ser los actuales. Pero probablemente la verdad fuese que cuando sembraron el campo de grano la piedra estuviera en medio y la hubiesen apartado. Dijo que podíamos ir hasta el montón de tocas que había cerca de la carretera y ver si la reconocíamos.

Le dije que no era preciso que nos molestásemos, que no estaba muy segura de reconocerla en medio de un montón de rocas.

—Yo tampoco —dijo. Parecía decepcionado. Me preguntaba qué había esperado ver, o sentir.

Me preguntaba lo mismo sobre mi persona.

Si hubiese sido más joven, me hubiera inventado una historia. Hubiera seguido insistiendo en que el señor Black estaba enamorado de una de mis tías y que una de ellas, no necesariamente aquella de la que él estaba enamorado, estaba enamorada de él. Hubiese querido que él les hubiese confiado, por lo menos a una de ellas, su secreto, su razón para vivir en una cabaña en la región de Hurón, lejos de su hogar. Después, podría haber creído que él quería hacerlo, pero no había confiado ni esto, ni tampoco su amor. Hubiese establecido una relación horrible y plausible entre su silencio y la forma en que murió. Ahora ya no creo que los secretos de las personas sean definidos ni comunicables, ni que sus sentimientos sean totalmente abiertos y fáciles de reconocer. No lo creo. Ahora sólo puedo decir que las hermanas de mi padre fregaban el suelo con lejía, atresnalaban la avena y ordeñaban las vacas a mano. Debieron de llevar un cobertor al granero para que el ermitaño muriese en él, debieron de dejar caer gota a gota el agua de un vaso de latón en su doliente boca. Aquella era su vida. Las primas de mi madre se comportaban de otra manera; se endomingaban, se hacían fotografías las unas a las otras, iban de excursión. Se comportaran como se comportasen, ahora están todas muertas. Yo tengo algo de ellas en mí, pero la piedra grande ha desaparecido, el monte Hebrón está siendo derribado para gravilla y la vida aquí enterrada es una vida en la que hay que pensar dos veces antes de lamentarla.