I

Me imagino que soy una vieja solterona, de otra generación. Había muchas solteronas en mi familia. Provengo de personas que pasaban estrecheces, terriblemente reservadas, tenaces, frugales. Como ellas, podía hacer mucho con poco. Un trozo de seda china doblado en un cajón, gastado por el tacto de los dedos en la oscuridad. O la carta, escondida bajo modestas prendas, que no necesita ser abierta ni leída nunca, porque cada palabra se sabe de memoria y su solo tacto transmite el todo. Quizá nada tan tangible, sólo el recuerdo de una palabra ambigua, de un íntimo y ocasional tono de voz, de una mirada penetrante, indefensa. Eso servía. Con sólo eso yo podía arreglármelas, año tras año mientras limpiaba los cubos de leche, escupía en la plancha, seguía a las vacas por el accidentado sendero entre los alisos y las margaritas amarillas, tendía las chaquetas limpias y mojadas sobre la valla para que se secaran, y los paños de cocina sobre los matorrales. ¿Quién sería el hombre? Podía ser cualquiera. Un soldado muerto en el Somme o un granjero de abajo de la calle con una esposa deslenguada y una multitud de chiquillos; un muchacho que iba a Saskatchewan y prometió enviar a buscarme, pero que nunca lo hizo; o el predicador que me perturba cada domingo con castigos terribles y promesas de tormento. No importa. Yo podía fijarme en cualquiera de ellos, en secreto. Un secreto de por vida, una vida irreal toda la vida. Yo podía estar cantando en la cocina, puliendo la estufa, limpiando los tubos de las lámparas, sacando agua para el té con el balde de beber. El ligero olor a agrio de la lata fregada, los gastados trapos de fregar. Arriba, mi cama con la alta cabecera, la colcha de ganchillo y las ásperas sábanas de franela, con su olor familiar, la botella del agua caliente para aliviar mis calambres o para apretarla entre las piernas. Allí vuelvo una y otra vez al centro de mi fantasía, al momento en que uno se rinde, en que uno se entrega al asalto que garantiza terminar con todo lo que uno ha sido anteriormente. Una tenaz creencia de virgen, esta creencia en el perfecto dominio; cualquier esposa agotada podría deciros que no existe tal cosa.

Metiendo el cacillo en el cubo, envuelta en mi locura inofensiva, yo cantaba himnos y nadie se extrañaba.

Él es el lirio del valle,

la luminosa estrella de la mañana,

él es el más hermoso entre diez mil para mi corazón.