Visitas

Mildred acababa de entrar en la cocina y estaba mirando el reloj que indicaba las dos menos cinco. Ella había pensado que eran lo menos las dos y media. Wilfred entró por la parte de atrás, cruzó la recocina y dijo:

—¿No deberías estar ahí fuera haciéndoles compañía?

La mujer de su hermano Albert, Grace, y su hermana, Vera, estaban sentadas afuera, a la sombra del cobertizo haciendo manteles de ganchillo. Albert estaba fuera, en la parte de atrás de la casa, sentado junto al trozo de huerto en el que Wilfred cultivaba judías, tomates y pepinos. Cada media hora Wilfred iba a ver qué tomates estaban lo bastante maduros como para cogerlos. Los cogía a medio madurar y los extendía sobre el alféizar de la ventana de la cocina, para que los bichos no diesen con ellos.

—Ya lo estaba —dijo Mildred. Se puso un vaso de agua—. Quizá podría llevármelas a dar un paseo en coche —dijo cuando terminó de bebérselo.

—Es una buena idea.

—¿Cómo está Albert?

Albert se había pasado la mayor parte del día anterior, el primer día completo de la visita, tumbado.

—No lo sé.

—Bueno, seguro que si se encontrase mal lo diría.

—Eso es exactamente —dijo Wilfred—, eso es exactamente lo que no haría.

Era la primera vez que Wilfred veía a su hermano en más de treinta años.

Wilfred y Mildred estaban retirados. Su casa era pequeña y ellos no, pero se las arreglaban bien en aquel espacio. Tenían una cocina no mucho más ancha que un pasillo, un cuarto de baño de tamaño corriente, dos dormitorios que estaban bastante llenos cuando ponías dentro una cama doble y una cómoda, una sala de estar en la que un sofá grande quedaba a metro y medio delante del gran aparato de televisión, con una mesa baja del tamaño de un ataúd en medio, y una pequeña terraza acristalada.

Mildred había puesto una mesa en la terraza para servir las comidas. Normalmente, ella y Wilfred comían en la mesa que estaba bajo la ventana de la cocina. Si uno de ellos estaba levantado y dando vueltas, el otro se quedaba siempre sentado. No había forma de que cinco personas pudieran habérselas arreglado allí, aunque tres de ellos estuvieran tan flacos como aquellas visitas lo estaban.

Afortunadamente había un sofá cama en la terraza, y Vera, la cuñada, dormía allí. La cuñada había sido una sorpresa para Mildred y Wilfred. Wilfred había hablado por teléfono (nadie en su familia, decía, había escrito jamás una carta); según él, no se había mencionado a ninguna cuñada, sólo Albert y su mujer. Mildred pensó que Wilfred podía no haberlo oído, porque estaba muy nervioso. Al hablar con Albert por teléfono, de Logan, Ontario, a Eider, Saskatchewan, y recibir la noticia de que su hermano se proponía visitarle, Wilfred se puso nerviosísimo expresando hospitalidad, promesas, sorpresa.

—Venid enseguida —gritó al teléfono a Saskatchewan—. Podemos alojaros todo el tiempo que queráis quedaros. Tenemos mucho sitio. Nos encantará. No os preocupéis por los billetes de vuelta. Venid aquí y disfrutad del verano.

Pudo haber sido mientras él decía todo aquello cuando Albert le dijo lo de la cuñada.

—¿Cómo las distingues? —preguntó Wilfred cuando vio por primera vez a Grace y a Vera—. ¿O no estás nunca seguro? —dijo de broma.

—No son gemelas —dijo Albert, sin mirar a ninguna de ellas.

Albert era un hombre bajo y delgado, con ropa oscura, que parecía poder pesar mucho, como la leña compacta. Llevaba un corbatín estrecho y un sombrero del oeste, pero no le daban una apariencia gallarda. Sus pálidas mejillas le colgaban a ambos lados de la barbilla.

—Sin embargo, parecéis hermanas —dijo Mildred jovialmente a las dos mujeres de rostro curtido, con lunares y de cabello canoso. «Mira lo que la llanura le ha hecho a la piel de una mujer», iba pensando. Mildred estaba orgullosa de su propia piel. Era su compensación por estar gorda. Además, se ponía un tinte rubio ceniza en el pelo y llevaba conjuntos color pastel de pantalón y blusa. Grace y Vera llevaban vestidos con pliegues sueltos sobre sus planos pechos y chaquetas en verano—. Parecéis hermanas mucho más que estos dos hermanos.

Era cierto. Wilfred tenía una cabeza y una barriga grandes y una cara ansiosa, impaciente y variable. Parecía ser un hombre que le daba un gran valor a las bromas y las charlas, y así era.

—Es una suerte que ninguna de las dos esté demasiado entrada en carnes —dijo Wilfred—. Cabréis todos en una cama. Naturalmente, Albert estará en medio.

—No le hagáis caso —dijo Mildred—. Hay un buen sofá cama si no te importa dormir en la terraza —le dijo a Vera—. Hay persianas en las ventanas y tiene la mejor brisa de todas partes.

Dios sabe si las mujeres captaron siquiera la broma que les estaba gastando Wilfred.

—Estará bien —dijo Albert.

Con Albert y Grace durmiendo en la habitación disponible, que era donde dormía Mildred habitualmente, Mildred y Wilfred tenían que compartir una cama doble. No estaban acostumbrados. Por la noche, Wilfred tuvo uno de sus salvajes sueños, que era la razón por la que Mildred se había trasladado a la habitación sobrante al principio.

—¡Cógete! —gritaba Wilfred, aterrorizado. ¿Estaba en un barco del lago intentando sacar a alguien del agua?

—¡Wilfred, despiértate! Deja de vociferar y de asustar de muerte a todo el mundo.

—Estoy despierto —dijo Wilfred—. No estaba vociferando.

—Entonces yo soy su Majestad la reina.

Estaban tumbados de espalda. Ambos se movieron con esfuerzo y se dieron la vuelta para ponerse de cara hacia afuera. Cada uno de ellos agarraba cortés pero firmemente la sábana de arriba.

—¿Son las ballenas las que no pueden darse la vuelta cuando quedan varadas en la playa? —dijo Mildred.

—Yo todavía me puedo dar la vuelta —dijo Wilfred. Se pusieron espalda contra espalda—. Quizá te crees que es lo único que puedo hacer.

—Cállate ahora, todos ellos estarán escuchando.

Por la mañana ella preguntó:

—¿Os despertó Wilfred? Grita terriblemente en sueños.

—De todos modos no me había llegado a dormir —dijo Albert.

Salió y llevó a las señoras al coche.

—Nos vamos a dar una vueltecita y a que nos de un poco el aire para refrescarnos —dijo.

Se sentaron en la parte de atrás, porque no quedaba sitio en la parte delantera, ni siquiera para dos flacas como aquéllas.

—¡Soy el chófer! —dijo Mildred alegremente—. ¿Adónde llevo a sus señorías?

—Adonde quieras —dijo una de ellas. Cuando no las miraba Mildred no estaba segura de cuál de ellas hablaba.

Las llevó a dar una vuelta por Winter Court y Chelsea Drive a que vieran las nuevas casas con su paisaje y sus piscinas. Luego las llevó al Club de Pesca y Caza, en el que vieron las aves ornamentales, la familia de ciervos, los mapaches y el lince enjaulado. Se sentía tan cansada como si hubiese conducido hasta Toronto y necesitaba tomar algo, de modo que se dirigió hasta el lugar de la autopista en el que vendían cucuruchos de helado. Ambas pidieron uno pequeño de vainilla. Mildred se tomó uno doble variado: ron con pasas y crema de praliné. Se sentaron a una mesa de picnic chupando los helados y contemplando un campo de maíz.

—Cultivan mucho maíz por aquí —dijo Mildred. Alberto había sido el administrador de un silo de granos con elevador mecánico antes de retirarse, de modo que ella supuso que podrían estar interesadas en las cosechas—. ¿Cultivan mucho maíz en el oeste?

Se lo pensaron. Grace dijo:

—Bueno, un poco.

Vera dijo:

—Me estaba preguntando.

—¿El qué? —preguntó Mildred alegremente.

—¿No tendréis una iglesia de Pentecostés aquí en Logan?

Volvieron de nuevo al coche, y después de equivocarse unas cuantas veces, Mildred encontró la Iglesia de Pentecostés. No era una de las iglesias más bonitas de la ciudad. Era un edificio sencillo, de bloques de cemento, con las puertas y los adornos de las ventanas pintados de naranja. Un letrero ponía el nombre del pastor y las horas de los oficios. Cerca no había ningún árbol que diera sombra, ni arbustos ni flores, sólo un árido patio. Quizá aquello les recordase Saskatchewan.

—La Iglesia de Pentecostés —dijo Mildred leyendo el letrero—. ¿Es esa la iglesia a la que vosotras vais?

—Sí.

—Wilfred y yo no vamos a la iglesia con regularidad. Si fuésemos, supongo que iríamos a la Unificada. ¿Queréis bajar y ver si está abierta?

—Oh, no.

—Si estuviese cerrada podríamos intentar encontrar al pastor. No lo conozco, pero hay muchas personas de Logan a quienes todavía no conozco. Conozco a los que juegan a los bolos y a los que juegan a las cartas en la Legión. No conozco a mucha gente, aparte de esos. ¿Os gustaría visitarle?

Dijeron que no. Mildred estaba pensando en la Iglesia de Pentecostés, y le parecía que era la iglesia en la que las personas hablaban en lenguas. Pensó que también podía sacar algo de la tarde, de modo que prosiguió y les preguntó si aquello era cierto.

—Sí, es cierto.

—Pero, ¿qué son lenguas?

Una pausa. Una dijo, con dificultades:

—Es la voz de Dios.

—Cielos —dijo Mildred. Quería preguntar más… si ellas mismas hablaban en lenguas, pero la ponían nerviosa. Estaba claro que ella también las ponía nerviosas. Las dejó mirar unos cuantos minutos más, y luego preguntó si habían visto suficiente. Ellas dijeron que sí y le dieron las gracias.

Si se hubiera casado con Wilfred cuando eran jóvenes, Mildred pensaba, hubiera sabido algo de su familia y qué podía esperar de ellos. Mildred y Wilfred se habían casado bien entrados en la mediana edad, después de un noviazgo de sólo seis semanas. Ninguno de los dos había estado casado anteriormente. Wilfred había corrido demasiado, o eso decía él. Había trabajado en los barcos del lago y en aserraderos, había ayudado a construir casas, había extraído gas y había podado árboles; había trabajado desde California hasta el Yukon y desde la costa este hasta la oeste. Mildred había pasado la mayor parte de su vida en el pueblo de McGaw, a unos treinta kilómetros de Logan, donde ahora vivía. Había sido hija única y había ido a clases de zapateado y a la escuela de comercio. De la escuela de comercio pasó a la oficina de la fábrica de zapatos Toll, en McGaw, y al poco tiempo se convirtió en la querida del señor Toll, que era el propietario. Allí se quedó.

Fue durante los últimos días de la vida del señor Toll cuando conoció a Wilfred. El señor Toll estaba en el hospital psiquiátrico que da al lago Hurón. Wilfred trabajaba allí cuidando del campo y como guarda. El señor Toll tenía ochenta y dos años y no sabía quién era Mildred, pero ella le visitaba de todas formas. Él la llamaba Sadie, que era el nombre de su esposa. Su esposa estaba ya muerta, pero había estado viva todo el tiempo durante el que el señor Toll y Mildred hacían juntos sus viajecitos, se hospedaban en hoteles juntos y se quedaban en la casita de campo que el señor Toll había comprado para Mildred en Amberley Beach. Durante todo el tiempo que le conoció, Mildred nunca le oyó hablar de su esposa, excepto de una forma seca e impaciente. Ahora tenía que escucharle diciéndole a Sadie que la quería y solicitando su perdón. Haciendo ver que era Sadie, Mildred le dijo que le perdonaba. Ella temía alguna confesión acerca de una fulana descarada llamada Mildred. No obstante, ella siguió visitándole. No tuvo corazón para privarle de ello. Aquella había sido siempre su preocupación. Pero cuando los hijos o las hijas, o las hermanas de Sadie aparecían, ella tenía que brillar por su ausencia. Una vez, cogida por sorpresa, tuvo que hacer que Wilfred la hiciera salir por un camino posterior. Se sentó sobre una pared de cemento junto a la puerta de atrás, se fumó un cigarrillo, y Wilfred le preguntó si sucedía algo. Molesta, y sin tener a nadie con quien hablar en McGaw, ella le contó lo que sucedía, incluso lo de la carta que había recibido de un abogado diciéndole que tenía que dejar la casita de Amberley. Ella había pensado todo el tiempo que estaba a su nombre, pero no lo estaba.

Wilfred se puso de su parte. Entró y espió a la familia visitante, y le informó de que estaban sentados mirando fijamente al pobre viejo como cuervos sobre una valla. Él no le indicó a Mildred lo que ella ya sabía: que debía de haber visto la suerte que le esperaba. Ella misma lo dijo.

—Debería haberme largado mientras todavía tenía algo para mí.

—Debes de haberle tenido cariño —dijo Wilfred razonablemente.

—Nunca fue amor —dijo Mildred tristemente.

Wilfred frunció el ceño muy turbado. Mildred tuvo la sensatez de no proseguir y, de todos modos, tampoco podría haber explicado cómo el señor Toll la había paralizado en sus días más vigorosos, cuando su necesidad era tan desesperada que parecía que él fuera a salirse de sí.

El señor Toll murió por la noche. Wilfred telefoneó a Mildred a las siete de la mañana.

—No quería despertarte —le dijo—. Pero quería asegurarme de que lo sabías antes de que lo escucharas en público.

Luego le pidió que fuese a cenar con él a un restaurante. Acostumbrada al señor Toll, a ella le sorprendieron los modales de Wilfred en la mesa. Estaba nervioso, pensó. Se molestó porque la camarera no les había traído los vasos de agua. Mildred le dijo que iba a dejar su trabajo, que quería irse de McGaw, y que podía ir a parar al oeste.

—¿Por qué no ir a parar a Logan? —le dijo Wilfred—. Tengo una casa allí. No es muy grande, pero caben dos.

De este modo ella empezó a comprender. Sus nervios, su mal humor con la camarera, su falta de elegancia, todo debía de estar relacionado con ella. Le preguntó si había estado casado antes, y si no era así, ¿por qué?

Él dijo que siempre había estado viajando y que además, no se encontraba uno a menudo con una mujer de buen corazón. Ella estaba a punto de asegurarse de que él tenía las cosas claras, diciéndole que no esperaba nada del testamento del señor Toll (nada fue lo que tuvo), pero se dio cuenta a última hora de que Wilfred era de la clase de hombre que se sentiría insultado.

En lugar de eso ella dijo:

—¿Sabes que soy de segunda mano?

—Nada de eso —le dijo—. No tendremos ninguna charla de esa clase en casa. ¿De acuerdo?

Mildred dijo que sí. Estuvo encantada de notar una inmediata mejora en su comportamiento con la camarera. De hecho, fue a pedirle perdón por su impaciencia anterior, diciéndole que él había trabajado en un restaurante. Le dijo dónde estaba el restaurante, arriba, en la autopista de Alaska. La chica tuvo dificultades para poder ir a servir el café a las demás mesas.

Ninguna mejora se produjo en los modales en la mesa de Wilfred. Ella pensó que sería una de sus costumbres de soltero con la que tendría que aprender a vivir.

—Cuéntame algo de dónde naciste y todo eso —le pidió Mildred.

Él le dijo que había nacido en una granja en Hullett Township, pero que se fue de allí cuando tenía tres días.

—Pies impacientes —dijo y se rió. Luego se serenó y le dijo que su madre había muerto a las pocas horas de nacer él, y que su tía lo había acogido. Su tía estaba casada con un hombre que trabajaba en el ferrocarril. Iban de acá para allá y cuando tenía doce años murió su tía. Entonces el hombre con quien estaba casada miró a Wilfred y le dijo:

—Eres un muchacho mayor. ¿Qué número de zapato calzas?

—El cuarenta y dos —le respondió Wilfred.

—Entonces eres lo bastante mayor como para ganarte la vida.

—Mi tía y él tenían ocho hijos propios —dijo Wilfred—. Así que no le culpo.

—¿Tenías hermanos y hermanas en tu verdadera familia?

Mildred pensaba en su acogedora propia vida de hacía mucho tiempo: su madre peinándole los rizos por la mañana, el gatito, llamado Pansy, que ella acostumbraba a vestir con ropa de muñeca y sacarlo a pasear por la manzana en el cochecito de la muñeca.

—Tenía dos hermanas mayores, casadas. Las dos están muertas ahora. Y un hermano. Se fue a Saskatchewan. Tiene un empleo como administrador de un silo de granos con elevador mecánico. No sé lo que le pagan, pero imagino que le pagan bien. Fue a la escuela de comercio, como tú. Es una persona distinta a mí, muy distinta.

El día que Albert se quedó en cama quiso las cortinas corridas. No quiso un doctor. Wilfred no pudo sacarle qué era lo que le pasaba. Albert dijo que sólo estaba cansado.

—Entonces quizá esté cansado —dijo Mildred—. Déjale descansar.

Pero Wilfred estuvo entrando y saliendo de la habitación todo el día. Hablaba, fumaba, le preguntaba a Albert cómo se encontraba. Le dijo a Albert que él mismo se había curado de dolores de cabeza de migraña comiendo puerros frescos del bosque en primavera. Albert dijo que él no tenía migraña, aunque quisiera las cortinas corridas. Dijo que nunca en la vida había tenido un mal dolor de cabeza. Wilfred le explicó que uno podía tener dolores de cabeza sin saberlo, es decir, sin tener un dolor real, así que eso podía ser lo que tenía Albert. Albert dijo que él no veía cómo podía ser eso.

A primera hora de la tarde Mildred oyó a Wilfred armando estrépito por el cuarto de la ropa. Salió llamándola.

—¡Mildred! ¡Mildred! ¿Dónde está la botella de whisky?

—En el aparador —dijo Mildred, y la sacó para que no estuviese por allí revolviendo la porcelana de su madre. Estaba en una caja alta, adornada con dorados, con el penacho de la Legión. Wilfred la llevó hasta la habitación y la puso sobre la cómoda para que Albert lo viera.

—¿Qué te imaginas que es y cómo crees que lo he conseguido?

Era una botella de whisky, una botella de whisky de apenas medio litro, de 58 grados que Wilfred había ganado jugando a dardos en el torneo de Owen Sound. El concurso había tenido lugar en febrero, hacía tres años. Wilfred describió el terrible viaje que hicieron en coche desde Logan hasta Owen Sound, conduciendo él, y con los demás miembros del equipo de dardos animándole a detenerse en cada ciudad que atravesaban, y a no ir más allá. Venía una tempestad de nieve desde el lago Hurón y se vieron envueltos en una ventisca que no les dejaba ver nada; camiones y autobuses aparecían ante sus ojos surgiendo de la pared de nieve, no había sitio para maniobrar porque la carretera estaba vallada con montones de nieve de tres metros de alto. Wilfred siguió conduciendo; conduciendo a ciegas, conduciendo por la carretera entre patinazos y montones de nieve. Por fin, en la autopista número 6, apareció una luz azul frente a él, una luz azul que daba vueltas, un faro, una luz de salvamento. Era la máquina quitanieves, que iba delante de ellos. La carretera se llenaba de nieve casi tan rápidamente como la quitaba la máquina, pero manteniéndose muy cerca de ella llegaron sanos y salvos a Owen Sound. Allí jugaron en el torneo y fueron victoriosos.

—¿Juegas alguna vez a dardos? —oyó Mildred que Wilfred le preguntaba a su hermano.

—Por regla general, se juega a dardos en los sitios que sirven licores —dijo Albert—. Por norma no entro en esos sitios.

—Bueno, nunca pensaría en beberme este licor. Lo guardo por el honor.

Se sentaban siguiendo una pauta regular. Por las tardes Grace y Vera se sentaban en el camino de la casa haciendo sus manteles de ganchillo. Mildred se sentaba a ratos con ellas. Albert y Wilfred se sentaban en la parte de atrás de la casa, junto al huerto. Después de cenar se sentaban todos juntos, llevando las sillas hasta el césped que había delante de los arriates de flores, que entonces estaba en la sombra. Grace y Vera seguían haciendo ganchillo mientras tenían luz suficiente para ver.

Wilfred admiraba el ganchillo.

—¿Cuánto os pagarán por una de estas cosas?

—Cientos de dólares —dijo Albert.

—Se vende para la iglesia —dijo Grace.

—Blanche Black —dijo Wilfred— era la mejor haciendo ganchillo, haciendo punto, cosiendo, de todo, y cocinando, de todas las chicas que he conocido.

—Qué nombre —dijo Mildred.

—Vivía en el estado de Michigan. Fue cuando me cansé de trabajar en los barcos y conseguí por allí un trabajo en una granja. Podía hacer colchas o cualquier cosa. Y hacer pan, pasteles con adornos, lo que fuera. Pero no era muy guapa. En realidad, era casi tan guapa como un nabo, y tenía aproximadamente la misma forma.

Ahora venía una historia que Mildred ya había oído. La explicaba cuando salía el tema de las chicas bonitas y de las chicas de su casa, o de la cocina, o de las veladas sociales, o del orgullo. Wilfred contó cómo él y un amigo fueron a una velada social, donde en un intermedio del baile uno pujaba por una caja, la caja tenía comida, y uno se la comía con la chica cuya caja había comprado. Blanche Black llevó una caja de comida y lo mismo hizo una chica bonita, una tal señorita Buchanan, y Wilfred y sus amigos se fueron a la habitación de atrás y cambiaron todos los envoltorios de aquellas dos cajas. De modo que cuando llegó el momento de pujar, un tipo llamado Jack Fleck, que se tenía en muy buen concepto y que tenía un asunto con la señorita Buchanan, pujó por la caja que creyó que era de ella y Wilfred y sus amigos pujaron por la caja que todo el mundo creía que era la de Blanche Black. Las cajas fueron entregadas, y para su consternación Jack Fleck se vio obligado a sentarse con Blanche Black. Wilfred y sus amigos se sentaron con la señorita Buchanan. Entonces Wilfred miró dentro de la caja y vio que no había más que bocadillos con una especie de pasta roja por encima.

—De modo que voy hasta Jack Fleck y le digo: «Cambia la comida y la chica». No lo hice totalmente por la comida, sino porque vi cómo iba a tratar a aquella pobre criatura. Consintió enseguida y nos sentamos. Comimos pollo frito, jamón curado en casa y galletas. Pastel de dátiles. Nunca he comido mejor en mi vida. Y bien escondida en el fondo llevaba una botella pequeña de whisky. De modo que estuve allí sentado comiendo y bebiendo y mirándole a él con sus bocadillos de pasta.

Wilfred debió de empezar aquella historia como un tributo a las señoras cuyo ganchillo, cuya cocina, o lo que fuera las ponía muy por delante de las señoras que tenían un mejor aspecto que ofrecer, pero Mildred no pensó que ni a Grace ni a Vera les gustase que las pusieran en la categoría de las Blanche Black, que parecía un nabo. Y mencionar la botella de whisky era un error. Era un error también con relación a ella. Pensó en lo mucho que le gustaría tomar una copa en aquel momento. Pensó en Old Fashioneds, Brown Cows, Pink Ladies, en cualquier bebida caprichosa que uno se pudiera imaginar.

—Será mejor que vaya a arreglar ese acondicionador de aire —dijo Wilfred—. Nos asaremos esta noche si no lo hago.

Mildred se sentó. En el edificio contiguo había una luz azul que chisporroteaba mucho, capturando insectos.

—Me parece que eso es otra cosa con las moscas —dijo ella.

—Las fríe —respondió Albert.

—Pero no me gusta el ruido.

Ella creyó que no iba a contestar, pero finalmente dijo:

—Si no hace ruido no puede destruir a los insectos.

Cuando entró en casa para poner el café (una buena cosa que los de la Iglesia de Pentecostés no tenían prohibida), Mildred pudo oír el acondicionador de aire zumbando. Miró en la habitación y vio a Wilfred echado, durmiendo. Rendido.

—¿Wilfred?

Él dio un salto:

—No estaba dormido.

—Todavía están ahí delante sentados. He pensado en hacer un poco de café.

Después no pudo evitar añadir:

—Me alegro de que lo del aire acondicionado no sea demasiado serio.

El penúltimo día de la visita decidieron hacer los setenta y tantos kilómetros hasta Hullett Township para ver la casa donde Wilfred y Albert habían nacido. Fue idea de Mildred. Ella pensó que Albert lo sugeriría, y lo estuvo esperando, porque no quería empujar a Albert a hacer cualquier cosa que fuera demasiado cansada para él. Pero finalmente lo mencionó. Dijo que había estado intentando durante mucho tiempo que Wilfred la llevase, pero que él decía que no sabría adónde ir, puesto que no había vuelto nunca después de que se lo hubieran llevado de allí de niño. Todos los edificios habían desaparecido, las granjas también; toda aquella parte del municipio se había convertido en una zona protegida.

Grace y Vera llevaron con ellas sus mantelerías. Mildred se preguntaba cómo no se mareaban trabajando con las cabezas bajas en un coche en movimiento. Se sentó entre ellas dos en el asiento trasero, sintiéndose apretujada, aunque sabía que la que apretujaba era ella. Wilfred conducía y Albert estaba sentado a su lado.

Wilfred siempre que conducía se ponía de mal humor.

—¿Y qué hay de malo en hacer una apuesta? —decía—. No quiero decir jugar. No quiero decir ir a Las Vegas y tirar todo tu dinero en esos juegos y máquinas. Apostando a veces se puede tener suerte. Gané un invierno sin trabajar en el Soo[6] gracias a una apuesta.

—Sault Ste. Marie —dijo Albert.

—Siempre hemos dicho el Soo. Salí en el Kamloops, que estaba allí durante el invierno. El viejo Kamloops era un barco espantoso. Una noche en el bar estaban escuchando por la radio el hockey. Era antes de la televisión. Juega el Sudbury. Sudbury cuatro, el Soo, cero.

—Estamos llegando adonde hay que salir de la autopista —dijo Albert.

Mildred dijo:

—Fíjate en la salida, Wilfred.

—Ya lo hago.

Albert dijo:

—Ésta no, la siguiente.

—Yo les ayudaba, yo servía la cerveza por las propinas, porque no tenía carnet del sindicato y aquel tipo gruñón se estaba metiendo con el Soo. Aún podían ganar, dije, el Soo todavía podía derrotarles.

—Por aquí —dijo Albert.

Wilfred giró bruscamente.

—¡Pon el dinero en lo que defiendes! ¡Pon el dinero en lo que defiendes! Eso fue lo que me dijo. Diez a uno. Yo no tenía el dinero, pero el propietario del hotel era un buen tipo y yo le ayudaba, así que me dijo «¡acepta la apuesta, Wilfred! —me dijo—. «¡Venga, acepta la apuesta!».

—El área protegida de Hullet —leyó Mildred en un indicador. Siguieron por el borde de un oscuro pantano—. ¡Dios, qué oscuro está aquí! —dijo ella—. Y hay agua estancada en esta época del año.

—El pantano de Hullet —dijo Albert—. Tiene kilómetros.

Salieron del pantano y a cada lado había páramo, tierra negra y removida, zanjas, árboles arrancados. La carretera era muy accidentada.

—«Yo te respaldaré», me dijo. Así que tomé la apuesta.

Mildred leyó los letreros del cruce:

—Carretera sin salida. No hay mantenimiento invernal más allá de este punto.

Albert dijo:

—Ahora tendremos que girar hacia el sur.

—¿Hacia el sur? —preguntó Wilfred—. Hacia el sur. La acepté y ¿sabes qué sucedió? ¡Que el Soo se rehizo y batió al Sudbury siete a cuatro!

Había un gran estanque y un mirador, con un letrero que decía: «Punto de observación de aves de caza».

—¡Aves de caza! —dijo Mildred—. ¿Qué se verá?

Wilfred no estaba como para detenerse.

—No distinguirías un cuervo de un halcón, Mildred. El Soo venció al Sudbury siete a cuatro y yo gané la apuesta. Aquel tipo salió a hurtadillas en un momento que yo estaba ocupado, pero el propietario sabía dónde vivía, y al día siguiente tenía cien dólares. Cuando me llamaron para volver al Kamloops tenía hasta el último penique de la suma de dinero que tenía cuando me había bajado antes de Navidad. Pasé el invierno sin trabajar en el Soo.

—Esto parece ser —dijo Albert.

—¿Dónde? —preguntó Wilfred.

—Aquí.

—¿Aquí? Pasé el invierno sin trabajar, y todo por una pequeña apuesta.

Salieron de la carretera hacia una especie de accidentado sendero, en el que había flechas de madera en un poste.

«Sendero de Hawthorn. Sendero de Sugar Bush. Sendero de Tamarack. Prohibido pasar vehículos a motor más allá de este punto».

Wilfred detuvo el coche y él y Albert se bajaron. Grace se bajó para dejar salir a Mildred y luego volvió a subir. Las flechas indicaban todas la misma dirección. Mildred pensó que algunos niños probablemente las habían tocado. Ella no veía ningún sendero. Ellos habían salido de la pequeña ciénaga y estaban sobre unos pequeños y desiguales montículos.

—¿Es aquí donde estaba vuestra granja? —le preguntó a Albert.

—La casa estaba ahí arriba —dijo Albert, apuntando hacia arriba—. El sendero llegaba hasta allí. El granero estaba detrás.

En el poste, bajo las flechas, había una caja marrón de madera. Ella la abrió y cogió un puñado de folletos de vivos colores. Los miró.

—Esto explica los distintos senderos.

—Quizá quieran leer algo si no van a bajarse —dijo Wilfred haciendo una indicación hacia las mujeres que estaban en el coche—. Quizá debieras ir a preguntárselo.

—Están ocupadas —dijo Mildred.

Pensó que debería ir a decirles a Grace y a Vera que bajasen las ventanas para que no se ahogasen, pero decidió dejar que lo pensaran por sí mismas. Albert empezaba a subir por la colina y ella y Wilfred le seguían, avanzando despacio a través de las varitas de San José que, para su sorpresa, resultaba más fácil que caminar sobre la hierba. No se te enredaba y parecía de seda. Las varitas de San José las conocía, y también las zanahorias silvestres, pero ¿qué eran aquellas pequeñas flores blancas del matorral bajo y esta azul de ásperos pétalos y esta púrpura como de plumas? Siempre se oía hablar de las flores de primavera, de los botones de oro, de los lirios de Canadá y de las caléndulas de pantano, pero aquí había muchísimas, de nombres desconocidos, y al final del verano. También había ranas pequeñas que saltaban desde debajo de los pies, y pequeñas mariposas blancas, y cientos de insectos que no podía ver, que le picaban y aguijoneaban en los brazos descubiertos.

Albert andaba arriba y abajo por la hierba. Dio una vuelta, se detuvo, miró a su alrededor y comenzó de nuevo. Estaba intentando ver el contorno de la casa. Wilfred miró la hierba frunciendo el ceño y dijo:

—No le dejan mucho a uno.

—¿Quién? —preguntó Mildred débilmente. Se estaba abanicando con varitas de San José.

—La gente de la reserva. No dejan ni una piedra de los cimientos, ni el agujero de la bodega, ni un ladrillo, ni una viga. Lo arrancan todo, lo cargan todo y fuera.

—Bueno, no pueden dejar un montón de escombros, supongo, para que la gente se caiga.

—¿Estás seguro de que es aquí donde habría estado? —preguntó Wilfred.

—Exactamente aquí —dijo Albert—, de cara al sur. Aquí estaría la puerta principal.

—Podrías estar en un peldaño, Albert —dijo Mildred, con tanto interés como la energía que le quedaba se lo permitía.

Pero Albert dijo:

—Nunca tuvimos peldaños en la puerta delantera. Sólo se abrió una vez que yo recuerde, y fue para el ataúd de nuestra madre. Pusimos unos trozos de madera, para hacer un escalón temporal.

—Eso es una lila —dijo Mildred, viendo un arbusto cerca de donde él se hallaba—. ¿No estaba entonces? Debió de estar.

—Creo que sí.

—¿Es blanca o morada?

—No lo sé.

Aquella era la diferencia entre él y Wilfred, pensó. Wilfred lo hubiera dicho. Tanto si lo recordaba como si no, lo hubiera dicho, y luego se lo hubiese creído él mismo. Los hermanos y las hermanas eran para ella un misterio. Ahí estaban Grace y Vera, hablando como si fueran una sola, y Wilfred y Albert sin un rastro de conexión entre ellos.

Comieron en un café cerca de la carretera. No estaba autorizado a vender alcohol, porque si no, Mildred hubiese pedido una cerveza, sin importarle lo que pudiera escandalizar a Grace y a Vera, ni las miradas que Wilfred pudiera lanzarle. Tenía mucho calor. El rostro de Albert estaba rojo y sus ojos tenían una mirada fiera y concentrada. Wilfred estaba pendenciero.

—Antes era un pantano mucho mayor —dijo Albert—. Lo han secado.

—Es para que la gente pueda entrar, pasear y ver cosas distintas —dijo Mildred. Todavía conservaba los folletos rojo, verde y amarillo en la mano, los alisaba y se los miraba.

—Garzotas de cabeza negra, reclamos, gritos y graznidos resuenan en todo este bosque —leyó—. ¿Reconoces algunos de ellos? La mayoría los hacen los pájaros. ¿Y por qué más podrían ser hechos? —se preguntó ella.

—Un hombre se internó en el pantano de Hullett y se quedó allí —dijo Albert.

Wilfred hizo una mezcla con el catchup y la salsa de la carne y luego mojó las patatas fritas con los dedos.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó.

—Para siempre.

—¿Te las vas a comer? —preguntó Wilfred, señalando las patatas fritas de Mildred.

—¿Para siempre? —dijo Mildred, haciendo dos partes y poniendo la mitad en el plato de Wilfred—. ¿Le conocías, Albert?

—No. Hace demasiado tiempo.

—¿Sabías su nombre?

—Lloyd Sallows.

—¿Quién? —preguntó Wilfred.

—Lloyd Sallows —respondió Albert—. Trabajaba en una granja.

—Nunca oí hablar de él —dijo Wilfred.

—¿Qué quieres decir con lo de que se internó en el pantano? —preguntó Mildred.

—Encontraron su ropa en las vías del ferrocarril y eso es lo que dijeron, que se había internado en el pantano.

—¿Y por qué iba a entrar sin llevar puesta la ropa?

Albert pensó durante unos cuantos minutos y dijo:

—Podía querer vivir en plan salvaje.

—¿Dejó también sus zapatos?

—Eso pensaría yo.

—Pudo haberse suicidado —dijo Mildred—. ¿Buscaron el cuerpo?

—Sí, lo buscaron.

—O quizá pudieron haberlo matado. ¿Tenía enemigos? ¿Tenía problemas? Quizá tenía deudas o había dejado a una chica embarazada.

—No —dijo Albert.

—¿Así que nunca encontraron ni rastro de él?

—No.

—¿Había alguna persona sospechosa por los alrededores en aquel momento?

—No.

—Bueno, tiene que haber alguna explicación —dijo Mildred—. Una persona, si no está muerta, sigue viviendo en alguna parte.

Albert sacó la hamburguesa del panecillo con el tenedor y la puso sobre el plato, donde la fue cortando a trocitos. Aún no había comido nada.

—Se creía que vivía en el pantano.

—Entonces tendrían que haber buscado en el pantano —dijo Wilfred.

—Entraron por ambos lados y dijeron que se habían encontrado en el centro, pero no lo hicieron.

—¿Por qué no? —preguntó Mildred.

—Uno no puede simplemente caminar a través de ese pantano. Entonces no se podía.

—¿Así que pensaban que estaba allí? —insistió Wilfred—. ¿Es eso lo que pensaban?

—La mayoría —dijo Albert, de bastante mala gana.

Wilfred resopló.

—¿Y de qué vivía?

Albert dejó su cuchillo y su tenedor y dijo sombríamente:

—De carne.

De repente, después de haber tenido tanto calor, los brazos de Mildred se le pusieron de piel de gallina.

—¿Le vio alguien alguna vez? —preguntó, con una voz más baja y más pensativa que antes.

—Dos lo dijeron.

—¿Quiénes eran?

—Uno fue una señora que cuando yo la conocí, tenía unos cincuenta años. Era una niña entonces. Le vio cuando la enviaron a recoger las vacas. Vio una persona blanca y larga que corría detrás de los árboles.

—¿Lo bastante cerca como para decir si era chico o chica? —preguntó Wilfred.

Albert se tomó la pregunta en serio.

—No sé a qué distancia.

—Esa era una persona —dijo Mildred—. ¿Quién era la otra?

—Era un chico que pescaba. Eso fue años después. Levantó la vista y vio a un tipo blanco que le miraba desde la otra orilla. Creyó haber visto un fantasma.

—¿Eso es todo? —dijo Wilfred—. ¿Nunca descubrieron lo que había ocurrido?

—No.

—Supongo que de todos modos ahora estará muerto —dijo Mildred.

—Muerto hace mucho tiempo —dijo Albert.

Si Wilfred hubiese contado aquella historia, pensó Mildred, hubiese llegado a alguna parte, hubiese habido alguna clase de final para ella. Lloyd Sallows podía reaparecer completamente desnudo para recoger una apuesta, o podría volver vestido como un millonario, quizá tras haber engañado a unos gangsters que le habían robado. En las historias de Wilfred siempre podías estar seguro de que las partes oscuras darían paso a algo mejor, y si alguien se comportaba de una forma especial, había una explicación para ello. Si Wilfred aparecía en sus propias historias, como sucedía normalmente, siempre había un ramalazo de suerte para él en alguna parte, una buena comida o una botella de whisky, o algo de dinero. Ni la suerte ni el dinero habían formado parte de aquella historia. Ella se preguntaba por qué Albert la había contado, qué significaba para él.

—¿Cómo es que te has acordado de esta historia, Albert?

En cuanto hubo dicho aquello, se dio cuenta de que no debería haber hablado. No era asunto de ella.

—Veo que tienen pastel de manzana o de uva —dijo ella.

—¡Ni pastel de manzana ni de uva en el pantano Hullett! —dijo Wilfred con aspereza—. Yo tomaré manzana.

Albert cogió un trozo frío de hamburguesa, lo dejó en el plato y dijo:

—No es una historia. Es algo que sucedió.

Mildred había deshecho la cama en la que las visitas habían dormido y no la había vuelto a hacer, así que estaba acostada al lado de Wilfred, en su primera noche solos.

Antes de acostarse ella le dijo a Wilfred:

—Nadie que estuviera en sus cabales se iría a vivir a un pantano.

—Si quisieras vivir en un lugar como ese —dijo Wilfred—, el lugar para vivir sería el bosque, donde no tendrías tantas dificultades en hacer fuego si quisieras hacer uno.

Parecía de nuevo de buen humor. Pero por la noche a ella le despertó su llanto. No se sobresaltó mucho, porque ya le había oído llorar antes, normalmente de noche. Era difícil decir cómo lo sabía. No hacía ruido alguno y no se movía. Quizá eso en sí mismo era lo inusual. Sabía que él estaba a su lado, tumbado de espaldas, con las lágrimas subiéndole a los ojos y humedeciendo su cara.

—¿Wilfred?

En cualquier ocasión anterior, cuando él había consentido en decirle a ella por qué lloraba, la razón le había parecido muy rara, algo pensado impulsivamente, o sólo relacionado a distancia con el motivo real. Pero quizá era lo más cerca que él podía llegar.

—Wilfred.

—Albert y yo probablemente no nos volvamos a ver nunca más —dijo Wilfred en voz alta y sin rastro de lágrimas o de indicación clara ya fuera de satisfacción o de pesar.

—A menos que fuésemos a Saskatchewan —dijo Mildred.

Se les había hecho una invitación, y ella en aquel momento pensó que sería casi tan probable como que fuese a visitar Siberia.

—Dentro de un tiempo —añadió.

—Dentro de un tiempo, quizá —dijo Wilfred. Aspiró prolongada y ruidosamente por la nariz, lo que parecía indicar satisfacción—. La semana que viene no.