La señora Cross y la señora Kidd
La señora Cross y la señora Kidd hace ochenta años que se conocen, desde el jardín de infancia, que entonces no se llamaba así, sino Parvulario. La primera imagen que tiene la señora Cross de la señora Kidd es de verla en pie frente a la clase recitando algún poema, con las manos a la espalda y con su carita de ojos negros levantada para dejar salir su segura voz. Durante los siguientes diez años, si uno iba a cualquier concierto, a cualquier reunión que ofreciera distracción, se encontraba a la señora Kidd (que entonces no se llamaba señora Kidd, sino Marian Botherton), con su oscuro y grueso flequillo cortado recto de un lado a otro de la frente y su delantal de volantes levantados y almidonados, recitando un poema con la mayor aptitud y sin ninguna dificultad memorística. Incluso hoy en día, sin apenas una excusa, sentada en su silla de ruedas, la señora Kidd comienza:
«Hoy nosotros los franceses tomamos Ratisbona».
o bien dice:
«¿Dónde están los barcos que yo conocía
que llegaban al puerto con la marea de Fundy?».
Se detiene, no porque no recuerde cómo seguir, sino para dejar que alguien diga:
«¿Cuál es esa?», o «¿No estaba esa en el Third Reader?»; lo que ella se toma como una solicitud de que siga adelante.
«Hace medio siglo
con hermosura y majestuoso orgullo».
El primer recuerdo que tiene la señora Kidd de la señora Cross (Dolly Grainger) es de una cara ancha y roja y de un vestido con un dobladillo caído, trenzas gruesas y rubias y voz gritona, en el patio un día de lluvia en el que estaban todas apretadas bajo el alero. Las chicas jugaban a un juego que era en realidad un baile, y la señora Kidd no sabía cómo se hacía. Era un baile de Virgina y la letra que cantaban era:
«Traqueteando arriba y abajo en el viejo vagón de latón
Traqueteando arriba y abajo en el viejo vagón de latón
Traqueteando arriba y abajo en el viejo vagón de latón
¡Eres única cariño mío!».
Nadie daba vueltas, golpeaba con los pies y cantaba con más entusiasmo que la señora Cross, que era la más joven y la más pequeña a quien se le permitía jugar. Ella lo conocía por sus hermanas mayores. La señora Kidd era hija única.
La gente más joven, al saber que estas dos mujeres se han conocido durante más de tres cuartos de siglo, parecen imaginar que eso hace que lo tengan todo en común. Ellas mismas son las únicas que pueden recordar lo que las separaba, y lo que hasta cierto punto todavía las separa: el piso de encima de la oficina de correos y de la aduana, donde la señora Kidd vivía con su madre y con su padre, que era el administrador de correos; la casa pareada en Newgate Street en la que la señora Cross vivía con su madre, su padre, dos hermanas y cuatro hermanos; el hecho de que la señora Kidd fuese a la Iglesia anglicana y la señora Cross a la Metodista Libre; el que la señora Kidd se casara, a la edad de veintitrés años con un profesor de ciencias de la escuela secundaria y la señora Cross se casara, a la edad de diecisiete años con un hombre que trabajaba en los barcos del lago y que nunca llegó a ser capitán. La señora Cross tuvo seis hijos, y la señora Kidd tres. El marido de la señora Cross murió de repente a los cuarenta y dos años sin seguro de vida; el marido de la señora Kidd se retiró a Goderich con una pensión, después de haber sido durante años el director de la escuela secundaria en una ciudad cercana. La brecha no se cerró hasta hace poco. Los hijos igualaron las cosas: los hijos de la señora Cross, por término medio, ganan tanto dinero como los de la señora Kidd, aunque no tienen tanta cultura. Los nietos de la señora Cross ganan más dinero.
La señora Cross hace tres años y dos meses que está en el Hogar de la colina, y la señora Kidd tres años menos un mes. Ambas tienen mal el corazón y pasean en sillas de ruedas para conservar la energía. Durante su primera conversación, la señora Kidd dijo:
—No veo ninguna colina.
—Puedes ver la autopista —dijo la señora Cross—. Supongo que es a eso a lo que se refieren. ¿Dónde te han puesto? —le preguntó.
—Ni siquiera sé si podré encontrar el camino de vuelta. Pero es una habitación bonita. Es individual.
—La mía también. Tengo una individual. ¿Está al otro lado del comedor o a éste?
—¡Oh! Al otro lado.
—Estupendo. Es la mejor parte. Todo el mundo está en bastante buena forma ahí. Aunque cuesta más. Cuanto mejor estás, más cuesta. Al otro lado del comedor están los que no están en sus cabales.
—¿Seniles?
—Seniles. A este lado están los más jóvenes a los que les pasa algo así. Por ejemplo —dijo señalando a un hombre mongólico de unos cincuenta años que estaba intentando tocar la armónica—. Donde estamos nosotras también los hay más jóvenes, pero no les pasa nada aquí —dijo dándose un golpecito en la cabeza—. Sólo con alguna enfermedad. Cuando llegan al punto en que no se pueden cuidar de sí mismos, arriba. Allí es donde están los muy enfermos. Luego los locos son otra historia. Están encerrados en el ala trasera. Allí los que están locos de verdad. También creo que hay algún sitio donde tienen a los que caminan pero se ensucian todo el rato.
—Bueno, somos el mejor cajón —dijo la señora Kidd con una tensa sonrisa—. Sabía que estaría lleno de seniles, pero no estaba preparada para los otros. Como… —hizo un discreto ademán con la cabeza señalando al mongólico que estaba haciendo un paso de baile delante de la ventana. A diferencia de la mayoría de los mongólicos, era delgado y ágil, aunque muy pálido y de aspecto frágil.
—Más feliz que muchos —dijo la señora Cross, observándole—. Este es el único lugar del país, todo se descarga aquí. Al cabo de un tiempo ya no te molesta.
—A mí no me molesta.
La habitación de la señora Kidd está llena de piedras y de conchas, en cajas y en botellas. Tiene una caja de frágiles mariposas y otra de pájaros cantores disecados. En sus estantes tiene Helechos y musgos de Norteamérica, Guía de Peterson de los pájaros de la zona este de Norteamérica, Cómo conocer las piedras y los minerales y un atlas celeste. La caja de mariposas y los pájaros cantores estuvieron antes en la clase de su esposo, el profesor de ciencias. Él compró los pájaros cantores, pero él y la señora Kidd coleccionaron las mariposas. La señora Kidd era una buena estudiante de botánica y de zoología. Si no hubiera tenido lo que entonces se consideraba una salud delicada, hubiera seguido y hubiera estudiado botánica en la universidad, aunque pocas chicas lo hacían entonces. Sus hijos, que viven todos lejos, le envían bonitos libros sobre temas que están seguros de que le interesarán, pero en su mayoría estos libros son grandes y pesados y ella no encuentra la forma de mirarlos cómodamente, por eso pronto los relega a la estantería inferior. Ella no lo admitiría ante sus hijos, pero su interés ha decaído, ha decaído considerablemente. Dicen en sus cartas que recuerdan cómo ella les instruía sobre setas: «¿recuerdas cuando vimos la amanita venenosa en el bosque de Petrie cuando vivíamos en Logan?». Estos hijos que también se van haciendo mayores, quieren que ella se quede donde estaba hace cuarenta o cincuenta años. Tienen una idea de ella que es tan tierna y necesaria como cualquier idea que un padre haya tenido siempre de un hijo. Celebran lo que en un niño se llamaría precocidad: su inteligencia, su caudal de conocimientos, su ateísmo (un secreto durante todos aquellos años en los que su esposo estaba a cargo de las mentes de los jóvenes), todos los modos en los que ella es distinta de la anciana corriente, o esperada. Ella siente como un deber el ocultarles las muchas señales que indican que no es tan distinta como ellos creen.
La señora Cross también recibe regalos de sus hijos, pero no libros. Sus pensamientos se dirigen hacia los adornos, los cuadros, los cojines. La señora Cross tiene un ramo de rosas artificiales en las que hay puestas unas lámparas, de las que siempre brotan o burbujean luces, como si fuera una fuente. Tiene una muñeca sureña cuyas faldas de satén se supone que forman un enorme alfiletero. Tiene un cuadro de la cena del Señor, al que llega una luz para formar un halo alrededor de la cabeza de Jesús. (La señora Kidd, después de su primera visita, escribió una carta a uno de sus hijos en el que le describía el cuadro y le decía que había intentado deducir lo que el Señor y sus discípulos comían y que resultaron ser hamburguesas. Esta es la clase de cosas que a sus hijos les encanta escuchar de ella). También hay, cerca de la puerta, una estatua de yeso de tamaño natural de un pastor escocés que se parece a un perro que tenía la familia Cross cuando los niños eran pequeños: el viejo Bonnie. La señora Cross averigua de sus hijos cuánto han costado esas cosas y se lo dice a la gente. Dice que está escandalizada.
Poco después de la llegada de la señora Kidd, la señora Cross la llevó a hacer una visita al segundo piso. La señora Cross va allí cada dos semanas a visitar a una prima suya, la anciana Lily Barbour.
—A Lily no le funcionan todos los cilindros —le advirtió a la señora Kidd, mientras se dirigían hacia el ascensor en la silla de ruedas—. Otra cosa, no huele precisamente a violetas, a pesar de que siempre están pulverizando. Hacen todo lo que pueden.
Lo primero que la señora Kidd vio en cuanto salieron del ascensor fue a una mujer algo arrugada, de pelo blanco y alborotado, con un vestido arrugado bastante por encima de sus desnudas piernas (la señora Kidd apartó rápidamente los ojos de aquello), y con una lengua que no parecía poder volver a meter dentro de la boca. El olor era de orines calientes, una creería que los habían puesto en la estufa, y también a desodorantes de flores. Pero aquí había una persona de rostro tranquilo y de aspecto sensato con un moño alto y con un delantal encima de un limpio vestido rosa.
—Bien, ¿consiguieron ustedes los papeles? —dijo esta mujer de un modo familiar a la señora Cross y a la señora Kidd.
—Oh, no llegan hasta las cinco —respondió la señora Kidd educadamente, pensando que se refería a los diarios.
—No le hagas caso —dijo la señora Cross.
—Tengo que firmarlos hoy —dijo la mujer—. Si no será una catástrofe. Pueden echarme. Yo no sabía que era ilegal.
Hablaba tan bien, de forma tan plausible y segura que la señora Kidd estaba convencida de que tenía que tener un sentido, pero la señora Cross se alejaba enérgicamente en su silla de ruedas. La señora Kidd la siguió.
—No te líes en esa monserga —dijo la señora Cross cuando la señora Kidd la alcanzó. Una mujer con un tremendo bocio, que la señora Kidd no había visto en años, les sonreía persuasivamente. Aquí arriba nadie tenía dientes.
—Yo creía que ya no había bocios —dijo la señora Kidd—. Con el yodo.
Iban en dirección a una voz que gritaba:
—¡George! —decía la voz—. ¡George, Jessie! ¡Estoy aquí! ¡Ven y ayúdame a levantarme! ¡George!
Otra voz se entretejía alegremente con estos gritos:
—Malo, malo, malo —decía—. Malo, malo, malo. Malo, malo, malo. Malo, malo.
Las propietarias de ambas voces estaban sentadas alrededor de una mesa larga cercana a una hilera de ventanas a medio camino del pasillo. Nueve o diez mujeres estaban sentadas allí. Algunas murmuraban o cantaban suavemente para sí. Una desgarraba un pequeño cojín bordado que alguien había hecho. Otra se estaba comiendo un helado cubierto de chocolate. Tenía trozos de chocolate en las patillas, y chorros de helado le bajaban por la barbilla. Ninguna de ellas miraba por la ventana, ni se miraban las unas a las otras. Ninguna le prestaba atención alguna a George-y-Jessie ni a Malo-malo-malo, que seguían sin parar.
La señora Kidd se detuvo.
—¿Dónde está Lily?
—Está al final de todo. No se levanta de la cama.
—Bueno, ve tú a verla —dijo la señora Kidd—. Yo me vuelvo.
—No hay de qué preocuparse —dijo la señora Cross—. Están todos idos en su propio y pequeño mundo. Son felices como pez en el agua.
—Ellos quizá, pero yo no —dijo la señora Kidd—. Te veré en la sala de recreo.
Se dio la vuelta y fue por el pasillo hasta el ascensor donde la señora de rosa todavía estaba preguntando con urgencia por sus papeles. No volvió nunca.
La señora Cross y la señora Kidd acostumbraban jugar a cartas cada tarde en la sala de recreo. Se ponían pendientes, medias, trajes de tarde. Hacían turnos para convidarse a té. En general, estas tardes eran agradables. Se llevaban bien jugando a cartas. A veces jugaban a formar palabras, pero la señora Cross no se tomaba el juego tan en serio como las cartas. Se ponía frívola y peleona, defendiendo palabras que se inventaba. Así que volvieron a las cartas; la mayor parte del tiempo jugaban al Remigio. Allí era como en la escuela, la gente se emparejaba, tenía sus mejores amigos. Las mismas personas se sentaban siempre juntas en el comedor. Algunas personas no tenían a nadie.
La primera vez que la señora Cross advirtió a Jack, él estaba en la sala de recreo cuando ella y la señora Kidd jugaban a cartas. Había llegado hacía sólo una semana aproximadamente. La señora Kidd se había informado sobre él.
—¿Ves a ese tipo del pelo rojo junto a la ventana? —dijo la señora Kidd—. Está aquí por una apoplejía. Sólo tiene cincuenta y nueve años. Lo oí en el comedor antes de que bajaras.
—¡Pobre chico! ¡Tan joven!
—Tiene suerte de estar vivo. Sus padres viven todavía, los dos, están en una granja. Él volvía de visitarles y le dio el ataque. Estaba boca abajo en el patio de la granja cuando le encontraron. No vivía por aquí, es del oeste.
—¡Pobre chico! —dijo la señora Cross—. ¿En qué trabajaba?
—Trabajaba en un diario.
—¿Estaba casado?
—Eso no lo oí. Se dice que era un alcohólico, luego se unió a Alcohólicos Anónimos y lo superó. No te puedes creer todo lo que oyes en este lugar.
(Aquello era cierto. Normalmente había un torbellino de historias alrededor de cualquier recién llegado; historias sobre el dinero que tenían las personas, o los lugares en los que habían estado, o el número de operaciones que habían sufrido y los arreglos de plástico o los artilugios que llevaban dentro o fuera de sus cuerpos. Unos cuantos días más tarde la señora Cross decía que Jack había sido el director de un periódico. Primero oyó que era en Sudbury, luego que en Winnipeg. Decía que había tenido una crisis nerviosa debido al excesivo trabajo; aquella era la verdad, no había sido nunca un alcohólico. Decía que procedía de una buena familia. Su nombre era Jack MacNeil).
En aquel momento la señora Cross observaba lo limpio y lo cuidado que se le veía con sus pantalones grises y su camisa clara. No era natural, al menos en él; se parecía a algo que se hubiera puesto blando por haber permanecido demasiado tiempo en el agua. Era un hombre corpulento, pero no se podía mantener erguido, ni siquiera en la silla de ruedas. Todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba flojo, vacío, impotente. Su cabello y su bigote no eran todavía ni siquiera grises, sino del color del cervato. Estaba blanco como si acabaran de quitarle los vendajes.
Se produjo una distracción. El predicador evangélico que iba cada semana para dirigir las plegarias, con himnos (los predicadores más establecidos iban, a su vez, los domingos) pasaba por la sala de recreo con su mujer detrás, ambos derramando sonrisas y saludos siempre que podían atraer la atención. La señora Kidd levantó la mirada cuando hubieron pasado y dijo en voz baja pero con claridad:
—Bienaventurado sea el mundo.
Al oír aquello, Jack, que estaba atravesando la sala en su silla de ruedas con torpeza (tenía tendencia a ir en círculos) sonrió. La sonrisa era inteligente, irónica, y no casaba con su mirada indefensa. La señora Cross le hizo señas y se dirigió a su encuentro. Ella se presentó a sí misma, y presentó a la señora Kidd. Él abrió la boca y dijo:
—Anh-ahn-anh.
—Sí —dijo la señora Cross, animándole—. ¿Sí?
—Anh-anh-anh —dijo Jack. Sacudió su mano derecha. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Vamos a jugar a las cartas? —preguntó la señora Kidd.
—Tengo que seguir con este juego —dijo la señora Cross—. ¿Por qué no se sienta y mira? ¿Jugaba usted a cartas?
Él alargó la mano derecha y cogió la silla de ella, y luego inclinó la cabeza, llorando. Intentó levantar su mano izquierda para limpiarse la cara. La pudo levantar unos cuantos centímetros, luego volvió a caer en su regazo.
—Oh, vamos —dijo la señora Cross suavemente. Luego recordó qué se hacía cuando los niños lloraban, cómo se les hacía broma para que se olvidaran—. ¿Cómo puedo enterarme de lo que dice si va usted a llorar? Sea paciente. He conocido a personas que han tenido ataques de apoplejía y que luego volvieron a hablar. Sí, las he conocido. No debe usted llorar, con eso no logrará nada. Tómeselo con calma. Buu-aa-aa —dijo, inclinándose hacia él—. Buu-aa-aa. Dentro de poco nos tendrá llorando a la señora Kidd y a mí.
Aquél fue el comienzo de la toma de posesión de Jack por parte de la señora Cross. Le hizo sentar y mirar el juego de cartas y secarse, más o menos, y hacer un ruido que era un substituto de conversación (an-anh) más que un desesperado intento de conversar (anh-anh-aanhh). La señora Cross sintió que algo se expandía en ella. Era su antiguo poder de dirección y de observación, su capacidad para la estrategia, que si se ejercitaba debidamente no podía ser nunca detectada por aquellos en quienes la utilizaba.
No obstante, la señora Kidd lo pudo detectar.
—Esto no es lo que yo llamo un juego de cartas —dijo.
La señora Cross pronto descubrió que Jack no podía permanecer interesado por las cartas y que no tenía sentido hacer que intentara jugar; era conversación lo que él quería. Pero el intentar hablar le hacía llorar.
—El que llore a mí no me molesta —le dijo ella—. He visto muchas lágrimas. Pero no le hace bien con tanta gente, va a ganarse una reputación de niño llorón.
Ella empezó a hacerle preguntas a las que él podía responder con un sí o con un no. Aquello le animaba y a ella le permitía comprobar su información.
Sí, había trabajado en un periódico. No, no estaba casado. No, el periódico no estaba en Sudbury. La señora Cross comenzó a dar vueltas al nombre de cada una de las ciudades que se le ocurrían, pero fue incapaz de dar con la correcta. Él se puso nervioso, intentó hablar, y esta vez las sílabas se parecieron mucho a una palabra, pero ella no la pudo captar. Ella se culpó, por no conocer suficientes lugares. Luego, inspirada, le ordenó que se quedase exactamente donde estaba, que no se moviera, que ella volvería, y se fue con la silla de ruedas por el pasillo hasta la biblioteca. Allí buscó un libro con mapas. Para su disgusto no había tal cosa, no había más que historias de amor y religión. Pero ella no se rindió. Se fue pasillo abajo hasta la habitación de la señora Kidd. Desde que los juegos de cartas se habían interrumpido (aún jugaban algunos días, pero no cada día), la señora Kidd pasaba muchas tardes en su habitación. Allí estaba ahora, sobre su cama, con un elegante camisón color púrpura con un cuello muy adornado. Le dolía la cabeza.
—¿Tienes uno de esos libros como de geografía? —le preguntó la señora Cross—. Un libro que tenga mapas.
Le explicó que lo quería para Jack.
—Quieres decir un atlas —dijo la señora Kidd—. Creo que quizá sí. No me puedo acordar. Puedes mirar en la estantería de abajo. No me acuerdo de lo que hay ahí.
La señora Cross aparcó cerca de la librería y comenzó a levantar los pesados libros hasta su regazo uno por uno, leyendo los títulos a quemarropa. Estaba sin aliento por la velocidad de su viaje.
—Te estás fatigando —le dijo la señora Kidd—. Te vas a trastornar, y le vas a trastornar a él, ¿y para qué?
—No estoy trastornada. Sólo es que me parece un crimen.
—¿El qué?
—Un hombre tan inteligente, ¿qué está haciendo aquí? Tendrían que haberle metido en uno de esos sitios en los que te enseñan cosas, te enseñan cómo hablar de nuevo. ¿Cómo se llaman? Tú lo sabes. ¿Por qué simplemente lo metieron aquí? Quiero ayudarle y no sé qué hacer. Bueno, sólo tengo que intentarlo. Si uno de mis hijos estuviese así y en un sitio donde nadie le conociera, sólo espero que alguna mujer se tomase el mismo interés por él.
—Rehabilitación —dijo la señora Kidd—. La razón por la que lo pusieron aquí es más que probablemente que el ataque fue demasiado fuerte para que puedan hacer nada por él.
—Hay de todo bajo el sol, menos un libro de mapas —dijo la señora Cross—, optando por no responder a eso—. Creerá que no voy a volver.
Salió de la habitación de la señora Kidd con su silla de ruedas sin darle las gracias ni despedirse. Tenía miedo de que Jack pensara que ella no tenía intención de volver, que todo lo que pretendía era librarse de él. En efecto, cuando llegó a la sala de recreo se había marchado. No sabía qué hacer. Ella misma estaba a punto de llorar. No sabía cuál era su habitación. Pensó en ir a la oficina a preguntar, luego vio que eran las cuatro y cinco y que la oficina estaría cerrada. Aquellas chicas eran unas holgazanas. Las cuatro, se ponen el abrigo y se van a casa, nada les importa. Fue rodando lentamente por todo el pasillo, preguntándose qué hacer. Entonces en uno de los pasillos laterales sin salida, vio a Jack.
—¡Aquí está usted, qué alivio! No sabía dónde buscarle. ¿Se creía usted que no iba a volver? Le diré lo que fui a buscar. Le iba a dar una sorpresa. Fui a buscar uno de esos libros que tienen mapas, esos como se llamen, para que me pudiera usted enseñar dónde vivía usted. ¡Atlases!
Él estaba sentado mirando la pared rosa como si fuera una ventana. Contra la pared había una rinconera con un jarrón lleno de narcisos de plástico y algunas figurillas, enanos y perros; en la pared había tres cuadros que habían sido realizados en la sala de artesanía.
—Mi amiga la señora Kidd tiene más libros que la biblioteca. Tiene un libro nada más que sobre bichos. Otro de nada más que de la luna, de cuando estuvieron allí, tan cerca. Pero no tiene algo tan simple como un mapa.
Jack estaba señalando uno de los cuadros.
—¿Cuál está usted señalando? —preguntó la señora Cross—. ¿El de la iglesia con la cruz? ¿No? ¿El que está encima de éste? ¿El de los pinos? ¿Sí? ¿Y? ¿Los pinos y el ciervo rojo? —Él sonreía, moviendo la mano. Ella esperaba que no se pusiera demasiado nervioso ni frustrado esta vez—. ¿Y que? Se parece a una de esas cosas de la televisión. ¿Árboles? ¿Verde? ¿Pinos? ¿Es el ciervo? ¿Tres ciervos? ¿No? Sí. ¿Tres ciervos rojos? —Él movió la mano arriba y abajo y ella dijo—. Realmente no lo sé. Tres-ciervos-rojos. Un momento. Eso es un lugar. Lo he oído en las noticias. Red Deer. ¡Red Deer! ¡Ése es el sitio! ¡Ahí es donde vivía usted! ¡Ahí es donde trabajaba usted en el periódico! ¡En Red Deer[5]!
Ambos estaban alborozados. Él agitaba la mano en círculos para celebrarlo, como si estuviera dirigiendo una orquesta, y ella se echó hacia atrás, riendo, dándose palmadas en las rodillas.
—¡Oh, si todo estuviera en cuadros como eso, nos divertiríamos mucho! Nos lo podríamos pasar muy bien, ¿verdad?
La señora Cross solicitó una entrevista para ver al doctor.
—He oído hablar de personas que tuvieron un ataque muy agudo de apoplejía y que recuperaron el habla, ¿no es así?
—Puede suceder. Depende. ¿Está usted preocupada por ese hombre?
—Debe ser una sensación terrible. No es extraño que llore.
—¿Cuántos hijos tuvo usted?
—Seis.
—Yo diría que ya tuvo usted su parte de preocupación.
Ella pudo ver que él no quería decirle nada. O bien no se acordaba muy bien del caso de Jack o lo hacía ver.
—Estoy aquí para cuidarme de las personas —dijo el doctor—. Es para eso para lo que estoy aquí, y es para eso para lo que están las enfermeras. De modo que puede dejarnos usted toda la preocupación para nosotros. Para eso nos pagan. ¿De acuerdo?
—¿Y cuánto se preocupa? —quiso preguntarle.
Le hubiese gustado hablar con la señora Kidd de esta visita porque sabía que la señora Kidd pensaba que el doctor era un tonto, pero en cuanto la señora Kidd supiera que Jack había sido el motivo de la visita, haría algunas observaciones impacientes. La señora Cross ya no le hablaba nunca de Jack. Hablaba con otras personas, pero podía ver que les aburría. «Nadie se preocupa por las desgracias de otra persona aquí —pensó—. Incluso cuando alguien se muere, no les importa, es sólo yo, yo estoy aún viva; ¿qué hay de cena? El egoísmo. Todas están tan mal como las del segundo piso, sólo que todavía no se les nota».
No había ido al segundo piso, no había visitado a Lily Barbour desde que hizo amistad con Jack.
Les gustaba sentarse en el rincón del cuadro del ciervo rojo, la escena de su primer éxito. Aquél fue considerado su sitio, donde podían estar solos. La señora Cross llevaba lápiz y papel, aseguraba la bandeja sobre su silla, e intentaba ver cómo le iba a Jack con la escritura. Era casi lo mismo que hablar. Hacía algún garabato, apretaba el lápiz hasta romperlo y rompía a llorar. No progresaban, ni en la escritura ni en el habla, era inútil. Pero ella aprendía a hablar con él por el método del sí y el no, y parecía que a veces podía captar lo que tenía en la mente.
—Si fuese más inteligente le sería de más ayuda —le dijo—. ¿No es ese el límite? Yo puedo sacar todo lo que tengo en la cabeza, pero nunca hubo mucho en ella, y usted tiene la cabeza absolutamente llena, pero no lo puede sacar. No importa. Vamos a tomar una taza de café, ¿quiere? Una taza de café, eso es lo que le gusta. Mi amiga la señora Kidd y yo tomábamos siempre té, pero ahora bebo café. Yo también lo prefiero.
—Así que nunca se casó usted. ¿Nunca?
Nunca.
—¿Tuvo novia?
Sí.
—¿La tuvo? ¿Tuvo novia? ¿Hace mucho? ¿Hace mucho o hace poco?
Sí.
—¿Hace mucho o hace poco? Las dos cosas. Hace mucho y hace poco. Novias distintas. ¿La misma? La misma mujer. ¿Estuvo usted enamorado de la misma mujer años y años pero no se casó con ella? ¡Oh, Jack! ¿Y por qué no? ¿No podía casarse con usted? No podía. ¿Por qué no? ¿Ya estaba casada? ¿Lo estaba? Sí. Sí. ¡Oh, Dios mío!
Buscó en el rostro de él para ver si era un tema demasiado doloroso o si quería seguir. Le pareció que quería seguir. Ella estaba deseosa de preguntar dónde estaba ahora aquella mujer, pero algo le advirtió que no lo hiciera. En lugar de eso, ella adoptó un tono ligero.
—Me pregunto si podré adivinar su nombre. ¿Recuerda lo de Red Deer? ¿A que fue divertido? Tengo curiosidad. Podría comenzar con la A y seguir por todo el alfabeto. ¿Anne? ¿Audrey? ¿Annabelle? No, creo que sencillamente seguiré mi intuición. ¿Jane? ¿Mary? ¿Louise?
El nombre era Pat, Patricia, con el que dio quizá a su trigésima intentona.
—Siempre me imagino que una Pat es rubia. No morena. ¿Sabe cómo se tiene una fotografía en la cabeza para un nombre? ¿Era rubia? ¿Sí? Y alta, yo me imagino que una Pat es siempre alta. ¿Lo era? ¡Bien! Lo he adivinado. Alta y rubia. Una mujer guapa. Una mujer encantadora.
Sí.
Se sintió avergonzada de sí misma, porque por un momento había deseado tener a alguien a quien contarle esto.
—Esto es un secreto entonces. Entre usted y yo. Ahora bien, si quiere usted escribirle alguna vez a Pat una carta, dígamelo. Dígamelo y yo adivinaré lo que usted quiere decirle y yo la escribiré.
No. Ninguna carta. Nunca.
—Bueno, yo también tengo un secreto. Había un chico que me gustaba, lo mataron en la Primera Guerra Mundial. Me acompañó a casa al salir de una fiesta de patinaje, de la fiesta de patinaje de nuestra escuela. Yo estaba en el último curso de secundaria. Tenía catorce años. Eso fue antes de la guerra. A mí me gustaba él, y pensaba en él, ¿sabe?, y cuando supe que le habían matado, eso fue después de que me hubiese casado, yo me casé a los diecisiete años, bueno, cuando supe que le habían matado pensé «ahora tengo algo que esperar, puedo esperar encontrármelo en el cielo». Eso es cierto. Así de infantil era yo.
—Marian también estaba en aquella fiesta de patinaje. ¿Sabe a quién me refiero? A la señora Kidd. Ella estaba allí y llevaba el traje más bonito. Era azul cielo adornado de piel blanca y con capucha. También tenía un manguito. Tenía un manguito blanco de piel. Nunca vi nada que me hubiera gustado tanto tener como aquel manguito.
Tumbada a oscuras por la noche, antes de dormirse, la señora Cross repasaba todo lo que había sucedido con Jack aquel día: qué aspecto tenía, qué color tenía, si había llorado y cuánto rato y cuán a menudo; si había estado de mal humor en el comedor, molesto por tanta gente a su alrededor o quizá porque no le gustaba la comida; si le había dicho buenas noches de mal humor o con gratitud.
Mientras tanto la señora Kidd había encontrado otra amiga. Era Charlotte, que residía abajo, cerca del comedor, pero que recientemente se había mudado al otro lado del pasillo. Charlotte era una mujer cortés, alta y delgada, de cuarenta y tantos años. Tenía esclerosis múltiple. A veces su enfermedad remitía, como ahora; hubiera podido irse a su casa si lo hubiera deseado, y hubiera habido un lugar para ella. Pero ella estaba contenta donde estaba. Años de vida en instituciones la habían hecho infantil, afectuosa, alegre. Ayudaba en la peluquería, le encantaba hacerlo, le encantaba cepillar y poner horquillas en el pelo de la señora Kidd, maravillándose de lo negro que todavía lo tenía. Ella se ponía un tinte rubio ceniza en su propio pelo y lo llevaba cardado, tieso de laca. La señora Kidd podía oler la laca para el cabello desde su habitación y llamaba:
—¡Charlotte! ¿Te han trasladado aquí con el propósito de que nos asfixies?
Charlotte se reía. Le llevó un regalo a la señora Kidd. Era un bolso rojo de fieltro, con un adorno superpuesto de hojas verdes y flores azules y amarillas que había hecho en la sala de artesanía. La señora Kidd pensó lo mucho que se parecía a aquellos portarrecetas que sus hijos llevaban a casa de la escuela; toda una bandeja para pastel de cartón y media bandeja, cosidas juntas con hilo brillante. No tenían la cabida suficiente como para ser realmente útiles. Eran frivolidades creadas concienzudamente, como los agarradores de ganchillo a través de los cuales te podías quemar; la cabeza de caballo de madera recortada con un gancho que no era lo suficientemente grande como para sostener un sombrero.
Charlotte hacía bolsos para sus hijas, que estaban casadas, y para sus nietas pequeñas, y para la mujer que vivía con su marido y utilizaba su nombre. El marido y esa mujer iban a ver a Charlotte con regularidad; eran todos buenos amigos. Había sido un buen arreglo para el marido, para los hijos, y quizá para la misma Charlotte. Nada le había sido impuesto a Charlotte. Probablemente ella había cedido sin un gemido. Encantada de la oportunidad.
—¿Y qué esperas? —decía la señora Cross—. Charlotte es una despreocupada.
La señora Cross y la señora Kidd no habían tenido ningún distanciamiento ni ninguna frialdad real. Aún charlaban y jugaban a cartas, pero era difícil. Ya no se sentaban a la misma mesa en el comedor porque la señora Cross tenía que vigilar si Jack necesitaba que le ayudasen a cortar la carne. Él no dejaba que nadie se la cortara; sencillamente hacía ver que no quería y perdía las proteínas. Entonces Charlotte se mudó al sitio que la señora Cross había dejado vacante. Charlotte no tenía problemas para cortarse la carne. De hecho, ella se cortaba la carne, la tostada, el huevo, las verduras, el pastel, lo que estuviera comiendo que se cortara, en pedazos pequeños y regulares antes de comenzar a comer. La señora Kidd le dijo que aquello no era de buena educación. Charlotte se quedó cabizbaja pero terca, y siguió haciéndolo.
—Ni tú ni yo hubiésemos cedido tan rápidamente —decía la señora Kidd, hablando todavía de Charlotte con la señora Cross—. No hubiésemos tenido elección.
—Eso es cierto. No había lugares como éste. No había lugares agradables. No nos hubieran podido mantener vivas en la forma en que lo hacen con ella. Con medicinas y todo eso. También pudiera ser que fueran las medicinas las que la vuelven tonta.
La señora Kidd se quedó callada, frunciendo el ceño al oír que le decían tonta a Charlotte, aunque aquella era sólo la forma brusca de decir lo que había estado intentando decirse a sí misma. Al cabo de un momento dijo sin convicción:
—Creo que tiene más cabeza de lo que demuestra.
La señora Cross dijo igualmente:
—No sabría decirlo.
La señora Kidd se sentó con la cabeza inclinada hacia adelante, pensativamente. Podía sentarse de aquel modo durante media hora, fácilmente, dejando que Charlotte le cepillara y le cuidara el pelo. ¿Se estaba volviendo una de aquellas ancianas a quienes les encantaba que las sirvieran? Aquellas ancianas también necesitaban a alguien a quien dominar. Eran de la clase que daba la vuelta al mundo en barcos de crucero, había leído sobre ellas en las novelas. Viajaban por el mundo, se alojaban en hoteles, o vivían en casas suntuosas y arruinadas, con sus compañeros. Era tan fácil dominar a Charlotte, hacerla jugar a formar palabras y decirle que sus modales eran malos. Charlotte estaba deseando ser la esclava de alguien. ¿Por qué, pues, la señora Kidd esperaba contenerse? Ella no deseaba ser de aquella especie reconocible de anciana. Además, las esclavas costaban más de lo que valían. Al final, la devoción de la gente cuelga como piedras alrededor del propio cuello. Esperanzas. Quería flotar libre de trabas. A veces podía hacerlo tumbándose en la cama y repitiendo mentalmente todos los poemas que sabía, o los hechos, que eran cada vez más difíciles de mantener en su lugar. Otras veces se imaginaba una casa al borde de algún oscuro bosque o pantano, con campos radiantes frente a ella que llegaban hasta el mar. Se imaginaba que vivía allí sola, como la mujer vieja de una historia.
La señora Cross quería llevar a Jack de visita. Pensó que era el momento de que aprendiese a encontrarse con personas. Ahora ya no lloraba tan a menudo cuando estaban solos. Pero a veces, en las comidas, ella se sentía avergonzada de él y tenía que decírselo. Él se molestaba por algo, a menudo ella no sabía por qué, y a veces su malhumor le llevaba hasta el punto de tirar el azucarero o de arrojar todos los cubiertos al suelo. Ella pensaba que si Jack pudiera acostumbrarse a unas cuantas personas más, del mismo modo que se había acostumbrado a ella, se calmaría y se comportaría decentemente.
La primera vez que le llevó a la habitación de la señora Kidd, la señora Kidd dijo que ella y Charlotte estaban a punto de salir, que iban a la sala de artesanía. No les pidió que fuesen juntos. La siguiente vez que fueron, la señora Kidd y Charlotte estaban allí sentadas jugando a las palabras, de modo que las sorprendieron.
—No os importará que miremos un momento —dijo la señora Cross.
—Oh, no, pero no me culpéis si os aburrís. A Charlotte le cuesta una semana a partir del miércoles decidirse.
—No tenemos prisa. No nos esperan en ninguna parte. ¿Verdad Jack?
Ella se preguntaba si podía conseguir que Jack jugase a formar palabras. Ella no conocía la gravedad de su problema cuando intentaba escribir. ¿Era que no podía formar las letras? ¿Eso era todo? ¿O no podía saber cómo se formaban las palabras? Esta podía ser una buena cosa para él.
Sea como fuere, él ponía interés. Puso su silla de lado junto a Charlotte, quien cogió unas letras, las devolvió, las volvió a coger, las miró en la mano, y finalmente puso «viento» a partir de la «o» de la palabra «codo» de la señora Kidd. Jack parecía comprender. Estaba tan encantado que le dio unas palmaditas a Charlotte en la rodilla en señal de felicitación. La señora Cross esperaba que Charlotte se daría cuenta de que era sólo amistoso y que no se ofendería.
No tenía por qué haberse preocupado. Charlotte no sabía cómo ofenderse.
—Muy bien por ti —dijo la señora Kidd frunciendo el entrecejo, y a continuación ella formó «demonio» al través con la «d».
—¡Palabra triple! —dijo, y anotó la puntuación—. Coge tus letras, Charlotte.
Charlotte le enseñó a Jack sus nuevas letras, una por una, y él hizo un sonido en señal de apreciación. La señora Cross no le quitaba el ojo de encima, esperando que no sucediera nada que le pusiera de mal humor y estropease aquella muestra de cordialidad. No sucedió nada. Pero Jack no causaba un buen efecto en la concentración de Charlotte.
—¿Quiere ayudar? —le preguntó Charlotte, y movió el pequeño atril con las letras encima, de modo que estuviese frente a ambos. Él se inclinó de modo que casi tenía la cabeza sobre el hombro de ella.
—Anh-anh-anh —dijo Jack, pero sonaba alegre.
—¿Anh-anh-anh? —dijo Charlotte, de broma—. ¿Qué clase de palabra es «Anh-anh-anh»?
La señora Cross esperó que cayeran los cielos, pero lo único que Jack hizo fue reírse, y Charlotte se rió, de modo que había una especie de contienda de risas entre ellos dos.
—Pues sí que sois grandes amigos —dijo la señora Kidd.
La señora Cross pensó que sería mejor no exasperar a la señora Kidd si querían tomar la costumbre de hacer visitas.
—Jack, no distraigas a Charlotte —le dijo afablemente—. Déjala jugar.
Ni siquiera había terminado de decir esto, cuando vio la mano de Jack descendiendo torpemente sobre la tabla hacia las letras. Las letras cayeron. Él se volvió y le mostró su fea mirada, peor de lo que ella la hubiese visto jamás. Ella se quedó sorprendida e incluso temerosa, pero no quería que él lo notara.
—¿Qué has hecho? —le dijo—. ¡Vaya comportamiento!
Él hizo un sonido de disgusto y empujó la tabla y todas las letras al suelo, mirando todo el rato a la señora Cross para que no hubiese duda de que su disgusto y su furia habían sido causados por ella. Ella sabía que en aquel momento era importante hablar fría y firmemente. Eso era lo que había que hacer con un niño o con un animal; había que demostrarles que tu control no se ha movido y que no estás ni dolida ni asustada por esas demostraciones. Pero ella fue incapaz de decir una palabra; tal sentimiento de pena, de emoción y de impotencia surgió en su corazón. Sus ojos se llenaron de lágrimas y a la vista de sus lágrimas la expresión de él se hizo cada vez más rencorosa y amenazadora, como si los sentimientos que sentía contra ella estuvieran en ebullición.
Charlotte sonreía, o bien porque no podía cambiar el buen humor de un momento antes, o porque no sabía hacer nada más que sonreír, sin importar lo que sucediera. Tenía la cara roja, como disculpándose, nerviosa.
Jack consiguió darle la vuelta a su silla con un movimiento violento y torpe. Charlotte se puso en pie. La señora Cross se obligó a hablar.
—Sí, será mejor que lo lleves a su casa ahora. Será mejor que se vaya, que se serene y que se arrepienta de sus malos modales. Será mejor.
Jack hizo un sonido insolente, que parecía indicar que la señora Cross le estaba diciendo a Charlotte que hiciera lo que Charlotte ya iba a hacer de todos modos; la señora Cross hacía solamente ver que controlaba las cosas. Charlotte había cogido la silla de ruedas y la empujaba hacia la puerta, con sus sonrientes labios apretados de concentración mientras evitaba los estantes de libros y la caja de mariposas que estaba contra la pared. Quizá era difícil de guiar para ella, quizá los reflejos y los equilibrios ordinarios de su cuerpo no estaban allí para que ella contase con ellos, pero parecía encantada. Les saludó con la mano, aligeró su sonrisa y salió hacia el pasillo. Era como una de esas muñecas antiguas, no de la clase que la señora Cross y la señora Kidd tenían, sino de la clase de las que tenían sus madres, con los cuerpos largos y flojos, las caras de rosa y de blanco, el pelo encrespado de porcelana y sonrisa elegante. Jack mantuvo su cara vuelta, el trozo que de ella podía ver la señora Cross estaba sonrojado.
—Sería fácil para cualquier hombre conseguir lo mejor de Charlotte —dijo la señora Kidd cuando se hubieron marchado.
—No creo que sea un peligro tan grande —dijo la señora Cross. Habló con tono seco, pero su voz temblaba.
La señora Kidd miró la tabla y las letras esparcidas por el suelo.
—No podemos hacer mucho para cogerlas —dijo—. Si cualquiera de nosotras se inclina, se desmaya.
Eso era cierto.
—Viejas decrépitas e inválidas, ¿eso somos? —Su voz tenía un mayor control ahora.
—No lo vamos a intentar. Cuando venga la chica con el zumo le pediré que lo haga ella. No necesitamos decir cómo sucedió. Eso es lo que haremos. No nos vamos a doblar y acabar aplastándonos las narices.
La señora Cross sintió en su corazón un golpe fuerte y sordo. Su corazón era como un cuervo viejo y lisiado agitándose en su pecho. Ella cruzó las manos allí, para detenerlo.
—Bueno, no te lo he contado nunca, no creo que lo haya hecho —dijo la señora Kidd, con los ojos puestos en la cara de la señora Cross—. Nunca te he contado lo que sucedió aquella vez que me levanté demasiado deprisa de la cama en mi apartamento y me caí de cabeza. Me desmayé. Afortunadamente la mujer estaba en casa, la del apartamento debajo del mío, y oyó el golpe y llamó al como se llame, al hombre de las llaves, al conserje. Vinieron y me encontraron inconsciente y fría y me llevaron en ambulancia. No me acuerdo de nada. No puedo recordar nada de lo que me pasó durante las siguientes tres semanas. No estaba inconsciente. Hubiera deseado estarlo. Estaba consciente y decía un montón de tonterías. ¿Sabes lo primero que recuerdo? ¡Al psiquiatra viniendo a verme! Habían ido a por un psiquiatra para que determinase si estaba loca. Pero nadie me dijo que era un psiquiatra. Eso forma parte de ello, no te lo dicen. Tenía puesta una cosa parecida a una chaqueta del ejército. Era muy joven. De modo que pensé que era sólo algún tipo que había entrado de la calle.
—¿Cuál es el nombre del primer ministro? —me preguntó.
—¡Bueno! Yo pensé que él estaba loco. Así que dije: «¿Y a quién le importa?». Y le di la espalda como si me dispusiera a dormir, y a partir de aquel momento lo recuerdo todo.
—¡Y a quién le importa!
De hecho, la señora Cross le había oído contar esta historia antes a la señora Kidd, pero hacía mucho tiempo y ahora se rió, no sólo por cortesía, se rió aliviada. La firme voz de la señora Kidd había extendido una pomada entumecedora sobre su aflicción.
Por entre su risa conjunta, la señora Kidd le espetó una rápida y seria pregunta.
—¿Estás bien?
La señora Cross levantó las manos de su pecho y esperó.
—Creo que sí. Sí. Pero creo que me voy a ir para echarme.
En este intercambio se sobreentendió que la señora Kidd decía también: «Tu corazón está débil, no deberías ponerte a merced de esas emociones», y que la señora Cross replicaba: «Lo haré a mi modo, aunque pueda haber algo de razón en lo que dices».
—No tienes la silla —dijo la señora Kidd.
La señora Cross estaba sentada en una silla ordinaria. Había ido andando lentamente detrás de la silla de Jack, para ayudarle a guiarla.
—Puedo andar —dijo—. Puedo andar si me tomo el tiempo suficiente.
—No. Sube. Siéntate en mi silla y yo te llevaré.
—No puedes hacer eso.
—Sí puedo. Si no utilizo mi energía me volveré loca con mi juego de palabras.
La señora Cross se subió a la silla de ruedas de la señora Kidd. Al hacerlo sintió tal debilidad en las piernas que vio que la señora Kidd tenía razón. No podría haber andado ni tres metros.
—Ahora, pues —dijo la señora Kidd y franqueó el camino para salir de la habitación al pasillo.
—No te esfuerces. No intentes ir demasiado deprisa.
—No.
Siguieron por el pasillo, giraron a la izquierda y lograron llegar hasta una rampa muy suave. La señora Cross podía oír la respiración de la señora Kidd.
—Quizá pueda hacer el resto sola.
—No, no puedes.
Giraron de nuevo a la izquierda al final de la rampa. Ahora ya se veía la habitación de la señora Cross. Estaba tres puertas por delante.
—Lo que voy a hacer ahora —dijo la señora Kidd, con énfasis y pausas para ocultar su jadeo—, es darte un empujón. Puedo darte un empujón que te llevará exactamente ante tu propia puerta.
—¿Puedes? —dijo la señora Cross dudando.
—Seguro. Luego te puedes dar la vuelta sola, meterte en la cama y tomarte el tiempo de acomodarte, y luego llamas a la chica y haces que me devuelva la silla.
—¿No me vas a estrellar contra algo?
—Ya verás.
Al decir esto, la señora Kidd dio a la silla de ruedas un empujón calculado y delicadamente equilibrado. Rodó hacia adelante con suavidad y se detuvo exactamente donde ella le había dicho que lo haría, exactamente en la misma puerta de la señora Cross. La señora Cross había levantado apresuradamente sus pies y sus manos para este último tramo del viaje. Ahora los dejó caer. Hizo una sola señal con la cabeza, de satisfacción y de reconocimiento, se dio la vuelta y se deslizó tranquilamente hacia su propia habitación.
La señora Kidd, en cuanto la señora Cross no estuvo a la vista, se dejó caer y se sentó con la espalda apoyada contra la pared, con las piernas hacia adelante sobre el frío linóleo. Rogó que ninguna persona ruidosa llegase hasta que hubiera podido recuperar su fuerza y comenzar su viaje de vuelta.