Historias desafortunadas

Julie lleva un vestido camisero a rayas rosas y blancas y un sombrero de paja beige adornado de encaje con una rosa rosada bajo el ala. Primero vi el sombrero, cuando ella venía dando zancadas por la calle. Por un momento no me di cuenta de que era Julie. Durante el último par de años he experimentado momentos de incredulidad cuando me encuentro con mis amigos en público. Parecen mayores de lo que yo creo que deberían parecer. A Julie no se la veía mayor, pero captó mi atención de una forma en la que nunca lo había hecho antes. Era el sombrero. Me parecía algo gallardo y absurdo en aquella mujer alta y masculina. Luego vi que era Julie y me apresuré a saludarla, y cogimos una mesa bajo un parasol en este restaurante de la acera donde ahora estamos comiendo.

No nos hemos visto en dos meses, desde la conferencia en mayo. Yo he venido a Toronto a pasar el día. Julie vive aquí.

Pronto me explica lo que pasa. Sentada, se la ve muy bonita, con los ángulos de su rostro suavizados y protegidos por el sombrero, y con sus oscuros ojos, que le brillan.

—Me hace pensar en una historia —dice Julie—. ¿No se parece a una de esa clase de historias con un giro irónico al final que antes eran tan populares? Yo realmente pensé que se me invitaba a protegerte. No, no exactamente proteger, eso es demasiado vulgar, pero creí que sentías algo y que estabas siendo prudente, y que por eso tenía que ser yo. ¿No sería una buena historia? ¿Por qué pasaron de moda esas historias?

—Llegaron a parecer demasiado pronosticables —le dije—. O la gente pensó: «Así no es como suceden las cosas». O pensaron: «¿A quién le importa la forma en que suceden las cosas?».

—¡A mí no! ¡Para mí nada era pronosticable! —dice Julie. Una o dos personas miraron hacia donde estábamos. Las mesas están demasiado juntas aquí.

Hace una mueca y se tira del sombrero hacia abajo sobre ambas mejillas, aplastando la rosa contra su sien.

—Debo de estar gritando —dice—. Ahora tengo tendencia a volverme atolondrada. Sencillamente, me parece tan extraordinario. ¿Es ridículo este sombrero? No, en serio, ¿te acuerdas de cuando volvíamos en coche y contaste la visita que hiciste, la visita a la que te llevó aquel hombre para ver a la gente rica? ¿A la mujer rica? ¿Aquella horrible? ¿Te acuerdas que entonces dijiste que existían dos clases de amor y que hay una clase que nadie quiere pensar que se le ha escapado? Bueno, yo entonces pensaba, ¿se me han escapado todas las clases? Yo ni siquiera he podido separar las distintas clases.

Estoy a punto de decir «Leslie», que es el nombre del marido de Julie.

—No digas «Leslie» —dice Julie—. Sabes que eso no cuenta. No puedo evitarlo. No cuenta. De modo que yo iba pensando, estaba dispuesta a hacer una broma sobre el particular, pero pensaba, ¡cómo me gustaría conseguir aunque sólo fueran unos mendrugos!

—Douglas es mejor que unos mendrugos —digo.

—Sí, lo es.

Cuando la conferencia de mayo pasado terminó y los autobuses estaban en la puerta del hotel de verano, esperando para llevar a la gente de vuelta a Toronto o al aeropuerto, fui a la habitación de Julie y la encontré haciendo su mochila.

—He conseguido que nos lleven en coche a Toronto —le dije—. Si prefieres eso al autobús. ¿Recuerdas al hombre que te presenté anoche? ¿Douglas Reider?

—Bien —dijo Julie—. Estoy ligeramente harta de toda esa gente. ¿Tendremos que hablar?

—No mucho. Él hablará.

La ayudé a levantar la mochila. Probablemente no tiene maleta. Llevaba puestas sus botas de montaña y una chaqueta de algodón. No estaba fingiendo. Podría haber ido andando a Toronto. Cada verano ella, su marido y algunos de sus hijos se hacían el camino de Bruce. Otras cosas cuadran con la imagen. Ella hace su propio yogur, el pan integral y el müesli. Uno pensaría que me hubiera preocupado presentársela a Douglas, a quien cualquier exhibición de virtud impulsaba a las provocaciones más extraordinarias. He oído decir a gente que el yogur produce cáncer, que el fumar es bueno para el corazón y que las ballenas son una abominación. Lo hace alegremente, pero con una seguridad total, y añade un chocante y despectivo bordado de estadísticas falsas y de pormenores inventados. La gente con quien la toma está enfurecida, desconcertada o herida, y a veces todas estas cosas a la vez. No recuerdo haber pensado en cómo le manejaría Julie, pero supongo que si pensé en ello, debí decidir que lo llevaría bien. Julie no es tonta. Conoce sus propias estratagemas, sus esfuerzos, sus dudas. No se la podría criticar por sus causas.

Julie y yo hemos sido amigas durante años. Es bibliotecaria infantil en Toronto. Me ayudó a encontrar el trabajo que ahora tengo, o al menos ella me lo dijo. Yo llevo una biblioteca ambulante por el valle de Ottawa. Hace mucho tiempo que estoy divorciada, y por eso es natural que Julie me contara a mí un problema que dice que no puede tratar con mucha gente. Es una pregunta, más que un problema. La pregunta es: ¿Debería Julie intentar vivir sola? Ella dice que su marido, Leslie, es indiferente, superficial, terco, emocionalmente tacaño, leal, honesto, magnánimo y vulnerable. Dice que ella nunca le desea realmente, que cree que podría echarle de menos más de lo que podría soportar, o que quizá simplemente el estar sola sería más de lo que podría soportar. Dice que no se hace ilusiones de ser capaz de atraer a otro hombre. Pero a veces ella siente que sus emociones, su vida, su esto o lo otro, que todo eso está siendo malgastado.

Yo escucho y pienso que suena como las quejas de muchas mujeres, y de hecho se parecen mucho a las quejas de cuando yo estaba casada. ¿Cuánto de esto se dice de veras?, ¿hasta dónde llega?, ¿cuánto es un ejercicio que equilibra el matrimonio y lo mantiene a flote? Le he preguntado, ¿se ha enamorado ella alguna vez, se ha enamorado de otra persona? Ella dice que una vez creyó que sí, de un chico que conoció en la playa, pero que todo era una tontería, que todo se evaporó. Y una vez en estos últimos años un hombre creyó que estaba enamorado de ella, pero aquello también fue un disparate, no salió nada de ello. Le digo que estar sola tiene su lado desagradable, indudablemente. Le digo que se lo piense dos veces. Creo que en cierto modo soy una persona más valiente que Julie, porque me he arriesgado. Me he arriesgado más de una vez.

Julie, Douglas Reider y yo comimos en un restaurante en un edificio antiguo de madera blanca que daba a un pequeño lago. El lago forma parte de una cadena de lagos y había un muelle adonde llegaban los barcos antes de que la carretera fuese construida. Los barcos traían entonces a los veraneantes y los suministros. Los árboles llegaban hasta la orilla, a ambos lados del edificio. La mayoría eran abedules y álamos. Las hojas no habían salido del todo aquí, aunque era el mes de mayo. Se podían ver todas las ramas con sólo una sensación de verde, como si ése fuese el color del aire. Bajo los árboles había cientos de azucenas blancas. Era un día nublado, aunque el sol había estado intentando abrirse paso. El agua se veía clara y fría.

Nos sentamos en unas sillas de cocina viejas, desparejadas y pintadas de colores brillantes, en una galería acristalada. Éramos las únicas personas allí. Era un poco tarde para comer. Comimos pollo asado.

—Realmente, es la comida del domingo —dije—. Es la comida del domingo después de ir a la iglesia.

—Es un lugar encantador —dijo Julie. Ella le preguntó a Douglas cómo sabía que existía.

Douglas dijo que tenía que saber donde estaba todo, porque se pasaba mucho tiempo viajando por la región. Es el encargado de reunir, de comprar para los Archivos Provinciales, toda clase de diarios viejos, cartas, documentos, que de otro modo se perderían, o serían vendidos a coleccionistas de fuera de la zona o del país. Sigue varias pistas y corazonadas, y cuando encuentra un tesoro no siempre es suyo de inmediato. A menudo tiene que convencer a propietarios reticentes, recelosos o codiciosos, y ser más listo que los comerciantes particulares.

—Es una especie de pirata, en realidad —le dije a Julie.

Él estaba hablando de los comerciantes particulares, contando historias sobre sus rivales. A veces ellos consiguen material valioso y después descaradamente intentan volvérselo a vender. O intentan venderlo fuera del país a los mejores postores, un desastre que él ha jurado impedir.

Douglas es alto, y la mayoría de personas le considerarían delgado, haciendo caso omiso de la pequeña protuberancia por encima de su cinturón y que puede ser considerada como un desarrollo reciente, impropio, y quizá momentáneo. Su cabello es gris, cortado corto, quizá para tranquilizar a los propietarios de diarios entrados en años y conservadores. Para mí es un hombre con un aspecto juvenil. No quiero sugerir con eso un hombre descarado, grosero y apocado. Pienso en la juventud recia, en el aspecto desenvuelto y severo que a menudo se ve en las fotografías de los militares de la Segunda Guerra Mundial. Douglas fue uno de ellos, y se mantuvo, no maduró. ¡Oh, la modestia y la satisfacción de aquellos rostros, reprimiendo sus secretos! Con tales hombres la incursión en el amor es rápida, privada y asombrosa, y así es la recuperación. Yo le observaba mientras él hablaba a Julie de las personas que comercian con papeles y libros antiguos, que no son rancios ni oscuros, como en la imaginación popular, ni misteriosas viejas urracas, sino pícaros atrevidos con los instintos de los tahúres y de los timadores. En esto, como en cualquier otra empresa donde exista la promesa de dinero, abundan las intrigas, las mentiras, los engaños y las bravatas.

—Las personas tienen esa idea sobre cualquier cosa que tenga que ver con libros —dijo Julie—. La tienen de los bibliotecarios. Piensa en las veces que se oye decir a la gente que alguien no es un bibliotecario típico. ¿No lo has querido decir de ti mismo?

Julie estaba excitada, bebiendo vino. Creí que era porque se había crecido en la conferencia. Ella tiene talento para las conferencias, y no tiene inconveniente en hacerse útil. Puede hablar en reuniones generales sin que se le seque la boca ni le tiemblen las rodillas. Sabe que es un punto de referencia. Dice que tiene que admitir que le gustan bastante las reuniones y los comités, y los informes. Ha trabajado para el P.T.A., el N.D.P., para la Iglesia Unitaria, para asociaciones de inquilinos y clubs de grandes libros. Ha dedicado gran parte de su vida a organizaciones. Quizá sea una adicción, dice, pero ella mira a su alrededor en una reunión y no puede evitar pensar que las reuniones son buenas para las personas. Hacen que la gente sienta que no todo es confusión.

Ahora bien, en esta conferencia, dijo Julie, ¿quiénes, quiénes eran los típicos bibliotecarios? ¿Dónde se les podía encontrar? Realmente, decía ella, se podría pensar que se había hecho un esfuerzo demasiado penoso para acabar con esa imagen.

—Pero no es un atontamiento calculado —decía—. Realmente es una de esas profesiones refugio.

Lo que no significaba, decía, que todas las personas que había en ella fueran temerosas y apocadas. Muy al contrario. Estaba llena de fenómenos genuinos y de muchas personalidades llamativas y expansivas.

—Viejos excéntricos —dijo Douglas.

—Con todo, la imagen prevalece en alguna parte —dijo Julie—. El director del centro de conferencias vino a hablar con la presidenta esta mañana y le preguntó si quería una lista de las personas que pasaron la noche fuera de sus habitaciones. ¿Puede uno imaginarse que ellos pensaran que nosotros queríamos saber eso?

—¿No queríamos? —le pregunté.

—Quiero decir oficialmente. Y de todos modos, ¿cómo consiguen esa clase de información sobre la gente?

—Espías —dijo Douglas—. G.A.M.P., Guardianes Aficionados de la Moral Pública. Yo mismo soy miembro. Es como ser bombero.

Julie no lo captó. En lugar de eso dijo de mal humor:

—Supongo que son los más jóvenes.

—Envidiosa de la revolución sexual —dijo Douglas sacudiendo la cabeza—. De todos modos, creí que se había terminado todo. ¿No se ha terminado ya? —dijo, mirándome.

—Eso tengo entendido —le dije.

—Bueno, eso no es justo —dijo Julie—. Para mí no sucedió nunca. No, de veras. Desearía haber nacido más joven, quiero decir, más tarde. ¿Por qué no ser sincera en esto?

A veces se ponía a ser ridículamente franca. Había algo querido y coqueto, infantilmente coqueto, en esto; sin embargo, no parecía humorístico. Parecía, en aquel momento, necesario. Me ponía nerviosa por ella. Estábamos bebiendo nuestra segunda botella de vino y ella había bebido más que Douglas o que yo.

—Bien, de acuerdo —dijo ella—. Ya sé que es divertido. Dos veces en la vida he tenido posibilidades y las dos resultaron muy divertidas. Quiero decir muy extrañas. Así que creo que no es a propósito. No. No es la voluntad de Dios.

—Oh, Julie —dije yo.

—Tú no conoces toda la historia —dijo ella.

Yo creí que realmente se estaba emborrachando, y que tenía que hacer lo que pudiera para mantener el tono frívolo, de modo que dije:

—Sí, la sé. Conociste a un estudiante de psicología mientras estabas tirando un pastel al mar.

Me alegré de que Douglas se riera.

—¿De veras? —dijo él—. ¿Siempre tirabas los pasteles al mar? ¿Tan malos eran?

—Eran muy buenos —dijo Julie hablando con un estilo artificial y muy burlón—. Muy buenos y muy elaborados. Gateau Saint Honoré. Una barbaridad. Lleva nata, crema y caramelo. No. La razón por la que lo tiraba al mar, y esto ya te lo he contado —me dijo a mí—, era que tenía un problema secreto en aquel momento. Tenía un problema con la comida. Estaba recién casada y vivíamos en Vancouver, cerca de Kitsilano Beach. Yo era una de esas personas que se hartan y luego se purgan. Hacía buñuelos de crema y me los comía todos uno detrás de otro, o hacía dulces de nata y me comía toda la plata, luego tomaba mostaza y agua para vomitar, o bien dosis masivas de sales de fruta para que me bajase. Terrible. La culpa. Me sentía obligada. Debía tener algo que ver con el sexo. Ahora dicen que es así, ¿verdad?

—Bueno, hice ese terrible pastel e hice ver que lo hacía para Leslie, pero para cuando lo terminé, supe que lo hacía para mí. Iba a acabar comiéndomelo todo yo, y fui a tirarlo a la basura, pero sabía que podía recuperarlo de nuevo. ¿No es asqueroso? De modo que lo puse todo en una bolsa de papel marrón y fui hasta el final rocoso de la playa y lo lancé al mar. Pero aquel chico me vio. Me echó una mirada que supe lo que pensaba. ¿Cuál es naturalmente el primer pensamiento, cuando ves que una chica tira una bolsa de papel marrón al mar? Tenía que decirle que era un pastel. Le dije que me había equivocado con los ingredientes y que me daba vergüenza que me hubiese salido tan mal. Luego, al cabo de quince minutos de conversación le estaba diciendo la verdad, que había pensado en no decírsela nunca a nadie. Él me dijo que era un estudiante de psicología en la Universidad de British Columbia, pero que lo había dejado porque allí todos eran partidarios del behaviorismo. Yo no sabía, no sabía lo que era el behaviorismo.

—Así —dijo Julie, ahora resignada y maravillada—. Así que se convirtió en mi novio. Durante unas seis semanas. Él quería hacerme leer a Jung. Tenía un cabello muy rizado color piel de ratón. Nos tendíamos detrás de las rocas y nos acariciábamos con frenesí. Era febrero o marzo, todavía hacía mucho frío. Sólo nos podíamos ver un día a la semana, siempre el mismo día. No llegamos muy lejos. El resultado fue, bueno, el resultado fue, realmente, que descubrí que estaba en un hospital mental. Aquel era el día que salía. No sé si descubrí primero eso o las cicatrices de su cuello. ¿He dicho que llevaba barba? Las barbas eran insólitas entonces. Leslie las detestaba. Ahora él lleva barba. Había intentado cortarse el cuello. No Leslie.

—Oh, Julie —dije, aunque ya lo había oído antes. La mención del suicidio es como las entrañas pugnando por salir a través de una incisión; hay que empujarlas hacia adentro y cerrarla rápidamente con unos apósitos.

—No era tan malo. Se estaba recuperando. Estoy segura de que se recuperó. Era sólo un chico muy profundo que había tenido una crisis. Pero yo tuve tanto miedo. Tuve miedo porque sentí que yo misma no estaba demasiado lejos de la locura. Atiborrándome, vomitando, y etcétera. Y al mismo tiempo él confesó que en realidad tenía sólo diecisiete años. Me había mentido acerca de su edad. Aquello realmente lo acabó. Pensar que había estado tonteando con un chico tres años menor que yo. Aquello me avergonzó. Le dije un montón de mentiras sobre cómo lo comprendía, y que no importaba y que lo vería a la semana siguiente y me fui a casa y le dije a Leslie que ya no podía soportar vivir en un sótano, que teníamos que trasladarnos. Lloré. Encontré un lugar en el North Shore al cabo de una semana. No voy nunca a Kits Beach. Cuando los niños eran pequeños y les llevábamos a la playa yo siempre insistía en ir a Spanish Banks o a Ambleside. Me pregunto qué habrá sido de él.

—Probablemente esté bien —le dije—. Probablemente sea un distinguido seguidor de Jung.

—O un distinguido behaviorista —dijo Douglas—. O un locutor deportivo. No tienes aspecto de comer demasiados buñuelos de crema ahora.

—Lo superé. Creo que cuando quedé embarazada. La vida es tan extraña.

Douglas escanció ceremoniosamente el resto del vino.

—Dijiste que en dos ocasiones —le dijo a Julie—. ¿Nos vas a dejar en suspenso?

«Va bien —pensé—, no está aburrido ni molesto, le gusta. Mientras ella hablaba le había estado observando, preguntándomelo. ¿Por qué hay siempre esta crispación, cuando presentas un hombre a una amiga, sobre si el hombre se va a aburrir o a molestar?».

—El otro era aún más raro —dijo Julie—. Al menos yo lo entiendo menos. No debería molestarme en contar estas estupideces, pero ahora que estoy en ello supongo que lo haré. Bien. Esto me deja perpleja, me desconcierta totalmente. También fue en Vancouver, pero años después. Yo me uní a lo que se llamaba un grupo de encuentro. Era exactamente una especie de terapia de grupo para personas corrientes desgraciadas y mezcladas. Eso estaba muy de moda en aquel tiempo y ¡era la costa oeste! Se hablaba mucho de liberarse de las máscaras y de sentirse cerca los unos de los otros, de lo que es fácil reírse, pero que yo creo que hizo más bien que mal. Y todo era como nuevo. Debe parecer que me estoy intentando justificar. Es como decir, yo hacía macramé hace quince años, antes de que se pusiera de moda. Cuando probablemente lo mejor sea no haber hecho macramé nunca.

Douglas dijo:

—Yo ni siquiera sé lo que es macramé.

—Eso es lo mejor —le dije.

—Un hombre de California, llamado Stanley, dirigía varios de estos grupos. Él no hubiese dicho que los dirigía. Era muy modesto. Pero se le pagaba. Nosotros le pagábamos. Era psicólogo. Tenía un precioso pelo rizado, largo y oscuro, y por supuesto también llevaba barba, pero las barbas no eran nada entonces. Él mas o menos se movía por allí con un aire inocente y desgarbado. Decía: «Bien, esto va a parecer una locura, pero me pregunto…». Tenía una técnica para hacer que todos sintieran que eran más inteligentes que él. Era muy sincero. Decía: «No… os dais… cuenta… de lo adorables que sois». No, estoy dando la impresión de que era un falso. Era más complicado que eso. De todos modos, al cabo de no mucho tiempo me escribió una carta. Stanley. Era una valoración de mis cualidades mentales, físicas y espirituales y decía que se había enamorado de mí.

—Yo fui muy sensata. Le contesté y le dije que apenas me conocía. Él escribió, oh sí, lo hizo. Me telefoneó para pedir perdón por ser tan pesado. Dijo que no podía evitarlo. Me pidió que fuésemos a tomar café. Sin problema. Fuimos varias veces a tomar café. Yo emprendía una animada conversación y él me interrumpía para decirme que tenía unas bonitas cejas. Decía que se preguntaba cómo eran mis pezones. Mis cejas son muy corrientes. Dejé de ir a tomar café y él empezó a estar al acecho por los alrededores de mi casa en su vieja furgoneta. Lo hizo. Yo iba a comprar al supermercado y allí estaba él a mi lado mirando los productos lácteos, con expresión desconsolada. A veces recibía carta suya tres veces al día, rapsodias sobre mí y sobre lo mucho que yo significaba para él y confesiones de desconfianza en sí mismo y de que no quería convertirse en un gurú y de lo buena que yo era para él porque yo era tan reservada y sensata. ¡Qué tontería! Yo sabía que todo era absurdo, pero no niego que llegué a depender de ello, de algún modo. Sabía la hora exacta del día en que llegaba el cartero. Decidí que no era demasiado vieja para llevar el pelo largo.

—Y aproximadamente un año después de que esto empezase, otra mujer de nuestro grupo me llamó un día. Me dijo que se había desatado un infierno. Una mujer de uno de los grupos le había confesado a su marido que se acostaba con Stanley. El marido se puso como un loco (no era una persona del grupo) y la historia se divulgó, y entonces otra mujer, y otra, y otra, revelaron lo mismo, confesaron que se acostaban con Stanley, y muy pronto ya no era algo censurable, era como haber sido víctima de la brujería. Resultó que había sido muy sistemático, había escogido una de cada grupo, y ya tenía una en el grupo en el que yo estaba, de modo que presumiblemente no iba a ser yo. Siempre una mujer casada, no una soltera que pudiera causarle molestias. Nueve. Realmente. Nueve mujeres.

Douglas dijo:

—¡Qué activo!

—Todos los hombres tomaron esa actitud —dijo Julie—. Todos se reían. Excepto los maridos, por supuesto. Hubo una especie de gran reunión oficial de personas de los grupos en casa de una de las mujeres. Tenía una cocina preciosa con un gran poyo en medio y yo recuerdo haber pensado: «¿Lo hicieron ahí encima?». Todo el mundo estaba demasiado helado como para decir que estaban escandalizados por el adulterio o algo parecido, de modo que tuvimos que decir que estábamos furiosos porque Stanley había traicionado nuestra confianza. De hecho creo que algunas mujeres estaban furiosas por haber sido dejadas de lado. Yo dije eso, como si fuera una broma. Nunca dije ni una palabra de cómo se había estado comportando conmigo. Si había habido alguien más que recibiese el mismo trato que yo, tampoco lo dijo. Algunas de las mujeres elegidas lloraban. Entonces se consolaban las unas a las otras e intercambiaban opiniones. ¡Qué escena, ahora cuando lo pienso! Y yo estaba tan perpleja… No podía entenderlo. ¿Cómo se puede entender? Pensaba en la mujer de Stanley. Era una chica agradable y bastante nerviosa con unas preciosas y largas piernas. A veces me la encontraba y pensaba: «poco sabes lo que tu marido me ha estado diciendo». Y habrían todas aquellas otras mujeres que se la encontraban y que pensarían: «poco sabes…», etc. Quizá ella lo sabía todo de ellas, de nosotras, quizá pensaba: «poco os imagináis cuántas más hay». ¿Es posible? Una vez le dije a él: «¿Sabes? Esto es sólo una farsa». Y él dijo: «¡No digas eso! ¡No me digas eso!». Creí que iba a llorar. Así que, ¿cómo lo interpretas? La energía. No quiero decir sólo la parte física. De algún modo, eso es lo de menos.

—¿Fueron a por él los maridos? —preguntó Douglas.

—Una delegación fue a verle. No negó nada. Dijo que actuaba de buena fue y por buenos motivos y que el problema era su carácter posesivo y celoso. Pero tuvo que irse de la ciudad. Sus grupos se habían desintegrado, él, su mujer y los niños se fueron de la ciudad en la furgoneta. Pero él envió las facturas. Las mujeres con las que se había estado acostando igual que las demás. Yo recibí la mía. Sin carta, sólo la factura. Pagué. Creo que la mayoría de gente pagó. Había que pensar en la mujer y en los hijos.

—De modo que así estamos. Sólo atraigo a lo raro. Y es bueno, porque estoy casada desde el principio y soy virtuosa de corazón a pesar de lo que pueda haber dicho. Deberíamos tomar café.

Fuimos por las apartadas carreteras, por la arenosa región, por la pobre región del sur del lago Simcoe. La hierba flota sobre las dunas. Apenas vimos otro coche. Nos salimos de la carretera del mapa para ver dónde estábamos, y Douglas se desvió para llevarnos por un pueblo en el que una vez casi consigue un valioso diario. Nos enseñó la casa. Una anciana lo había quemado finalmente, o eso fue lo que le dijo a él, porque partes del mismo eran escandalosas.

—Temen a las revelaciones —dijo Douglas—. Hasta la tercera y la cuarta generación.

—No son como yo —dijo Julie—. Poniendo al desnudo mis ridículos casi-asuntos amorosos. No me importa.

—La espalda y el costado están desnudos, están desnudos —cantó Douglas—. Los pies y las manos se enfrían…

—Yo puedo quedarme al desnudo —dije—. Puede no resultar muy distraído.

—¿Nos arriesgamos? —dijo Douglas.

—Pero es interesante —dije—. En el restaurante volví a pensar en una visita que hice con un hombre de quien estaba enamorada. Eso fue antes de que tú vinieras a Toronto, Julie. Íbamos a visitar a unos amigos suyos que tenían una casa sobre las colinas por el lado de Quebec del río Ottawa. No he visto nunca una casa como aquella. Era una serie de cubos de cristal con rampas y plataformas que las unían. Los amigos eran Keith y Caroline. Estaban casados, tenían hijos, pero los hijos no estaban allí. El hombre con quien yo estaba no estaba casado, hacía mucho tiempo que no había estado casado. Yo le pregunté mientras subíamos que cómo eran Keith y Caroline, y él me respondió que eran ricos. Le dije que no era una gran descripción. Me dijo que el dinero era de Caroline, que su papi era el propietario de una fábrica de cerveza. Me dijo de cuál. Había algo en la forma en que dijo «su papi» que me hizo imaginarme el dinero en ella, en la forma en que él lo veía, como tener las pestañas largas o pecho, como una cosa exhuberante y física. El dinero heredado puede hacer que una mujer parezca un tesoro. No es lo mismo el dinero que ella haya hecho por sí misma, ése es sólo descarado y ordinario. Pero luego dijo «ella es muy neurótica, es realmente una zorra, y Keith es sólo un pobre y honesto desgraciado que trabaja para el gobierno. Es un A.D.M.». Yo no sabía lo que era eso.

—Ayudante Delegado del Ministro —dijo Julie.

—Hasta los gatos y los niños lo saben —dijo Douglas.

—Gracias —dijo Julie.

Yo estaba sentada en medio y me volvía mayormente hacia Julie mientras hablaba.

—Dijo que a ellos les gustaba tener algunos amigos que no fuesen gente rica o del gobierno, gente que ellos pudieran considerar excéntrica, independiente, o artística, a veces un artista hambriento sobre el que Caroline pudiera poner sus garras, para atormentarlo, para exhibirlo y para ser generosa con él.

—Parece como si a él no le gustasen mucho sus amigos —dijo Julie.

—No sé si él pensaría en ello de ese modo, gustar o disgustar. Yo esperaba que fuesen físicamente intimidantes, al menos yo esperaba que ella lo fuese, pero eran personas pequeñas. Keith era muy melindroso y acogedor. Tenía unas manos pequeñas y pecosas. Pienso en sus manos porque siempre te estaba dando una copa o algo para comer o un cojín para la espalda. Caroline era menuda. Tenía el pelo largo y lacio, una frente amplia y pálida y llevaba un vestido gris de algodón con capucha. Sin maquillar. Me sentí imponente y llamativa. Ella mantenía la cabeza doblada y las manos sobre las mangas del vestido mientras los hombres hablaban de la casa. Era nueva. Luego ella dijo con su menuda voz cuánto le gustaba en invierno con mucha nieve en el exterior y las alfombras y los muebles blancos. Keith parecía estar bastante molesto por ella y dijo que era como una pista de squash, sin percepción de profundidad. Sentí cierta simpatía porque ella parecía estar a punto de ponerse en ridículo. Parecía estar suplicándote que la tranquilizases, y no obstante, el tranquilizarla parecía implicarte en una especie de farsa. Ella era así, había tanta tensión a su alrededor. Todos los temas parecían contagiarse de extravagancia emocional y de farsa. El hombre con quien yo estaba fue muy grosero con ella, y yo pensé que eso era despreciable. Pensé: «aunque ella esté fingiendo, eso demuestra que ella necesita sentir algo, ¿no?, ¿no deberían ayudarla personas amables?». Ella no parecía saber cómo.

—Nos sentamos en una pérgola a tomar unas copas. Su invitado apareció. Se llamaba Martin y tenía veintipocos años. Quizá alguno más. Tenía un aire de mucha superioridad. Caroline le pidió de forma muy sumisa si traería algunas mantas (hacía mucho frío en la pérgola), y cuando él salió ella dijo que era un dramaturgo. Dijo que era un autor dramático maravilloso, absolutamente maravilloso, pero que sus obras eran demasiado europeas como para que tuvieran éxito allí, eran demasiado sobrias y rigurosas. Demasiado sobrias y rigurosas. Luego dijo: «¡Oh!, el estado del teatro, el estado de la literatura en este país, ¿no es un desconcierto?, ¿no lo es? Es el triunfo de los mediocres». Yo pensé: «ella no debe saber que yo contribuyo a esta lamentable situación». Porque en aquel momento yo era la directora adjunta de una pequeña revista, Thousand Islands y había publicado uno o dos poemas. Pero en aquel mismo momento ella me preguntó si podía poner a Martin en contacto con algunas de las personas que yo conocía a través de la revista. Directamente del insulto a la petición de favores, con aquella doliente y sensible vocecita. Empecé a pensar que era realmente una zorra. Cuando Martin volvió con las mantas a ella le entraron tantos escalofríos que era como el acto de un ballet, y le dio las gracias como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Él dejó caer una manta sobre ella, y de aquel modo supe que eran amantes. El hombre con quien yo estaba me había dicho que ella tenía amantes. Lo que dijo fue: «Caroline es un monstruo sexual». Yo le pregunté si se había acostado con ella y dijo: «Oh, sí, hace mucho tiempo». Yo quise preguntarle algo acerca de que no le gustase ella, si no había sido eso alguna clase de obstáculo, pero sabía que esa sería una pregunta muy tonta.

—Martin me pidió que fuésemos a dar un paseo. Bajamos por un largo tramo de escaleras y nos sentamos en un banco cerca del agua, y él resultó ser siniestro. Era cruel con algunas personas que dijo conocer, en el teatro, en Montreal. Dijo que Caroline había estado gorda y que después de haber perdido peso tuvieron que coserle pliegues en la barriga porque tenía la piel demasiado floja. Olía de forma sofocante. Fumaba aquellos puritos. Empecé a sentirlo de nuevo por Caroline. «Eso es lo que una tiene que aguantar, por sus fantasías. Si una tiene que tener un amante genio literario, con eso es con lo que es probable que una acabe. Si una es una farsante, mayores farsantes la alcanzarán». Eso es lo que yo pensaba.

—Bueno. La cena. Hubo mucho vino, y después brandy, y Keith seguía haciendo fiestas, pero nadie estaba cómodo. Martin era venenoso de una forma evidente y despectiva, intentando molestar a todo el mundo, pero Caroline era venenosa de una forma exquisitamente moral. Cogía cada tema y lo retorcía de forma que alguien pareciese tonto. Martin y el hombre con quien yo estaba finalmente se metieron en una tremenda discusión, tremenda y vulgar, y Caroline ronroneaba y gimoteaba. El hombre con quien yo estaba se levantó y dijo que se iba a la cama. Martin se arropó en un gran malhumor y Caroline de repente comenzó a ponerse dulce con Keith, y a beber brandy con él, ignorando a Martin.

Me fui a mi habitación y el hombre con quien yo iba estaba allí, en la cama, aunque nos habían dado habitaciones separadas. Caroline era muy decorosa a pesar de todo. Se quedó toda la noche. Estaba furioso. Antes, durante y después de hacer el amor siguió con el tema de Martin, del fraude tan rastrero que era, y yo estuve de acuerdo. «Pero es problema de ellos», le dije. «Así —dijo él—, que buen provecho les haga, la mierda fanfarrona», y por fin se puso a dormir, y yo también, pero en mitad de la noche me desperté. Me desperté con una revelación. A veces pasa. Cambié de postura, escuché su respiración y pensé: «está enamorado de Caroline». Lo supe. Lo supe. Intentaba no enterarme, no sólo porque no era halagüeño, sino también porque no parecía apropiado que yo lo supiera. Pero cuando te enteras de algo así, no puedes detenerte nunca realmente. Todo me parecía claro. Por ejemplo, Martin. Aquello era un plan. Ella se las había arreglado para tener juntos al antiguo amante y al nuevo, sólo para estimular las cosas. Había en ello algo muy vulgar, pero eso no significaba que no funcionase. Había algo vulgar en ella. Todo aquello de la poesía, de la sensibilidad, estaba hecho con vulgaridad. Era una farsante de talento, pero eso no importaba. Lo que importa es querer hacerlo realmente. Tener el deseo de conturbar. Para ser una mujer fatal no hay que ser sinuosa, sensual ni tremendamente bella; sólo es preciso tener el deseo de conturbar.

—Y pensé «¿por qué debería sorprenderme? ¿No es eso lo que se oye siempre? ¿Que el amor no es racional, que no tiene en cuenta nuestros principales intereses, ni nada que ver con las preferencias normales?».

—¿Dónde oyes eso siempre? —preguntó Douglas.

—Es lo corriente. Hay la clase inteligente de amor que hace una elección inteligente. Esa es la clase con la que uno se supone que se casa. Luego la que lo es todo menos inteligente, que es como una posesión. Y ésa, ésa es la que todo el mundo valora en realidad. Es la que nadie quiere haberse perdido.

—Corriente —dijo Douglas.

—Ya sabes lo que quiero decir. Sabes que es verdad. Todas las opiniones trilladas son ciertas.

—Trilladas —dijo él—. Es una palabra que no se oye a menudo.

—Es una historia triste —dijo Julie.

—Las tuyas también eran tristes —le dije.

—Las mías eran realmente ridículas. ¿Le preguntaste si estaba enamorado de ella?

—El preguntarlo no me hubiese llevado a ninguna parte —le dije—. Me llevó allí para desquitarse. Yo era su elección sensata. Yo era la mujer que a él le gustaba. No podía soportar aquello. No podía soportarlo. Era tan humillante. Me puse muy susceptible y deprimida. Le dije que él no me quería realmente. Eso fue suficiente. Él no iba a soportar que nadie le dijera cosas sobre sí mismo.

Nos detuvimos en una iglesia rural que se veía desde la autopista.

—Algo que calme el espíritu, después de todas esas historias desafortunadas, y antes del tráfico del domingo —dijo Douglas.

Primero dimos una vuelta por el cementerio, mirando las lápidas más antiguas, leyendo nombres y fechas en voz alta. Yo leí en voz alta un verso que encontré:

«Dolorosas aflicciones largo tiempo soportó,

fue vano el esfuerzo del doctor,

hasta que Dios quiso concederle reposo,

y llevarse por el aire su dolor».

—«Llevarse por el aire» —dije—. Suena bien.

Entonces sentí que algo pasaba por encima de mí, una sombra, un escarmiento. Escuché el insensato sonido de mi propia voz frente a la verdad de las vidas que allí reposaban. Vidas apretadas, como capas de tejido en descomposición, oscuras hojas desintegrándose. El antiguo dolor y privación. Cuán extraños, permisivos y culpables nos encontrarían a nosotros, tres personas de mediana edad, aún estimulados por el amor, o el sexo.

La iglesia no estaba cerrada. Julie dijo que aquello era muy confiado por parte de ellos, incluso las iglesias anglicanas que se supone que están siempre abiertas se cerraban hoy en día, debido a los vándalos. Dijo que le sorprendía que la diócesis dejase tenerla abierta.

—¿Cómo es que sabes de diócesis? —le preguntó Douglas.

—Mi padre era pastor. ¿No lo habías adivinado?

Dentro de la iglesia hacía más frío que fuera. Julie fue delante, mirando la lista de honor y las placas conmemorativas de las paredes. Yo miré por encima del último banco una hilera de escabeles en los que la gente podía arrodillarse para rezar. Cada escabel estaba cubierto por un bordado, con un dibujo distinto.

Douglas puso su mano sobre mi omóplato, no alrededor de mis hombros. Si Julie se volvía, no se daría cuenta. Me pasó la mano por la espalda y se detuvo en mi cintura, presionando ligeramente mis costillas antes de pasar por detrás mío y dirigirse a la nave exterior, dispuesto a explicarle algo a Julie. Ella estaba intentando leer el latín de una vidriera de colores.

En un escabel estaba la cruz de San Jorge, y en el otro la cruz de San Andrés.

Yo no esperaba que se produjera ninguna declaración por su parte, ni mientras explicaba la historia, ni una vez se terminó. No pensé que él me dijera que yo tenía razón, ni que yo estaba equivocada. A él le oí traducir, y a Julie reír, pero yo no podía prestar atención. Sentía que había sido sorprendida, confundida por una verdad sobre mí misma, o al menos por un hecho, acerca del cual yo no podía hacer nada. Una presión de la mano, sin promesas, podía prevenirme y confortarme. Algo indeterminado podía convertirse en permanente. Podía estar siempre intentando saber, y siempre a oscuras, lo que era importante para él y lo que no lo era.

En otro escabel había una paloma sobre un campo azul, con una rama de olivo en el pico; en otra una lámpara, con rayas de puntadas rectas de oro para mostrar sus rayos munificentes; en otra una pequeña azucena. No… era un lirio del Canadá. Cuando hice este descubrimiento, llamé a Douglas y a Julie para que vinieran a verlo. Me gustaba aquel sencillo emblema, entre los más antiguos y exóticos. Creo que a partir de aquel momento estuve bastante bulliciosa. De hecho los tres lo estuvimos, como si cada uno de nosotros, en secreto, hubiese dado con una fuente ignorada de esperanza. Cuando nos detuvimos a poner gasolina, Julie y yo nos exclamamos a la vista de las tarjetas de crédito de Douglas, y declaramos que no queríamos volver a Toronto. Hablamos de cómo huiríamos todos a Nova Scotia y viviríamos de las tarjetas de crédito. Luego, cuando llegase el castigo, nos esconderíamos, cambiaríamos de nombre, y nos buscaríamos empleos humildes. Julie y yo trabajaríamos como camareras. Douglas podía poner trampas para langostas. Después podríamos ser todos felices.