Accidente

Frances está remoloneando alrededor de una ventana del segundo piso de la escuela secundaria de Hanratty, una tarde a principios de noviembre. Es el año 1943. La vestimenta de Frances es la moda del año: una falda a cuadros escoceses oscura y un chal con fleco de la misma tela, puesto sobre los hombros y con las puntas metidas en la cintura; una blusa de satén color crema (de satén verdadero, un material próximo a desaparecer) con muchos botones de perlas pequeñas en la parte delantera y en las mangas. No acostumbraba a llevar esa ropa cuando iba a enseñar música a la escuela secundaria; cualquier suéter y falda viejos servían. Este cambio no ha pasado desapercibido.

Ella no tiene nada que hacer en el segundo piso. Su coro está cantando abajo. Ha estado trabajando mucho con él, poniéndolo a punto para el concierto de Navidad. «Él alimentará a su rebaño» es su pieza difícil. Luego «El Villancico de Hurón», (una queja de un padre que dijo que tenía entendido que había sido escrito por un sacerdote), «Valientes», porque tenía que haber algo patriótico, por ser los tiempos como eran, y «La canción del desierto», a elección del coro. Ahora están cantando «La Ciudad Santa». Ésa es una de las favoritas, en especial entre las chicas soñadoras de grandes pechos y las señoras del coro de la iglesia. Las chicas de la escuela secundaria podían exasperar muchísimo a Frances. Querían las ventanas cerradas, las querían abiertas. Tenían corriente, se mareaban por el calor. Sentían amor por sus cuerpos, poniéndose en un trance de egoísmo melancólico, atentas a palpitaciones del corazón, hablando de dolores. Comenzaban a ser mujeres. Entonces, ¿qué les pasaba? Los grandes delanteros y traseros, la imperturbable importancia, la timidez, la torpeza, la obstinación. Olor de corsés, revelaciones desagradables. Ponían miradas de sacrificio para ser elegidas para el coro. Todo era una deprimente especie de sexo. Él pasea conmigo, habla conmigo y me dice que soy suya.

Las ha dejado solas, haciendo ver que va al lavabo de profesores. Todo lo que ella hace allí es encender la luz y mirar con alivio su propio rostro, ni extasiado ni engreído, su rostro largo y radiante, de nariz bastante grande, ojos marrón claro y una mata de pelo corto, rojo oscuro e incontrolablemente rizado. A Frances le gusta su propio aspecto, normalmente la anima ver su propia cara en el espejo. La mayoría de las mujeres, al menos en los libros, parece tener problemas con su aspecto, creyéndose menos bonitas de lo que en realidad son. Frances tiene que admitir que puede tener el problema opuesto. No es que ella se crea bonita, es sólo que su rostro le parece afortunado y halagüeño. A veces recuerda a una chica del conservatorio, Natalie Noséqué, que tocaba el violín. A Frances la dejó asombrada saber que a veces algunas personas la confundían con esa tal Natalie, que era pálida, de cabello rizado y cara huesuda, y todavía le sorprendió más saber, a través de una red de amigas y confidentes, que eso molestaba a Natalie tanto como a ella misma. Y cuando rompió su compromiso con Paul, otro estudiante del conservatorio, él le dijo a ella con una voz áspera y desapasionada, sin la obsequiosidad ni el sentimentalismo que previamente se había sentido obligado a utilizar con ella:

—Bien, ¿realmente crees que puedes hacerlo mucho mejor? No eres la mayor belleza, ¿sabes?

Apaga la luz y en lugar de volver al coro, sube arriba. En las mañanas de invierno la escuela es deprimente. Aún no hay suficiente calor, todo el mundo bosteza y tiembla, los niños del campo que han salido de casa antes del alba se restregan los ojos quitándose trocitos secos de sueño de los rabillos de los ojos. Pero a esta hora del día, mediada la tarde, Frances nota un confortante murmullo por el lugar, una somnolencia más agradable, con los oscuros paneles empapándose de luz y los silenciosos guardarropas atestados de abrigos de lana secándose, y de bufandas, botas, patines y palos de hockey. A través de los abiertos dinteles pasan algunas instrucciones metódicas; dictado de francés, hechos ciertos. Y junto a este orden y aquiescencia hay una presión familiar, de anhelo o presentimiento, aquella extraña protuberancia de algo que a veces puedes percibir en la música o en un paisaje, apenas contenido, que promete estallar y revelarse, pero no lo hace, se disuelve y desaparece.

Frances está exactamente frente a la puerta de la clase de ciencias. Aquel dintel también está abierto y puede oír sonidos tintineantes, susurro de voces, desplazamiento de taburetes. Debe tenerlos haciendo un experimento. Absurda y vergonzosamente, ella nota las palmas sudadas, el martilleo en su pecho, que ha sentido antes de un examen de piano o de un recital. Esa sensación de crisis, las supuestas posibilidades de triunfo o calamidad que podía producir, para sí y para otros, parece ahora inventado, descabellado, artificial. Pero ¿y esto?, ¿y sus relaciones con Ted Makkavala? No ha ido tan lejos como para no ver lo disparatado que le parecería a cualquiera que observase. No importa. Si disparatado significa arriesgado e imprudente, no le importa. Quizá todo lo que ella ha querido siempre sea una oportunidad de correr riesgos. Pero a veces le viene el pensamiento de que una relación amorosa puede ser, no artificial, sino de algún modo planeada y deliberada, si se da la ocasión, exactamente igual que eran aquellas tontas actuaciones: una invención tambaleante. Esa es una idea con la que no se puede arriesgar; la aparta de su vista.

La voz de una estudiante, de una chica, desconcertada y quejosa (otra cosa sobre las chicas de la escuela secundaria: gimotean cuando no comprenden; los gruñidos de desprecio de los chicos son mejores). La grave voz de Ted respondiendo, explicando. Frances no puede oír lo que dice. Se lo imagina atentamente inclinado, realizando alguna acción corriente, como bajando la llama de una lámpara de Bunsen. Le gusta imaginárselo diligente, paciente, reservado. Pero ella sabe, ha llegado a sus oídos, que su comportamiento en la clase es distinto de lo que le ha hecho creer a ella o a cualquier otra persona. Tiene la costumbre de hablar bastante despectivamente de su trabajo, de sus alumnos. Si se le pregunta qué clase de disciplina prefiere, dirá:

—¡Oh, nada especial! ¡Quizá un capón, quizá una buena y rápida patada en el culo!

La verdad es que consigue la atención de sus alumnos por medio de toda clase de trucos y lisonjas. Utiliza cosas como orejas de burro y silbatos de cumpleaños. Arremete de una forma muy melodramática contra su estupidez, y una vez quemó las hojas de examen una por una en el fregadero.

—¡Qué carácter! —ha escuchado Frances que dicen de él los alumnos. A Frances no le gusta que digan eso. Está segura de que también lo dicen de ella; ni ella misma está por encima de la utilización de tácticas extravagantes, pasándose los dedos por el espeso cabello y quejándose: no-no-no-no cuando cantan mal. Pero Frances preferiría que él no tuviera que hacer esas cosas. A ella a veces le asusta que le mencionen, se niega a escuchar lo que la gente tiene que decir. Es muy simpático, dicen, y le parece escuchar alguna perplejidad, algún desdén; ¿por qué se esfuerza él tanto? Ella se lo tiene que preguntar también, sabe lo que él piensa de esta ciudad y de las personas que la habitan. O lo que él dice que piensa.

La puerta se abre, dándole un susto a Frances. No hay nada que desee menos que Ted la encuentre ahí, escuchando, espiando. Pero no es Ted, gracias a Dios, es la secretaria de la escuela, una mujer rolliza y seria que siempre ha sido allí la secretaria, desde que la misma Frances era estudiante, y antes. Está consagrada a la escuela, y a las clases sobre la Biblia que da en la Iglesia Unificada.

—¡Hola!; ¿qué, tomando un poco el aire?

La ventana junto a la cual está Frances, desde luego no está abierta, e incluso las grietas han sido tapadas con cinta. Pero Frances pone una divertida cara de asentimiento y dice: «Hago novillos», para reconocer que está fuera de su clase. La secretaria baja con calma y su voz le llega, flotando:

—Su coro suena maravillosamente hoy. Siempre me gusta la música de Navidad.

Frances vuelve a su clase y se sienta sobre la mesa, sonriendo a los rostros que cantan. Han terminado «La ciudad Santa» y por sí mismos han comenzado «El villancico de Westminster». Parecen tontos realmente pero, ¿cómo pueden evitarlo? Cantar es completamente tonto. Nunca piensa en que se darán cuenta de su sonrisa y en que después la mencionarán, seguros de que ha salido para encontrarse con Ted en el pasillo. Imaginando que su relación con él es un secreto Frances muestra, con toda claridad, una falta de instintos provincianos, una confianza y una imprudencia de las que no es consciente. Esto es lo que la gente quiere decir cuando dicen de ella que eso demuestra con toda claridad que ha estado fuera. Sólo estuvo cuatro años fuera, en el conservatorio. La verdad es que siempre careció de precaución. Alta, con una excelente osamenta, de hombros estrechos, es de movimientos rápidos y tiene la mirada preocupada y la voz aguda y apremiante del forastero, la forma inocente del forastero de sentirse inadvertida cuando va rápidamente de un sitio a otro por la ciudad, con los brazos llenos de libros de música y gritando desde el otro lado de la calle algún mensaje relativo a la variación y a lo que pudiera parecer una casi imposible planificación de su vida.

—¡Dile a Bonnie que no venga hasta las tres y media!

—¿Has encontrado las llaves? ¡Las dejé en la oficina!

Ya se le notaba incluso de pequeña cuando estaba tan decidida a aprender a tocar el piano, sin ni siquiera tener uno, en el apartamento de encima de la ferretería donde vivía con su madre y su hermano (su madre, una viuda mal pagada, que trabajaba abajo). De algún modo se encontraron los treinta y cinco céntimos a la semana, pero el único piano que vio fue el de la profesora. En casa, practicaba sobre un teclado dibujado en el alféizar de la ventana. Había un compositor (¿era Handel?), que acostumbraba a practicar en el clavicordio de la buhardilla con la puerta cerrada para que su padre no supiera qué atracción ejercía sobre él la música. (El cómo consiguió entrar allí a hurtadillas un clavicordio sería una pregunta interesante). Si Frances hubiese llegado a ser una pianista famosa, el teclado del alféizar de la ventana (la que daba al callejón, al tejado de la pista de curling[3]) se habría convertido en otra leyenda parecida.

—No te creas que eres un genio —fue otra de las cosas que le dijo Paul— porque no lo eres.

¿Había creído ella eso? Pensaba que el futuro tenía algo extraordinario guardado para ella. Ni siquiera se lo imaginaba muy claramente, sólo se comportaba como si se lo creyera. Volvió a casa, comenzó a enseñar música. Los lunes en la escuela secundaria, los miércoles en la escuela pública, los martes y los jueves en pequeñas escuelas del campo. Los sábados para práctica de órgano y alumnos particulares; los domingos tocaba en la Iglesia Unificada.

«Todavía dando vueltas por esta gran metrópolis cultural», garabateaba en sus postales de Navidad a viejos amigos del conservatorio, siendo la idea que cuando su madre muriese, cuando estuviera libre, se embarcaría en una vida independiente, imaginada de forma confusa, mucho más satisfactoria; que todavía la aguardaba. Los mensajes que recibía a menudo tenían el mismo tono aturdido e incrédulo. «Otro niño y mis manos están más a menudo en el cubo de los pañales que en el teclado, como te puedes imaginar». Todos estaban en la treintena. Una edad en la que es difícil a veces admitir que lo que uno está viviendo es su vida.

El viento dobla los árboles en el exterior y la nieve los hace borrosos. Hace un poco de ventisca, nada digno de mención en esta parte del país. Sobre el alféizar hay un tintero de latón con golpes con un largo caño, un objeto familiar que le hace pensar a Frances en las noches árabes o en algo parecido; algo cuya promesa, o sugerencia, es remota, callada, encantadora.

—¡Hola!, ¿cómo estás? —dijo Ted cuando se lo encontró en el pasillo pasadas las cuatro. Luego dijo en voz más baja—: Cuarto de material. Ahora mismo voy allí.

—Bien —respondió Frances en voz baja—. ¡Bien!

Fue a recoger algunos libros de música y a cerrar el piano. Estuvo dando vueltas y perdiendo el tiempo hasta que todos los alumnos se hubieron marchado, luego subió corriendo, entró en el laboratorio de Ciencias y luego en un cuarto grande sin ventanas que daba al laboratorio y que era el cuarto de material de Ted. Él aún no estaba allí.

La habitación era una especie de despensa, llena de estantes en los que había botellas de varios productos químicos (el sulfato de cobre era el único que hubiese reconocido sin la etiqueta; se acordaba de su bello color), lámparas de Bunsen, frascos, tubos de ensayo, un esqueleto humano y uno de gato, algunos órganos en frascos, o quizá organismos; no se acercó demasiado y de cualquier modo, la habitación estaba oscura.

Tenía miedo de que el conserje pudiera entrar, o incluso algunos alumnos que trabajasen bajo la dirección de Ted en algún proyecto con moho o con huevos de rana (aunque seguramente no sería la época adecuada para eso). ¿Y si volvían para comprobar algo? Cuando oyó pasos el corazón comenzó a latirle con fuerza; cuando se dio cuenta de que eran los de Ted, los latidos no se detuvieron, sino que parecieron cambiar de marcha, de modo que ahora ya no era de miedo por lo que le latía el corazón, sino por una gran y opresiva expectación que, aunque era muy agradable, era físicamente tan fuerte en ella como el miedo; parecía suficiente como para ahogarla.

Oyó que él cerraba la puerta con llave.

Tuvo dos maneras de pensar en él, ambas en el instante que él tardó en aparecer en el umbral del cuarto del material y cerrar después aquella puerta casi del todo, de modo que estaban casi a oscuras. Primero le vio como si fuera hacía un año, y era alguien que no tenía nada que ver con ella. Ted Makkavala, el profesor de ciencias, que no estaba en la guerra aunque tenía menos de cuarenta años. Tenía mujer y tres niños, y quizá tuviera un soplo cardíaco, o algo parecido; se le veía realmente cansado. Un hombre alto, ligeramente encorvado, de pelo oscuro y piel morena, con una expresión irritable y graciosa y los ojos cansados y brillantes. Podría suponerse que él tenía una visión similar de ella, allí de pie, con aire vacilante y asustado, con el abrigo sobre el brazo y las botas en la mano, puesto que a ella no le había parecido sensato dejarlas en el guardarropa de los profesores. Durante un momento hubo la posibilidad de que no fueran capaces de hacer el cambio, de verse el uno al otro de forma distinta; no recordarían cómo se produjo el cambio, ni les sería otorgada la gracia, y si eso fuese así, ¿qué estaban haciendo en aquel lugar?

Al cerrar él la puerta le volvió a ver. El perfil de su rostro y la inclinación de sus pómulos, una inclinación tártara maravillosa y perfecta. Ella percibió el acto de cerrar la puerta como clandestino e insensible, y supo que no había ninguna posibilidad en el mundo de que no hicieran el cambio. Ya estaba hecho.

Después, como de costumbre. Lameduras y apretones, lenguas y cuerpos, bromas, vejaciones y consuelo. Invitaciones, atenciones. Ella acostumbraba a preguntarse, en sus tiempos con Paul, si todo podía ser un fraude, una especie de traje del Emperador, si nadie sentía realmente lo que simulaba, y ciertamente, ella y Paul no. Había flotado una terrible apariencia de disculpa, embarazo y desconcierto sobre todo el asunto, siendo lo peor de todo los lamentos, las caricias y seguridades que tenían que ofrecer. Pero no, no era un fraude, era todo cierto, lo superaba todo; y las señales de que podía suceder, los ojos cerrados, el escalofrío por la espina dorsal, todo aquel disparate elemental, todo aquello era también verdad.

—¿Cuántas personas más lo saben? —le preguntó a Ted.

—Oh, no muchas, quizá una docena aproximadamente.

—No se hará nunca del dominio general, supongo.

—Bueno. Nunca será del dominio de las masas.

El espacio entre los estantes era estrecho. Había tanto material rompible… ¿Y por qué no había tenido el juicio suficiente como para dejar en el suelo las botas y el abrigo? La verdad era que no había esperado ni tantos abrazos ni con tanto propósito. Había pensado que él le quería decir algo.

Él abrió un poco la puerta, para tener algo más de luz. Le cogió las botas y las puso al otro lado de la puerta. Luego cogió el abrigo. Pero en lugar de dejarlo fuera, lo desdobló y extendió en las desnudas tablas del suelo. La primera vez que le vio hacer algo así fue la pasada primavera. En el bosque frío y aún sin hojas. Se quitó su chaqueta de capucha y la extendió insuficientemente sobre el suelo. A ella la había enternecido mucho aquel simple acto preparativo, por la forma en que extendió la chaqueta abierta y la alisó dando golpecitos con la mano, sin preguntas, sin dudas y sin prisa. Ella no había estado segura, hasta que él hizo aquello, de lo que iba a suceder. Tenía una mirada tan discreta, resuelta y fatalista. Se lo hacía recordar el verle allí arrodillado en aquel estrecho espacio extendiendo su abrigo. Al mismo tiempo pensaba: «si quiere hacerlo ahora, ¿significa eso que no puede venir el miércoles?». El miércoles por la noche era cuando se veían regularmente en la iglesia, después del ensayo del coro de Frances. Ella se quedaba allí, tocando el órgano, hasta que todos se habían ido a casa. Sobre las once bajaba y apagaba las luces, y esperaba en la puerta de atrás, en la puerta de la escuela dominical, para dejarle entrar. Pensaron en esto cuando el tiempo se hizo frío. Lo que él le decía a su esposa ella no lo sabía.

—Quítatelo todo.

—No podemos aquí —dijo Frances, aunque sabía que lo harían. Siempre se quitaban toda la ropa, incluso aquella primera vez en el bosque; nunca hubiera creído que podía sentir tan poco el frío.

Sólo una vez antes había sido allí, en la escuela, en aquella misma sala, y eso había sido durante las vacaciones de verano, exactamente al anochecer. Todo el enmaderado del laboratorio de Ciencias estaba recién pintado y no habían puesto ningún letrero, ¿por qué iban a hacerlo si no esperaban que entrase nadie? El olor era bastante fuerte, cuando por fin se dieron cuenta. De algún modo habían dado alguna vuelta y sus piernas estaban en ese umbral, y ambos quedaron manchados por la pintura del marco de la puerta. Afortunadamente Ted llevaba pantalones cortos aquella noche (una visión singular en la ciudad, en aquella época) y pudo decirle a Greta la verdad, que se había manchado la pierna cuando fue a hacer algo en el laboratorio de Ciencias, sin tener que explicar por qué llevaba las piernas desnudas. Frances no tuvo que explicar nada, porque su madre no se daba cuenta de esas cosas. No se quitó el semicírculo de pintura (estaba justo por encima del tobillo); lo dejó que se fuera borrando, y disfrutaba mirándolo y sabiendo que estaba ahí, del mismo modo que gozaba de las oscuras magulladuras, de las señales de los mordiscos, en la parte superior de los brazos y en los hombros, que podía haber cubierto fácilmente con mangas largas, pero que a menudo no lo hacía. Luego la gente le preguntaba:

—¿Cómo te has hecho ese horrible morado?

Y ella respondía:

—¿Sabes? ¡No lo sé! Se me hacen morados con tanta facilidad… Cada vez que me miro ¡tengo un morado!

Su cuñada Adelaide, la mujer de su hermano, era la única que sabía lo que era, y siempre encontraba la ocasión de decir algo.

—Oh, oh. Ya has vuelto a salir con ese gato, ¿a que sí?, ¿a qué sí, eh?

Se reía, e incluso le ponía el dedo sobre la señal.

Adelaide era la única persona a quien Frances se lo había dicho. Ted dijo que él no se lo había dicho a nadie, y ella le creía. Él no sabía que Frances se lo había dicho a Adelaide. Deseaba no haberlo hecho. No le gustaba Adelaide lo suficiente como para hacerla su confidente. Todo era vulgar, vergonzoso. Lo había hecho sólo para tener alguien ante quien alardear. Cuando Adelaide decía «gato» de aquella forma vulgar, burlona, animada e inconscientemente celosa, Frances se sentía complacida y excitada, aunque desde luego también avergonzada. Se sentiría furiosa sólo de pensar que Ted había hecho confidencias similares acerca de ella.

La noche en que se mancharon de pintura fue muy calmosa; toda la ciudad estaba irritable, lánguida y esperando la lluvia, que llegó hacia la mañana, con una tempestad de truenos. Frances, cuando recordaba aquel momento siempre pensaba en los relámpagos, en una loca, conmovedora y dolorosa clase de lujuria. Acostumbraba a pensar en cada vez por separado, y a revisarlas mentalmente. Había un código característico, un sentimiento distinto para cada vez. La vez del laboratorio de Ciencias, de relámpago y pintura tierna. La vez del coche bajo la lluvia a media tarde, con ritmos somnolientos; estaban tan a gusto y tan somnolientos entonces que parecía que difícilmente podían molestarse en hacer lo siguiente. De aquella vez guardaba una sensación curva y suave en la memoria; la curva procedía de las cortinas de lluvia sobre el parabrisas, que parecían cortinas de lazo recogidas.

Puesto que se encontraban con regularidad en la iglesia, la pauta no cambiaba demasiado, una vez se parecía mucho a otra.

—Todo —decía Ted confiadamente—. Está bien.

—El conserje.

—No hay problema. Aquí ya ha terminado.

—¿Cómo lo sabes?

—Le pedí que terminase para poder trabajar aquí.

—Trabajar —dijo Frances riendo nerviosamente, forcejeando para quitarse la blusa y el sujetador. Él le había desabrochado los botones delanteros, pero todavía quedaban seis botones en cada una de las mangas. A ella le gustaba la idea de que él lo hubiese planeado, le gustaba pensar que la decidida lascivia hubiese ido excitándole aquella tarde mientras estaba ocupado llevando la clase. Y por otro lado no le gustaba en absoluto. Se rió nerviosamente para ocultar un desánimo o un desengaño al que no quería prestar oídos. Besó la recta línea de pelos que subían por su vientre como un tallo, desde las raíces púbicas hasta la magnífica y simétrica mata de su pecho. El cuerpo de él, todo, era un gran amigo del suyo. Estaba la oscura y plana verruga en forma de lágrima, probablemente más familiar para ella (¿y para Greta?) que para él mismo. El discreto ombligo, la larga cicatriz de la úlcera de estómago, la cicatriz de la apendicostomía. El púbico y el vigoroso y placentero pene, enhiesto y hábil. Los pequeños y tiesos pelos en su boca.

Entonces llamaron a la puerta.

—Ssss. No pasa nada. Se irán.

—¡Señor Makkavala!

Era la secretaria.

—Ssss. Se marchará.

La secretaria estaba fuera en el pasillo preguntándose qué hacer. Estaba muy segura de que Ted estaba allí, y de que Frances estaba con él. Como casi todas las demás personas de la ciudad, hacía algún tiempo que sabía lo de ellos. (Entre las pocas personas que aparentemente no lo sabían estaban la mujer de Ted, Greta, y la madre de Frances. Greta era una mujer tan poco sociable que nadie había encontrado la forma de decírselo. La gente lo había intentado de varias formas con la vieja señora Wright, pero ella no parecía enterarse).

—¡Señor Makkavala!

Ante los mismos ojos de Frances aquel artesano perdía el color, languidecía y aparecía dócil y triste.

—¡Señor Makkavala! Lo siento. Su hijo se ha matado.

El hijo de Ted, Bobby, que tenía doce años, no se había matado, pero la secretaria no lo sabía. Sólo le habían dicho que se había producido un accidente, un accidente terrible delante de la oficina de correos y que el chico de O’Hare y el de Makkavala habían muerto. Bobby estaba muy malherido y se lo llevaron a London en ambulancia, de inmediato. Les llevó casi cuatro horas llegar allí, debido a la tormenta de nieve. Ted y Greta iban detrás en su coche.

Se sentaron en la sala de espera del Hospital Victoria. Ted observó a la vieja reina, a la viuda gruñona, en una vidriera de colores. Como una santa, ¡y vaya santa! Rival, suponía, del San José de yeso que tenían en el otro hospital, alargando los brazos, dispuesto a caerse encima de uno. Cuando algo le divertía o le irritaba (un buen número de cosas le provocaba ambas reacciones, y al mismo tiempo) pensaba en decírselo a Frances. Eso parecía satisfacerle, como otro hombre pudiera estar contento con escribir una carta al director.

Pensó en telefonearla, no para hablarle de la reina Victoria, ahora no, sino para hacerle saber lo que había sucedido, que estaba en London. Tampoco le había dicho que no podría verla el miércoles por la noche. Había querido decírselo después. Después. No importaba ahora. Todo había cambiado. Y no la podía telefonear desde allí, los teléfonos estaban a la vista de la sala de espera.

Greta dijo que había visto una cafetería o unas flechas indicando una cafetería. Eran más de las nueve, y no habían cenado.

—Hay que comer —dijo Greta, sin dirigirse a Ted en particular, sino hablando a partir de su caudal de principios generales. Probablemente en aquel momento le hubiera gustado haber hablado en finlandés. Ella no hablaba finlandés con Ted. Él sólo conocía unas cuantas palabras, se había criado en una familia en la que se insistía en el inglés. En casa de Greta era lo contrario. No había nadie en Hanratty con quien ella pudiera hablar finlandés; aquél era uno de sus problemas. La factura del teléfono era el mayor lujo que se permitían, porque a Ted no le parecía que pudiese poner objeciones a sus largas y pesadas, aunque aparentemente revitalizadoras, conversaciones con su madre y sus hermanas.

Cogieron bocadillos de jamón y queso y café. Greta cogió un pedazo de pastel de uva. Su mano vaciló un minuto sobre el pastel, antes de cogerlo, quizá sólo vacilando acerca de qué clase de pastel quería. O quizá le daba vergüenza comerse un pastel en aquel momento, y delante de su marido. Cuando estuvieron sentados se le ocurrió a Ted que aquél era el momento de disculparse y volver a los teléfonos para llamar a Frances.

Observó la seria y blanca cara de Greta, sus ojos claros, mientras se dedicaba devotamente, quizá esperanzadamente, a la comida. Comía para controlar su pánico, del mismo modo que él pensaba en la reina Victoria y en San José. Estaba a punto de disculparse y levantarse, cuando le vino de ninguna parte la idea de que si iba a telefonear a Frances su hijo moriría. No telefoneándola, no pensando siquiera en ella, deseando que ella dejara de existir en su vida, él aumentaría las posibilidades de Bobby, mantendría su muerte alejada. Qué gran tontería era esto, esta superstición, viniéndole cuando no la esperaba. Y era imposible detenerla, imposible hacer caso omiso. ¿Qué pasaba si venía algo peor? ¿Qué pasaba si la próxima idea que se presentaba era uno de aquellos pactos sin sentido? Cree en Dios, en el Dios luterano, promete volver a la iglesia, hazlo enseguida, ahora, y Bobby no morirá. Deja a Frances, déjala para siempre, y Bobby no morirá.

Deja a Frances.

Cuán estúpido e injusto era, y sin embargo cuán fácil, dejar a Frances a un lado, corrompida, y al otro a su hijo herido, a su pobre hijo aplastado cuya mirada, la vez que abrió los ojos, dejaba ver una pregunta sin respuesta, la exigencia de su vida de doce años. Inocencia y corrupción, Bobby, Frances, qué simplificación, qué tontería. ¡Qué profunda tontería!

Bobby murió. Tenía las costillas aplastadas y un pulmón perforado. El mayor enigma para los doctores era por qué no había muerto antes. Pero antes de medianoche, murió.

Mucho después, Ted le contó a Frances, no sólo lo de la reina idiota, sino también lo de la comida en la cafetería, el pensamiento que tuvo de telefonearla y el porqué no lo había hecho; lo de los pactos, todo. No se lo contó como una confesión, sino como algo de interés, como una ilustración de la forma en que la mente más racional podía recaer y arrastrarse. No se imaginaba que lo que le estaba contando podía ser inquietante cuando, después de todo, se había decidido tan completamente a su favor.

Frances esperó unos momentos, sola en el cuarto del material, vestida, abrochada, con las botas y con el abrigo puestos. No pensaba en nada. Miraba los esqueletos. Los esqueletos humanos parecían más pequeños que un hombre, mientras que el esqueleto de gato se veía más grande y más largo que un gato.

Salió de la escuela sin encontrarse con nadie. Se metió en su coche. ¿Por qué había sacado el abrigo y las botas del guardarropa, para que pareciera que se había ido a casa, cuando cualquiera podía ver que su coche aún estaba allí?

Frances llevaba un coche viejo, un Plymouth de 1936. Una imagen que quedaba en la mente de muchas personas, cuando ella se había marchado, era la de Frances al volante de su coche parado, intentando una cosa después de otra (ya llegaría tarde a alguna parte) mientras el coche tosía, tartamudeaba y la rechazaba. O, como ahora, con la ventana bajada y sacando la cabeza descubierta mientras la nieve caía, intentando sacar de la nieve las ruedas que resbalaban, con una expresión en la cara que decía que no había esperado nunca que aquel coche hiciese algo más que resistirse a ella y enredarla, pero que lucharía exactamente igual hasta el último aliento.

Pudo salir, por fin, y fue colina abajo hacia la calle principal. No sabía lo que le había sucedido a Bobby, qué clase de accidente. Ella no había oído lo que decían, cuando Ted la dejó. En la calle principal las tiendas estaban muy iluminadas. Había caballos además de coches por la calle (en aquel tiempo las calles del municipio no estaban arregladas) que empañaban el aire con su agradable aliento. Le parecía que había más gente de la habitual por allí hablando, o sin hablar, simplemente reacios a separarse. Algunos tenderos habían salido y estaban también allí, en mangas de camisa, en la nieve. La esquina de la oficina de correos parecía estar obstruida y aquélla era la dirección hacia la que la gente miraba.

Aparcó detrás de la ferretería, y subió corriendo los largos escalones exteriores, de los que había retirado la nieve y el hielo aquella mañana y que tendría que volver a limpiar. Se sentía como si estuviese corriendo hacia un escondite. Pero no fue así; Adelaide estaba allí.

—Frances, ¿eres tú?

Frances se quitó el abrigo en el vestíbulo de atrás, comprobó los botones de su blusa y puso las botas sobre la alfombra de goma.

—Se lo estaba diciendo a la abuela. No ha oído nada. No oyó la ambulancia.

Había un cesto de ropa limpia sobre la mesa de la cocina, con una vieja funda de almohada por encima, para resguardarla de la nieve. Frances entró en la cocina preparada para interrumpir bruscamente a Adelaide, pero supo que no podría hacerlo cuando vio aquella ropa. En los momentos en que Frances estaba más ocupada, alrededor de las Navidades, o para el recital de primavera, Adelaide venía y se llevaba la colada a su casa, y volvía con todo planchado, blanqueado y almidonado. Tenía cuatro hijos, pero siempre estaba ayudando a otras personas, cocinando y comprando para ellas, cuidando de otros bebés, entrando y saliendo de las casas donde había problemas. Pura generosidad. Puro chantaje.

—El coche de Fred Beecher estaba lleno de sangre —dijo Adelaide, volviéndose a Frances—. Tenía el maletero abierto, dentro estaba el cochecito de niño que llevaba a casa de su cuñada, y el maletero de su coche estaba lleno de sangre. Lleno de sangre.

—¿Fue Fred Beecher? —preguntó Frances, puesto que no había medio de rehuirlo en aquel momento, se lo tendrían que decir—. ¿Fred Beecher atropelló al… chico de Makkavala?

Ella sabía el nombre de Bobby, desde luego; conocía los nombres y las caras de todos los hijos de Ted, pero había desarrollado una imprecisión artificial cuando hablaba de cualquiera de ellos, de Ted también, por eso incluso ahora tenía que decir «el chico de Makkavala».

—¿Tú tampoco lo sabes? —dijo Adelaide—. ¿Dónde estabas? ¿No estabas en la escuela secundaria? ¿No fueron a buscarle?

—Oí que lo hicieron —dijo Frances. Vio que Adelaide había hecho té. Necesitaba urgentemente una taza, pero tenía miedo de tocar las tazas o la tetera, porque las manos le temblaban—. Oí que habían matado a su hijo.

—No fue él el que murió, fue el otro. El chico de los O’Hare. Había dos. El chico de O’Hare murió instantáneamente. Fue horrible. El chico de los Makkavala no vivirá. Se lo llevaron a London en la ambulancia. No vivirá.

—¡Oh, oh! —dijo la madre de Frances, sentada a la mesa, con el libro abierto delante suyo—. ¡Oh, oh! Pensad en la pobre madre.

Pero ya lo había oído todo antes.

—No fue Fred Beecher quien les atropelló, no fue así en absoluto —le dijo Adelaide a Frances como si la riñiera—. Ataron su trineo a la parte trasera del coche. Él ni siquiera sabía que lo habían hecho. Debieron atarlo cuando pasaba despacio por delante de la escuela, con todos los críos que acababan de salir, y entonces, en la colina, un coche iba detrás suyo, resbaló y chocó contra ellos. Empujó al trineo, que se metió exactamente debajo del coche de Fred.

La anciana señora Wright hizo un quejoso sonido de asentimiento.

—Debían de estar advertidos. Se les ha estado advirtiendo a todos los niños y han seguido haciéndolo durante años, y tenía que suceder —dijo Adelaide, mirando fijamente a Frances como deseando una mayor reacción de su parte—. Todos los que lo vieron dicen que no lo olvidarán nunca. Fred Beecher se puso a vomitar sobre la nieve. Justo delante de la oficina de correos. Oh, la sangre.

—Terrible —dijo la madre de Frances. Su interés se había desvanecido por completo. Probablemente estaría pensando en la cena. A partir de las tres de la tarde, su interés por la cena crecía. Cuando Frances llegaba tarde, como aquella noche, o cuando alguien se pasaba por allí a última hora de la tarde pensando, sin duda, que estaría encantada de tener visita, ella se inquietaba cada vez más, pensando en que la cena se iba a retrasar. Intentaba controlarse, se ponía muy afable, ansiosa por responder, buscando en su colección de frases sociales, diciéndolas rápidamente, una detrás de otra, con la esperanza de que el visitante quedase pronto satisfecho y se marchase.

—¿Has ido a por las chuletas de cerdo? —le preguntó a Frances.

Por supuesto, Frances se había olvidado. Le había prometido chuletas de cerdo empanadas y no había ido a la carnicería, se le había olvidado.

—Voy ahora.

—Oh, no te molestes.

—Tenía demasiadas cosas en la cabeza con el accidente —dijo Adelaide—. Nosotros tomamos anoche chuletas de cerdo a la casserole, es una receta que se hace al horno con maíz a la crema; y estaban buenísimas.

—Bueno, Frances las hace empanadas.

—Oh, yo también las hago. De esa forma también están buenas. A veces le gusta a una cambiar. Vi al padre del chico O’Hare saliendo de la funeraria. Era terrible verle. Parecía que tuviese sesenta años.

—Para ver el cuerpo —dijo la madre de Frances—. Una tortilla me irá igual de bien.

—¿De veras? —preguntó Frances, que no podía soportar el pensar en volver a salir a la calle.

—Ya lo creo. Y ahorramos los cupones de racionamiento.

—¿No son un infierno los cupones de racionamiento? No lo habrá visto todavía. No con el trabajo que tendrán que hacer. Habrá ido a escoger el ataúd.

—Oh, probablemente.

—No, todavía no estará arreglado. Todavía estará en la mesa mortuoria.

El modo en que Adelaide dijo aquello, «en la mesa mortuoria», era tan enfático, tan lleno de energía, que era como si hubiese dado una palmada con un pescado grande y mojado frente a ellas. Ella tenía un tío que tenía una funeraria en otra ciudad y estaba orgullosa de aquella relación, de sus conocimientos internos. Efectivamente, comenzó a hablar del trabajo de su tío con víctimas de accidentes, de un chico que se había quedado sin cuero cabelludo y de cómo su tío le había devuelto su apariencia yendo al barbero y consiguiendo mechones de pelo del canasto, mezclándolos para conseguir exactamente el color adecuado y trabajando toda la noche. La familia del muchacho no se podía creer que estuviese tan natural.

—Es un arte —dijo Adelaide— cuando conocen su oficio como él.

Frances pensó que debería decirle aquello a Ted. A menudo le contaba a Ted cosas que Adelaide había dicho. Luego recordó.

—Desde luego, pueden dejar el ataúd cerrado si quieren —dijo Adelaide, habiendo explicado de nuevo cuán inferior era aquella funeraria a la de su tío—. ¿Era el único hijo de los Makkavala? —preguntó a Frances.

—Creo que sí.

—Lo siento por ellos. Y no tienen familia aquí. Ella ni siquiera habla bien el inglés, ¿verdad? Desde luego, como los O’Hare son católicos, tienen cuatro o cinco más. ¿Sabes?, el sacerdote vino y le hizo lo propio, aunque estaba absolutamente muerto.

—¡Oh, oh! —dijo la madre de Frances con desaprobación. No había demasiada hostilidad hacia los católicos en aquella desaprobación, realmente; era una cortesía que los protestantes se debían unos a otros.

—No tendré que ir al funeral, ¿verdad? —Una mirada preocupada y resuelta se instalaba en el rostro de la madre de Frances siempre que existía una posibilidad de que tuviera que ir donde había gente enferma o muerta—. ¿Cómo se llamaban?

—O’Hare…

—¡Ah, sí! Católicos.

—Y Makkavala.

—No les conozco. ¿Les conozco? ¿Son extranjeros?

—Finlandeses. Del norte de Ontario.

—Eso me pareció. Me pareció que sonaba a extranjero. No tengo que ir.

Frances tuvo que volver a salir. Tenía que ir a la biblioteca, por la noche, para recoger los libros de su madre. Cada semana le llevaba tres nuevos libros de la biblioteca. A su madre le gustaba ver un buen libro grueso. Hay mucho que leer en ése, decía, del mismo modo que diría lo mucho que se podía utilizar un abrigo o una manta. Realmente, el libro era como un edredón cálido y grueso, que podía ponerse por encima, en el que podía embutirse. Cuando llegaba hacia el final, y su cobertor se iba haciendo más y más delgado, contaba las páginas que le quedaban y decía:

—¿Me has ido a por otro libro? Ah, sí. Ahí está. Ya me acuerdo. Bueno, aún me queda ése cuando haya terminado éste.

Pero siempre llegaba el momento en el que había terminado el último libro y tenía que esperar mientras Frances iba a la biblioteca a por tres más. (Afortunadamente, Frances era capaz de repetir el mismo libro al cabo de un corto intervalo, pongamos tres o cuatro meses; su madre se volvía a sumergir otra vez, comentando incluso información sobre el ambiente y los personajes, como si nunca los hubiera visto antes). Frances le decía a su madre que escuchara la radio mientras esperaba, pero aunque su madre nunca se negaba a hacer cualquier cosa que se le dijera, la radio no parecía confortarla. Mientras estaba sin cobertor, por así decir, era posible que fuese a la sala y sacase del estante un viejo libro, podía ser Jacob Faithful, o Lorna Doone, y que se sentase inclinada sobre el taburete bajo agarrada a él y leyéndolo. Otras veces simplemente podía ir arrastrando los pies de habitación en habitación. Nunca levantaba los pies, excepto cuando había un umbral, se agarraba a los muebles y tropezaba con las paredes, a ciegas porque no había dado la luz, débil porque ahora nunca andaba, sobrecogida por una temerosa desazón, una especie de frenesí lento que podía cogerle cuando no tenía libros, o comida, o pastillas para dormir que lo mantuvieran a distancia.

Frances estaba molesta con su madre aquella noche por haberle dicho:

—¿Y mis libros de la biblioteca?

Estaba molesta por la insensibilidad de su madre, por su ensimismamiento, por su debilidad, por su supervivencia, por sus lastimosas piernecitas y por sus brazos, en los que la piel le colgaba como mangas arrugadas. Pero su madre no era más insensible que ella misma. Pasó por la esquina de la oficina de correos donde ahora no había señales del accidente, sólo nieve recién caída, nieve que era más intensa desde el sur, desde London (él tendría que volver). Se sintió furiosa por aquel niño, por su estupidez, por su riesgo estúpido, por su actuación, por irrumpir en las vidas de los demás, en la suya. No podía soportar pensar en nadie en aquel momento. Pensar en Adelaide, por ejemplo. Adelaide, antes de marcharse, había seguido a Frances al dormitorio en el que Frances se estaba quitando la blusa de satén, porque no podía hacer la cena con ella puesta. La tenía abierta por delante, se estaba desabrochando los botones de la manga, estaba ante Adelaide como había estado delante de Ted hacía un momento.

—Frances —dijo Adelaide con un susurro tenso—, ¿te encuentras bien?

—Sí.

—¿No crees que sea un castigo divino por lo vuestro?

—¿Cómo?

—Que Dios le esté castigando —dijo Adelaide. La excitación, la presunción habían desaparecido. Antes de su matrimonio con el terco e inocente hermano menor de Frances, ella había gozado de un año o dos de popularidad sexual, o de mala fama, y con frecuencia se hacían juegos de palabras sobre su nombre. Su figura era rechoncha y maternal, y los ojos ligeramente bizcos. Frances no podía entender qué la había llevado a tal amistad, o alianza, o como se llamase. Sentada en la cocina de Adelaide las noches en las que Clark estaba entrenando al equipo junior de hockey, echándole al café el carísimo whisky de Clark (aguaban lo que quedaba), con los pañales secándose al lado de la estufa, algunas vías de tren de juguete baratas y una horrible muñeca, sin ojos y sin brazos sobre la mesa que tenían delante, habían hablado de sexo y de hombres. Un desahogo vergonzoso, una complacencia culpable, un grave error. Dios no había entrado entonces en la conversación de Adelaide. Ella nunca había oído la palabra «pene», lo intentaba, pero no podía acostumbrarse a ella. «Pájaro», decía ella. «Se sacó el pájaro de repente» decía, con el mismo deleite perturbador con el que dijo «en la mesa mortuoria».

—No tienes buen aspecto. Te lo digo de veras —le dijo a Frances—. Pareces impresionada. Se te ve enferma.

—Vete a casa —dijo Frances.

¿Cómo tendría que pagar por aquello?

Dos hombres estaban poniendo luces de Navidad en los abetos azules que había frente a la oficina de correos. ¿Por qué lo estaban haciendo a aquellas horas? Debían de haber empezado antes del accidente y luego debieron tener que dejarlo. Seguramente pasaron el tiempo libre emborrachándose, al menos uno de ellos debió de hacerlo. Call Callaghan se había enredado en una sarta de luces. El otro hombre, Boss Creer[4], que tenía aquel nombre porque nunca sería jefe de nada, estaba esperando a que Call se liberara de sus dificultades a su debido tiempo. Boss Creer no sabía ni leer ni escribir, pero sabía como estar cómodo. La parte trasera de su camioneta estaba llena de coronas de acebo artificial y sartas de cosas rojas y verdes aún por colgar. Frances, debido a que tomaba parte en conciertos y recitales y en casi todas las festividades públicas que la ciudad pudiera inventar, había llegado a saber dónde se guardaban los adornos y sabía que año tras año se quedaban en la buhardilla del ayuntamiento, olvidados, y que luego eran recordados y sacados cuando alguien del concejo decía:

—Bien, ahora será mejor que pensemos en qué vamos a hacer para Navidades.

Mientras aquellos dos necios subían las cuerdas y las luces de algún modo y colgaban las coronas, Frances les despreciaba. Su incompetencia, las andrajosas coronas y luces, el aire de labor monótona corriente, todo puesto en movimiento por algún sentido irracional de obligación estacional. En otro momento podía haberlo encontrado conmovedor, ligeramente admirable. Podría haber intentado explicárselo a Ted, quien nunca podía entender su sentimiento de lealtad hacia Hanratty. Él decía que podría vivir en una ciudad o en el bosque, en la clase de pueblo fronterizo del que procedía, pero no en un lugar como aquél, en un lugar tan limitado, tosco sin las compensaciones de la soledad, apretado, sin ninguna distracción ni vida urbana.

Pero allí estaba él.

Recordaba haber sentido aquella misma aversión por todo el pasado verano. Ted, Greta y los niños se habían ido fuera, durante tres semanas, hasta el norte de Ontario para visitar a sus parientes. Durante las primeras dos de las tres semanas, Frances estuvo en una casita de campo del lago Hurón, la misma casita que alquilaba siempre. Se llevó a su madre, que se sentaba a leer bajo el abeto balsámico. Frances estaba bien allí. En la casita había una antigua edición de la Enciclopedia Británica y en ella leyó, una y otra vez, el anticuado artículo sobre Finlandia. Por las noches se tumbaba en el porche de la casa, escuchaba la orilla del lago y pensaba en el norte de Ontario, donde no había estado nunca. Soledad. Pero cuando tuvo que volver a la ciudad y él no estaba allí, lo pasó muy mal. Cada mañana iba andando hasta la oficina de correos y no había nada de él. Se quedaba mirando por la ventana de la oficina de correos al ayuntamiento, donde había un gran termómetro rojo y blanco que registraba la marcha de la campaña Victory Bond. Ya no podía hacerle en el norte de Ontario en casa de sus familiares, emborrachándose y haciendo grandes comidas. Se había marchado. Podía estar en cualquier parte, fuera de la ciudad; había dejado de existir para ella, excepto en la ridícula agonía de la memoria. Entonces odiaba realmente a todo el mundo; apenas podía dar una respuesta cortés. Odiaba la gente, el calor, el ayuntamiento, el termómetro Victory Bond, las aceras, los edificios, las voces. Tenía miedo de pensar en esto después, no quería pensar en cómo las decentes e inofensivas formas de las casas, o el tono tolerable de los saludos podía depender de la existencia de una persona a quien no conocía un año antes, ni en cómo su presencia en la misma ciudad, aunque no pudiera verle ni saber de él, mantenía el equilibrio necesario para su persona.

La primera noche que él volvió fue la noche que se metieron en la escuela y se restregaron contra la pintura fresca. Pensó entonces que el haber pasado sin él había valido la pena, que era sólo el precio que había que pagar. Olvidó cómo era, como decían que se olvidaba el dolor de tener un hijo, de una vez a otra.

Ahora podía recordar. Aquello era sólo un ensayo; aquello era algo que ella había inventado para torturarse. Ahora sería real. Volvería a Hanratty, pero no volvería a ella. Como estaba con ella cuando sucedió, la odiaría. Al menos, odiaría pensar en ella, porque siempre le haría pensar en el accidente. Y suponiendo que de algún modo el niño sobreviviese, inválido. Eso no sería mejor, no para Frances. Ellos querrían marcharse de allí. Él le había dicho que a Greta no le gustaba, ésa era una de las pocas cosas que él le había contado de Greta. Greta estaba sola, no se sentía en su hogar. ¿Cuánto menos no le iba a gustar ahora? Lo que Frances había imaginado el verano anterior sería realidad este verano. Él estaba fuera en algún lugar, junto a su mujer, a quien probablemente tendría en sus brazos en aquel mismo momento, consolándola, hablándole en su propia lengua. Dijo que no le hablaba en finlandés. Frances se lo preguntó. Pudo ver que no le gustaba que le preguntase. Dijo que él apenas hablaba finlandés. Ella no le creyó.

«El origen de las tribus finougrias está velado por el misterio», había leído Frances. Aquella frase le gustó; ella no había pensado que una enciclopedia pudiese admitir tal cosa. Se llamaba a los finlandeses tavastianos y carelios, y siguieron siendo paganos hasta bien entrado el siglo XIII. Creían en un dios del aire, en un dios de los bosques, en un dios del agua. Frances aprendió los nombres de estos dioses y sorprendió a Ted con ellos. Ukko, Tapio, Ahti. Estos nombres eran nuevos para él. Los antepasados que él conocía no eran aquellos paganos pacíficos, habitantes de los bosques magiares que en algunos lugares, según la enciclopedia, todavía ofrecían sacrificios a los espíritus; eran los nacionalistas, socialistas y radicales del siglo XIX. Su familia había sido expulsada de Finlandia. No eran los bosques nórdicos, ni los pinos ni los abedules lo que le habían enseñado a añorar, sino las salas de reunión, las oficinas de los diarios de Helsinki, los salones de conferencias y las salas de lectura. En su mente no persistían ceremonias paganas (tonterías, le dijo, cuando Frances le contó lo de los sacrificios a los espíritus), sino un tiempo de imprentas clandestinas, de distribución de panfletos una vez anochecido, manifestaciones prohibidas y honrosas condenas de prisión. Se manifestaban y hacían propaganda, contra los suecos, contra los rusos.

—Pero si tu familia fuese comunista, ¿no estarían a favor de los rusos? —preguntó Frances estúpidamente, con todas las fechas equivocadas. Él hablaba de un tiempo anterior a la revolución. No es que entonces fuese distinto. Rusia había invadido Finlandia; Finlandia estaba oficialmente alineada con Alemania. Las lealtades de Ted no tenían hacia donde volverse. Ciertamente no lo iban a hacer hacia Canadá, donde decía que ahora se le consideraba un enemigo extranjero y se hallaba bajo vigilancia de la Policía Montada del Canadá. Frances apenas podía creerse una cosa así. Y él parecía estar orgulloso de ello.

Cuando salían a pasear en el otoño, por los secos bosques, él le había contado muchas cosas que hubiese debido sentirse avergonzada de no conocer; sobre la guerra civil española, las purgas en Rusia. Ella escuchaba, pero su atención siempre se desviaba, bajo el pretexto de sus razonables preguntas y respuestas, para fijar el poste de una valla o un agujero de marmota americana. Ella lo comprendió. Creía que había una bancarrota general y que la guerra, que generalmente se creía que era una crisis enorme pero temporal, era en realidad sólo un aspecto natural de esta condición. Siempre que ella apuntaba cualquier posibilidad esperanzada, él le explicaba dónde se equivocaba y por qué ahora todos los sistemas estaban destinados al fracaso y un cataclismo seguiría a otro hasta…

—¿Hasta qué?

—Hasta que haya una quiebra total.

Cuán satisfecho se le veía, diciendo aquello. ¿Cómo podía ella argumentar contra una visión que parecía producirle tanta paz y satisfacción?

—Eres tan moreno —dijo ella dándole la vuelta a la mano en la suya—. No sabía que ningún europeo del norte fuese tan moreno.

Él le contó que había dos tipos de personas en Finlandia, el magiar y el escandinavo, moreno y rubio, y cómo parecían no mezclarse sino mantenerse distintos, mostrándose inalterados generación tras generación, en la misma región, en la misma familia.

—La familia de Greta es un ejemplo perfecto —dijo—. Greta es absolutamente escandinava. Tiene unos huesos grandes, largos, es dolicocefálica.

—¿Cómo?

—Que tiene la cabeza larga. La piel clara, los ojos azules y el pelo rubio. Pero su hermana Kartrud tiene la piel aceitunada y los ojos ligeramente oblicuos, muy oscuros. Lo mismo sucede en nuestra familia. Bobby es como Greta. Margaret es como yo. Ruth-Ann es como Greta.

Frances sintió frío y curiosidad al oírle hablar de Greta, de «nuestra familia». Ella nunca preguntaba, nunca hablaba de ellos. Al principio, él tampoco hablaba de ellos. Dos cosas dijo que le quedaron. Una era que Greta y él se habían casado mientras él estaba todavía estudiando en la universidad, con becas; ella se había quedado en el norte con su familia hasta que él se licenció y encontró un trabajo. Eso le hizo a Frances preguntarse si Greta estaba embarazada; ¿era por eso por lo que se había casado con ella? La otra cosa que dijo, sin recalcarlo y mientras Frances y él estaban hablando de lugares donde verse, era que nunca anteriormente había sido «infiel». Frances lo había imaginado siempre, ya fuese por su inocencia o por su vanidad. Ni por un momento había supuesto que ella pudiera ser parte de una procesión. Pero la palabra «infiel» (ni siquiera dijo infiel a Greta) sugería un vínculo. Ponía a Greta a la vista de ellos, la mostraba sentada en algún lugar, esperando; fría y paciente, decente, engañada. Esto la honraba; él la honraba.

Al principio, eso fue todo. Pero ahora en sus conversaciones las puertas se estaban abriendo, para volverse a cerrar rápidamente de nuevo. Frances captaba breves visiones, que rehuía y deseaba. Greta necesitaba el coche para llevar a Ruth-Ann al médico; Ruth-Ann tenía dolor de oído, se había pasado toda la noche llorando. Ted y Greta juntos estaban empapelando el pasillo de delante. Toda la familia se había puesto enferma después de comer unas salchichas dudosas. Frances captaba algo más que visiones breves. Cogía los resfriados de la familia Makkavala. Empezó a sentir que vivía con ellos en una intimidad grotesca e irreal.

Ella le hizo una pregunta.

—¿Cómo era el papel? El que tú y tu mujer pusisteis en la pared…

Tuvo que pensar.

—Es a rayas. A rayas blancas y plateadas.

La elección del papel hizo que Greta le pareciese más dura, más lista, más ambiciosa de lo que parecía en la calle o comprando en el supermercado Superior Grocery, con sus vestidos de flores suaves y pasados de moda, con sus holgados pantalones a cuadros y un pañuelo sobre el pelo. Una ama de casa grande, rubia y pecosa, que una vez dio un golpe en el brazo de Frances con su cesta de la compra y dijo: «Perdone». Las únicas palabras que Frances le había oído pronunciar. Una voz con mucho acento, fría y tímida. La voz que Ted escuchaba cada día de su vida, el cuerpo junto al cual dormía cada noche. Las rodillas de Frances flaquearon y temblaron, allí en el supermercado Superior Store, frente a los estantes de comidas preparadas Kraft, y de cerdo y judías. Sólo estar tan cerca de aquella mujer grande y misteriosa, tan inocente y poderosa, le embotaba la mente y la hacía temblar de miedo.

El sábado por la mañana Frances encontró una nota en su buzón, pidiéndole que dejase entrar a Ted en la iglesia aquella noche. Estuvo nerviosa todo el día, como cuando estuvo esperando para verle por primera vez, en el bosque de Beattie. Esperó en la oscuridad, cerca de la puerta de la escuela dominical. Era una mala noche, el sábado. Era probable que el pastor o el conserje estuvieran allí, y ambos habían estado, más temprano, cuando Frances tocaba el órgano distraídamente. Se habían ido a casa y ella esperaba que ya no volvieran.

Por lo general hacían el amor allí, en la oscuridad, pero aquella noche Frances pensó que necesitarían luz, que necesitarían hablar. Ella pasó delante inmediatamente hacia una clase de la escuela dominical que estaba detrás de la galería del coro. Era un cuarto largo, estrecho y sofocante, sin ventanas exteriores. Las sillas de la escuela dominical habían sido apiladas en un rincón. Había algo extraño sobre la mesa del profesor: un cenicero con dos colillas. Frances lo mostró.

—Alguien más debe venir aquí también.

Tenía que hablar de algo además del accidente, porque estaba segura de que nunca podría decir algo adecuado al respecto.

—Todo un relevo de amantes —dijo Ted, para alivio suyo—. No me sorprendería.

Nombró algunas parejas posibles. La secretaria de la escuela y el director. La cuñada de Frances y el pastor de aquella iglesia. Pero hablaba melancólicamente.

—Tendremos que hacer un horario.

No se molestaron en bajar las sillas, se sentaron en el suelo con las espaldas contra la pared, bajo un cuadro de Jesús andando sobre el mar de Galilea.

—No había pasado una semana así en mi vida —dijo Ted—. No sé por dónde empezar. Volvimos de London el martes y el miércoles, la familia de Greta vino a vernos. Estuvieron conduciendo toda la noche, dos noches. No sé cómo lo hicieron. En un sitio consiguieron una máquina quitanieves para que fuera delante de ellos durante más de ochenta kilómetros. Esas mujeres son capaces de cualquier cosa. El padre es sólo una sombra. Las mujeres son el terror. Kartrud es la peor. Tiene ocho hijos y nunca ha dejado de dirigir a sus hermanas ni a las familias de sus hermanas ni a cualquiera que se lo permita. Greta no sirve de nada contra ella.

Dijo que los problemas habían empezado de inmediato, por el funeral. Ted se había decidido por un funeral no religioso. Había tomado la decisión hacía mucho tiempo de que si alguien de su familia moría, no llamaría a la iglesia. Al de la funeraria no le gustó, pero estuvo de acuerdo. Greta dijo que estaba bien. Ted escribió unos cuantos párrafos dedicados a su memoria que tenía la intención de leer él mismo. Eso sería todo. Nada de cantar himnos ni de rezar oraciones. No había nada nuevo en ello. Todos sabían cómo sentía. Greta lo sabía. Su familia lo sabía. Sin embargo, empezaron a comportarse como si ésta fuese una revelación nueva y horrible. Actuaron como si el mismo ateísmo fuese una postura de la que no habían oído hablar. Intentaron decirle que un funeral como aquel era ilegal, que podría ir a la cárcel.

—Habían traído con ellos a aquel tipo viejo, que yo di por sentado que era algún tío, o primo, o algo así. Yo no les conozco a todos, es una familia muy grande. De modo que después de que les explicase mis planes para el funeral, ellos me dijeron que aquél era su pastor. Un pastor luterano finlandés que transportaron durante seiscientos cincuenta kilómetros para intimidarme. Estaba enfermo, también, el pobre tipo. Había cogido frío. Estaban todo el rato poniéndole emplastos de mostaza, remojándole los pies e intentando que estuviese bien para ejercer. Les hubiese estado bien merecido si les hubiese fallado.

Ahora Ted estaba en pie, andando de un lado a otro por la clase de la escuela dominical. Dijo que de ninguna forma iba a ser intimidado. Podían haber llevado a toda la congregación y a la misma iglesia luterana en un carro. Se lo dijo. Tenía la intención de enterrar a su propio hijo a su propia manera. Para entonces Greta se había derrumbado, se había pasado a su lado. No era que tuviese ni una pizca de sentimiento religioso, era sólo el llanto, y las recriminaciones, y la debilidad frente a su familia que siempre había tenido. Tampoco se dejó únicamente a la familia. Varios entrometidos de Hanratty se metieron en ello. La casa estaba llena. El pastor de la Iglesia Unificada, el pastor de aquella iglesia, acudió en un momento dado para hacer una consulta con el luterano. Ted lo rechazó. Después se encontró con que no había sido exactamente culpa del pastor, no había ido por propia voluntad. Kartrud le había llamado diciendo que había una situación desesperada, que su hermana estaba con un ataque de nervios.

—¿Y lo estaba? —preguntó Frances.

—¿Cómo?

—¿Si estaba, ella, tu mujer, con un ataque de nervios?

—Cualquiera estaría con un ataque de nervios con aquella partida de maníacos en casa.

El funeral era privado, dijo Ted, pero aquello no pareció ser un impedimento para las personas que quisieron presentarse. Él mismo se quedó junto al ataúd dispuesto a derribar de un golpe a cualquiera que interfiriera. A su cuñada, con gusto, o al enfermizo y anciano pastor, o incluso a Greta si alguien la empujaba a ello.

—¡Oh no! —dijo Frances involuntariamente.

—Yo sabía que ella no lo haría, pero Kartrud podría haberlo hecho. O la anciana madre. Yo no sabía lo que iba a suceder. Yo sabía que no podía mostrar ni un momento de vacilación. Fue horrible. Empecé a hablar y la anciana madre empezó a tambalearse y a sollozar. Tuve que gritar más que ella. Cuanto más gritaba ella en finlandés, más gritaba yo en inglés. Fue una locura.

Mientras hablaba vaciaba las colillas de cigarrillo del cenicero en sus manos y las volvía a poner, las iba echando de un lado al otro.

Frances dijo al cabo de un momento:

—Pero Greta era su madre.

—¿Qué quieres decir?

—Que si quería un funeral corriente.

—Oh, no.

—¿Cómo lo sabes?

—La conozco. No tiene opiniones ni en un sentido ni en otro. Sencillamente se derrumbó frente a Kartrud, siempre lo hará.

«Lo hizo todo por sí mismo», pensaba Frances. No pensó en Greta ni por un momento. Ni en Bobby. Estaba pensando en sí mismo y en sus creencias y en no rendirse ante sus enemigos. Eso era lo que le importaba. Ella no podía evitar verlo y no le gustaba. No podía evitar ver cuánto le disgustaba. Eso no quería decir que hubiera dejado de gustarle; al menos, no había dejado de amarle. Pero había un cambio. Cuando pensó en ello más tarde, le parecía que hasta aquel momento había estado metida en algo infantil y vergonzoso. Lo había hecho para su propio deleite, viéndole como ella quería, prestando atención cuando quería, no tomándoselo en serio, aunque creía que sí; ella hubiera dicho que él era lo más importante de su vida.

Ya no iba a poderse permitir más aquello, aquella indolencia y aquel engaño.

Por primera vez, se sorprendió cuando él quiso hacer el amor. Ella no estaba preparada, no podía comprenderle todavía, pero él parecía demasiado resuelto como para darse cuenta.

Al día siguiente, domingo, cuando tocó para los oficios religiosos, fue la última vez que lo hizo en la Iglesia Unificada.

El lunes Ted fue llamado a la oficina del director. Lo que había sucedido era que la hermana de Greta, Kartrud, había llegado a conocer mejor a las mujeres de Hanratty en cinco días que Greta en dieciocho meses, y que alguien le había contado lo de Ted y Frances. Frances pensó después que habría sido Adelaide quien lo había dicho, debió de ser Adelaide, pero se equivocaba. Adelaide se presentó en casa de los Makkavala, pero no fue quien lo dijo; alguien había llegado antes que ella. Enojada ya por la pelea por el funeral y por haber perdido, Kartrud fue a visitar al director de la escuela secundaria y al pastor de la Iglesia Unificada. Les preguntó qué medidas pensaban tomar. Ni el pastor ni el director querían tomar ninguna. Ambos se habían enterado del asunto, les había puesto nerviosos y esperaban que pasara. Tanto Ted como Frances eran valiosos para ellos. Ambos le dijeron a Kartrud que seguramente ahora, después de la muerte del hijo, marido y mujer se unirían y este otro asunto se olvidaría. Era una pena armar un escándalo ahora, dijeron, cuando la familia había sufrido tal pérdida y el daño podía enmendarse y sin que la esposa se enterase. Pero Kartrud prometió que ella sería quien se lo dijera. Tenía la intención de decírselo a Greta, dijo, antes de volver a casa; tenía la intención de persuadir a Greta para que se fuera con ella, si no se había hecho algo para detener aquello. Era una mujer enérgica, física y verbalmente. Los dos hombres se acobardaron ante ella.

El director le dijo a Ted que un asunto desdichado había llegado a sus oídos, que se lo habían ido a decir. Le pidió disculpas por plantearlo tan pronto después de la aflicción, pero dijo que no había tenido elección. Dijo que esperaba que Ted pudiese imaginar el asunto que tenía en la mente, que tenía que ver con una señora de aquella ciudad que anteriormente gozaba del respeto de todo el mundo y que esperaba que lo volviera a tener. Dijo que imaginaba que el mismo Ted podría ya haber decidido poner fin al asunto. Estaba esperando que Ted hiciese alguna violenta y ambigua afirmación del tenor de que ya había puesto o iba a poner un final al asunto, y no importaba lo convincente o poco convincente que sonase tal afirmación, el director estaba dispuesto a aceptarla. Sólo estaba cumpliendo su promesa, para que Kartrud se fuera de la ciudad sin originar más problemas.

Ted se levantó de golpe, para asombro del director, y dijo que aquello era hostigamiento, y que no lo toleraría. Dijo que sabía quién estaba detrás de aquello. Dijo que no aguantaría ninguna intromisión, que sus relaciones eran asunto exclusivamente suyo y que el matrimonio de todos modos no era más que una costumbre antigua fomentada por las autoridades de la iglesia, como todo lo demás que hacían tragar por la fuerza a las personas. De forma bastante inconsistente, siguió diciendo que de todos modos iba a dejar a Greta, que dejaba la escuela, su trabajo, Hanratty; que iba a casarse con Frances.

—No, no —repetía el director—, tómese un vaso de agua. Usted no tiene esa intención, qué tontería. No puede usted tomar una decisión en un estado como éste.

—Ya me había decidido hace mucho tiempo —dijo Ted. Él creía que eso era cierto.

—Al menos podía habértelo preguntado primero —le dijo Ted a Frances.

Estaban sentados en el salón del apartamento, entrada la tarde. Frances no había ido a la escuela secundaria aquel lunes; había pedido que el coro se reuniera en el ayuntamiento, para poder ensayar allí y que se acostumbrasen al escenario. Llegó tarde a casa y su madre le dijo:

—Hay un hombre esperándote en la sala de delante. Me dijo su nombre, pero lo he olvidado.

Su madre también olvidó decirle que el pastor había llamado y que quería que Frances le llamase. Frances nunca se enteró de eso.

Pensó que probablemente fuese el agente de seguros. Había un problema con el seguro contra incendios del edificio. El agente había llamado la semana anterior y había preguntado si podía ir a verla la próxima vez que estuviera en la ciudad. Yendo por el pasillo, intentó aclarar su mente para hablar con él, preguntándose si tendría que encontrar otro lugar donde vivir. Entonces vio a Ted sentado junto a la ventana, con el abrigo puesto. No había encendido las luces. Pero llegaba algo de luz de la calle, una especie de arco iris navideño rojo y verde jugueteaba sobre él.

En cuanto lo vio supo lo que había sucedido. No lo sabía con detalle, pero sí en esencia. ¿Por qué otra razón podía estar ahí sentado en el salón de su madre delante del antiguo papel cubierto de helechos y del «Ángelus»?

—Es una sala anticuada —dijo él suavemente, como si le adivinara el pensamiento. Se había quedado sin cuerda, estaba en el extraño, debilitado y nebuloso estado que sigue a las terribles discusiones o a las decisiones irrevocables—. No se parece en nada a ti.

—Es la habitación de mi madre —dijo Frances, queriéndole preguntar qué clase de habitación se hubiese parecido a ella, pero aquel no era el momento. ¿Qué le parecía ella a él?, ¿en qué había realmente reparado de ella? Corrió las cortinas y encendió dos lámparas de brazo.

—¿Es este tu rincón? —preguntó Ted educadamente, mientras Frances cerraba la partitura que había sobre el piano. La cerró para que no le molestara, o para protegerla de él; a él no le interesaba la música.

—Algo parecido. Ése es Mozart —dijo apresuradamente, tocando el barato busto sobre una mesa lateral—. Mi compositor favorito.

Qué cosa tan tonta y tan de colegiala de decir. Sintió que sus disculpas no deberían ser para Ted, sino para este rincón de su vida, el piano, Mozart y el oscuro grabado de Una vista de Toledo que le gustaba mucho y que ahora estaba dispuesta a mostrar y a traicionar.

Ted comenzó a contarle los sucesos del día, lo que el director había dicho, lo que había dicho él, lo mejor que pudo recordar. Al contarlo, sus respuestas eran algo más frías, más controladas y cuidadosas de lo que en realidad habían sido.

—De modo que dije que me iba a casar contigo, y luego pensé «qué presunción. ¿Qué pasa si ella dice que no?».

—Oh, bueno. Sabías que no lo haría —dijo Frances—. Decir que no.

Desde luego él lo había sabido. Lo iban a llevar a cabo, nada podría detenerlos. Ni la madre de Frances, que estaba en la cocina sentada, leyendo y sin saber que se hallaba bajo sentencia de muerte (porque a eso equivalía: iría a casa de Clark y de Adelaide y la confusión de aquella casa acabaría con ella; se olvidarían de sus libros de la biblioteca y se iría a la cama y moriría). Ni las hijas más jóvenes de Ted, que aquella tarde estaban patinando en la pista al aire libre, con la música poco nítida de Cuentos de los Bosques de Viena y disfrutando, de una forma discreta y culpable, de la atención que la muerte de su hermano les acarreaba.

—¿Quieres un café? —preguntó Frances—. Oh, no sé si tenemos. Guardamos todos los cupones de racionamiento para té. ¿Quieres té?

—Nosotros guardamos todos los nuestros para café. No, gracias.

—Lo siento.

—Realmente no quiero tomar nada.

—Estamos aturdidos —dijo Frances—. Estamos los dos aturdidos.

—De todos modos hubiera sucedido. Más pronto o más tarde nos hubiéramos decidido.

—¿Lo crees así?

—Sí, claro —dijo Ted con impaciencia—. Desde luego que sí.

Pero no le parecía así a Frances, y se preguntaba si él lo decía sólo porque no podía soportar el pensar en nada que pudiera ser puesto en movimiento fuera de su control, y de forma tan pródiga, tan cruelmente, y porque se sentía obligado a ocultarle qué papel tan pequeño había desempeñado ella en todo aquello. No, no un papel pequeño; un papel ambiguo. Había una larga cadena de cosas, muchas ocultas para ella, que le habían llevado a proponerle matrimonio en el lugar más adecuado, en el salón de su madre. Ella se había hecho necesaria. Y era absolutamente inútil pensar ¿hubiera servido cualquier otra persona?, ¿hubiera sucedido si la cadena no hubiese estado unida exactamente como lo estaba? Porque estaba unida como lo estaba, y no era ninguna otra persona. Era Frances, que siempre había creído que algo iba a sucederle, algún momento de clara división llegaría, y su futuro le sería presentado. Lo había previsto, y podía haber previsto algún escándalo, pero no el peso, la conmoción, la posibilidad de desesperanza que estaba en el corazón de ese algo.

—Tendremos que tener cuidado —dijo ella.

Él pensó que quería decir que no deberían tener hijos, al menos durante un tiempo, y él estuvo de acuerdo, aunque pensó que ella había escogido un extraño momento para mencionarlo. Ella no quería decir nada parecido.

Frances está saludando a gente, de pie junto a su hermano Clark y al féretro de su cuñada Adelaide en la funeraria de Hanratty, casi treinta años después. La funeraria Hanratty es una extensión de la tienda de muebles que estaba al lado de la antigua ferretería. La ferretería se quemó por completo. De modo que Frances está debajo de donde vivía, si eso se puede imaginar. Frances no se lo imagina.

Tiene el pelo de un color extraño. Los cabellos oscuros se han vuelto grises, pero no los pelirrojos, resultando una tal mezcla entrecana que sus hijas la han persuadido de que se lo tiña. Pero el tono que han escogido para ella es un error. No obstante, el tono equivocado de pelo, como el lápiz de labios pasado con rapidez, el sobrio traje de cuadros escoceses, la permanente delgadez y el porte aturdido y enérgico, sólo la hace parecerse más a sí misma, y mucha gente está encantada de verla.

Había vuelto antes, desde luego, pero no a menudo. Nunca llevó a Ted con ella. Llevó a sus hijas, que pensaron que Hanratty era un lugar raro y ridículo, un lugar en el que les parecía absurdo que sus padres hubieran vivido. Tenía dos hijas. Ted tiene cuatro hijas en total, pero ningún hijo. En cada ocasión, en la sala de partos, Frances se sintió aliviada.

Ella seguía creyendo que Adelaide la delató y seguía estando enojada por ello, aunque vio que también podría estarle agradecida. Ahora Adelaide está muerta. Se puso muy gorda, tuvo problemas de corazón.

Las personas en la funeraria no le preguntan a Frances por Ted, pero ella cree que eso se debe a la pasada turbación, no a que sientan animadversión hacia él. Le preguntan por sus hijas. Luego la misma Frances es capaz de mencionar el nombre de Ted, diciendo que la hija más joven acaba de llegar de Montreal donde está estudiando, para pasar unos cuantos días junto a su padre mientras ella está fuera. Ted está en un hospital, tiene un enfisema. Va al hospital cada vez que tiene una crisis, se alivia y vuelve de nuevo a casa. Eso seguirá así durante un tiempo.

Entonces las personas comienzan a hablar de Ted, recordando sus payasadas en clase, diciendo que nunca hubo como él, que debiera haber más profesores así, que qué lugar más distinto hubiese sido la escuela. Frances se ríe, está de acuerdo, piensa en cómo debe contarle todo esto a Ted, pero de forma casual, para que no crea que lo hace para animarle. Nunca volvió a dar clases después de Hanratty. Consiguió un empleo en Ottawa, trabajando para el gobierno, como biólogo. Era posible conseguir un trabajo así en tiempo de guerra, sin tener un brillante expediente. Frances trabajó como profesora de música, de modo que pudieron enviar dinero a Greta, que volvió al norte de Ontario, con su familia. Ella cree que a Ted le ha gustado su trabajo. Ha estado implicado en grandes luchas y batallas, y ha hablado con cinismo, pero ése, por lo que ella había podido ver, era el estilo de los funcionarios civiles. Pero ha llegado a considerar la enseñanza como su vocación real. Habla de sus días de profesor cada vez más, según se va haciendo mayor, convirtiéndolos en una especie de aventura de serial, con directores locos, con ridículas juntas directivas, con alumnos recalcitrantes, pero finalmente conquistados, y el interés encendido en las cosas más inverosímiles. Va a estar encantado de oír cómo los recuerdos de sus alumnos concuerdan con los suyos.

También tiene la intención de hablarle de Helen, la hija de Adelaide, una mujer gruesa en la treintena. Ella cogió a Frances para examinar de cerca a Adelaide, a quien se ve con la boca apretada y callada como nunca estuvo en vida.

—Mira lo que han hecho, le han cerrado las mandíbulas con un alambre. Así es como lo hacen ahora, ponen alambre en las mandíbulas y nunca se ve natural. Antes ponían dentro pequeños rellenos y les redondeaban los labios, pero ya no lo hacen, da demasiado trabajo.

Un hombre pálido, con dos bastones, se acerca a Frances.

—No sé si me recuerda. Era el vecino de Clark y de Adelaide. Fred Beecher.

—Sí que le recuerdo —dice Frances, aunque no puede pensar por un momento en cómo le recuerda. Le viene a la memoria mientras hablan. Él le explica cosas que recuerda de Adelaide como vecina y le cuenta sus propios tratamientos para la artritis. Ella recuerda que Adelaide dijo que había vomitado en la nieve. Le dice que siente que se encuentre mal y que tenga problemas al andar, pero lo que realmente quiere decirle es que siente lo del accidente. Si él no hubiese ido aquel día que nevaba a llevar un cochecito de niño al otro lado de la ciudad, Frances no viviría ahora en Ottawa, no tendría a sus dos hijas, no tendría su vida, no la misma. Eso es cierto. Ella está segura de ello, pero es demasiado feo pensarlo. El ángulo desde el que tiene que ver eso no puede ser nunca admitido, parecería monstruoso. Y si él no hubiera salido aquel día, piensa Frances mientras habla con él, ¿dónde estarían ahora todos? Bobby tendría unos cuarenta años, quizá sería ingeniero (sus intereses infantiles, recordados ahora más a menudo por Ted, hacían que eso fuera probable), tendría un buen trabajo, quizá incluso un trabajo interesante, una mujer e hijos. Greta iría a ver a Ted al hospital, cuidaría de su enfisema. Frances podría todavía estar aquí, en Hanratty, enseñando música; o podría estar en otra parte. Podría haberse recuperado, haberse enamorado de otra persona, o podría haberse hecho dura y solitaria en torno a su herida.

—¡Qué diferencia! —piensa Frances. Ella no sabe de dónde viene ese pensamiento ni lo que significa, porque desde luego hay una diferencia, cualquiera puede verlo, una diferencia de vida. Ha tenido su amor, su escándalo, su marido, sus hijos. Pero en su interior está marcando el paso del tiempo, por sí sola, la misma Frances que estaba allí antes que nada.

No la misma del todo, seguramente.

La misma.

—Seré tan mala como mi madre cuando me haga vieja —piensa, volviéndose con vehemencia para saludar a alguien. No importa. Tiene un camino que recorrer todavía.