37

Ya Ru amaba las sombras. Allí podía hacerse invisible, igual que los depredadores que admiraba tanto como temía. Pero había otros con la misma capacidad. A menudo pensaba que vivía en un mundo en que los jóvenes empresarios estaban accediendo al poder sobre la economía y que, por tanto, llegaría el día en que exigirían ocupar un puesto en la mesa donde se tomaban las decisiones políticas. Todos creaban sus propias sombras, desde las que vigilar a los demás sin ser vistos.

Sin embargo, las sombras tras las que él se ocultaba aquella noche en la lluviosa Londres tenían otro objetivo. Observaba a Birgitta Roslin sentada en un banco del pequeño parque de Leicester Square. Se había colocado de forma que sólo le veía la espalda, pero no se atrevía a arriesgarse a que lo descubriera. Ya se había dado cuenta de que estaba alerta, vigilante como un animal inquieto. Ya Ru no la subestimaba. Si Hong había confiado en ella, debía tomársela en serio.

Había estado siguiéndola todo el día, desde que apareció por la mañana ante la casa de Ho. Le divertía pensar que él era propietario del restaurante en el que trabajaba Wa, el marido de Ho. Claro que ellos lo ignoraban, Ya Ru rara vez ponía algo a su nombre. El restaurante Ming era de Chinese Food Inc., una sociedad anónima registrada en Liechtenstein, donde Ya Ru tenía registradas todos los restaurantes que poseía en Europa. Controlaba los balances anuales y los informes trimestrales que le presentaban jóvenes talentos chinos reclutados en las principales universidades inglesas. Ya Ru odiaba todo lo inglés. Jamás olvidaría la historia. Y se alegraba de arrebatarle al país a algunos de los brillantes hombres de negocios que habían estudiado en las mejores universidades.

Ya Ru jamás había comido en el restaurante Ming. Y tampoco era ésa su intención aquella noche. En cuanto hubiese cumplido su cometido, volvería a Pekín.

Hubo una época de su vida en que entraba en los aeropuertos con un sentimiento casi religioso. Eran las instalaciones portuarias de la era moderna. Antes, jamás viajaba a ningún lugar sin llevar consigo un ejemplar de los viajes de Marco Polo. El arrojo y la voluntad de aquel hombre habían constituido para él un modelo. Ahora, en cambio, los viajes se le antojaban más bien un tormento, aunque él tenía su propio avión y no dependía de horarios, además de no tener que esperar casi nunca a que le dieran pista en los desolados y embrutecedores aeropuertos. La sensación de que también el cerebro se revitalizaba con aquellos desplazamientos tan rápidos, la embriagadora felicidad de cruzar zonas horarias y, en los casos más extremos, de llegar a un destino incluso antes de partir entraba en conflicto con todo aquel absurdo tiempo que la gente pasaba esperando despegar o el equipaje. Los centros comerciales iluminados de neón de los aeropuertos, las cintas mecánicas, las jaulas de cristal cada vez más reducidas donde los fumadores tenían que apretujarse para compartir el cáncer o las enfermedades cardiovasculares no eran lugares donde uno podía dedicarse a nuevos pensamientos, a nuevos razonamientos filosóficos. Pensó en la época en que la gente iba en tren o en barco de vapor. En aquel tiempo y en esas circunstancias, las discusiones sesudas eran una obviedad, tanto como el lujo y la indolencia.

De ahí que hubiese mandado decorar el Gulfstream, el avión del que ahora era propietario, con algunos muebles antiguos en los que guardaba lo más importante de la literatura china y extranjera.

Se sentía como un pariente lejano, sin otros lazos de sangre que los míticos, del capitán Nemo, que viajaba como un solitario césar sin imperio, con una gran biblioteca y un odio aniquilador contra la humanidad que había destrozado su vida. Se consideraba que Nemo tenía como modelo a un príncipe indio desaparecido. Aquel príncipe se había opuesto al Imperio Británico y, por esa razón, Ya Ru se sentía emparentado con él. Pero, en cualquier caso, a quien sí se sentía unido de verdad era al sombrío y exasperado capitán Nemo, el genial ingeniero y el sabio filósofo. Llamó al Gulfstream en el que viajaba Nautilus II, y la pared que había junto a la entrada a la cabina de los pilotos estaba adornada con una ampliación de uno de los grabados originales del libro en el que el capitán Nemo aparece con sus involuntarios visitantes en la gran biblioteca del Nautilus.

En cualquier caso, ahora se hallaba en la sombra. Bien escondido para observar a placer a la mujer a la que tenía que matar. Al igual que el capitán Nemo, también él creía en la venganza. El imperativo de la venganza era un leitmotiv a lo largo de la historia.

Muy pronto, todo habría terminado. Ahora que se encontraba en Chinatown, en Londres, con las gotas de lluvia discurriéndole por el cuello del chaquetón, se le ocurrió que resultaba interesante que el final de aquella historia tuviese lugar en Inglaterra. En efecto, los dos hermanos Wang emprendieron desde allí el regreso a China, aunque sólo uno de ellos pudo volver a ver su país.

A Ya Ru le gustaba esperar cuando era él mismo quien controlaba su espera. Al contrario de lo que sucedía en los aeropuertos, donde eran otros quienes tenían el control. Aquello causaba sorpresa entre sus amigos, que, por lo general, consideraban que la vida era demasiado corta, creada por un dios que se parecía a un viejo mandarín cascarrabias que no quería que la alegría de la vida durase demasiado. En una conversación con esos amigos, que ahora estaban haciéndose con toda la China moderna, Ya Ru aseguró que, al contrario, el dios que creó la vida sabía muy bien lo que hacía. Si se permitía a los hombres vivir demasiado, sus conocimientos crecerían de tal manera que serían capaces de saber lo que pensaban los mandarines y, quizás, optar por destruirlos. La brevedad de la vida impide muchas rebeliones, sostenía. Y sus amigos se mostraban de acuerdo, como de costumbre, pese a que no siempre comprendían sus razonamientos. Incluso entre aquellos jóvenes privilegiados, Ya Ru destacaba de la mayoría. Ninguno cuestionaba a aquel que estaba por encima de todos ellos.

Una vez al año, reunía a sus conocidos en su granja del noroeste de Cantón. Escogían a los caballos que iban a soltar y hacían sus apuestas antes de disfrutar de la lucha por el liderazgo de la manada, hasta que uno de ellos se erguía vencedor sobre la cima de una colina con la boca llena de espuma, tras haber demostrado ser el más fuerte.

Ya Ru se fijaba siempre en los animales para comprender su comportamiento y el de los demás. Él era el leopardo y también el caballo que luchaba por convertirse en el único emperador.

Deng era el gato pardo, mejor que otros a la hora de cazar ratones, mientras que Mao era el búho, el pensador, pero también la cruel ave de rapiña que sabía cuándo atacar en silencio para atrapar a su presa.

Interrumpió sus razonamientos cuando se dio cuenta de que Birgitta Roslin se levantaba para marcharse. Después de haberla seguido todo el día, no cabía duda de que la mujer tenía miedo. No dejaba de mirar a su alrededor y parecía inquieta en todo momento, tenía la cabeza llena de extraños presentimientos. Él podría aprovechar esa circunstancia, aunque aún no había decidido cómo.

Pero la mujer se levantó y Ya Ru aguardó al abrigo de las sombras.

De repente sucedió algo para lo que no estaba en absoluto preparado. Birgitta Roslin dio un respingo, lanzó un grito, tropezó y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra un banco. Un chino se detuvo y se agachó para comprobar qué había sucedido. Y varias personas se congregaron en el lugar. Ya Ru salió de su oscuro escondite y se acercó al grupo que rodeaba a la mujer tendida en el suelo. Dos policías que hacían su ronda por allí se apresuraron a acudir. Ya Ru se adelantó pasando entre la gente para poder ver mejor. Birgitta Roslin estaba sentada. Al parecer, había sufrido un desmayo que le duró varios segundos. Oyó que la policía le preguntaba si necesitaba una ambulancia, pero ella respondió que no.

Aquélla era la primera vez que Ya Ru oía su voz y la registró en su memoria: una voz bastante grave y muy expresiva.

—Debí de tropezar —la oyó decir—. Tuve la sensación de que se me acercaba alguien y me asusté.

—¿La han atacado?

—No, ha sido mi imaginación.

El hombre que la había asustado seguía allí. Ya Ru pensó que existía cierto parecido entre Liu y aquel hombre que, por casualidad, había entrado en una historia con la que no tenía nada que ver.

Ya Ru sonrió para sí. «No es poca la información que me proporciona con sus reacciones. En primer lugar, su miedo y su actitud de alerta. Y ahora me demuestra clarísimamente que lo que le causa temor es la posibilidad de que un hombre chino se le acerque de pronto».

Los policías acompañaron a Birgitta a su hotel. Ya Ru se mantuvo a cierta distancia. Ya sabía dónde se alojaba. Después de cerciorarse una vez más de que se encontraba bien y podía quedarse sola, los policías se marcharon mientras ella entraba en el hotel. Ya Ru vio cómo le entregaban la llave, que el recepcionista tomó de uno de los casilleros superiores. Aguardó unos minutos y entró. El recepcionista era chino. Ya Ru le hizo una reverencia y le mostró un papel.

—A la señora que acaba de entrar se le cayó esto en la calle.

El recepcionista tomó el papel y lo guardó en un casillero vacío, el correspondiente a la habitación seiscientos catorce, en la última planta del hotel.

Era un papel en blanco, no había nada escrito. Ya Ru intuía que Birgitta Roslin le preguntaría al recepcionista quién lo había dejado. «Un chino», sería la respuesta. Y se asustaría mucho más aún, pero también estaría más alerta. Pero puesto que él ya lo sabía, no suponía ningún riesgo.

Ya Ru fingió leer un folleto del hotel mientras reflexionaba sobre cómo averiguar cuánto tiempo se alojaría Birgitta Roslin en el hotel. Se le presentó la ocasión cuando el recepcionista chino se marchó a una habitación trasera y una joven inglesa vino a sustituirlo. Ya Ru se acercó al mostrador.

—La señora Birgitta Roslin —dijo—. De Suecia. Tengo que recogerla para llevarla al aeropuerto, pero no está claro si partirá mañana o pasado mañana.

La recepcionista no cuestionó sus palabras y tecleó el nombre en el ordenador.

—La señora Roslin había reservado tres días —explicó—. ¿Quiere que la llame para que puedan aclarar cuándo han de venir a buscarla?

—No, lo arreglaré con la oficina. Nosotros no molestamos a nuestros clientes sin necesidad.

Cuando Ya Ru salió del hotel, había empezado a caer de nuevo una fina lluvia. Se subió el cuello del chaquetón y se encaminó a Garrick Street para tomar un taxi. Ya no tenía que preocuparse por el tiempo de que disponía. «Ha pasado un tiempo indecible desde que todo esto empezó», se dijo. «Así que puede continuar unos días antes de que llegue el implacable final».

Llamó a un taxi y le dio al taxista la dirección de Whitehall, donde su empresa de Liechtenstein poseía un apartamento en el que él solía quedarse cuando iba a Inglaterra. En más de una ocasión pensó que traicionaba la memoria de sus antepasados al quedarse en Londres y no en París o en Berlín. Y en ese momento, mientras iba en el taxi, decidió venderlo y comprarse uno en París.

Ya era hora de terminar también con aquello.

Se tumbó en la cama y escuchó el silencio. Había insonorizado todas las paredes nada más comprar el apartamento y así no oía siquiera el lejano murmullo del tráfico. El único ruido era el leve zumbido del aire acondicionado. Y eso le daba la sensación de encontrarse a bordo de un barco. Sentía una gran paz.

—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó en voz alta—. ¿Cuánto tiempo hace del principio de lo que ahora debe llegar a su fin?

Calculó mentalmente. Corría el año de 1868 cuando San se instaló en la habitación de la misión. Y ahora era 2006. Hacía ciento treinta y ocho años. San se sentaba a la luz de su vela para escribir despacio carácter tras carácter hasta componer su historia y la de sus dos hermanos, Guo Si y Wu. Empezó el día en que abandonaron su miserable hogar para emprender el largo camino hacia Cantón. Allí, un espíritu maligno se les apareció bajo la persona de Zi. A partir de ahí, la muerte los siguió adondequiera que fueran. El único que quedó al final fue el propio San, con su férrea voluntad de contar su historia.

«Murieron de la forma más humillante que pueda imaginarse», pensó Ya Ru. «Los distintos emperadores y los mandarines seguían el consejo de Confucio y sometían al pueblo a un yugo tan duro que hacía imposible la rebelión. Los hermanos huyeron hacia lo que creían una vida mejor, pero, del mismo modo en que los ingleses trataban a la gente en sus colonias, los americanos torturaron a los dos hermanos mientras éstos participaban en la construcción del ferrocarril. Al mismo tiempo, los ingleses intentaban convertir a los chinos en drogadictos inundando China de opio. Así veo yo a esos salvajes mercaderes ingleses, como traficantes de droga que, en una esquina, les venden narcóticos a unas personas a las que odian y desprecian como seres de una clase inferior. No hace tanto que los chinos aparecían caricaturizados como monos con rabo en los dibujos europeos y americanos. Y la caricatura se ajustaba a la realidad. Fuimos creados para ser esclavizados y humillados. No éramos humanos. Éramos animales. Con rabo».

Cuando Ya Ru paseaba por las calles de Londres, solía pensar que muchos de los edificios que lo rodeaban habían sido construidos con el dinero de la gente esclavizada, con su sudor y su sufrimiento, con el dolor de sus espaldas y con su muerte.

¿Qué había escrito San? Que construyeron el ferrocarril en el desierto americano con sus propias costillas como traviesas bajo los raíles. Del mismo modo, los gritos y los padecimientos de los hombres esclavizados estaban fundidos en los puentes de hierro que se extendían sobre el Támesis o en los gruesos muros de los grandes edificios que poblaban los antiguos y célebres centros de las finanzas de Londres.

El sueño apartó a Ya Ru de sus pensamientos. Cuando despertó, salió de la sala de estar, amueblada exclusivamente con piezas fabricadas en China. Sobre la mesa que había delante del sofá de color rojo oscuro había una bolsa de seda azul claro. La abrió, no sin antes haber puesto debajo un papel blanco sobre el que esparció una delgada capa de finísimo polvo de vidrio. Era una costumbre inveterada, un método antiquísimo para matar a una persona, echar el invisible polvo cristalino en un plato de sopa o una taza de té. No había salvación para quien lo bebía. Miles de granos microscópicos cortaban los intestinos. Antiguamente se llamaba «la muerte invisible», puesto que se presentaba de forma súbita e inexplicable.

Y con el vidrio pulverizado hallaría su fin, su punto final, la historia que San comenzó en su día. Ya Ru volvió a guardar el polvo en la bolsa de seda antes de anudarla otra vez. Después apagó todas las luces de la habitación, salvo una lámpara de pantalla roja con dragones bordados en hilo de oro. Se sentó en una silla que perteneció a un gran señor de la provincia de Shangtun. Respiró despacio para entrar en ese estado de paz interior que le permitía pensar con toda claridad.

Le llevó una hora decidir cómo iba a escribir el último capítulo en que mataría a Birgitta Roslin, quien, con toda probabilidad, le había confiado a su hermana Hong una información peligrosa para él. Información que ella bien podría haber transmitido sin que él supiese a quién. Una vez tomada la decisión, hizo sonar una campanilla que había sobre la mesa. Minutos después oyó que la vieja Lang empezaba a prepararle la cena en la cocina.

Lang había trabajado como limpiadora de su despacho de Pekín. Noche tras noche, Ya Ru contemplaba sus movimientos lentos. Lang era la mejor de todas las limpiadoras que mantenían en orden la casa y todas sus dependencias.

Una noche se le ocurrió preguntarle cómo era su vida. Cuando Lang le contó que, además de limpiar, se dedicaba a preparar cenas tradicionales para bodas y entierros, le pidió que le preparase una cena para la noche siguiente. A partir de aquel día la contrató como cocinera, con un salario que la mujer no habría podido soñar siquiera. Puesto que Lang tenía un hijo que había emigrado a Londres, Ya Ru le permitió trasladarse a Europa para servirlo allí durante sus numerosas visitas a Occidente.

Aquella noche, Lang le sirvió una serie de platos, exactamente lo que él quería, sin necesidad de recibir instrucciones. La mujer dejó el té sobre una pequeña cocina de queroseno que había en la sala de estar.

—¿Querrá el desayuno por la mañana? —le preguntó antes de retirarse.

—No. Lo prepararé yo mismo. La cena sí. Pescado.

Ya Ru se acostó temprano. Desde que salió de Pekín, no había dormido muchas horas seguidas. El viaje a Europa, los muchos y complejos transbordos para llegar a la ciudad del norte de Suecia, la visita a Helsingborg, la entrada furtiva en el apartamento de Birgitta Roslin donde encontró una nota junto al teléfono en la que la jueza había escrito y subrayado la palabra «Londres»… Había volado a Estocolmo en su propio avión y les ordenó a los pilotos que solicitasen de inmediato el permiso necesario para volar primero a Copenhague y después a Inglaterra. Él ya suponía que Birgitta Roslin iría a ver a Ho. Y, en efecto, la vio llegar a su casa, vacilar ante la puerta y dirigirse después al café de enfrente.

Hizo unas anotaciones en su diario, apagó la luz y no tardó en dormirse.

Al día siguiente, una gruesa capa de nubes cubría el cielo de Londres. Ya Ru se levantó sobre las cinco, como era su costumbre, para escuchar las noticias de China en onda corta. Echó un vistazo a los movimientos de la Bolsa en el ordenador, habló con un par de directores a su servicio sobre varios de los proyectos que tenía en marcha y se preparó un sencillo desayuno compuesto principalmente de fruta.

Salió de su apartamento a las siete, con la bolsa de seda en el bolsillo. En el plan que había diseñado había un momento de inseguridad. Ignoraba a qué hora desayunaba Birgitta Roslin. Si, para cuando él llegase, ella ya había pasado por el comedor, tendría que aplazarlo todo hasta el día siguiente.

Se encaminó a Trafalgar Square, se detuvo un momento a escuchar a un chelista solitario que tocaba sentado en la acera, con un sombrero a sus pies. Antes de proseguir su camino, le arrojó unas monedas. Tomó después Irving Street, hasta llegar al hotel. En la recepción había un hombre al que veía por primera vez. Ya Ru se acercó al mostrador y tomó una de las tarjetas de visita del hotel y aprovechó para comprobar que la hoja de papel en blanco que había dejado el día anterior ya no estaba en el casillero.

La puerta de entrada al comedor estaba abierta. Y no tardó en ver a Birgitta Roslin sentada junto a una ventana. Parecía que empezaba a desayunar en ese momento, puesto que acababan de servirle el café.

Ya Ru contuvo la respiración y reflexionó un instante. Después, decidió no esperar. La larga historia de San terminaría aquella misma mañana. Se quitó el abrigo y se dirigió al jefe de los camareros: no estaba alojado en el hotel, pero le gustaría desayunar allí y pagar por ello, naturalmente. El jefe de los camareros era de Corea del Sur y condujo a Ya Ru a una mesa situada justo detrás de aquella en la que Birgitta Roslin tomaba su desayuno.

Ya Ru paseó la mirada por el comedor. Había una salida de emergencia en la pared más próxima a su mesa. Cuando se levantó para ir en busca de un periódico, tanteó el picaporte y comprobó que no estaba cerrada con llave. Regresó a la mesa, pidió un té y esperó. Aún había muchas mesas vacías, pero Ya Ru se había fijado en que la mayoría de las llaves no estaban en sus casilleros. El hotel estaba casi lleno.

Sacó el móvil y la tarjeta de visita del hotel que se había llevado antes de la recepción. Marcó el número y aguardó la respuesta. Cuando la recepcionista respondió, le dijo que tenía un mensaje importante para uno de sus huéspedes, la señora Birgitta Roslin.

—Lo paso con su habitación.

—Estará en el comedor —le advirtió Ya Ru—. Siempre desayuna a esta hora. Le agradecería que fuese a buscarla. Suele ocupar una mesa junto a la ventana. Lleva un traje azul oscuro y tiene el cabello castaño y corto.

—Le pediré que venga.

Ya Ru no colgó el teléfono hasta que vio a la recepcionista entrar en el comedor. Entonces lo apagó, se lo guardó en el bolsillo y sacó la bolsa de seda con el polvo de vidrio. Al mismo tiempo que Birgitta se levantaba y salía por la puerta, Ya Ru fue acercándose a su mesa. Tomó el periódico que ella estaba leyendo y miró a su alrededor, fingiendo querer comprobar que el huésped que había ocupado la mesa se había marchado y no volvería. Aguardó hasta que un camarero fue a servir más café en la mesa contigua, sin dejar de vigilar la puerta que conducía a la recepción. Cuando el camarero se marchó, abrió la bolsa y vertió su contenido en la taza medio llena de café.

Birgitta Roslin volvió al comedor, pero Ya Ru ya se había dado la vuelta para regresar a su mesa.

En ese preciso momento, el cristal de la ventana se hizo añicos y el sordo impacto de una bala se mezcló con el ruido del vidrio al caer. Ya Ru no tuvo tiempo de pensar que algo había salido mal, terriblemente mal. El disparo lo alcanzó en la sien derecha y abrió un gran orificio de efecto fulminante y letal. Sus funciones vitales cesaron antes de que su cuerpo se desplomase sobre la mesa derribando el florero.

Birgitta Roslin quedó paralizada, al igual que los demás comensales, los camareros y el jefe, que sostenía una fuente de huevos cocidos entre sus manos temblorosas. De repente, un grito rasgó el silencio. Birgitta Roslin miraba fijamente el cadáver que yacía sobre el blanco mantel de la mesa, aún sin comprender que aquello estaba relacionado con ella. La idea repentina de que se trataba de un ataque terrorista le cruzó la mente.

Después, sintió que una mano le agarraba del brazo. Intentó zafarse mientras se daba la vuelta.

Y allí estaba Ho.

—No preguntes —le dijo Ho—. Ven conmigo. No podemos quedarnos aquí.

Fue empujando a Birgitta hasta el vestíbulo del hotel y, una vez allí, le dijo:

—Dame la llave de tu habitación. Haré tu maleta mientras tú pagas el hotel.

—¿Qué ha pasado?

—No preguntes y haz lo que te digo.

Ho le agarraba el brazo con tal fuerza que le hizo daño. Entretanto, el caos empezaba a reinar en el hotel. La gente corría de un lado a otro gritando.

—Insiste en pagar cuanto antes —le instó Ho—. Tenemos que salir de aquí.

Birgitta Roslin empezó a comprender. No lo sucedido, sino lo que le decía Ho. Se acercó al mostrador y le gritó a la desconcertada recepcionista que quería pagar. Ho se dirigió a uno de los ascensores y, diez minutos más tarde, regresó con la maleta de Birgitta. A aquellas alturas, el vestíbulo del hotel estaba lleno de policías y de personal de la ambulancia.

Birgitta ya había pagado su cuenta.

—Bien, ahora saldremos de aquí tranquilamente —le dijo Ho—. Si alguien intenta detenernos, di que tienes que coger un avión.

Lograron salir pasando por entre la gente sin que nadie quisiera detenerlas. Birgitta se detuvo y se dio la vuelta. Ho volvió a tirarle del brazo.

—No te des la vuelta. Sigue caminando con normalidad. Ya hablaremos luego.

Llegaron a la casa de Ho y subieron a su apartamento, que estaba en la segunda planta. Allí había un joven de unos veinte años. Estaba muy pálido y, presa de gran excitación, empezó a hablar enseguida con Ho. Birgitta comprendió que Ho se esforzaba por tranquilizarlo. Lo condujo a otra habitación sin interrumpir en un solo momento la agitada conversación. Cuando salieron, el hombre llevaba un bulto alargado. Se marchó enseguida. Ho se colocó junto a la ventana y observó la calle. Birgitta se había dejado caer en una silla. Hasta aquel momento, no había reparado en que el hombre que había caído fulminado por el disparo había estado sentado a la mesa contigua a la suya.

Miró a Ho, que ya se había apartado de la ventana. Estaba muy pálida y, según observó Birgitta, le temblaba todo el cuerpo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Birgitta.

—Eras tú quien debía morir —explicó Ho—. Era a ti a quien ese hombre quería asesinar. Tengo que contarte la verdad.

Birgitta Roslin meneó la cabeza sin comprender.

—Pues tendrás que ser más explícita —observó—. De lo contrario no sabré qué hacer.

—El hombre que ha muerto era Ya Ru, el hermano de Hong.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Intentaba matarte. Pudimos detenerlo en el último instante.

—¿Pudisteis? ¿Quiénes?

—El nombre del hotel no era el verdadero. Podrías haber muerto por ello. ¿Por qué lo hiciste? ¿Creías que no podías confiar en mí? ¿Tan desconcertada estás que no sabes distinguir a los amigos de los enemigos?

Birgitta alzó la mano para interrumpirla.

—A ver, vas demasiado rápido. No te sigo. ¿El hermano de Hong? ¿Y por qué quería matarme a mí, precisamente?

—Porque tú sabías demasiado del asesinato múltiple cometido en tu país. Todas aquellas personas que murieron. Al parecer, o al menos eso creía Hong, Ya Ru estaba detrás de todo aquello.

—Pero ¿por qué?

—A eso no puedo responder. No lo sé.

Birgitta Roslin guardó silencio. Cuando Ho se disponía a seguir, ella la detuvo.

—Veamos, has dicho «pudimos detenerlo» —le recordó tras un instante—. El hombre que acaba de marcharse llevaba un bulto al salir. ¿Qué era? ¿Un arma?

—Sí. Decidí encomendarle a San que te vigilara para protegerte. Pero en el hotel que me diste no tenían tu nombre. Fue a San a quien se le ocurrió que el hotel más cercano era donde en verdad te alojabas. Te vimos por la ventana. Cuando Ya Ru se acercó a tu mesa y te miró, comprendimos que tenía intención de asesinarte. San sacó la pistola y disparó. Sucedió tan rápido, que ninguno de los viandantes vio lo que pasaba. La mayoría debió de pensar que se trataba de una motocicleta. San llevaba el arma escondida en el impermeable.

—¿San?

—El hijo de Hong. Ella me lo encomendó.

—¿Por qué?

—No sólo temía por su vida o por la tuya. También por la de su hijo. San estaba convencido de que Ya Ru había mandado matar a su madre, y no he tenido que esforzarme mucho para persuadirlo de que se vengara.

Birgitta Roslin se sintió mareada. Con una sensación de dolor cada vez más intenso, empezó a comprender lo que había sucedido; lo que ella había sospechado con anterioridad rechazándolo por absurdo. Alguna historia del pasado había llevado a la muerte a los habitantes de Hesjövallen.

Extendió el brazo y se aferró al de Ho. Tenía los ojos anegados en llanto.

—¿Ha pasado ya?

—Eso creo. Puedes irte a casa. Ya Ru está muerto. Todo ha terminado. Ni tú ni yo sabemos qué va a ocurrir, pero, en esta historia, tú ya no tienes parte.

—¿Y cómo podré vivir con esto sin conocer todos los detalles?

—Intentaré ayudarte.

—¿Qué será de San?

—La policía obtendrá sin duda declaraciones de testigos según los cuales un chino mató a otro chino, pero nadie podrá acusarlo a él.

—Me salvó la vida.

—Seguramente también salvó la suya matando a Ya Ru.

—Pero ¿quién es ese hombre, el hermano de Hong, que tanto miedo les inspira a todos?

Ho negó con un gesto.

—No sé si puedo contestarte. En más de un sentido es un exponente de la nueva China de la que ni Hong, ni yo, ni Ma Li ni, por cierto, el propio San queremos saber nada. Se están librando en nuestro país grandes batallas sobre el futuro y sobre cómo ha de ser. Nadie sabe nada, nada está decidido. Sólo podemos hacer lo que creemos correcto.

—¿Como, por ejemplo, matar a Ya Ru?

—Eso era necesario.

Birgitta Roslin fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Cuando lo dejó sobre la mesa, comprendió que había llegado la hora de volver a casa. Todo lo que aún resultaba oscuro podía esperar. Ahora sólo quería volver a casa, lejos de Londres y de todo lo sucedido.

Ho la acompañó a Heathrow en un taxi. Tras cuatro horas de espera, pudo tomar un vuelo a Copenhague. Ho quería quedarse hasta que saliera el avión, pero Birgitta Roslin le pidió que no lo hiciera.

Ya en su casa de Helsingborg, abrió una botella de vino que consumió a lo largo de toda la noche. El día siguiente lo pasó durmiendo. La despertó una llamada de Staffan: la travesía había terminado. Birgitta no pudo contenerse y rompió a llorar.

—¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo?

—No, nada. Es sólo que estoy cansada.

—¿Quieres que interrumpamos las vacaciones y volvamos ya?

—No, no es nada. Si quieres ayudarme, créeme, no hay ningún problema. Háblame de la travesía.

Estuvieron hablando un buen rato. Birgitta se empeñó en que le contase el viaje en barco con todo lujo de detalles, así como los planes que tenían para esa noche y para el día siguiente. Cuando por fin terminaron la conversación, había conseguido tranquilizar a su marido.

Y también ella se sentía más tranquila.

Al día siguiente pidió el alta y volvió al trabajo. Y habló por teléfono con Ho.

—Pronto tendré mucho que contarte —le aseguró Ho.

—Te prometo escuchar con atención. ¿Cómo está San?

—Indignado, asustado y llorando a su madre. Pero San es fuerte.

Después de la conversación, Birgitta se quedó un rato sentada en la cocina.

Cerró los ojos.

La imagen del hombre que yacía exánime sobre la mesa del comedor del hotel empezó a desdibujarse en su mente, hasta desaparecer del todo.