Tras una noche de insomnio, Birgitta Roslin llamó al hotel Eden poco antes de las siete de la mañana. Esperó un buen rato, pero nadie respondió.
Había pasado la noche intentando controlar su miedo. Si Ho no hubiese viajado desde Londres para contarle que Hong estaba muerta, no habría reaccionado de aquel modo a la llamada nocturna de Sture Hermansson. El hecho de que el hostelero no hubiese vuelto a ponerse en contacto con ella durante la noche le dio a entender que nada había sucedido.
El chino seguiría durmiendo.
Esperó media hora más. Tenía varios días sin juicios en los que esperaba poder adelantar algo de trabajo administrativo y empezar a valorar la sentencia que finalmente debía imponerles a los cuatro vietnamitas.
Sonó el teléfono, pero era Staffan, desde Funchal.
—Vamos a hacer una excursión —le explicó.
—¿A la montaña? ¿Al valle? ¿Por los hermosos senderos de flores?
—En barco. Hemos reservado plaza en un gran velero que nos llevará a alta mar. De modo que puede que no tengamos cobertura durante un par de días.
—¿Adónde vais?
—A ninguna parte. Fue idea de los chicos. Nos hemos apuntado como tripulación no cualificada, junto con el capitán del barco, un cocinero y dos marineros expertos.
—¿Cuándo zarpáis?
—Ya hemos salido. Hace un tiempo espléndido, pero por desgracia no sopla la menor brisa.
—¿Hay botes salvavidas? ¿Tenéis chalecos?
—Oye, no nos subestimes. Deséanos una buena travesía. Si quieres, te llevo un frasco de agua salada.
La conexión dejaba mucho que desear y se despidieron a gritos. Birgitta Roslin colgó el auricular y deseó haber ido con ellos, pese a que Hans Mattsson se habría sentido algo decepcionado y sus colegas, un tanto irritados.
Volvió a llamar al hotel Eden, pero en esta ocasión comunicaba. Aguardó, lo intentó cinco minutos más tarde, seguía comunicando. Miró por la ventana y comprobó que continuaba haciendo un magnífico tiempo primaveral. Cayó en la cuenta de que llevaba demasiada ropa y fue a cambiarse. Aún comunicaba. Decidió intentarlo otra vez cuando bajase al despacho. Tras una ojeada al frigorífico, escribió una lista de lo que necesitaba comprar y marcó el número de Hudiksvall.
En esta ocasión, respondió una mujer con acento extranjero.
—Eden.
—Quería hablar con Sture Hermansson.
—Imposible —gritó la mujer.
Después empezó a hablar histérica en una lengua extranjera que Birgitta intuyó que sería ruso.
Sonó como si se le hubiese caído el auricular. Alguien lo recuperó del suelo. Esta vez era un hombre que hablaba el dialecto de Hälsingland.
—¿Diga?
—Quería hablar con Sture Hermansson.
—¿Quién pregunta?
—¿Con quién hablo? ¿Es el hotel Eden?
—Sí, exacto. Pero no puedes hablar con Sture.
—Soy Birgitta Roslin y llamo de Helsingborg. Sture Hermansson me llamó ayer hacia las doce de la noche. Y habíamos quedado en hablar por la mañana.
—Pues está muerto.
Birgitta perdió el resuello. Por un instante, sintió un vértigo terrible, incluso calambres.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sabemos. Parece que se ha cortado con un cuchillo y se ha desangrado.
—¿Con quién estoy hablando?
—Me llamo Tage Elander. No como el ex primer ministro Erlander, sino sin la erre. Tengo una tapicería en la casa de al lado. La limpiadora, la rusa, vino corriendo hace unos minutos. Y ahora estamos esperando a la ambulancia y a la policía.
—¿Lo han asesinado?
—¿A Sture? ¿Por qué, en nombre del Señor, iban a haberlo asesinado? Se cortó con un cuchillo de cocina, por accidente. Como estaba solo, nadie lo oyó pedir ayuda. Es trágico. Un hombre tan amable.
Birgitta no estaba segura de haber comprendido bien lo que le había dicho Elander.
—No podía estar solo en el hotel.
—¿Por qué no?
—Tenía huéspedes.
—Según la rusa, estaba vacío.
—No, tenía por lo menos un huésped. Me lo contó anoche. Un chino que se alojaba en la número doce.
—Puede que yo no la entendiese. Espera, voy a preguntarle.
Birgitta oyó la conversación de fondo. La voz de la rusa seguía sonando chillona y excitada.
Elander volvió al auricular.
—Insiste en que esta noche no había un solo huésped.
—No hay más que mirar en el registro. Habitación número doce. Un huésped con nombre chino.
Elander volvió a desaparecer. Birgitta oyó que la limpiadora rusa llamada Natascha estaba llorando. Al mismo tiempo, una puerta se abrió y otras voces llenaron la habitación.
Hasta que Elander dejó oír su voz de nuevo al aparato.
—Tengo que colgar. Han llegado la policía y la ambulancia. Pero no hay registro.
—¿Qué quieres decir?
—Que no está. La limpiadora dice que siempre lo dejaba en el mostrador. Pero no está.
—Estoy segura de que había un huésped en el hotel.
—Pues ahora ya no. ¿Será él quien se llevó el registro?
—Peor aún —respondió Birgitta Roslin—. Puede que fuera él quien usó el cuchillo de cocina para matar a Sture Hermansson.
—No entiendo una palabra de lo que dices. Más valdría que hablaras con alguno de los policías.
—Lo haré, pero no ahora.
Birgitta colgó el auricular. Había mantenido la conversación de pie pero en ese instante tuvo que sentarse. El corazón le martilleaba el pecho.
De repente, lo vio todo claro. El hombre que, según sus sospechas, había matado a los habitantes de Hesjövallen había vuelto para preguntar por ella antes de desaparecer con el registro del hotel y de matar a su dueño, y eso sólo podía significar una cosa. Había vuelto para asesinarla a ella. Cuando le pidió al joven chino que mostrase la fotografía que ella había sacado de la cámara de Sture Hermansson, no sospechó las consecuencias que aquello podría acarrearle. Por razones obvias, el hombre creyó que ella vivía en Hudiksvall. Ahora había corregido el error. Sture Hermansson le había facilitado al chino la dirección correcta.
Por un instante, se sintió inmersa en el caos más absoluto. El asalto callejero y la muerte de Hong, el bolso robado que apareció más tarde, la anónima visita a su habitación del hotel, todo guardaba relación, pero ¿qué sucedería ahora?
En un impulso desesperado, marcó el número de su marido, pero su teléfono estaba fuera de cobertura. Birgitta maldijo para sus adentros aquella aventura marinera. Lo intentó con el número de una de sus hijas, pero con el mismo resultado.
Llamó entonces a Karin Wiman, que tampoco respondió.
El pánico no le daba respiro. No veía otra posibilidad que la de huir. Debía marcharse de allí. Al menos, hasta que comprendiese lo que estaba pasando y en qué estaba metida.
Una vez tomada la decisión, actuó como solía en situaciones extremas, con rapidez y resolución, sin dudar lo más mínimo. Llamó a Hans Mattsson y logró hablar con él, pese a que estaba en una reunión.
—Me encuentro mal —le dijo—. No es la tensión, pero tengo algo de fiebre. Algún virus. Estaré de baja unos días.
—Te has esforzado demasiado para terminar cuanto antes el juicio de los vietnamitas —se lamentó Mattsson—. No me sorprende que hayas caído enferma. Acabo de terminar un escrito que presentaré ante la Dirección Nacional de Administración de Justicia donde les explico que los juzgados suecos están imposibles. Tal y como están las cosas ahora, con tanto empleado judicial y tantos jueces al borde del colapso, la seguridad en la justicia corre peligro.
—Bueno, no será más que un par de días. No tengo ninguna vista hasta la semana que viene.
—Que te mejores. Y lee el diario local. «La jueza Roslin presidió la vista como de costumbre, con mano firme y sin permitir disturbios por parte del público. ¡Todo un ejemplo!». Desde luego, necesitamos todos los elogios que nos dediquen. En otro mundo y otro tiempo, podríamos haberte nombrado la Jueza del Año, si tuviésemos ese tipo de dudosos reconocimientos.
Birgitta Roslin subió al piso de arriba y preparó una pequeña maleta. En un viejo ejemplar de un antiguo libro de la carrera de derecho guardó unas libras que le habían quedado del último viaje a Inglaterra. No dejaba de pensar que el hombre que había asesinado a Sture iba rumbo al sur. Además, podía haber partido durante la noche, si iba en automóvil. Nadie lo había visto marcharse.
Entonces cayó en la cuenta de que había olvidado la cámara de vigilancia del hotel y marcó el número del Eden. En esta ocasión le respondió un hombre que tosía. Birgitta Roslin no se molestó en presentarse.
—Hay una cámara de vigilancia en el hotel. Sture Hermansson solía fotografiar a sus huéspedes. No es cierto que el hotel estuviese vacío anoche. Había un huésped.
—¿Con quién hablo?
—¿Eres policía?
—Sí.
—Ya me has oído. No importa quién soy yo.
Birgitta colgó el auricular. Ya eran las ocho y media. Se marchó de la casa en un taxi que la llevó a la estación y, poco después de las nueve, iba en un tren camino de Copenhague. El pánico empezaba a transformarse en una especie de defensa de sus actos. Estaba convencida de que el peligro no era fruto de su imaginación. En el momento en que mostró la fotografía del hombre que se había alojado en el hotel Eden, removió sin saberlo un hormiguero poblado de agresivas hormigas cazadoras. La muerte de Hong era una alarma irrevocable. Su única salida en aquel momento consistía en utilizar la ayuda ofrecida por Ho.
Ya en la terminal de Kastrup, leyó en la pantalla que había un vuelo para Heathrow al cabo de dos horas. Se dirigió a la oficina de ventas y compró un billete con la vuelta abierta. Después de facturar se sentó a tomarse un café y llamó una vez más a Karin Wiman, pero colgó antes de que su amiga pudiese contestar. ¿Qué iba a decirle? Karin no lo comprendería, pese a lo que Birgitta le había contado cuando se vieron días antes. En el mundo de Karin no sucedía el tipo de cosas que venían caracterizando la vida de Birgitta. Y, en realidad, también en su propio mundo resultaban extrañas, se dijo. Una inverosímil cadena de acontecimientos la había ido arrastrando hasta el rincón donde ahora se encontraba.
Llegó a Londres con una hora de retraso; el caos reinaba en el aeropuerto y poco a poco comprendió que habían dado la alarma por la amenaza de un ataque terrorista, pues se había encontrado un bolso sin dueño en una de las salas de embarque. A última hora de la mañana consiguió llegar al centro y hacerse con una habitación en un hotel aceptable situado en una de las calles perpendiculares a Tottenham Court Road. Una vez instalada en la habitación, y después de tapar con un jersey las rendijas de la ventana que daba a un desolado jardín trasero, se tumbó exhausta en la cama. Había echado una cabezada en el avión, pero la despertaron los gritos de un niño que no dejó de llorar hasta que las ruedas del avión descansaron sobre el asfalto de Heathrow.
La madre, demasiado joven, terminó por estallar en lágrimas ella también.
Cuando se despertó sobresaltada, vio que había estado durmiendo tres horas y que ya atardecía. Tenía pensado ir ese mismo día en busca de Ho a su casa de Chinatown. Ahora, en cambio, decidió esperar al día siguiente. Dio un corto paseo por Picadilly Circus y entró en un restaurante. De repente, un nutrido grupo de turistas chinos cruzó las puertas del local. Los observó con creciente pánico antes de conseguir tranquilizarse. Después de comer, regresó al hotel y se sentó en el bar a tomarse un té. Cuando fue a buscar la llave de su habitación, vio que el recepcionista de la noche era chino. Empezó a preguntarse si Europa se había llenado de chinos de repente o si ya estaban allí antes sin que ella hubiese reparado en el fenómeno.
Pensó en lo sucedido, en el regreso del chino al hotel Eden y en la muerte de Sture Hermansson. Estuvo tentada de llamar a Vivi Sundberg para que la pusiera al corriente, pero se abstuvo. Si el registro había desaparecido, la fotografía de la cámara casera instalada por Sture no impresionaría en lo más mínimo a la policía. Por otro lado, si la policía no veía un asesinato sino un accidente, una simple llamada telefónica no surtiría el menor efecto. Lo que sí hizo fue llamar al hotel, aunque nadie respondió. Ni siquiera había un contestador que informase de que el hotel estaba cerrado por el momento. No durante la temporada, sino probablemente para siempre.
Sin poder liberarse del pavor que sentía, atrancó la puerta con una silla y comprobó bien los pestillos de las ventanas. Se fue a la cama, pasó durante un rato de un canal de televisión a otro pero terminó por admitir que lo que veía ante sí era un velero que surcaba las aguas de Madeira, y no lo que pasaba por la pantalla.
De pronto, a medianoche, la despertó el ruido del televisor aún encendido que mostraba una antigua película en blanco y negro de James Cagney en el papel de gángster, y apagó la lámpara cuya luz le daba directamente en la cara. Intentó dormirse otra vez pero sin éxito, de modo que permaneció despierta el resto de la noche.
Cuando se levantó para tomarse un café sin comer nada, caía una fina llovizna. Tras pedir prestado un paraguas en recepción, atendida ahora por una joven de aspecto asiático, tal vez de Filipinas o de Tailandia, salió a la calle. Bajó hacia Leicester Square y siguió hasta dar con Chinatown. La mayoría de los restaurantes no había abierto aún. Hans Mattsson, que se dedicaba a viajar por todo el mundo en busca de lugares que pudieran ofrecerle auténticas experiencias culinarias, le contó en una ocasión que el mejor método para encontrar los restaurantes más genuinos, ya fuesen chinos, iraquíes o italianos, era buscar aquellos que estuviesen abiertos por la mañana. Eso indicaba que no sólo abrían para los turistas y, por esa razón, eran preferibles. Memorizó varios que tenían abiertas sus puertas y siguió buscando la dirección de Ho. En la planta baja del edificio había, en efecto, un restaurante, pero pertenecía al grupo de los que cerraban por la mañana. El edificio, construido en ladrillo rojo oscuro, estaba flanqueado por dos callejones sin nombre. Decidió llamar a la puerta que conducía a las viviendas del edificio.
En el último instante, sin embargo, algo la hizo dudar y retirar el dedo del timbre. Cruzó la calle, entró en una cafetería y pidió una taza de té. En realidad, ¿qué sabía ella de Ho? ¿Y qué sabía de Hong? Hong apareció un buen día junto a su mesa en el restaurante, como surgida de la nada. ¿Quién la había enviado? ¿Fue Hong quien mandó a uno de sus corpulentos espías a vigilarlas a ella y a Karin Wiman durante su visita a la Muralla? Tanto Ho como Hong estaban bien informadas de quién era ella, de eso no cabía la menor duda. Y todo por una fotografía. El robo del bolso no se le antojaba ya un hecho aislado, sino parte de el engranaje de cuanto había sucedido hasta el momento. Y cuanto más se esforzaba por sacar algo en claro, más se adentraba en el laberinto.
¿Tenía razón cuando pensó que Hong apareció en su camino para apartarla del hotel? Incluso cabía la posibilidad de que fuese mentira que Hong hubiese muerto en un accidente de coche. En realidad, ¿qué contradecía la hipótesis de que Hong y el hombre que se hacía llamar Wang Min Hao no estuviesen involucrados en los sucesos de Hesjövallen? Y Ho, ¿acaso habría ido a Helsingborg por las mismas razones? ¿Sabría ella que un chino estaba a punto de reaparecer en el hotel Eden? Esos ángeles amables y solícitos tal vez no fuesen más que ángeles caídos cuya misión era alejarla de sus posibilidades de defenderse.
Birgitta Roslin intentó recordar lo que le había contado a Hong a lo largo de las diversas conversaciones que mantuvieron. Demasiado, concluyó. La sorprendía no haber actuado con más cautela. Hong le había ido sonsacando las respuestas. Una observación inocua sobre la atención que los medios de comunicación chinos le habían prestado al asesinato múltiple de Hesjövallen. ¿Acaso eso tenía algún sentido? ¿O la habría arrastrado hasta una placa de hielo donde observaría cómo se resbalaba para luego ayudarle a salir de allí, una vez obtenida suficiente información?
¿Y por qué se habría pasado Ho un día entero sentada en una sala de vistas cuando no entendía ni una palabra de sueco? ¿O acaso sí conocía el idioma? Y después, de repente, le entraron las prisas por volver a Londres. ¿Y si Ho permaneció allí todo ese tiempo sólo para comprobar que ella no abandonaba la sala? Quizás había ido a Suecia en compañía de alguien que se pasó muchas horas registrando su casa mientras ella estaba en el juicio.
«Necesito hablar con alguien», decidió. «Pero no Karin Wiman, ella no me comprendería. Staffan o mis hijos…, pero están en alta mar y no puedo comunicarme con ellos».
Birgitta Roslin estaba a punto de salir de la cafetería cuando vio que abrían la puerta del restaurante de enfrente. Vio salir a Ho, que se encaminó hacia Leicester Square. Le dio la impresión de que estaba alerta. Birgitta vaciló un instante y al final salió a la calle y empezó a seguirla. Cuando llegaron a la plaza, Ho entró en el parque antes de girar en dirección el Strand. Birgitta estaba preparada para que se volviera en cualquier momento a comprobar si la seguían. Y así fue, justo antes de llegar a Zimbabue House. Birgitta tuvo el tiempo justo de abrir el paraguas de modo que le ocultase el rostro. Después por poco la perdió de vista, hasta que volvió a ver su impermeable amarillo. Varias manzanas antes de llegar a la entrada del hotel Savoy, Ho abrió la pesada puerta de un edificio de oficinas. Birgitta esperó unos minutos antes de acercarse para leer el bien lustrado letrero de bronce en el que se leía que allí estaban las oficinas de la Cámara de Comercio anglochina.
Volvió por el mismo camino y se detuvo en una cafetería de Regent Street, junto a Picadilly Circus. Desde allí marcó uno de los números que figuraban en la tarjeta de visita de Ho. Un contestador la invitó a que dejara un mensaje. Colgó, se preparó lo que iba a decir en inglés y volvió a marcar.
—Hice lo que me dijiste. He venido a Londres porque creo que me persiguen. En este momento estoy en Simons, una cafetería situada junto a Rawson, cerca de Picadilly, en Regent Street. Son las diez. Me quedaré aquí una hora más. Si no te pones en contacto conmigo en ese tiempo, intentaré llamarte más tarde.
Ho apareció cuarenta minutos después. Su impermeable amarillo destacaba chillón entre la masa de impermeables negros. Birgitta tuvo la sensación de que aquello también tenía un significado especial.
Cuando la vio entrar en la cafetería, Birgitta notó que estaba inquieta y, de hecho, empezó a hablar antes de haber retirado la silla para sentarse.
—¿Qué ha pasado?
Una camarera acudió a tomar nota y Ho pidió un té. Cuando la joven se hubo marchado, Birgitta le ofreció todo lujo de detalles acerca del hombre chino que se había presentado en el hotel de Hudiksvall, le explicó que era el hombre del que ya le había hablado con anterioridad y que el propietario del hotel había sido asesinado.
—¿Estás segura?
—No creerás que iba a emprender un viaje a Londres para contarte algo de lo que no estoy segura. He venido porque lo que te acabo de contar es verídico, ha ocurrido y tengo miedo. Ese hombre le preguntó a Sture Hermansson por mí. Se enteró de mi dirección, sabe dónde vivo. Y ahora estoy aquí. He hecho lo que Ma Li, o más bien Hong, te pidió que me dijeras. Tengo miedo, pero también estoy furiosa, puesto que ni tú ni Hong me habéis dicho la verdad.
—¿Por qué iba yo a mentir? Claro que has hecho un largo viaje a Londres; pero no olvides que mi viaje a Helsingborg fue igual de largo.
—No me habéis contado todo lo que está pasando. No me explicáis nada, pese a que estoy convencida de que hay cosas que explicar.
Ho empezaba a ponerse nerviosa. Birgitta no dejaba de pensar en el impermeable amarillo demasiado chillón.
—Tienes razón, pero podría ser que ni Ma Li ni Hong supieran más de lo que han dicho.
—Cuando viniste a verme, no lo entendí —confesó Birgitta—. Pero ahora lo veo clarísimo. A Hong le preocupaba que alguien quisiera matarme. Eso fue lo que le transmitió a Ma Li. Y el mensaje pasó de ella a ti, tres mujeres seguidas, todo para avisar a una cuarta mujer de que algo la amenazaba; pero no se trataba de una amenaza cualquiera. Era una amenaza de muerte. Ni más ni menos. Al no entenderlo, he estado exponiéndome a un peligro cuyas consecuencias acabo de comprender ahora. ¿Estoy en lo cierto?
—Por eso fui a verte.
Birgitta se inclinó hacia delante y tomó la mano de Ho.
—Pues ayúdame a comprender. Responde a mis preguntas.
—Si puedo.
—Sí que puedes. ¿No es cierto que te acompañó alguien a Helsingborg? ¿No es cierto que, en estos momentos, alguien nos está vigilando a las dos? Has tenido tiempo de llamar antes de venir.
—¿Y por qué iba a hacer algo así?
—Eso no es una respuesta, es otra pregunta. Yo quiero respuestas.
—No, nadie me acompañó a Helsingborg.
—¿Por qué te pasaste todo el día en la sala de vistas donde yo estaba trabajando? Se supone que no entendías una palabra de lo que se decía, ¿no?
—Exacto.
Birgitta cambió rápidamente al sueco. Ho frunció el ceño y meneó la cabeza.
—No te entiendo.
—¿Seguro? ¿No será que, en realidad, entiendes mi idioma perfectamente?
—De haberlo hecho, habría hablado contigo en sueco, ¿no crees?
—Comprenderás que abrigue mis dudas. Puede que sea una ventaja para ti fingir que no entiendes mi lengua. Me pregunto incluso si no llevarás ese impermeable amarillo para que alguien te distinga mejor.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. En este momento no sé absolutamente nada. Lo más importante, claro está, es que Hong quería advertirme de algo. Pero ¿por qué ibas a ayudarme tú? ¿Qué puedes hacer?
—Empecemos por el final —la tranquilizó Ho—. Chinatown es un mundo aparte. Aunque tú y miles de ingleses y turistas se paseen por nuestras calles, Gerrard Street, Lisie Street, Wardour Street, las demás calles y callejas, lo único que os dejamos ver es la superficie. Detrás de tu Chinatown está mi Chinatown. Un lugar donde uno puede esconderse, cambiar de identidad, sobrevivir durante meses e incluso años sin que nadie sepa quién es. Aunque la mayoría de las personas que viven allí son chinos adaptados a la sociedad británica, el punto de partida es, pese a todo, que nos hallamos en nuestro propio mundo. Y yo puedo ayudarte dejando que entres en mi Chinatown, a la que jamás tendrías acceso sin mi intervención.
—Pero ¿de qué debo tener miedo?
—En su carta, Ma Li no se expresó con demasiada claridad. Además, no olvides que ella también tenía miedo. Eso no lo decía, pero yo lo noté.
—Todos tienen miedo. ¿Y tú?
—Aún no. Pero no lo descarto.
En ese momento, sonó el teléfono de Ho, que miró la pantalla y se levantó.
—¿Dónde te alojas? —le preguntó—. ¿En qué hotel? Debo volver al trabajo.
—Sanderson.
—Sé dónde está. ¿Habitación?
—Ciento treinta y cinco.
—¿Podemos vernos mañana?
—¿Por qué tan tarde?
—No podré faltar a mi trabajo hasta entonces. Esta noche tengo una reunión a la que debo asistir.
—¿En serio?
Ho tomó la mano de Birgitta.
—Sí —afirmó—. Una delegación china ha venido para hablar de negocios con varias grandes empresas británicas. Si no asisto, me despiden.
—En estos momentos sólo puedo contar contigo.
—Llámame mañana por la mañana. Intentaré tomarme un rato libre.
Ho se perdió en medio de la lluvia con su impermeable amarillo aleteando al viento. Birgitta Roslin se quedó sentada, víctima de un inmenso cansancio. Permaneció allí un buen rato antes de regresar al hotel, que, claro está, no era el Sanderson. Aún no confiaba en Ho, como no confiaba en ningún asiático.
Aquella noche fue al restaurante del hotel. Después de la cena cesó la lluvia y Birgitta decidió salir y acercarse un rato al banco en que se sentaron un día Staffan y ella, antes de que cerrasen la verja del parque.
Observaba pasar a la gente que iba y venía, unos jóvenes que descansaban en el mismo banco se abrazaban a su lado. Al cabo de unos minutos se marcharon y ocupó su lugar un hombre de edad que llevaba en la mano el periódico del día anterior, recién sacado de una papelera.
Una vez más, intentó llamar a Staffan, que seguía en alta mar cerca de Madeira, pese a que sabía que sería inútil.
Los visitantes del parque empezaron a ser cada vez más escasos y, finalmente, se levantó con la intención de regresar al hotel.
Entonces lo vio. Salió de uno de los senderos de detrás del banco donde ella había estado sentada. Iba vestido de negro, no podía ser otro que el hombre de la fotografía que sacó de la cámara de vigilancia de Sture Hermansson. Caminaba derecho hacia donde ella se encontraba y llevaba en la mano un objeto reluciente…
Birgitta lanzó un grito y dio un paso atrás. Él estaba cada vez más cerca, ella cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra uno de los cantos de hierro del banco.
Lo último que vio fue el rostro de aquel hombre, como si, con su mirada, hubiese tomado otra fotografía de aquel individuo.
Y eso fue todo. Después, se sumergió en una oscuridad muda e inmensa.