La mujer, que se llamaba Ho, podía ser la hermana menor de Hong. Al verla de cerca, la asombró el parecido no sólo por el peinado, sino también por la dignidad que emanaba de su persona. Cuando Birgitta bajó a la calle, Ho aún tenía la hoja de abedul en la mano.
La mujer se presentó en un inglés impecable, igual que Hong.
—Tengo un mensaje para ti —le dijo Ho—. Si no te molesto…
—Mi jornada laboral ha terminado.
—No entendí una sola palabra de lo que se dijo en la sala, pero me di cuenta del respeto con que todos te trataban.
—Hace unos meses, tuve la oportunidad de presenciar un juicio en China. También lo presidía una jueza, a la que todos miraban con gran respeto.
Birgitta Roslin le preguntó si quería ir a una cafetería o a un restaurante, pero Ho señaló los bancos de un parque cercano.
Las dos mujeres fueron a sentarse en uno de ellos. A pocos metros de donde se encontraban había un grupo de hombres de cierta edad a los que Birgitta había visto muchas veces. Tenía el vago recuerdo de haber condenado a uno de ellos por alguna falta que había olvidado. «Son los eternos habitantes del parque. Los borrachos de los jardines, hombres solitarios que barren la hojarasca de los cementerios, los que hacen que gire la rueda de la sociedad sueca. Si anulamos su presencia, ¿qué nos queda?», solía preguntarse.
Entre los borrachos agrupados en torno al banco había un hombre de color. También en esas esferas iba adquiriendo su identidad la nueva Suecia.
Birgitta Roslin sonrió para sí.
—Ha llegado la primavera —comentó.
—He venido para hablarte de la muerte de Hong.
Birgitta no sabía cuál sería el mensaje de aquella mujer, pero desde luego no se esperaba aquello. Sintió una punzada, no de dolor, sino de un pánico repentino.
—¿Qué pasó?
—Falleció en un accidente de tráfico durante un viaje a África. Su hermano estaba con ella, pero sobrevivió. Bueno, quizá ni siquiera iba en el coche. La verdad es que desconozco los detalles.
Birgitta se quedó muda mirando a Ho, procesando la información, intentando comprenderla. El flamante colorido de la primavera quedó de pronto ensombrecido por la noticia.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace varios meses.
—¿En África?
—La querida Hong formaba parte de una delegación que viajó a Zimbabue. Nuestro ministro de Comercio, el señor Ke, hizo al país africano una visita que se consideraba de capital importancia. El accidente ocurrió durante un viaje a Mozambique.
Dos de los borrachos empezaron a gritarse y a golpearse.
—Vámonos —dijo Birgitta al tiempo que se levantaba del banco.
Fueron a una pastelería que quedaba cerca y donde apenas si había clientes. Birgitta le pidió a la joven camarera que bajase el volumen de la música.
La joven obedeció. Ho pidió una botella de agua mineral y Birgitta tomó café.
—Cuéntame —rogó Birgitta—, con todo lujo de detalles y despacio, todo lo que sepas. Durante los pocos días que tuve oportunidad de conocer a Hong, se convirtió en algo así como una amiga. Pero ¿quién eres tú? ¿Quién te ha enviado desde tan lejos, desde el mismo Pekín? Y, ante todo, ¿por qué?
Ho meneó la cabeza.
—No, no, vengo de Londres. Hong tenía muchos amigos que lamentan su muerte. Ma Li, que estuvo con ella en África, fue la que me dio la noticia de su muerte. Y me pidió que me pusiera en contacto contigo.
—¿Ma Li?
—Otra amiga de Hong.
—Bueno, empieza desde el principio —propuso Birgitta—. Aún me cuesta creer lo que dices.
—A todos nos cuesta y, aun así, es la verdad. Ma Li me escribió para contarme lo sucedido.
Birgitta Roslin esperó a que continuara, pero comprendió que el silencio también llevaba un mensaje en torno al cual Ho intentaba crear un espacio, para encerrarlo en él.
—Los datos se contradicen —observó Ho—. A juzgar por las palabras de Ma Li, era como si ella supiese que Hong iba a morir antes de que ocurriese, como si se tratase de una verdad anunciada.
—¿Por quién lo supo ella?
—Por Ya Ru, el hermano de Hong. Según contó, Hong quiso hacer una excursión por la sabana para ver animales salvajes. Lo más probable es que el chófer fuese a demasiada velocidad, el coche volcó y Hong murió en el acto. El coche empezó a arder, pues estalló el depósito de la gasolina.
Birgitta meneaba la cabeza, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Sencillamente, no podía imaginarse a Hong muerta y, además, víctima de algo tan banal como un accidente de tráfico.
—Pocos días antes de morir, Hong mantuvo una larga conversación con Ma Li —prosiguió Ho—. Ignoro sobre qué hablaron, pues Ma Li no traiciona la confianza de sus amigos, pero sé que Hong le dio instrucciones precisas. Si algo le sucedía, tú debías saberlo.
—¿Por qué? Yo apenas la conocía.
—No sabría decirte.
—Ma Li te lo explicaría, ¿no?
—Hong quería que supieras dónde puedes encontrarme en Londres, por si alguna vez necesitabas ayuda.
Birgitta Roslin sintió cómo el miedo crecía en su interior. «Es un reflejo de lo que me sucedió a mí», pensó. «A mí me robaron en una calle de Pekín, Hong sufre un accidente en África. De algún modo, los dos hechos están relacionados».
El mensaje de Hong la aterrorizó. «Si alguna vez necesitas ayuda, debes saber que en Londres hay una mujer llamada Ho».
—Pero no entiendo a qué te refieres. ¿Has venido para prevenirme? ¿De qué, qué podría pasar?
—Ma Li no me dio detalles.
—Pero lo que decía en la carta bastó para que vinieses hasta aquí. ¿Sabías dónde encontrarme, cómo localizarme? ¿Qué te escribió Ma Li?
—Hong le había hablado de la jueza sueca, la señora Roslin, amiga suya desde hacía muchos años. Y le contó el lamentable suceso del robo y la investigación policial.
—¿De verdad que fue eso lo que dijo?
—Te estoy citando la carta. Palabra por palabra. Además, Hong hablaba de la fotografía que le habías mostrado.
Birgitta Roslin dio un respingo.
—¿Es eso cierto? ¿Le habló de la fotografía? ¿Dijo algo más?
—Sí, que creías que era de un chino que tenía algo que ver con unos asesinatos en Suecia.
—¿Qué dijo del hombre?
—Hong estaba preocupada. Al parecer, había descubierto algo.
—¿Qué?
—No lo sé.
Birgitta Roslin guardó silencio. Intentaba interpretar el mensaje de Hong. No podía tratarse más que de un grito de advertencia lanzado desde el silencio. ¿Abrigaría Hong la sospecha de que a ella pudiese ocurrirle algo? ¿O sabía que Birgitta estaba en peligro? ¿Habría averiguado quién era el hombre de la fotografía? Y, de ser así, ¿por qué no se lo contó?
Birgitta sentía crecer el malestar. Callaba y miraba a Ho, a la espera de que dijese algo más.
—Hay algo que necesito saber. ¿Quién eres tú?
—Llevo en Londres desde principios de 1990. Llegué como secretaria de la embajada. Luego me nombraron directora de la Cámara de Comercio anglochina. En la actualidad soy independiente y trabajo como asesora de empresas chinas que quieren establecerse en Inglaterra. Aunque no sólo allí. También colaboro en la construcción de un gran complejo para exposiciones que se edificará en las afueras de una ciudad sueca llamada Kalmar. Mi trabajo me obliga a recorrer Europa.
—¿Cómo conociste a Hong?
La respuesta sorprendió a Birgitta.
—Éramos parientes. Primas. Nos conocíamos desde la juventud, aunque ella era diez años mayor que yo.
Birgitta pensó en por qué habría dicho Hong que eran viejas amigas. Aquello implicaba algún tipo de mensaje oculto que no pudo interpretar más que diciéndose que, para Hong, su breve amistad había alcanzado gran profundidad. Que era posible hacerse grandes confidencias. O, más bien, necesario.
—¿Qué decía de mí la carta?
—Hong quería que se te informara cuanto antes.
—¿Qué más?
—Ya te lo he dicho. Debías saber de mi existencia, dónde encontrarme, por si sucedía algo.
—Ya, bueno, ahí es donde no me cuadra la cosa. ¿Qué iba a suceder?
—No lo sé.
Algo en el tono de voz de Ho puso en guardia a Birgitta. «Hasta ahora me ha dicho la verdad, pero en este punto… no es sincera. Sabe más de lo que dice», concluyó para sí.
—China es un país grande —dijo Birgitta—. Para un occidental resulta fácil mezclar las cosas y asociar su extensión al misterio. La falta de conocimiento hace que todo resulte misterioso. Seguro que yo cometo el mismo error. Y, de hecho, así veía a Hong. No importaba qué me decía, nunca llegaba a comprender realmente qué quería decirme.
—China no es más misteriosa que cualquier otro país del mundo. Eso de que nuestro país es incomprensible es un mito occidental. Los europeos jamás han aceptado el hecho de no poder comprender cómo pensamos. Ni tampoco que hiciéramos tantos descubrimientos decisivos ni que inventáramos tantas cosas antes que vosotros. La pólvora, la brújula, la imprenta, todo es chino, en su origen. Ni siquiera en el arte de medir el tiempo fuisteis los primeros. Mil años antes de que empezaseis a fabricar relojes mecánicos, nosotros ya teníamos relojes de agua y de cristal. Es algo que jamás podréis perdonarnos. De ahí que nos consideréis incomprensibles y misteriosos.
—¿Cuándo viste a Hong por última vez?
—Hace cuatro años. Viajó a Londres y pasamos varias tardes juntas. Fue en verano. Quería dar largos paseos por Hampstead Heath y preguntarme sobre cómo veían los ingleses la evolución de China. Me hizo preguntas difíciles de responder y se mostraba impaciente cuando mis respuestas no le parecían claras. Por lo demás, quería ver un partido de criquet.
—¿Por qué?
—Pues no me lo dijo. Hong tenía unos gustos muy interesantes.
—A mí los deportes no me interesan demasiado, pero el criquet me resulta un deporte del todo incomprensible, en el que parece imposible decidir quién es el ganador.
—Yo creo que su entusiasmo era bastante infantil y que se basaba en su deseo de comprender cómo funcionan los ingleses estudiando su deporte nacional. Hong era una persona muy obstinada.
Ho miró el reloj.
—Tengo que volver a Londres desde Copenhague dentro de unas horas.
Birgitta Roslin dudaba si plantearle una pregunta que había ido madurando poco a poco.
—Por cierto, no serías tú quien entró en mi casa anteanoche, ¿verdad? En mi despacho…
Ho no pareció comprender y Birgitta repitió la pregunta. Ho negó con un gesto.
—Me alojo en un hotel, ¿por qué iba a entrar en tu casa como una ladrona?
—Era sólo una pregunta. Me despertó un ruido.
—Pero ¿entró alguien en tu casa?
—No lo sé.
—¿Echas en falta algo?
—No, pero me dio la impresión de que mis documentos estaban desordenados.
—Pues no —reiteró Ho—. Yo no estuve allí.
—¿Y has venido sola?
—Nadie sabe que he venido a Suecia. Ni siquiera mi marido ni mis hijos. Creen que estoy en Bruselas, pues viajo allí a menudo.
Ho le dio a Birgitta una tarjeta de visita con su nombre completo, Ho Mei Wan, su dirección y varios números de teléfono.
—¿Dónde vives?
—En Chinatown. En verano hay mucho ruido en la calle, a veces durante toda la noche, pero prefiero vivir allí. Es una pequeña China en medio de Londres.
Birgitta Roslin se guardó la tarjeta en el bolso. Acompañó a Ho a la estación y se aseguró de que tomaba el tren adecuado.
—Mi marido es conductor de trenes —le explicó Birgitta—. ¿A qué se dedica el tuyo?
—Es camarero —respondió Ho—. También por eso vivimos en Chinatown. Trabaja en el restaurante de la planta baja de nuestro edificio.
Birgitta vio cómo el tren con destino a Copenhague desaparecía en el túnel.
Se marchó a casa, preparó la comida y fue consciente de lo cansada que estaba. Decidió ver las noticias, pero se durmió frente al televisor en cuanto se echó en el sofá. Staffan llamó desde Funchal. La conexión era pésima y tenía que gritar para hacerse entender, pero Birgitta comprendió que todo estaba en orden y que lo estaban pasando de maravilla. De pronto, se interrumpió la conversación. Esperaba que llamasen otra vez, pero no fue así, de modo que volvió a tumbarse en el sofá. El que Hong estuviese muerta le resultaba tan irreal que le costaba asimilarlo. Sin embargo, desde que se lo oyó contar a Ho, tuvo la sensación de que algo no encajaba.
Empezó a lamentar no haberle hecho a Ho más preguntas. Claro que estaba demasiado agotada después de aquel juicio tan complicado y no tenía fuerzas. Ahora era demasiado tarde. Ho iba camino de su casa inglesa en Chinatown.
Birgitta Roslin encendió una vela por Hong y buscó entre los mapas y planos de la estantería hasta localizar uno de Londres. El restaurante estaba junto a Leicester Square. En cierta ocasión, ella estuvo sentada en aquel pequeño parque con Staffan, viendo pasar a la gente. Fue un año, a finales de otoño, y salieron de viaje sin prepararlo de antemano, así, de un día para otro. El caso de la mujer que había maltratado a su madre no era tan complejo como el que había tramitado contra los cuatro vietnamitas, pero no podía permitirse el lujo de estar cansada cuando ocupase su asiento en el tribunal. El respeto que sentía por sí misma se lo impedía. A fin de asegurarse el sueño, se tomó medio somnífero antes de apagar la luz.
El juicio resultó más sencillo de lo que ella esperaba. La mujer acusada cambió de pronto su versión con respecto a lo declarado en los interrogatorios anteriores y confesó sin ambages las circunstancias que expuso el fiscal. La defensa tampoco aportó ninguna sorpresa que prolongase el juicio, de modo que a las cuatro menos cuarto de la tarde Birgitta Roslin dio por finalizada la sesión y anunció la fecha del mes de junio en que se comunicaría la sentencia.
Una vez en su despacho marcó, sin haberlo planeado, el número de la policía de Hudiksvall. Le pareció reconocer la voz de la joven que atendió la llamada. Sonaba menos nerviosa y estresada que aquel día de invierno en que Birgitta llamó.
—Quisiera hablar con Vivi Sundberg. Si es que está.
—Acabo de verla pasar. ¿De parte de quién?
—La jueza de Helsingborg. Eso será suficiente.
Vivi Sundberg acudió enseguida.
—Birgitta Roslin. ¡Cuánto tiempo!
—Se me ha ocurrido llamar, así sin más.
—¿Algún chino nuevo? ¿Nuevas teorías?
Birgitta percibió la ironía en la voz de Vivi Sundberg y estuvo a punto de responder que tenía montones de chinos nuevos que sacarse del sombrero, pero se limitó a explicarle que llamaba porque sentía curiosidad.
—Seguimos creyendo que el hombre que, por desgracia, logró quitarse la vida era el culpable —aseguró Vivi Sundberg—. Aunque ya no viva, la investigación sigue en marcha. No podemos juzgar a un muerto, pero sí darles a los vivos una explicación de lo que sucedió y, desde luego, de por qué.
—¿Lo conseguiréis?
—Es demasiado pronto para responder.
—¿Alguna otra pista?
—No puedo ofrecer detalles al respecto.
—¿Ningún otro sospechoso?
—De eso tampoco puedo ofrecer detalles. Seguimos inmersos en una intrincada investigación con muchos datos complejos.
—Pero ¿de verdad creéis que fue el hombre al que detuvisteis? ¿Y que él tenía un móvil para matar a diecinueve personas?
—Eso parece. Lo que sí puedo decirte es que hemos contado con todos los expertos, criminólogos, creadores de perfiles, psicólogos y, además, los policías judiciales y técnicos con más experiencia del país. El profesor Persson abriga sus dudas, como es natural. Pero ¿cuándo no ha sido así? Sin embargo, nadie más que él nos ha contradicho. Y aún nos queda mucho camino por andar.
—Y el niño que murió pero que no tenía por qué estar allí, ¿cómo lo explicáis? —quiso saber Birgitta.
—No tenemos explicación, pero sí una idea de cómo sucedió.
—Yo sigo teniendo una duda —prosiguió Birgitta—. ¿Alguna de las víctimas parecía más importante que las demás?
—¿A qué te refieres?
—Si alguien sufrió un ataque más brutal, por ejemplo. O murió el primero. O quizás el último.
—No tengo respuesta a esas preguntas.
—Al menos, dime si te sorprenden.
—No.
—¿Habéis encontrado alguna explicación a la cinta roja?
—No.
—Yo estuve en China —explicó Birgitta—. Y fui a visitar la Muralla China. Me asaltaron y pasé un día entero en compañía de unos policías muy estrictos.
—¡Vaya! —exclamó Vivi Sundberg—. ¿Resultaste herida?
—No, sólo me asustaron, pero me devolvieron el bolso robado.
—En ese caso tuviste suerte, después de todo.
—Sí —respondió Birgitta—. Tuve suerte. Gracias por dedicarme tu tiempo.
Birgitta Roslin se quedó sentada en el despacho después de la conversación. No dudaba de que los expertos a los que habían recurrido habrían reaccionado si hubiesen hallado indicios de que la investigación entraba en un callejón sin salida.
Aquella tarde dio un largo paseo y dedicó unas horas a hojear nuevos folletos de vinos. Anotó algunos tintos italianos que quería comprar y vio en la televisión una película antigua que había visto con Staffan al principio de su relación. Jane Fonda interpretaba a una prostituta, los colores estaban desvaídos y apagados, el argumento era de lo más extraño y Birgitta no pudo por menos de sonreír al ver la ropa tan curiosa y, ante todo, los zapatos con plataforma, tan altos y tan vulgares, que la moda imponía entonces.
Listaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. El reloj de la mesilla indicaba las doce menos cuarto. Aguardó hasta que dejó de sonar. De haber sido Staffan o alguno de los chicos habrían llamado al móvil. Al cabo de un rato, volvió a sonar y Birgitta se apresuró a coger el teléfono, que estaba en su escritorio.
—¿Birgitta Roslin? Lamento llamar tan tarde. ¿Sabes quién soy?
Reconocía la voz, pero no fue capaz de atribuirle un rostro. Era un hombre. Un hombre de edad.
—No, no exactamente.
—Sture Hermansson.
—¿Te conozco de algo?
—Bueno, conocer, lo que se dice conocer, quizá sea demasiado decir, pero viniste a mi pequeño hotel de Hudiksvall hace unos meses.
—¡Ah, sí! Ya me acuerdo.
—Siento llamar tan tarde.
—Eso ya lo has dicho antes. Me figuro que tienes algún recado que darme.
—Ha vuelto.
Sture Hermansson dijo estas palabras en voz baja. Y Birgitta comprendió de inmediato a quién se refería.
—¿El chino?
—El mismo.
—¿Estás seguro?
—Llegó hace unos minutos. No había hecho reserva. Acabo de darle la llave y ahora está en su habitación, la número doce, la misma de la otra vez.
—¿Estás seguro de que es él?
—Bueno, tú tienes la película, pero a mí me parece que es la misma persona. Al menos utiliza el mismo nombre.
Birgitta Roslin intentó decidir qué debía hacer. El corazón le martilleaba en el pecho.
Sture Hermansson la interrumpió en sus pensamientos.
—Hay una cosa más.
—¿Qué?
—Ha preguntado por ti.
Birgitta contuvo la respiración. El miedo la invadió de inmediato y la dejó paralizada.
—No es posible.
—Mi inglés no es muy bueno. Si he de ser sincero, me llevó unos minutos comprender por quién preguntaba. Dijo algo así como «Bilgitta Loslin».
—¿Qué le dijiste?
—Que vivías en Helsingborg. Pareció sorprendido. Me dio la impresión de que creía que eras de Hudiksvall.
—¿Qué más le dijiste?
—Le di tu dirección, puesto que me la habías dado cuando me pediste que llamase si pasaba algo. Y ahora puede decirse que ha pasado algo.
«Menudo imbécil», se lamentó Birgitta para sí, presa del pánico.
—Hazme un favor —le dijo—. Llámame cuando salga, aunque lo haga a medianoche, llámame.
—Me figuro que querrás que le diga que he hablado contigo.
—Sería estupendo si te abstuvieras.
—Bien, en ese caso, no lo haré. No le diré nada.
Ahí terminó la conversación. Birgitta Roslin no comprendía lo que estaba sucediendo.
Hong estaba muerta, pero el hombre de la cinta roja había vuelto.