Llovía de forma copiosa la mañana de mediados de mayo en que Birgitta Roslin acompañó a su familia a Copenhague, desde donde partirían para emprender sus vacaciones en Madeira. Tras no poca angustia y numerosas conversaciones con Staffan, decidió no ir con ellos. La prolongada baja por enfermedad de hacía unos meses le impidió solicitarle a su jefe unas vacaciones. El juzgado seguía sobrecargado de casos que aguardaban a ser juzgados. Simplemente, no podía marcharse.
Llegaron a Copenhague bajo una abundante lluvia. Staffan, que tenía billetes de tren gratis, insistió en que tomasen el tren hasta el aeropuerto de Kastrup, donde aguardaban sus hijos, pero ella se empeñó en llevarlo en coche. Se despidió de ellos en la terminal de salidas y se sentó en una cafetería a observar el flujo de personas cargadas de maletas y de sueños en que viajaban a tierras lejanas.
Llamó a Karin unos días antes para avisarla de que iría a Copenhague. Pese a que habían transcurrido varios meses desde que regresaron de Pekín, aún no habían tenido la posibilidad de volver a verse. Birgitta Roslin se entregó de lleno al trabajo en cuanto le dieron el alta. Hans Mattsson la recibió con los brazos abiertos, le colocó un jarrón de flores sobre la mesa y, un segundo después, le plantó un montón de demandas pendientes que debían ir a juicio lo antes posible. Precisamente entonces, a finales de marzo, se discutió en la prensa local del sur de Suecia el tema de la lentitud de los tribunales suecos. Hans Mattsson, cuyo carácter no podía considerarse combativo, no respondió, según Birgitta y sus colegas, con la contundencia necesaria, pues nada dijo sobre lo desesperado de la situación de los juzgados y, sobre todo, de las consecuencias de los recortes del Gobierno. En tanto que sus colegas gruñían y se enfurecían ante la gran cantidad de trabajo que pesaba sobre ellos, Birgitta Roslin sintió una serena alegría al verse de nuevo en su puesto. Volvió a quedarse en el despacho tan a menudo y hasta tan tarde, que Hans Mattsson le advirtió que, de continuar así, no tardaría en sobrepasar sus límites y caer enferma de nuevo.
—No estaba enferma —objetó Birgitta—. Sólo tenía la tensión alta y los valores sanguíneos por los suelos.
—He ahí la respuesta de un buen demagogo —observó Hans Mattsson—. No la de una jueza sueca que sabe que tergiversar las cosas puede conducir a lo peor.
De ahí que sólo hubiese hablado por teléfono con Karin Wiman. Habían intentado quedar en dos ocasiones, pero en ambos casos se les presentaron problemas de última hora. Sin embargo, aquel lluvioso día, en Copenhague, Birgitta estaba libre. Tenía que volver al juzgado al día siguiente y decidió pasar la noche con Karin. Llevaba en el bolso las fotografías del viaje y, con la curiosidad de una niña, ansiaba ver las tomadas por Karin.
Ya sentían el viaje a Pekín como algo lejano. Se preguntaba si el que los recuerdos se esfumasen con tanta rapidez sería cosa de la edad. Miró a su alrededor en la cafetería, como si buscase a alguien capaz de darle una respuesta. En un rincón había dos mujeres árabes cuyos rostros apenas se veían. Una de las dos estaba llorando.
«Ellas no pueden responder a mi pregunta», se dijo. «¿Quién, sino yo misma, podría hacerlo?».
Birgitta y Karin habían quedado en verse para comer en un restaurante situado en una de las calles perpendiculares a Ströget. Birgitta había pensado ir de tiendas en busca de un traje para los juicios, pero la lluvia le quitó las ganas. Se quedó en Kastrup haciendo tiempo antes de tomar un taxi para ir a la ciudad, puesto que no estaba segura de dar con el lugar. Karin la saludó contenta al verla entrar en el restaurante, que estaba lleno de gente.
—¿Ya se han ido?
—Sí, siempre se piensa demasiado tarde, pero es horrible mandar a toda la familia en el mismo avión.
Karin meneó la cabeza.
—No pasará nada —le aseguró—. El avión es el medio más seguro de viajar.
Almorzaron, miraron las fotografías y recordaron el viaje. Mientras Karin hablaba, Birgitta se sorprendió pensando, por primera vez en mucho tiempo, en el incidente del robo del que fue víctima. En Hong, que apareció ante su mesa de aquel modo inopinado. En el bolso, que volvió a aparecer. En todo aquel suceso aterrador en que se vio envuelta.
—¿Me estás escuchando? —inquirió Karin.
—Claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—No lo parece.
—Pensaba en mi familia, que ahora va por los aires.
Después de comer pidieron un café. Karin propuso que se tomasen un coñac como protesta contra el frío que hacía.
—Desde luego que sí.
Luego tomaron un taxi para ir a casa de Karin. Cuando llegaron, la lluvia había cesado y la capa de nubes empezó a disiparse.
—Necesito moverme —comentó Birgitta—. Paso una cantidad infinita de horas sentada en mi despacho o en el juzgado.
Fueron a dar un paseo por la playa, que estaba desierta, a excepción de unas cuantas personas mayores que habían salido a pasear con sus perros.
—¿En qué piensas cuando mandas a alguien a la cárcel? ¿Te lo he preguntado ya alguna vez? No sé si has juzgado a algún asesino… —quiso saber Karin.
—Muchas veces. Entre otros, a una mujer que asesinó a tres personas. A sus padres y a un hermano menor. Recuerdo que estuve observándola durante el juicio. Era pequeña y menuda, muy hermosa. Si yo hubiese sido un hombre, me habría resultado sexy. Intenté detectar arrepentimiento en su expresión. Era evidente que los asesinatos fueron premeditados. No mató a palos a sus víctimas en un acceso de ira. Además, fue literalmente así, los mató a palos. Eso es típico de los hombres. Las mujeres suelen utilizar cuchillos. Nosotras somos el sexo que acuchilla, mientras que los hombres golpean. Aquella mujer, en cambio, agarró un bate que su padre tenía en el garaje y les abrió la cabeza a los tres. Nada de arrepentimiento.
—¿Por qué lo hizo?
—Nunca se supo.
—O sea, que estaba loca.
—No según los que examinaron su estado mental. Al final, no me quedó más remedio que condenarla a la máxima pena permitida por la ley. Ni siquiera apeló, algo que los jueces suelen considerar un triunfo. En este caso, no estoy tan segura.
Se detuvieron a contemplar un barco de vela que navegaba con rumbo norte por el estrecho.
—¿No crees que deberías contármelo? —preguntó Karin.
—¿Contarte qué?
—Lo que de verdad sucedió en Pekín. Sé que no me contaste la verdad. Al menos, no toda la verdad, como soléis decir vosotros.
—Me asaltaron. Y me robaron el bolso.
—Eso ya lo sé, pero las circunstancias, Birgitta…, no me las creo. Tuve la sensación de que me ocultabas algo. Aunque no nos hayamos visto mucho en los últimos años, te conozco bien. Cuando éramos rebeldes, hace ya mucho tiempo, aprendimos a decir la verdad y a mentir al mismo tiempo. Yo jamás intentaría mentirte. O engañarte, como solía decir mi padre. Sé de sobra que verías mis intenciones.
Birgitta se sintió aliviada.
—Ni siquiera yo lo entiendo —confesó—. No sé por qué te oculté la mitad de la historia. Tal vez porque estabas tan ocupada con el tema de la primera dinastía de emperadores… O porque ni yo misma comprendía bien lo sucedido.
Siguieron caminando por la playa y, cuando el sol empezó a calentar de verdad, se quitaron las cazadoras. Birgitta le habló de la fotografía sacada de la cámara de vigilancia instalada en el pequeño hotel de Hudiksvall y de sus esfuerzos por localizar al hombre que aparecía en la grabación. Se lo contó todo con detalle, como si ella misma se encontrase en el lugar del testigo, bajo la mirada vigilante del juez.
—Y no me dijiste una palabra de ello —se lamentó Karin cuando Birgitta concluyó su relato y emprendieron el camino de regreso.
—Sentí miedo cuando te fuiste —admitió Birgitta—. Pensé que acabaría pudriéndome en cualquier celda subterránea. La policía podría decir después que había desaparecido.
—Para mí, tu actitud es indicio de falta de confianza. En realidad, debería enfadarme.
Birgitta se detuvo frente a Karin.
—No nos conocemos tan bien —declaró—. Puede que nos lo creamos, o que deseemos que fuese así. Cuando éramos jóvenes, nuestra relación era muy distinta a la de hoy. Somos amigas, pero no tan íntimas. Quizá nunca lo fuimos.
Karin asintió. Prosiguieron caminando por la playa, más allá de las algas, donde la arena estaba más seca.
—Deseamos que todo se repita, que sea igual que antes —comentó Karin—. Pero envejecer implica protegerse de los sentimentalismos. La amistad debe ponerse a prueba y renovarse constantemente para que sobreviva. Puede que un viejo amor no se oxide, pero sí una vieja amistad.
—Bueno, el simple hecho de que ahora estemos hablando es un paso en la dirección adecuada. Es como arrancar el óxido con un cepillo con las cerdas de acero.
—¿Qué ocurrió después? ¿Cómo terminó la historia?
—Volví a casa. La policía o una organización secreta registró mi habitación. Ignoro qué esperaban encontrar.
—Pero supongo que te extrañaría que te quitaran el bolso, ¿no?
—Por supuesto, guardaba relación con la fotografía del hotel de Hudiksvall. Alguien quería impedir que yo me dedicase a buscar a ese hombre. Sin embargo, yo creo que Hong me dijo la verdad. China no quiere que los visitantes extranjeros vuelvan a casa contando ese tipo de «desafortunados incidentes». Sobre todo ahora, que el país se prepara para su gran número estrella, los Juegos Olímpicos.
—Todo un país de más de mil millones de habitantes que espera entre bastidores el momento de entrar en escena. Vaya una idea más curiosa.
—Muchos cientos de millones de personas, nuestros queridos campesinos, no tendrán ni idea de lo que significan los Juegos; o tal vez son conscientes de que, para ellos, la situación no mejorará sólo porque los jóvenes de todo el mundo se reúnan para competir en Pekín.
—Tengo un vago recuerdo de esa mujer, Hong. Era muy hermosa. Había en ella una actitud de alerta, como si estuviese preparada para que ocurriese cualquier cosa.
—Es posible. Yo la recuerdo de otro modo. A mí me ayudó.
—¿Sabes si servía a varias personas?
—Sí, he pensado en ello. No puedo responderte, porque no lo sé, pero seguramente tienes razón.
Pasearon por un muelle donde aún había muchos amarraderos vacíos. Una mujer que achicaba agua de un viejo bote de madera las saludó alegremente en un dialecto que Karin apenas comprendió.
Después del paseo, se tomaron un café en casa de Karin, que le habló del trabajo que estaba realizando en ese momento, la interpretación de varios poetas chinos y su obra desde la independencia de 1949 hasta hoy.
—No puedo dedicarme exclusivamente a estudiar imperios desaparecidos. Los poemas suponen un cambio en mi trabajo.
Birgitta estuvo a punto de hablarle de su secreto y apasionado juego de componer canciones, pero se contuvo.
—Muchos de ellos fueron muy valientes —continuó Karin—. Mao y los demás no solían aceptar críticas, aunque Mao era paciente con los poetas, puesto que él mismo escribía versos, supongo. Pero yo creo que sabía que los artistas podían aportar una perspectiva distinta y decisiva al gran cambio político. Cuando otros miembros del Partido opinaban que había que tener mano dura contra aquellos que escribían lo que no debían, aquellos cuyas pinceladas resultaban peligrosas, Mao casi siempre se oponía. Mientras era posible. Claro que lo que les sucedió a los artistas durante la Revolución Cultural fue responsabilidad suya, pero no lo que él pretendía. Y pese a que la última revolución que llevó a cabo tenía un sello cultural, fue básicamente política. Cuando Mao comprendió que algunos de los jóvenes rebeldes iban demasiado lejos, les puso freno y, aunque no podía confesarlo de forma abierta, yo creo que Mao lamentaba la destrucción llevada a cabo aquellos años. Desde luego, él sabía mejor que nadie que para hacer una tortilla es necesario cascar los huevos. ¿No era eso lo que decían?
—Sí, o que la revolución no era una invitación a tomar el té.
Ambas rompieron a reír de buena gana.
—¿Qué opinas tú de la China de hoy? —quiso saber Birgitta—. ¿Qué está pasando en ese país?
—Tengo el convencimiento de que hay diferentes fuerzas que están echando un pulso, dentro del Partido y del país en general. Y el Partido Comunista quiere demostrarle al mundo, a gente como tú y como yo, que es posible combinar el desarrollo económico con un Estado no democrático. Aunque todos los pensadores liberales de Occidente lo nieguen, la dictadura del Partido es reconciliable con el desarrollo económico y, naturalmente, eso es algo que nos inquieta a nosotros. Por eso se habla y se escribe tanto sobre las ejecuciones chinas. La falta de libertad, de apertura, los derechos humanos, tan defendidos en Occidente, constituyen nuestra arma de ataque contra China. Para mí eso no es más que hipocresía, pues la parte del mundo a la que pertenecemos está llena de países, como Estados Unidos o Rusia, donde se atenta a diario contra los derechos humanos. Además, los chinos saben que queremos hacer negocios con ellos, a cualquier precio. Nos adivinaron las intenciones ya en el siglo XIX, cuando decidimos convertirlos en consumidores de opio para así arrogarnos el derecho de negociar según nuestras condiciones. Los chinos han aprendido y no cometerán nuestros mismos errores. Ésa es mi opinión y ya sé que mis conclusiones son parciales, pues la envergadura de lo que está sucediendo es mucho mayor de lo que yo puedo abarcar. No podemos aplicarle a China nuestros propios niveles, pero, sea lo que sea lo que pensemos, debemos prestar atención a lo que está ocurriendo. Tan sólo un necio creería que lo que hoy sucede allí no nos afectará a los demás en el futuro. Si yo tuviese hijos pequeños, me buscaría una canguro china para que aprendieran el idioma.
—Eso dice mi hijo.
—Porque tiene visión de futuro.
—Para mí el viaje fue una experiencia abrumadora; en un país tan infinitamente grande tenía la sensación de que se puede desaparecer en cualquier momento, y de que nadie preguntaría por ti en un lugar con tanta gente. Me habría gustado disponer de más tiempo para hablar con Hong.
Por la noche, durante la cena, volvieron a perderse en los recuerdos del pasado. Birgitta tenía la sensación, cada vez más intensa, de que no quería volver a perder el contacto con Karin. Sólo ella compartía con Birgitta los años de juventud, nadie como Karin podía entender de qué hablaba en realidad.
Se quedaron charlando hasta tarde y, antes de acostarse, se hicieron el propósito de verse más a menudo en lo sucesivo.
—Comete alguna infracción de tráfico en Helsingborg —propuso Birgitta—. No confieses ante los policías que te den el alto en la calle y, tarde o temprano, irás a juicio y me tendrás como jueza. Después de juzgarte, podemos ir a cenar.
—Me cuesta imaginarte en la silla del juez.
—A mí también. Pero allí me veo a diario.
Al día siguiente, fueron juntas a Hovedbanegården.
—Bueno, ahora puedo volver a mis poetas chinos —dijo Karin—. Y tú, ¿qué vas a hacer?
—Esta tarde tengo que leerme dos demandas. Una contra una liga vietnamita que se dedica al contrabando de tabaco y a asaltar a personas mayores. Los implicados son unos jóvenes extraordinariamente crueles y desagradables. Y luego una demanda contra una mujer que ha maltratado a su madre. Por lo que sé hasta el momento, ni la madre ni la hija parecen estar en sus cabales. A eso me dedicaré esta tarde. ¡Qué envidia me das con tus poetas! En fin, mejor no pensarlo.
Estaban a punto de marcharse cada una por su lado, cuando Karin la agarró del brazo.
—Se me olvidó preguntarte por los asesinatos de Hudiksvall. ¿Cómo va la cosa?
—Al parecer, la policía persiste en la teoría de que el hombre que se suicidó era el culpable.
—¿Él solo? ¿Con tantos muertos?
—Bueno, supongo que un asesino que lo tenga bien planeado podría conseguirlo. Sin embargo, aún no han establecido el móvil.
—¿Locura?
—Yo no creía entonces que ése fuese el motivo; y sigo sin creerlo.
—¿Sigues en contacto con la policía?
—En absoluto. Simplemente leo lo que dicen los periódicos.
Birgitta vio cómo Karin se alejaba deprisa por la galería central. Después se dirigió a Kastrup, buscó el lugar del aparcamiento donde había dejado el coche y puso rumbo a casa.
«Hacerse viejo implica una especie de retirada», se dijo. «Sigues avanzando, pero al mismo tiempo se produce un retroceso pacífico, casi imperceptible, como en las conversaciones entre Karin y yo. Nos buscamos a nosotras mismas tratando de descubrir quiénes éramos antes y quiénes somos ahora».
Hacia las doce ya estaba de vuelta en Helsingborg. Fue directa a su despacho, donde leyó una memoria del juzgado antes de enfrascarse en dos demandas que tenía sobre la mesa. Consiguió dejar preparado el caso de la mujer maltratada, guardó en el bolso el asunto de los vietnamitas y se marchó a casa. Notó que hacía más calor y los árboles habían empezado a florecer.
Una súbita alegría estalló en su interior. Se detuvo, cerró los ojos y se llenó de aire los pulmones. «Aún no es tarde», se dijo. «He visto la Muralla China. Hay muchas otras murallas y, ante todo, islas que deseo visitar antes de que mi vida termine, antes de que llegue el punto final. Algo me dice que Staffan y yo lograremos controlar la situación en la que hoy nos encontramos».
La demanda contra los vietnamitas era compleja y difícil de abarcar en su multiplicidad de detalles. Birgitta Roslin trabajó en ella hasta las diez de la noche. Para entonces había hablado por teléfono con Hans Mattsson en dos ocasiones. Sabía que no se molestaba si lo llamaba a casa.
Habían dado las once y empezó a prepararse para irse a la cama cuando llamaron a la puerta. Frunció el entrecejo, pero fue a abrir. No había nadie. Dio un paso hacia la escalinata de la entrada y miró a un lado y otro de la calle. Vio pasar un coche pero, por lo demás, la calle estaba desierta y la verja cerrada. «Algún chiquillo», pensó. «Llaman a la puerta y echan a correr».
Se metió de nuevo en casa y se durmió antes de medianoche. Poco después de las dos volvió a despertarse sin saber por qué. No recordaba haber tenido ningún sueño y prestó atención en la oscuridad, pero no se oía nada. Estaba a punto de darse media vuelta para seguir durmiendo cuando, de pronto, se sentó en la cama. Encendió la lámpara y aguzó el oído. Luego se levantó y abrió la puerta que daba al vestíbulo. Seguía sin oír nada. Se puso la bata y bajó las escaleras. Todas las puertas y las ventanas estaban cerradas. Se colocó junto a una ventana que daba a la calle principal y apartó la cortina. Creyó divisar una sombra que desaparecía veloz por la acera, pero desechó la idea pensando que serían figuraciones suyas. Jamás había tenido miedo a la oscuridad. Pensó que la habría despertado el hambre, se tomó un sándwich y un vaso de agua y volvió a la cama, donde no tardó en conciliar el sueño nuevamente.
A la mañana siguiente, cuando fue a buscar el maletín donde guardaba los documentos de los juicios, tuvo la sensación de que alguien había estado husmeando en su despacho. Fue la misma sensación que experimentó con la maleta en la habitación del hotel de Pekín. La noche anterior, al salir del despacho, dejó el abultado informe junto al maletín. Ahora, algunos de los papeles estaban esparcidos sobre el asa.
Pese a que tenía prisa, revisó la planta baja de la casa. No faltaba nada, todo estaba en orden. «Son invenciones mías», se dijo. «Los inexplicables sonidos nocturnos no deben justificarse por la mañana con figuraciones. Ya tuve bastante en Pekín con la obsesión de que me perseguían. No necesito para nada seguir con ello aquí en Helsingborg».
Birgitta Roslin salió de su casa y bajó la cuesta en dirección a la ciudad y a los juzgados. La temperatura había subido unos grados más desde el día anterior. Mientras caminaba, fue repasando mentalmente el primer juicio del día. Se reforzarían los controles de seguridad, puesto que existía el riesgo de que los vietnamitas que se esperaba que acudiesen como público reaccionasen de forma violenta. De acuerdo con el fiscal y con su jefe, dedicaría dos días a los procedimientos previos. Sospechaba que ése era el mínimo indispensable, pero era tal la presión a la que se veían sometidos los juzgados, que terminó aceptando. En su agenda, no obstante, reservó un día más y diseñó un calendario alternativo para el siguiente caso.
Cuando llegó al edificio de los juzgados, entró en su despacho, desconectó el teléfono y se retrepó en la silla con los ojos cerrados. Repasó mentalmente los puntos más importantes del caso de los dos hermanos Tran, entre los que figuraban las dos detenciones y la demanda. Ya sólo faltaban el juicio y la sentencia. Durante la investigación, habían detenido a otros dos vietnamitas, llamados Dang y Phan. Los cuatro estaban acusados del mismo delito y eran cómplices.
A Birgitta Roslin le gustaba tener al fiscal Palm en la sala de vistas. Era un hombre de mediana edad que se tomaba en serio su profesión y no se contaba entre aquellos que ignoraban cómo preparar una acusación sin digresiones innecesarias. Por otro lado, a juzgar por el material al que ella había tenido acceso, Palm había dirigido la investigación de forma exhaustiva, cosa que no siempre sucedía.
Cuando dieron las diez, entró en la sala y tomó asiento. Los secretarios y el procurador ya se encontraban en sus puestos y había lleno total en la sala, vigilada tanto por guardas de seguridad como por policías. Todos los presentes habían pasado por los mismos detectores por los que se pasa en los aeropuertos. Dejó caer el mazo sobre la mesa, anotó los nombres, comprobó que todos los implicados estaban presentes y le dio al fiscal orden de comenzar. Palm hablaba despacio y su razonamiento resultaba fácil de seguir. Birgitta se permitía de vez en cuando echar una ojeada a las gradas del público. Había un grupo numeroso de vietnamitas, la mayoría muy jóvenes. Entre los demás, reconoció a varios periodistas y a una mujer joven de gran talento que dibujaba interiores de juzgados para varios periódicos nacionales. Birgitta tenía en su despacho un dibujo de sí misma recortado de un diario. Sin embargo, lo tenía guardado en un cajón, pues no quería pasar por vanidosa ante las visitas. Fue un día largo y duro. Pese a que la investigación de los puntos más importantes demostraba con toda claridad cómo se habían cometido los distintos delitos, los cuatro acusados empezaron a inculparse mutuamente. Dos de ellos hablaban sueco, pero los hermanos Tran necesitaban a una intérprete. Birgitta Roslin se vio obligada a recordarle en varias ocasiones que estaba expresándose de un modo demasiado impreciso y llegó a preguntarse si la intérprete comprendía de verdad lo que decían los jóvenes. Hubo un momento en que tuvo que mandar callar a varias personas del público e incluso amenazarlas con expulsarlas si no se calmaban.
Hans Mattsson se le acercó a la hora del almuerzo y le preguntó cómo iba la cosa.
—Mienten —aseguró Birgitta—. Pero las pruebas de la investigación son concluyentes. La cuestión es si la intérprete es o no buena.
—Pues goza de mucha reputación —afirmó sorprendido Hans Mattsson—. Me aseguré de que nos enviasen a la mejor de todo el país.
—Puede que tenga un mal día.
—Y tú, ¿tienes un mal día?
—No, pero esto va lento. Dudo que terminemos para mañana por la tarde.
En los interrogatorios de la tarde, Birgitta Roslin continuó observando a los espectadores de vez en cuando. De repente se fijó en una mujer vietnamita de mediana edad que ocupaba un asiento en un rincón de la sala, medio oculta detrás del resto del público. Cada vez que Birgitta la miraba, la sorprendía mirándola a ella, en tanto que el resto de los vietnamitas se concentraban sobre todo en sus amigos o familiares acusados.
Recordó el día en que, hacía unos meses, fue a presenciar aquel juicio en China. «Tal vez ella sea una especie de intercambio vietnamita», se dijo irónica. «Claro que, en tal caso, alguien me lo habría dicho. Y, además, ella no tiene a su lado a nadie que le vaya explicando lo que ocurre».
Una vez terminado el interrogatorio del día, aún dudaba de que las sesiones del día siguiente bastasen para exponer cuanto había que decir. Se sentó en su despacho e hizo una valoración de lo que faltaba para dar por terminado el juicio e informar de cuándo dictaría sentencia. Tal vez todo fuese bien, si no sucedía nada inesperado.
Aquella noche durmió profundamente, ningún ruido la molestó.
Al día siguiente, cuando se retomó el juicio, vio que la mujer volvía a ocupar su discreto puesto en la sala. Había algo en su persona que la inquietaba. Aprovechando una de las pausas, le pidió a un guarda de seguridad que comprobase si la mujer también estaba sola fuera de la sala. Justo antes de que reanudasen la vista, el guarda se le acercó para decirle que, en efecto, así era. La mujer no había hablado con nadie.
—Mantenla vigilada —le ordenó Birgitta.
—Si quieres, puedo impedirle que entre.
—¿Y cómo íbamos a justificar su expulsión?
—Simplemente diciendo que te preocupa.
—No, lo único que te pido es que la tengas vigilada. Sólo eso.
Pese a que Birgitta Roslin estuvo dudando hasta el último minuto, consiguió apremiar las declaraciones de modo que estuvieron listos aquella misma tarde. Informó de que dictaría sentencia el 20 de junio y dio por terminado el juicio. Lo último que vio antes de dejar la sala y tras haberles dado las gracias a sus colaboradores fue la mujer vietnamita, que se volvió a mirarla y se quedó observándola mientras salía de la sala.
Hans Mattsson acudió a su despacho una vez terminado el juicio. Había escuchado las alocuciones finales de la defensa y del fiscal por el sistema de megafonía interna.
—Palm ha tenido un par de días estupendos.
—La cuestión es cómo establecer la pena. No cabe la menor duda de que los hermanos Tran son los protagonistas. Los otros dos son cómplices, claro está. Pero parecen intimidados por los hermanos. Resulta difícil ignorar que cabe la posibilidad de que hayan asumido más culpa de la que en realidad tienen.
—Bueno, si quieres que hablemos de ello, no tienes más que decirlo.
Birgitta Roslin recogió sus notas y se preparó para marcharse a casa. Staffan le había enviado un mensaje al móvil en el que le aseguraba que todos se encontraban bien. Estaba a punto de salir del despacho, cuando sonó el teléfono. Por un instante, pensó en no contestar, pero al final alcanzó el auricular.
—Soy yo.
Reconoció la voz del hombre que había llamado, pero no la ubicaba.
—¿Quién?
—Nordin, el vigilante.
—Perdona, estoy algo cansada.
—Llamaba para avisarte de que tienes visita.
—¿De quién se trata?
—La mujer que me pediste que tuviese vigilada.
—¿Sigue aquí? ¿Qué quiere?
—No lo sé.
—Si es pariente de alguno de los vietnamitas acusados, no puedo hablar con ella.
—Creo que te equivocas.
Birgitta Roslin empezaba a impacientarse.
—¿Qué quieres decir? No me está permitido hablar con ella.
—Quiero decir que no es vietnamita. Habla un inglés perfecto y es china. Quiere hablar contigo. Según dice, es muy importante.
—¿Dónde está?
—Te está esperando fuera. La veo desde aquí. Acaba de arrancar una hoja de un abedul.
—Ya, ¿y tiene nombre esa mujer?
—Seguro que sí, pero no me lo ha dicho.
—Voy ahora mismo. Dile que me espere.
Birgitta Roslin se acercó a la ventana, desde allí pudo ver a la mujer en la acera.
Pocos minutos después bajó a la calle.