Sobre la mesa había una orquídea blanca. Ya Ru acariciaba con el dedo los suaves pétalos.
Era muy temprano, una mañana del mes siguiente a su regreso de África, tenía ante sí los planos de la casa que había decidido hacerse construir junto a la playa de Quelimane, en Mozambique. Como beneficio extraordinario por los grandes negocios que habían acordado los dos países, se le ofreció la posibilidad de comprar una gran parcela de playa virgen a muy buen precio. Su idea era, a la larga, construir allí un centro turístico de lujo para chinos acomodados que, seguramente, empezarían a viajar cada vez en mayor número.
Al día siguiente de la muerte de Hong y de Liu, Ya Ru subió a una alta duna para contemplar el océano Índico. Lo acompañaba el gobernador de la provincia de Zambeze y un arquitecto sudafricano, expresamente invitado para la visita. El gobernador señaló de pronto los arrecifes, donde se veía una ballena expulsando el aire de sus pulmones. El gobernador le contó que no era infrecuente ver ballenas en aquella costa.
—¿Y los icebergs? —quiso saber Ya Ru—. ¿Se ha visto en alguna ocasión un bloque de hielo desgajado de la placa del Antártico flotando por aquí?
—Existe una leyenda —admitió el gobernador—. Sucedió en tiempos de nuestros antepasados, justo antes de que los primeros blancos, los marinos portugueses, arribasen a nuestras costas. Dicen que los hombres que iban remando en las canoas se asustaron del frío que emanaba del hielo. Después, cuando los blancos bajaron a tierra de sus grandes veleros, empezó a correr el rumor de que el iceberg era un presagio de lo que acontecería. La piel de los hombres blancos tenía el mismo color que el iceberg, sus ideas y sus acciones eran igual de frías. Pero no sabría decir si sucedió de verdad o no.
—Quisiera construir aquí —aseguró Ya Ru—. A estas playas jamás llegará un iceberg amarillo.
Durante todo un día estuvieron delimitando una gran zona de la playa que, más tarde, quedó registrada en una de las muchas compañías de Ya Ru. El precio de la tierra y la playa fue prácticamente simbólico. Ya Ru compró además, por una suma similar, la aprobación del gobernador y de los funcionarios más importantes, que se encargarían de que le otorgasen las escrituras de propiedad y todas las licencias de obras exigidas sin necesidad de engorrosas esperas. Las instrucciones que le dio al arquitecto sudafricano se habían concretado en aquellos planos y en varias acuarelas que daban una idea del aspecto de su palacete y las dos piscinas que pensaba llenar con agua del mar, todo rodeado de palmeras y con una cascada artificial. La casa constaría de once habitaciones, una de las cuales tendría un techo móvil, de modo que se pudiese contemplar el firmamento. El gobernador le prometió llevar el tendido eléctrico y la infraestructura necesaria para las telecomunicaciones hasta la aislada zona adquirida por Ya Ru.
Ahora, mientras admiraba lo que sería su hogar africano, se le ocurrió que una de las habitaciones sería para Hong. Ya Ru deseaba honrar su memoria. Así, decoraría un dormitorio con una cama siempre lista para un huésped que nunca se presentaría. Pese a todo lo ocurrido, ella seguiría formando parte de la familia.
El teléfono emitió un discreto zumbido. Ya Ru frunció el ceño. ¿Quién querría hablar con él a hora tan temprana?, se preguntó antes de responder.
—Lo buscan dos hombres de los servicios secretos.
—¿Qué desean?
—Son altos cargos, jefes de la Sección Especial. Aseguran que se trata de un asunto de capital importancia.
—Déjalos entrar dentro de diez minutos.
Ya Ru colgó el auricular conteniendo la respiración. La Sección Especial era responsable de asuntos relacionados sólo con altos cargos del Gobierno o, como en su caso, con figuras que se movían entre las esferas de los poderes político y económico, los modernos constructores de puentes, a los que Deng consideraba personas decisivas para el desarrollo del país.
¿Qué querrían de él? Ya Ru se acercó a la ventana y contempló la ciudad envuelta en la bruma matinal. ¿Estaría relacionado con la muerte de Hong? Pensó en todos los enemigos que tenía, conocidos o no. ¿Y si alguno de ellos intentaba utilizar la muerte de Hong para echar por tierra su buen nombre y su reputación? ¿O sería algo que le había pasado inadvertido? Le constaba que Hong se había puesto en contacto con un fiscal, pero ese hombre pertenecía a otra institución.
Claro que Hong podría haber hablado con otras personas sin que él tuviese conocimiento de ello.
No halló ninguna explicación satisfactoria. Lo único que podía hacer era escuchar a los dos visitantes. Sabía que los hombres de los servicios secretos solían hacer sus visitas a última hora de la noche o por la mañana muy temprano. Era una rémora de la época en que la inteligencia china se creó según el modelo estalinista de la Unión Soviética. Mao había propuesto en varias ocasiones que adoptasen también las tácticas y las formas del FBI, pero jamás logró que su sugerencia hallase el menor eco.
Transcurridos los diez minutos, guardó los planos en un cajón y se sentó. Los dos hombres a los que la señora Shen dejó pasar rondaban los sesenta años, detalle que agudizó el desasosiego de Ya Ru. Lo normal era que enviasen a funcionarios más jóvenes. Aquéllos, en cambio, tendrían una amplia experiencia, lo que significaba que el asunto revestía mayor gravedad.
Ya Ru se puso de pie, se inclinó levemente y les rogó que se sentasen. No les preguntó sus nombres, pues sabía que la señora Shen ya habría comprobado a conciencia sus documentos de identidad.
Se sentaron en los sillones que había junto a los altos ventanales. Ya Ru les preguntó si podía ofrecerles un té, pero los funcionarios declinaron la invitación.
Acto seguido, tomó la palabra el que parecía de más edad. Ya Ru identificó el inconfundible dialecto de Shanghai.
—Nos ha llegado cierta información —comenzó el alto funcionario—. No podemos revelar las fuentes. Puesto que se trata de una información muy detallada, tampoco podemos desestimarla sin más. Últimamente se han recrudecido las normas y debemos atajar de forma estricta cualquier tipo de delito que contravenga las leyes y normativas estatales.
—Yo mismo he contribuido a que se endurezca la vigilancia de la corrupción —declaró Ya Ru—. No comprendo por qué han venido a verme.
—Verá, nos han informado de que sus empresas consiguen ventajas por medios no permitidos.
—¿Ventajas no permitidas?
—Intercambios ilegales de diversos servicios.
—En otras palabras, ¿corrupción y soborno? ¿Chantaje?
—Insisto en que la información es muy detallada. Y estamos preocupados. Se han endurecido las normas.
—Es decir, que se han presentado aquí a hora tan temprana para comunicarme que hay sospechas de irregularidades en mis empresas, ¿no es así?
—En realidad, hemos venido para contárselo.
—¿Para prevenirme?
—Si usted quiere.
Ya Ru comprendió enseguida. Él tenía amigos muy poderosos, incluso en el departamento anticorrupción. De ahí que le hubiesen permitido cierto margen de tiempo para eliminar huellas, retirar pruebas o buscar explicaciones, por si acaso el propio Ya Ru no era consciente de lo que estaba sucediendo.
Pensó en el tiro en la nuca que había acabado con la vida de Shen Wixan. Era como si aquellos dos hombres grises que tenía ante sí desprendiesen un frío paralizador, el mismo que, según la leyenda, emanaba del iceberg africano.
Ya Ru volvió a preguntarse si no se habría conducido de forma descuidada. Tal vez en alguna ocasión se sintió demasiado seguro y se dejó dominar por la arrogancia. En tal caso, había cometido un grave error de los que siempre cuestan caros.
—Necesito saber más —señaló—. Lo que me dicen es demasiado general, demasiado impreciso.
—Las instrucciones que recibimos no nos permiten dar más detalles.
—Las acusaciones, aunque sean anónimas, tendrán algún origen.
—A eso tampoco podemos responder.
Ya Ru sopesó a toda prisa si sería posible pagarles a aquellos hombres para obtener más información acerca de las acusaciones que pesaban sobre él. Sin embargo, no se atrevió a correr ese riesgo. Alguno, si no ambos, podía llevar micrófonos ocultos que reprodujesen la conversación. También existía el peligro, claro estaba, de que fuesen honrados y no tuviesen precio, como tantos otros funcionarios estatales.
—Esas acusaciones tan generales son totalmente infundadas —aseguró Ya Ru—. Les agradezco la oportunidad de conocer los rumores que, al parecer, circulan sobre mí y mis empresas. No obstante, el anonimato como fuente de información suele ser signo de falsedad, envidia e insidiosas mentiras. Mis empresas están limpias, cuento con la confianza del Estado y del Partido y no dudo en afirmar que tengo el control suficiente como para saber si mis directores ejecutivos siguen o no mis directrices. Lo que no puedo asegurar, como comprenderán, es que no se produzcan irregularidades de orden menor entre algunos de mis empleados, que, seguramente, son más de treinta mil.
Ya Ru se levantó, señalando así que daba por terminada la conversación. Los dos funcionarios hicieron una pequeña reverencia y salieron del despacho. Una vez que se hubieron marchado, Ya Ru llamó a la señora Shen.
—Encárgale a alguno de mis responsables de seguridad que averigüe quiénes son. Y quiénes son sus jefes. Después, llama a mis nueve directores ejecutivos y convócalos a una reunión para dentro de tres días. No admitiré excusas, deben asistir todos. El que no lo haga, abandonará su puesto inmediatamente. ¡Déjelo bien claro!
Ya Ru estaba fuera de sí. Lo que él hacía no era peor que lo que hacían otros. Un hombre como Shen Wixan había permitido que el asunto se le escapase de las manos y, además, había sido bastante tacaño con los funcionarios del Estado que le abrían camino. Fue, por tanto, un cabeza de turco muy adecuado, al que nadie echaría de menos ahora que había desaparecido.
Ya Ru dedicó varias horas a elaborar un plan de acción, al tiempo que cavilaba sobre cuál de sus directores habría abierto la caja de Pandora, difundiendo información sobre sus negocios ilícitos y acuerdos secretos.
Tres días más tarde, sus directores se reunieron en un hotel de Pekín. Ya Ru prestó suma atención al lugar elegido. En efecto, se trataba del hotel en el que, una vez al año, convocaba a sus directores para despedir a alguno de ellos, con objeto de demostrar que nadie podía sentirse seguro en su puesto. Y, de hecho, todos los componentes del grupo estaban pálidos cuando se presentaron allí poco después de las diez de la mañana. Ninguno de ellos había recibido la menor información sobre el tema que iba a tratarse en una reunión convocada de forma tan repentina. Ya Ru los hizo esperar más de una hora antes de entrar en la sala. Su plan era bien sencillo. Después de haberles retirado sus móviles, para que no pudieran ponerse en contacto ni entre sí ni con el resto del mundo, los hizo salir a todos. Luego fue llamándolos uno a uno para contarles sin ambages lo que le habían dicho días antes. ¿Tenían algo que comentar al respecto? ¿Alguna explicación? ¿Había algo que él ignorase y debería saber? Ya Ru observaba atentamente sus rostros intentando ver si alguno parecía saber para qué los había convocado. De ser así, averiguaría enseguida dónde estaba la fuga.
Sin embargo, todos los directores mostraron la misma sorpresa, la misma indignación. Al final del día, no pudo por menos de constatar que no hallaría entre ellos al culpable. Los dejó ir sin despedir a ninguno, aunque todos recibieron órdenes estrictas de buscar al topo en sus propias esferas.
Varios días después, cuando la señora Shen le hizo saber lo que sus hombres habían averiguado sobre los dos funcionarios de los servicios secretos, comprendió lo equivocado que había estado. Cuando ella entró en su despacho, él estaba estudiando de nuevo los planos de la casa en África, que tenía sobre la mesa. Le pidió que se sentase y giró el flexo, para que su rostro quedase a oscuras. No le gustaba la voz de la señora Shen. Tanto si le exponía un resumen económico como una interpretación de las nuevas directivas de alguna institución estatal, siempre tenía la sensación de que le estaba contando un cuento. Había en su voz un eco de la niñez que él tenía ya olvidada desde hacía mucho tiempo, o que le robaron a su terca memoria, quién sabía.
Él le enseñó que debía empezar siempre por lo más importante, y eso hizo la señora Shen también en esta ocasión.
—En cierto modo, parece estar relacionado con su difunta hermana Hong. Por lo visto, tuvo repetidos contactos con parte de los jefes de los servicios secretos. Su nombre ha salido a relucir cada vez que hemos intentado relacionar a los dos hombres que lo visitaron aquella mañana con otros que están entre bastidores. Creemos poder asegurar que la información llevaba muy poco tiempo circulando cuando ella murió. Pese a todo, alguno de los más altos cargos dio la señal.
Ya Ru notó que la señora Shen había dejado de hablar bruscamente.
—¿Qué es lo que no me has dicho?
—No estoy segura.
—Nada está seguro. ¿Acaso algún alto funcionario ha dado órdenes de que continúen la investigación sobre mí?
—Ignoro si será verdad o no, pero corre el rumor de que no están satisfechos con la sentencia de Shen Wixan.
Ya Ru se quedó petrificado. Lo comprendió enseguida, antes de que la señora Shen continuase hablando.
—¿Quieren otra cabeza de turco? ¿Quieren condenar a otro hombre rico para subrayar que se trata de una campaña anticorrupción, no sólo un aviso de que su paciencia está agotándose?
La señora Shen asintió. Ya Ru se hundió más en las sombras.
—¿Algo más?
—No.
—Puedes irte.
La señora Shen se marchó. Ya Ru se quedó inmóvil, obligándose a pensar, pese a que nada deseaba más que marcharse del despacho.
Cuando tomó la difícil decisión de matar a Hong durante el viaje a África, aún veía en ella a su leal hermana. Claro que tenían opiniones distintas y a menudo encontradas. Precisamente en aquel despacho y el día de su cumpleaños, Hong lo acusó de aceptar sobornos.
Ese día comprendió que, tarde o temprano, su hermana se convertiría en un serio peligro para él. Ahora era consciente de que debería haber reaccionado mucho antes. Hong ya lo había abandonado.
Ya Ru meneó la cabeza despacio. De pronto, cayó en la cuenta de algo en lo que no había reparado antes. Hong estaba dispuesta a hacerle a él lo mismo que él le había hecho a ella. Cierto que no se le habría ocurrido empuñar un arma. Hong quería seguir el camino atendiendo a las leyes del país; pero, si a Ya Ru lo hubiesen condenado a muerte, ella se habría contado entre los que consideraban que la condena era justa.
Ya Ru pensó en su amigo Lai Changxing, quien, hacía unos años, se vio obligado a huir precipitadamente del país la mañana en que la policía emprendió varias redadas simultáneas en todas sus empresas. Sólo porque poseía su propio avión, siempre dispuesto para despegar, logró salir de China con su familia. Se dirigió a Canadá, que no tenía firmado ningún tratado de extradición con China. Era hijo de un campesino muy pobre y, cuando Deng liberó los solares, inició una carrera espectacular. Empezó abriendo pozos, pero luego se convirtió en contrabandista e invirtió cuanto ganaba en empresas que, en pocos años, le generaron una inmensa fortuna. Ya Ru lo visitó en una ocasión en la Finca Roja que Lai Changxing se hizo construir en su pueblo de Xiamen. Allí asumió además una gran responsabilidad social al mandar construir escuelas y residencias de ancianos. A Ya Ru le llamó ya entonces la atención la ostentosa arrogancia de Lai Changxing e incluso le advirtió que un día sería su ruina. Una noche estuvieron discutiendo sentados la envidia que despertaban los nuevos capitalistas, «La segunda dinastía», como solía llamarlos irónico Lai Changxing, pero sólo cuando hablaba a solas con personas en las que confiaba.
Así, cuando el gigantesco castillo de naipes de Lai Changxing cayó y tuvo que huir con su familia, a Ya Ru no le sorprendió lo más mínimo. Desde entonces habían ejecutado a varios hombres ricos involucrados en sus negocios. Otros, que se contaban por cientos, fueron encarcelados. Simultáneamente, perduraba el recuerdo del hombre generoso con su depauperado pueblo natal. El que a veces daba de propina a los taxistas auténticas fortunas o el que siempre andaba haciendo regalos, sin motivo, a gentes pobres cuyo nombre ni siquiera conocía. Además, Ya Ru sabía que Lai estaba escribiendo sus memorias, cosa que, claro está, tenía aterrorizados a muchos altos cargos y políticos chinos. Lai estaba en posesión de muchas verdades y, en Canadá, donde ahora se encontraba, nadie podía censurarlo.
Sin embargo, Ya Ru no tenía la menor intención de huir de su país. A él no lo esperaba ningún avión listo para despegar en alguno de los aeropuertos de Pekín.
Además, otra idea empezaba a fraguarse en su mente. Ma Li, la amiga de Hong, estuvo con ellos en África. Ya Ru sabía que habían estado conversando. Además, a Hong siempre le había gustado escribir cartas…
¿Se habría llevado de África un mensaje de Hong? Quizás algo que después le hubiese transmitido a otras personas que, a su vez, informaron a los servicios secretos… Lo ignoraba, pero pensaba averiguarlo.
Tres días después, cuando una de las numerosas y duras tormentas de invierno arrasaba Pekín, Ya Ru fue al despacho de Ma Li, próximo al parque del Dios Sol, Ritan Gongyuan. Ma Li trabajaba en la sección de análisis económico y no tenía una posición tan elevada como para poder causarle problemas. Con la ayuda de sus empleados, la señora Shen localizó a sus amigos, entre los que no halló a ninguno que tuviese contacto con el núcleo del Gobierno ni de la dirección del Partido. Ma Li tenía dos hijos. Su actual marido era un burócrata insignificante. Puesto que su primer marido murió durante la guerra de los años setenta contra los vietnamitas, nadie la criticó cuando decidió casarse por segunda vez y tener otro hijo. Ambos se habían independizado ya, la mayor era asesora de enseñanza en una academia de profesores, mientras que el hijo trabajaba como cirujano en un hospital de Shanghai. Tampoco ellos gozaban de contactos ni relaciones que inquietasen a Ya Ru. En cambio, había tomado nota de que Ma Li tenía dos nietos a los que dedicaba gran parte de su tiempo.
La señora Shen le había preparado una cita con Ma Li. No le dijo el motivo del encuentro, sólo que la reunión era urgente y que, probablemente, guardaría relación con el viaje a África. «Eso debería preocuparle», se dijo Ya Ru mientras recorría las calles contemplando la ciudad desde el asiento trasero de su coche. Había salido con tiempo, de modo que le pidió al chófer que diese un rodeo por algunas de las zonas en construcción en las que él había invertido. Se trataba ante todo de los nuevos edificios que se construían con motivo de los Juegos Olímpicos. Ya Ru tenía además un suculento contrato para demoler uno de los barrios que debían desaparecer para ser sustituidos por carreteras que conducirían a las nuevas instalaciones deportivas. Ya Ru calculaba que obtendría mil millones de beneficios con sus negocios, incluso después de restar las cantidades que pagaba a funcionarios y políticos, que suponían millones mensuales.
Contempló la ciudad, que poco a poco se transformaba ante su vista. No eran pocos los que protestaban aduciendo que Pekín perdía demasiado de su sabor original. Ya Ru exhortaba a los periodistas que trabajaban para él que escribiesen acerca de los suburbios que estaban desapareciendo y de las inversiones que, a la larga, cuando se hubiesen celebrado los Juegos Olímpicos y éstos le hubieran otorgado a China otro rostro ante el mundo, permanecerían para beneficio de los habitantes del país. Ya Ru, que prefería al creador invisible que se mantenía al margen, había caído en la vanidosa tentación de aparecer en diversos programas de televisión en los que se discutía la transformación que estaba sufriendo Pekín. En dichas ocasiones, aprovechó siempre para hacer algún comentario sobre las mejoras sociales y la conservación de ciertos parques y edificios concretos de la ciudad. Según los analistas de los medios de comunicación a los que él pagaba por distintos servicios, era una persona de buena reputación, pese a pertenecer a la elite de los más acaudalados del país.
Y él tenía intención de preservar esa reputación. A cualquier precio.
El coche se detuvo ante el modesto edificio en el que trabajaba Ma Li, que lo aguardaba en la escalera para recibirlo.
—Ma Li —la saludó Ya Ru—. Ahora, al verte, tengo la sensación de que el viaje a África y su doloroso final pertenecen a un pasado remoto.
—No transcurre un solo día sin que piense en la querida Hong —respondió Ma Li—. Aunque para mí África ha quedado atrás y, desde luego, nunca más volveré allí.
—Como sabes, cerramos nuevos acuerdos con los países africanos a diario. Estamos construyendo puentes que nos unirán por mucho tiempo.
Mientras hablaban, fueron caminando por un pasillo desierto hasta que llegaron al despacho de Ma Li, cuyas ventanas daban a un pequeño jardín rodeado de un alto muro. En el centro del jardín había una fuente cuyo surtidor cerraban en invierno.
Ma Li apagó el teléfono y sirvió el té. Ya Ru oyó una risa lejana.
—La búsqueda de la verdad es como observar un caracol que persigue a otro —aseguró Ya Ru reflexivo—. Avanza despacio, pero con tesón. —Ya Ru la miró con encono, pero Ma Li le sostuvo la mirada—. Corren rumores —prosiguió Ya Ru— que me afectan muchísimo. Sobre mis empresas y mi manera de ser. Me pregunto de dónde proceden. He de preguntarme quién querría hacerme daño. No se trata de los envidiosos de siempre, sino de alguien cuyos motivos no alcanzo a comprender.
—¿Y por qué iba yo a querer destruir tu reputación?
—No es eso lo que quiero decir. Ni es ésa la pregunta, sino quién sabe, quién posee la información, quién está en condiciones de difundirla.
—Nuestras vidas no tienen nada que ver. Yo soy funcionaria, tú haces negocios de tal envergadura que aparecen reseñados en los diarios. Comparado conmigo, que soy una persona insignificante, tú llevas una vida que yo apenas soy capaz de imaginar.
—Pero conocías a Hong —objetó Ya Ru despacio—. Mi hermana, con la que yo mantenía una estrecha relación. Después de tantos años sin veros, os encontrasteis en África. Estuvisteis hablando y ella te hizo una apresurada visita una mañana, muy temprano. Y resulta que, cuando vuelvo a China, empiezan a circular rumores sobre mí.
Ma Li palideció.
—¿Estás acusándome de criticarte a tus espaldas en el ámbito de la función pública?
—Debes comprender o, mejor, estoy convencido de que comprenderás que, en mi situación, no me permitiría semejante afirmación de no haber indagado antes su veracidad. He descartado varias posibilidades. Finalmente, me he quedado con la única explicación posible. Una sola persona.
—¿Yo?
—En realidad, no.
—¿Insinúas que fue Hong? ¿Tu propia hermana?
—No es ningún secreto que estábamos en desacuerdo acerca de cuestiones básicas relativas al futuro de China. El desarrollo político, la economía, la visión de la historia.
—Pero ¿acaso erais enemigos?
—La enemistad puede ir fraguándose a lo largo de muchos años, de forma casi imperceptible, como una elevación del terreno que cubre el mar. De repente, ahí está, una enemistad de la que no éramos conscientes.
—Me cuesta creer que Hong utilizase el recurso de una acusación anónima. Ella no era así.
—Lo sé. De ahí mi pregunta. ¿De qué hablasteis?
Ma Li no respondió y Ya Ru prosiguió, sin concederle la menor tregua para la reflexión.
—Tal vez había una carta —sugirió despacio—, que pudo darte aquella mañana. ¿Estoy en lo cierto? ¿Una carta? ¿Otro tipo de documento? Tengo que saber lo que te dijo y qué te entregó.
—Era como si presintiese que iba a morir —explicó Ma Li—. He estado reflexionando sobre ello, pero no he llegado a comprender la naturaleza del desasosiego que debía de sentir. Simplemente, me pidió que me encargase de que incinerasen su cuerpo. Y quería que esparciesen sus cenizas en el Longtanhu Gonguyan, el pequeño lago que hay en el parque. Además, me pidió que me ocupase de sus pertenencias, sus libros, que regalase su ropa y que vaciase su casa.
—¿Nada más?
—No.
—¿Te lo dijo de palabra o te lo dejó escrito?
—Me dejó una carta. Me aprendí su contenido de memoria antes de quemarla.
—Es decir, que no era muy extensa, ¿verdad?
—Sí.
—Pero ¿por qué la quemaste? Casi podría decirse que era un testamento.
—Me dijo que nadie cuestionaría mis palabras.
Ya Ru continuaba observando su rostro mientras meditaba sobre lo que Ma Li acababa de decirle.
—Y no te dejaría otra carta, ¿verdad?
—¿Otra carta?
—Justo ésa es mi pregunta. Tal vez una carta que no quemaste sino que le entregaste a otra persona.
—Me dio una carta que iba dirigida a mí y yo la quemé. Y eso es todo.
—Sería lamentable que no me dijeses la verdad.
—Pero ¿por qué iba a mentirte?
Ya Ru alzó los brazos para subrayar su pregunta:
—¿Por qué miente la gente? ¿Por qué tenemos esa capacidad? Porque hay momentos en que nos proporciona ciertas ventajas. La mentira y la verdad son armas, Ma Li, y alguien que las use con habilidad puede sacar provecho de ellas. Igual que otros son hábiles blandiendo la espada.
Ya Ru no apartaba la vista de Ma Li, que seguía imperturbable.
—¿Nada más? ¿Algo que quieras contarme?
—No. Nada.
—Imagino que eres consciente de que, tarde o temprano, averiguaré cuanto me interesa saber.
—Sí.
Ya Ru asintió reflexivo.
—Eres una buena persona, Ma Li. Y yo también. Sin embargo, me molesta y me llena de amargura que sean deshonestos conmigo.
—No te he ocultado nada.
—Bien. Tienes dos nietos, ¿verdad? A los que amas por encima de todo.
Vio que Ma Li daba un respingo, como alarmada.
—¿Es eso una amenaza?
—En absoluto. Sólo estoy dándote la oportunidad de decirme la verdad.
—Ya te la he dicho. Hong me habló del miedo que le infundía el rumbo del desarrollo de China. Nada de amenazas ni de rumores.
—Bien, en ese caso, te creo.
—Me das miedo, Ya Ru. ¿De verdad crees que merezco que me atemorices?
—Yo no te he asustado. Fue Hong, con su carta misteriosa. Habla de ello con su espíritu. Y pídele la paz para la zozobra que te embarga.
Ya Ru se levantó y Ma Li lo acompañó hasta la salida, donde se estrecharon la mano. Luego, él se subió al coche y se marchó, en tanto que Ma Li volvía a su despacho…, donde vomitó en el lavabo.
Acto seguido, se sentó dispuesta a memorizar palabra por palabra la carta que Hong le había entregado y que ella guardaba en un cajón de su escritorio.
«Hong murió a causa de la ira», concluyó Ma Li. «Fuera lo que fuera lo que le sucedió. En realidad nadie ha sabido aún darme una explicación satisfactoria de cómo se produjo aquel accidente».
Antes de salir del despacho aquella noche, rompió la carta y arrojó los restos al inodoro. Seguía asustada y sabía que, a partir de aquel momento, se vería obligada a vivir con la amenaza de Ya Ru. A partir de aquel momento, él estaría siempre cerca.
Ya Ru pasó la noche en uno de sus clubes de Sanlitun, la zona de ocio de Pekín. En uno de los reservados se sentó a descansar, mientras que Li Wu, una de las dueñas del club, le daba un masaje en la nuca. Li era más o menos de su edad. Y hubo un tiempo en que fue su amante. Aún pertenecía al reducido grupo de personas en las que Ya Ru confiaba y, aunque se pensaba muy bien qué decirle y qué ocultarle, sabía que le era leal.
Li se desnudaba para darle los masajes. La música del club se oía lejana, la habitación estaba sumida en una semipenumbra que apenas iluminaba el rojo papel pintado de las paredes.
Ya Ru revisó mentalmente la conversación con Ma Li. «Todo es cosa de Hong», concluyó para sí. «Cometí un grave error al confiar durante tanto tiempo en su lealtad a la familia».
Li continuó masajeando su espalda. De repente, Ya Ru le agarró la mano y se sentó de un salto.
—¿Te he hecho daño?
—Necesito estar solo, Li. Volveré a llamarte más tarde.
La mujer se marchó, mientras Ya Ru se cubría con una sábana. Se preguntaba si no habría errado el razonamiento. Si la cuestión no era qué decía la carta que Hong le había entregado a Ma Li.
«Supongamos que Hong habló con alguien», se dijo. «Alguien que pensaba que a mí no me preocuparía demasiado».
De repente recordó las palabras de Chan Bing acerca de la jueza sueca que tanto interés había despertado en Hong. ¿Qué le habría impedido hablar con ella y hacerle confidencias indebidas?
Ya Ru se tumbó en la cama. Después del masaje que Li le había dado con sus delicados dedos, el cuello le dolía menos.
A la mañana siguiente llamó a Chan Bing y fue derecho al grano.
—Mencionaste algo de una jueza sueca con la que mi hermana estuvo en contacto. ¿A propósito de qué?
—Se llamaba Birgitta Roslin. Fue un robo normal y corriente. La hicimos venir a identificar a los agresores, pero no reconoció a ninguno. En cambio, sí que habló con Hong sobre una serie de asesinatos cometidos en Suecia, según ella sospechaba, a manos de un chino.
Ya Ru se quedó helado. Era mucho peor de lo que él creía. Existía una amenaza capaz de causarle mucho más daño que las sospechas de corrupción. Se apresuró a concluir la conversación con Chan Bing rematándola con las consabidas frases de despedida.
Y, mentalmente, fue preparándose para una misión que tendría que ejecutar en persona, puesto que Liu ya no estaba.
Aún le quedaba algo por llevar a cabo. Su victoria sobre Hong no era aún completa.