Concluida la cena, que degustaron entre las sombras de la noche, disfrutaron de la actuación de un grupo de danza. Hong, que ni siquiera probó el vino pues quería mantener la mente despejada, observó a los bailarines con admiración y con los vestigios de un sentimiento de antiguas añoranzas. Hubo un tiempo, cuando era muy joven, en que soñó con convertirse en artista de algún circo chino o en la clásica ópera de Pekín. Era un sueño dividido. Cuando se veía en la carpa del circo, era la más importante de las equilibristas, capaz de mantener en movimiento un número infinito de platos de porcelana sobre cañas de bambú. Iba paseando despacio entre los platos que giraban a su alrededor antes de, en el último minuto, poner a danzar un plato vacilante con un rápido movimiento de la mano. En la ópera de Pekín, en cambio, era la grave heroína que luchaba contra un enemigo mil veces superior, ambos provistos de bastones con los que, a modo de espadas, se batían en una lucha acrobática. Después, cuando se hizo mayor, comprendió que lo que en realidad deseaba era tener un control absoluto sobre todos los sucesos que la rodeaban. Ahora, al ver a los bailarines, que parecían fundirse en un único cuerpo de múltiples brazos, evocó nuevamente aquella sensación de su niñez. En la noche africana con su impenetrable oscuridad, su calor húmedo y el perfume del mar, tan cercano que cuando todo quedó en calma se oía el vago murmullo de las olas, su infancia vino a visitarla.
Vio a Ya Ru sentado ante su tienda jugueteando con una copa de vino sobre la rodilla y con los ojos semicerrados, y pensó que sabía muy poco sobre sus sueños infantiles. Su hermano se hallaba siempre en un mundo interior propio. Hong pudo tener con él una relación íntima, pero nunca tanto como para que hablasen de sus sueños.
Una intérprete china iba presentando las danzas. «No habría sido necesario», pensó Hong. Era evidente que se trataba de bailes populares cuyas raíces se hallaban en la vida cotidiana o en encuentros simbólicos con demonios y malos o buenos espíritus. Los ritos humanos procedían todos de las mismas fuentes, con independencia del color de la piel o del país de origen, El clima quizá sí ejerciese alguna influencia, pues quienes habitaban un lugar frío bailaban vestidos, pero en el trance y la búsqueda de la unión con los mundos superior e inferior, así como con lo que había sido y lo que quedaba, el chino y el africano se comportaban de un modo similar.
Hong continuó estudiando lo que tenía a su alrededor. El presidente Gebuza y su séquito habían desaparecido. En el campamento donde iban a pasar la noche no se encontraban más que la delegación china, los sirvientes, los cocineros y un nutrido grupo de vigilantes de seguridad convenientemente ocultos entre las sombras. Muchos de ellos, que ahora admiraban las danzas, parecían absortos en sus asuntos. «Algo grande se está cociendo en la noche africana», resolvió Hong. «Y me niego a creer que sea éste el camino que debamos emprender. No existe la menor posibilidad de que suceda, que cuatro millones de nuestros ciudadanos más pobres, quizá más, se trasladen a la selva africana sin que le exijamos una contraprestación considerable al país de acogida».
De improviso, una mujer empezó a cantar. La intérprete china explicó que se trataba de una canción de cuna. Hong escuchó con atención y constató que su melodía habría podido adormecer igualmente a un niño chino. Recordó una historia que oyó contar en una ocasión acerca de una cuna. En los países pobres, las mujeres se ataban a sus hijos a la espalda, pues debían tener libres las manos para trabajar, sobre todo en el campo, en África con azadas, en China con el agua hasta las rodillas para plantar arroz. Alguien había comparado las cunas habituales en otros países e incluso en ciertas regiones de China y había llegado a la conclusión de que el ritmo al que el pie de la madre mecía la cuna era el mismo que el de las caderas de la mujer al caminar con el niño a la espalda. Los niños se dormían con él.
Cerró los ojos para concentrarse en la nana. La mujer terminó con un tono prolongado que acabó con la misma ligereza que una pluma al caer al suelo. El espectáculo llegó a su fin entre los aplausos del público. Algunos acercaron sus sillas para entablar una discreta conversación, en tanto que otros se levantaban y se dirigían a sus tiendas o se quedaban cerca del fuego, como si aguardasen algo más.
En ese momento apareció Ya Ru, que fue a sentarse a su lado en un asiento que acababa de quedar vacío.
—Una noche extraña —opinó su hermano—. De libertad y calma absolutas. No creo haberme hallado jamás tan lejos del ambiente de la gran ciudad.
—En tu despacho —observó Hong—. Allá arriba, tan alto, muy por encima de las personas normales, de los coches y del ruido.
—Bueno, no puede compararse. Allí es como si me encontrase en un avión. A veces pienso que mi casa está suelta en el aire. Aquí, en cambio, tengo los pies en el suelo. La tierra me retiene. Me gustaría poseer una casa en este país, un bungalow junto a una playa para poder darme un baño nocturno e irme directamente a la cama.
—Sólo necesitas pedirlo, ¿no? Un terreno, una valla y alguien que te construya la casa tal como tú la quieras.
—Puede ser. Pero ahora no es el momento.
Hong se percató de que se habían quedado solos. Las sillas a su alrededor estaban vacías. Se preguntó si Ya Ru habría indicado que deseaba hablar con su hermana a solas…
—¿Te has fijado en la mujer que representaba con su danza a una bruja desbocada?
Hong se quedó pensando un instante. Sí, la mujer bailaba con energía y, al mismo tiempo, con movimientos muy rítmicos.
—Bailaba con una energía casi violenta.
—Pues alguien me ha contado que está muy enferma y que morirá pronto.
—¿De qué?
—De una enfermedad de la sangre. No es sida, tal vez cáncer, dijeron. También me dijeron que baila para armarse del valor necesario para resistir. La danza es su lucha por la vida. Así entretiene a la muerte.
—Aun así, morirá.
—Como la piedra, no como la pluma.
«Ahí tenemos a Mao otra vez», se dijo Hong. «Puede que en las ideas sobre el futuro que abriga Ya Ru, el Gran Timonel esté más presente de lo que yo creo. Es consciente de su condición de miembro de la nueva élite, lejos de la gente a la que dice representar y por la que dice preocuparse».
—¿Cuál será el precio de todo esto? —quiso saber Hong.
—¿Te refieres al campamento y al viaje?
—A lo de trasladar a cuatro millones de personas desde China y traerlas a una cuenca africana al lado de un gran río. Y después, quizás, a que hasta diez o veinte o cien millones de nuestros campesinos más pobres puedan mudarse a otros países de este continente.
—A corto plazo costará mucho dinero. A la larga, nada en absoluto.
—Supongo que todo estará ya listo, ¿no? —preguntó Hong—. Los procesos de selección, el transporte con una escuadra de buques, viviendas sencillas que los nuevos colonos podrán montar por sí mismos, la comida, las herramientas, los comercios, las escuelas, los hospitales. ¿Se han firmado ya los acuerdos entre ambos países? ¿Qué recibirá a cambio Mozambique? Y nosotros, ¿qué obtendremos, aparte del derecho a deshacernos de un número de campesinos pobres mandándolos a otro país, también pobre? ¿Qué sucederá si resulta que este gran traslado no funciona? ¿De qué modo se pillará los dedos Mozambique? ¿Qué parte de la información es la que a mí me falta? ¿Qué hay detrás de todo esto, aparte de la voluntad de verse libre de un problema chino que está creciendo de forma descontrolada? ¿Qué piensas hacer con el resto de millones que amenazan con rebelarse contra el nuevo orden establecido?
—Quería que lo vieras con tus propios ojos; que utilizaras tu razón para comprender la necesidad de poblar la cuenca del Zambeze. Nuestros hermanos producirán aquí un excedente de productos que podrán destinarse a la exportación.
—Haces que suene como si, en el fondo, arrastrar hasta aquí a nuestros pobres fuese una buena acción. A mi entender, seguimos las huellas de los imperialistas de siempre. En las colonias se desloman, nosotros percibimos los beneficios. Un nuevo mercado para nuestras manufacturas, un modo de hacer más soportable el capitalismo. Ésta, Ya Ru, es la verdad que se oculta detrás de vuestras hermosas palabras. Sé que hemos pagado la construcción de un nuevo Ministerio de Finanzas en Mozambique. Pese a que aludimos a ello como a un regalo, para mí es un soborno. También he oído decir que los capataces chinos golpeaban a los trabajadores locales cuando no se empleaban a fondo. Ni que decir tiene que ese asunto se silenció, pero eso no impide que me avergüence. Y que me asuste. Poco a poco, iremos eligiendo distintos países africanos, uno tras otro, para utilizarlos y favorecer nuestro propio desarrollo. No te creo, Ya Ru.
—Estás haciéndote vieja, hermana Hong. Y como todos los viejos, te atemoriza que lo nuevo se abra camino. Allá donde miras, ves conspiraciones contra los antiguos ideales. Estás convencida de ser la única en posesión de la verdad, cuando en realidad has empezado a convertirte en lo que más te asusta, una conservadora, una reaccionaria.
De pronto, Hong se le acercó y le dio una bofetada. Ya Ru la miró con sorpresa y sobresalto.
—Has ido demasiado lejos. No te permitiré que me humilles. Podemos conversar y estar en desacuerdo, pero no consentiré que me ataques.
Ya Ru se levantó sin decir una sola palabra más y desapareció en la oscuridad. Nadie más parecía haberse percatado del incidente. Hong estaba arrepentida, debería haberse mostrado más paciente y con más recursos para perseverar en el intento de convencerlo con palabras de su error.
Ya Ru no volvía, de modo que Hong se marchó a su tienda, iluminada como las demás por candiles colgados tanto fuera como en el interior. La mosquitera estaba preparada y la cama lista para dormir.
Hong se sentó ante la puerta. Hacía una noche bochornosa. La tienda de Ya Ru estaba vacía. Tenía la certeza de que su hermano se vengaría de la bofetada. Sin embargo, eso no la asustaba; comprendía que Ya Ru se enfadase por ese motivo. En cuanto volviese a verlo, le pediría perdón.
La tienda estaba tan retirada de la hoguera que le llegaban mejor los sonidos de la naturaleza que el murmullo de las voces y las conversaciones de la gente. Corría una ligera brisa impregnada del aroma a sal, a arena mojada y a algo más que no fue capaz de determinar.
Se retrotrajo mentalmente en el tiempo. Recordó las palabras de Mao cuando decía que, en política, una tendencia ocultaba otra; que bajo lo que era evidente, se gestaba lo latente. Así pues, habría tanta razón para rebelarse hoy como dentro de diez mil años. En la humillación de la antigua China se había forjado la fuerza futura, a base de sangre y de sudor y esfuerzo milenarios. El brutal ejercicio del poder por parte de los señores feudales condujo a la caída y a una miseria incomprensible. Sin embargo, la ruina generó al mismo tiempo la fortaleza necesaria de la que se nutrirían las numerosas guerras y el movimiento campesino que nunca se dejó aplastar por completo. Durante cientos de años, señores y campesinos midieron sus fuerzas, el Estado de los mandarines y de las dinastías imperiales se rodeó de lo que, según pensaban, los haría inaccesibles. Mas el sentimiento de insatisfacción no se calmó jamás, continuaron las rebeliones y, por fin, llegó el momento de que los fuertes ejércitos campesinos abatieran de una vez por todas a los señores feudales y llevasen a cabo la liberación popular.
Mao sabía lo que les esperaba. El mismo día en que proclamó en Tiananmen el nacimiento de la República Popular China en 1949, convocó a sus colaboradores más próximos para anunciarles que, pese a que el Estado no había cumplido aún ni un día de edad, las fuerzas que se oponían al país recién nacido ya habían empezado a fraguarse.
«Aquellos que crean que no puede crearse un puesto de mandarín en época comunista no han entendido nada», les diría. Y, en efecto, después se vio que tenía razón. Mientras el ser humano no fuese otro, sino que siguiese inspirado por el pasado, siempre habría grupos que buscasen obtener privilegios.
Mao los puso sobre aviso del desarrollo de la Unión Soviética. Puesto que China dependía por completo del apoyo del gran vecino occidental, se expresó de forma diplomática y cauta, atenuando sus palabras.
—Ni siquiera es necesario que se trate de malas personas, la gente persigue igualmente aquello que puede otorgarles privilegios. Los mandarines no están muertos. Un día, a menos que estemos alerta, se presentarán ante nosotros enarbolando banderas rojas.
Hong experimentó una sensación de debilidad justo después de golpear a Ya Ru, pero ya había remitido. Para ella, lo más importante era seguir pensando en cómo podría contribuir a que, en el seno del Partido, se discutiese a fondo sobre las consecuencias que la nueva línea política podría acarrear. Todo su ser se rebelaba contra lo que había visto aquel día y contra la visión de futuro presentada por Ya Ru. Cualquiera que fuese mínimamente consciente del creciente descontento que se propagaba en las proximidades de las ciudades más grandes y ricas del país, comprendería que era preciso actuar, pero no de aquel modo, no trasladando a África a millones de campesinos.
Noventa mil revueltas, le dijo Ma Li. ¡Noventa mil! Intentó calcular mentalmente cuántos incidentes y escaramuzas resultaban al día. Doscientos, trescientos, e iban en aumento. El creciente descontento no sólo guardaba relación con las enormes diferencias entre los salarios. Ni eran sólo los médicos y las escuelas quienes provocaban los incidentes, sino también violentas bandas de criminales que arrasaban en las zonas rurales, raptaban a las mujeres para prostituirlas o secuestraban a trabajadores para usarlos como esclavos en las fábricas de ladrillos o en industrias que requerían peligrosos procesos químicos. Y existía la crispación contra aquellos que, por lo general confabulados con los funcionarios locales, echaban a la gente de zonas que no tardarían en subir de precio, cuando empezasen a construirse viviendas para las ciudades en expansión. Hong sabía además, por los viajes que solía hacer a lo largo del país, que las consecuencias medioambientales del avance del mercado libre se traducían en ríos desbordados de desechos, contaminados, tan sucios que depurarlos costaría sumas incalculables de dinero, si es que aún tenían salvación.
En algún acceso de ira, ella misma había denunciado la existencia de esos funcionarios cuya misión era evitar los abusos cometidos tanto contra las personas como contra la naturaleza, pero que se dejaban sobornar para no cumplir con su obligación.
«Ya Ru forma parte de ese entramado», se lamentó en silencio. «Es algo que no puedo olvidar».
Aquella noche tuvo un sueño ligero y se despertó varias veces. Los sonidos de la oscuridad le resultaban extraños y se filtraban en sus sueños haciéndola emerger al estado consciente. Cuando el sol se alzó sobre el horizonte, ella ya estaba en pie y se había vestido.
De pronto, descubrió a Ya Ru sonriendo ante su puerta.
—Vaya, los dos somos madrugadores —comentó su hermano—. Ninguno de los dos tiene paciencia para dormir más de lo estrictamente necesario.
—Siento haberte golpeado.
Ya Ru se encogió de hombros y señaló un jeep de color verde estacionado en la carretera que discurría próxima al lugar donde estaban montadas las tiendas.
—Es para ti —le explicó—. Un chófer te llevará a un lugar situado a unos diez kilómetros de aquí. Allí podrás contemplar el extraordinario espectáculo que tiene lugar al alba en cualquier poza de agua. Por un instante, las fieras y sus presas firman una paz provisional, sólo mientras están bebiendo.
Junto al coche aguardaba un hombre de color.
—Se llama Arturo. Es un chófer de confianza que, además, habla inglés.
—Te agradezco el detalle —respondió Hong—. Pero creo que deberíamos hablar.
Ya Ru hizo un aspaviento, como señalando su desacuerdo.
—Ya lo haremos después. El amanecer africano es breve. Hay una cesta con café y algo para desayunar.
Hong comprendió que su hermano buscaba una vía de reconciliación. Lo sucedido el día anterior no podía interponerse entre ellos. Hong se encaminó al coche, saludó al chófer, un hombre delgado de mediana edad, y se sentó detrás. El camino, que atravesaba la selva en zigzag, era casi inexistente, apenas unas marcas en la tierra reseca. Hong iba atenta a las espinosas ramas de los árboles más bajos que golpeaban la desprotegida cabina del jeep.
Cuando llegaron a la poza, Arturo se detuvo sobre una elevación del terreno desde la que arrancaba la pendiente que conducía al agua, y le dio unos prismáticos. En efecto, allí bebían juntos varias hienas y unos búfalos. Arturo señaló una gran manada de elefantes que, muy despacio, se acercaban al agua como si hubiesen surgido del sol mismo.
Hong pensó que así debió de ser en el principio de los tiempos. Los animales llevaban una serie interminable de generaciones bebiendo en aquel lugar.
Arturo le sirvió una taza de café sin pronunciar una sola palabra.
Los elefantes ya estaban muy cerca, sus cuerpos gigantescos envueltos en nubes de polvo.
Después, de repente, se quebró la calma.
El primero en morir fue Arturo. El disparo le dio en la sien y le arrancó la mitad de la cabeza. Hong no tuvo tiempo de comprender lo que sucedía cuando también la alcanzó una bala, que hizo impacto en la mandíbula y siguió su curso hasta llegar a la espina dorsal. Al producirse los fríos estallidos, los animales alzaron la cabeza y aguzaron el oído un instante. Después, continuaron bebiendo.
Ya Ru y Liu se acercaron al jeep, consiguieron volcarlo y lo dejaron rodar pendiente abajo. Liu lo roció con la gasolina que llevaba en un bidón, se apartó, prendió una caja de cerillas y la arrojó contra el coche que no tardó en incendiarse con un estallido. Los animales que había junto a la poza huyeron despavoridos.
Ya Ru esperó junto a su propio jeep. Su guardaespaldas se sentó, dispuesto a poner el motor en marcha. Ya Ru se le acercó despacio por detrás y le asestó un fuerte golpe en la nuca con un garrote de acero. Repitió la acción hasta que Liu dejó de moverse, y entonces arrojó su cuerpo al fuego, que aún ardía con toda su fuerza.
Ya Ru retiró el coche, que estacionó entre los espesos arbustos, y aguardó media hora. Transcurrido ese tiempo, volvió al campamento y dio la alarma del accidente de tráfico sucedido junto a la poza. El jeep cayó rodando por la pendiente hasta estrellarse contra el agua, donde se incendió. Su hermana y el chófer murieron, y cuando Liu intentó acudir en su ayuda, murió también pasto de las llamas.
Cuantos vieron a Ya Ru aquel día comentaron lo triste que debía de estar. Sin embargo, también los llenó de admiración su capacidad para controlarse. En efecto, Ya Ru declaró que el accidente no debía entorpecer la misión tan importante que tenían entre manos. El ministro de Comercio Ke le presentó sus condolencias y las negociaciones continuaron según lo planeado.
Los cuerpos fueron trasladados en bolsas de plástico de color negro para ser incinerados en Harare. Nada se escribió al respecto en los diarios, ni en los mozambiqueños ni en los de Zimbabue. La familia de Arturo, que vivía en Xai-Xai, más al sur de Mozambique, recibió una renta vitalicia que le permitiría a su mujer comprarse una casa y un coche nuevos y pagar los estudios de sus seis hijos.
Cuando Ya Ru volvió a Pekín junto con el resto de la delegación china, llevaba consigo dos urnas con cenizas. Una de las primeras noches después de su regreso, salió a la espaciosa y alta terraza y esparció las cenizas en la oscuridad.
Ya empezaba a sentir añoranza de su hermana y de las conversaciones que solían mantener. No obstante, tenía la certeza de que aquello fue absolutamente necesario.
Ma Li lamentaba lo ocurrido, aterrorizada; pero en el fondo de su alma no se creyó ni por un instante la versión del accidente.