31

Varias horas le llevó a Hong redactar una suerte de informe sobre los acontecimientos de los últimos meses, cuyo punto de partida eran tanto su hermano como los datos que la jueza sueca Birgitta Roslin le había proporcionado. Y puso por escrito aquella memoria para protegerse, al tiempo que, de una vez por todas, dejaba constancia de que su hermano era un hombre corrupto, así como uno de los elementos que estaban haciéndose con el control de toda China. Por otro lado, él y su guardaespaldas Liu podían muy bien estar involucrados en varios asesinatos brutales, cometidos lejos de las fronteras chinas. Mientras escribía, tenía apagado el aire acondicionado a fin de percibir mejor los ruidos del exterior. En el calor sofocante de la habitación, los insectos nocturnos revoloteaban alrededor de la lámpara mientras las gotas de sudor se estrellaban contra el tablero de la mesa. Pensó que tenía razones de sobra para sentirse inquieta. Los años vividos eran más que suficientes para distinguir entre los peligros reales y los ficticios.

Ya Ru era su hermano, pero, ante todo, un hombre que no dudaba en utilizar cualquier medio para alcanzar sus fines. Ella, por su parte, no se oponía a un desarrollo que siguiese el plan de nuevas trayectorias. Al igual que cambiaba el entorno, también los líderes chinos debían buscar nuevas estrategias para resolver los problemas presentes y futuros. No obstante, lo que Hong y otras personas como ella cuestionaban era que no se combinasen los fundamentos socialistas con una economía en la que se había concedido un gran espacio al mercado libre. ¿Acaso era imposible otra opción? Ella no lo consideraba así. Un país poderoso como China no tenía por qué vender su alma a cambio de petróleo y materias primas y nuevos mercados en los que su producción industrial podía hallar terreno abonado. ¿Acaso no era ésa su noble misión, demostrarle al mundo que el imperialismo y el colonialismo no eran consecuencias necesarias del desarrollo de un país?

Hong había detectado en la juventud una codicia que, gracias al nepotismo, a los contactos familiares y, en igual medida, a la falta de escrúpulos, había permitido amasar grandes fortunas. Los jóvenes se sentían invulnerables y eso aumentaba su brutalidad y su cinismo. Contra ellos, y contra Ya Ru, pensaba ella oponer resistencia. El futuro no estaba ganado, todo era posible aún.

Cuando terminó, repasó lo escrito, hizo algunas correcciones y aclaraciones, cerró el sobre y, antes de echarse en la cama a dormir, escribió el nombre de Ma Li en el lugar del destinatario. Ningún ruido externo perturbaba la calma. Pese a que estaba agotada, tardó en conciliar el sueño.

Se levantó a las siete y, desde el porche, vio cómo se alzaba el sol sobre el horizonte. Ma Li ya estaba desayunando cuando ella llegó al comedor. Hong se sentó a su mesa, le pidió un té a la camarera y miró a su alrededor. La mayoría de las mesas estaba ocupada por miembros de la delegación china. Ma Li le dijo que pensaba bajar al río para contemplar los animales.

—Pásate por mi habitación dentro de una hora —le propuso Hong quedamente—. Es la número veintidós.

Ma Li asintió sin hacer preguntas. «Ella, al igual que yo, ha llevado ese tipo de vida que nos enseña que los secretos existen», concluyó Hong.

Terminó de desayunar y volvió a su dormitorio a esperar a Ma Li. La visita a la granja experimental no sería hasta las nueve y media.

Una hora más tarde, exactamente, Ma Li llamó a su puerta. Hong le entregó la carta que había escrito la noche anterior.

—Si me ocurriera algo, esta carta es importante —le advirtió—. Si muero de vieja en mi cama, puedes quemarla.

Ma Li la observó con gravedad.

—¿Hay algún motivo para que deba preocuparme por ti?

—No. Pero debía escribir esta carta. Es necesaria para otras personas. Y para nuestro país.

A Hong no le pasó inadvertida la curiosidad de Ma Li, pero su amiga se abstuvo de seguir indagando y se guardó la carta en el bolso.

—¿Qué tienes hoy en el orden del día? —quiso saber Ma Li.

—Una reunión con los miembros de los servicios secretos de Mugabe. Les daremos apoyo.

—¿Armas?

—En parte, pero, ante todo, entrenamiento para sus unidades, los instruiremos en el combate cuerpo a cuerpo y en temas de vigilancia.

—Algo en lo que somos expertos.

—Me ha parecido oír una crítica solapada en el tono de tu afirmación…

—No, por supuesto que no —respondió Ma Li sorprendida.

—Ya sabes que siempre he reivindicado la importancia de que nuestro país se defienda tanto del enemigo interno como del externo. Muchos países de Occidente no desean otra cosa que ver Zimbabue convertido en un caos sangriento. Inglaterra jamás ha aceptado plenamente que el país se ganase a pulso la independencia en 1980. Mugabe está rodeado de enemigos. Sería una necedad por su parte si no les exigiese a los servicios secretos que trabajasen al máximo de su capacidad.

—Y tú no crees que sea un necio, ¿verdad?

—Robert Mugabe es un hombre sensato al comprender que debe oponer resistencia a todo cuanto el antiguo poder colonial sería capaz de hacer para derribar al actual partido gobernante. La caída de Zimbabue provocaría un efecto dominó en muchos otros países.

Hong acompañó a Ma Li hasta la puerta y la vio desaparecer por el sendero empedrado que serpenteaba a través de la frondosa vegetación.

Junto a su bungalow crecía una Jacaranda. Hong admiró el azul diáfano de sus flores. Intentó hallar algo con que compararlo, sin éxito. Recogió una de las que habían caído al suelo y la metió entre dos páginas del diario que siempre llevaba consigo, aunque rara vez se molestaba en escribir algo.

Estaba a punto de sentarse en el porche a examinar un informe sobre la oposición política en Zimbabue cuando oyó que llamaban a la puerta. Al abrir vio que se trataba de uno de los organizadores chinos del viaje, un hombre de mediana edad llamado Shu Fu. Hong había notado en un par de ocasiones que estaba nervioso ante la posibilidad de que la organización no funcionase debidamente. Desde luego, no era la persona idónea para responsabilizarse de semejante viaje, sobre todo teniendo en cuenta que su inglés estaba lejos de ser satisfactorio.

—Señora Hong —saludó Shu Fu—. Cambio de planes. El ministro de Comercio hará un viaje a Mozambique, el país vecino, y desea que usted lo acompañe.

—¿Y eso por qué?

Su sorpresa era del todo sincera, pues jamás había tenido el menor contacto con el señor Ke, el ministro de Comercio, salvo el saludo que cruzó con él antes de la partida rumbo a Harare.

—El ministro de Comercio, el señor Ke, sólo me ha dicho que debe usted acompañarlo. Será una delegación reducida.

—¿Cuándo y adónde nos vamos?

Shu Fu se enjugó el sudor de la frente y alzó los brazos señalando que lo ignoraba, antes de mostrarle su reloj.

—Me resulta imposible ofrecerle más detalles. Los coches que los llevarán al aeropuerto salen dentro de cuarenta y cinco minutos. No se tolerará el menor retraso. Todos los convocados deben preparar un equipaje ligero y contar con la posibilidad de pasar una noche fuera. Aunque puede que regresen esta misma noche.

—¿Cuáles son el destino y el objetivo del viaje?

—Eso se lo aclarará el ministro Ke.

—Al menos, dígame adónde vamos.

—A la ciudad de Beira, en el océano Índico. Según la información que poseo, el vuelo durará menos de una hora. Beira se encuentra en el país vecino, Mozambique.

Hong no tuvo tiempo de hacer más preguntas, pues Shu Fu se apresuró a regresar por el sendero.

Hong se quedó petrificada en el umbral. «Sólo se me ocurre una explicación», concluyó. «Es cosa de Ya Ru. Seguramente, él será uno de los delegados que acompañen a Ke. Y querrá que yo también esté».

Recordó algo que había oído durante el viaje a África. El presidente Kaunda, de Zambia, había exigido que la compañía nacional Zambia Airways invirtiese en un ejemplar del vehículo aéreo más grande del mundo, el Boeing 747. El mercado no justificaba el uso de un avión de tales dimensiones para el tráfico regular entre Lusaka y Londres. De hecho, no tardó en descubrirse que la verdadera intención del presidente Kaunda no era sino la de utilizar el avión para sus recurrentes visitas a otros países. Y no porque quisiera viajar rodeado de lujo, sino por tener sitio suficiente para la oposición dentro de su gobierno o para los militares en los que no confiaba. Simplemente, llenaría el avión con todos aquellos que estaban dispuestos a conspirar contra él o incluso a dar un golpe de Estado mientras él se encontraba fuera del país.

¿Sería ésa también la intención de Ya Ru? ¿Querría tener cerca a su hermana a fin de controlarla mejor?

Hong pensó en la rama que oyó quebrarse en la oscuridad. Con toda probabilidad no sería Ya Ru quien la partió escondido entre los arbustos, sino más bien un espía enviado por él.

Sin embargo, Hong no quería indisponerse con el ministro Ke, de modo que llenó la más pequeña de sus dos maletas y se preparó para el viaje. Llegó a la recepción unos minutos antes de la hora fijada para la partida, pero no vio ni a Ya Ru ni al ministro Ke. En cambio, sí que le pareció ver a Liu, el guardaespaldas de su hermano, aunque no estaba segura. Shu Fu la condujo a una de las limusinas que aguardaban ante el hotel. Viajaban con ella dos hombres que, le constaba, trabajaban en el Ministerio de Agricultura, en Pekín.

El aeropuerto se hallaba a poca distancia de Harare. Los tres coches de que se componía la delegación avanzaban a gran velocidad, flanqueados por una escolta de motocicletas. Hong alcanzó a ver que había policías deteniendo el tráfico en todas las esquinas. Atravesaron sin obstáculos las puertas enrejadas del aeropuerto antes de subir directamente a un jet de la aviación militar de Zimbabue. Hong entró por la puerta trasera y, una vez dentro, observó que el avión estaba dividido en dos mitades, de lo que dedujo que sería el avión privado de Mugabe, que se lo habría cedido al ministro. El avión despegó tan sólo unos minutos después de que Hong hubiese subido a bordo. Sentada a su lado iba una de las secretarias de Ke.

—¿Adónde vamos? —preguntó Hong cuando el avión ya estaba en el aire y el comandante anunció que el tiempo de vuelo sería de unos cincuenta minutos.

—A la cuenca del río Zambeze —le contestó la mujer.

Su tono de voz le indicó a Hong lo absurdo de seguir indagando. Llegado el momento, se enteraría del objeto de aquel repentino viaje.

Si es que en verdad era tan repentino… De pronto, la asaltó la idea de que ni siquiera de eso podía estar segura. ¿Y si todo formaba parte de un plan desconocido por ella?

Cuando el avión empezó a descender para el aterrizaje, describió una amplia curva sobre el océano. Hong contempló el mar verdiazul centelleando a sus pies, los pequeños pesqueros provistos de sencillas velas triangulares que ondeaban al ritmo de las olas. La ciudad de Beira brillaba blanca a la luz del sol. Fuera del centro construido en cemento se extendían barrios de casas independientes, quizá también suburbios.

Cuando bajó del avión, sintió el golpe de calor. Vio a Ke dirigirse al primer coche, que no era una limusina negra sino un Land Cruiser de color blanco que enarbolaba dos banderas mozambiqueñas en la parte delantera. Vio que en el mismo coche se subía Ya Ru. En ningún momento se volvió a buscarla con la mirada. «Pero él sabe que estoy aquí», se dijo Hong.

Se dirigían al noroeste. En el coche de Hong viajaban también los dos funcionarios del Ministerio de Agricultura. Iban absortos en sus mapas topográficos y seguían atentamente los cambios del paisaje que discurría al otro lado de las ventanillas. Hong sentía la misma desazón que cuando Shu Fu se presentó ante la puerta de su bungalow para comunicarle que los planes habían cambiado. Era como si se viese obligada a entrar en algún lugar donde saltaban todas las alarmas de su experiencia y su intuición. «Ya Ru quería que yo viniese con él», se repitió. «Pero ¿cómo argumentaría su deseo ante el ministro Ke para convencerlo de que yo, ahora, me encuentre aquí sentada en un coche japonés que va levantando espesas nubes de tierra roja? En China, la tierra es amarilla; aquí en cambio es roja, pero el polvo que se levanta de ella es igual de ligero, penetra con la misma facilidad por todas partes, por los poros y los ojos de todos».

La única razón plausible de que ella participase en aquel viaje era su pertenencia al grupo de aquellos que, en el seno del Partido Comunista, adoptaban una postura crítica ante la política aplicada, entre otros, por el propio Ke. Pero ¿estaba allí como rehén o para que cambiase de idea al ver puesta en práctica esa política que ella tanto detestaba? El hecho de que la acompañasen los dos altos funcionarios del Ministerio de Agricultura y el ministro de Comercio no podía señalar otra cosa más que la importancia del viaje.

El paisaje que iban dejando atrás era monótono, de árboles enanos y arbustos, de vez en cuando interrumpido por el resplandor de un riachuelo y por alguna que otra explanada salpicada de chozas y pequeños huertos. Hong se preguntaba por qué una zona tan fértil estaría prácticamente despoblada. En su imaginación, el continente africano era, igual que China o la India, uno de los continentes pobres del mundo donde masas ingentes de personas se pisaban unas a otras para poder sobrevivir. «Será que me he creído el mito», pensó. «Las grandes ciudades africanas no serán muy distintas de Shanghai o de Pekín. Un desarrollo a la postre catastrófico que aniquila al hombre y la naturaleza. Pero de las zonas rurales africanas tal y como ahora las veo, lo ignoraba todo».

Continuaron en dirección noroeste. El piso de la carretera por la que circulaban tenía tramos en tan mal estado que los coches se veían obligados a circular muy despacio. La lluvia había vuelto porosa la tierra roja y había deshecho el camino convirtiéndolo en un sinfín de baches profundos.

Finalmente se detuvieron en un lugar llamado Sachombe, un pueblo muy extenso con chozas, algunos comercios y edificios blancos de cemento, semiderruidos, vestigio de la época colonial, de cuando los administradores portugueses y sus assimilados locales gobernaban las distintas provincias del país. Hong recordaba haber leído en alguna ocasión que el dictador portugués Salazar había descrito la gigantesca zona que comprendía Angola, Mozambique y Guinea Bissau y que él gobernaba con mano de hierro. En su código lingüístico, esos lejanos países eran «los territorios que Portugal poseía allende los mares». Allí envió a todos sus campesinos pobres, a menudo analfabetos, en parte para deshacerse de un problema nacional y, al mismo tiempo, para ampliar la estructura de poder colonial que, hasta la década de 1950, se había concentrado en las costas. «¿Iremos nosotros por el mismo camino?», se preguntó Hong. «Repetimos el abuso, aunque vengamos disfrazados bajo otra apariencia».

Cuando se bajaron de los coches y se limpiaron el polvo y el sudor del rostro, Hong descubrió que toda la zona estaba acordonada por vehículos militares y soldados armados. Al otro lado de las barreras se arracimaban curiosos que observaban a los extraños huéspedes de ojos oblicuos. «Observadores pobres», pensó Hong. «Siempre están ahí. Se supone que es a ellos a quienes debemos proteger».

En el centro de la explanada que se extendía ante uno de los blancos edificios habían montado dos grandes tiendas. Ya antes de que la caravana se detuviese, había acudido al lugar un nutrido grupo de limusinas negras. También había dos helicópteros de la aviación mozambiqueña. «Ignoro qué nos espera, pero sé que es importante», concluyó Hong. «¿Qué puede haber movido al ministro de Comercio Ke a realizar esta visita a un país cuyo nombre ni siquiera figura en el programa?». Una parte de la delegación visitaría Malaui y Tanzania durante un día, pero en ningún lugar del programa se mencionaba Mozambique.

De pronto, una orquesta de viento entró al son de una marcha al tiempo que varios hombres salían de las tiendas. Hong reconoció enseguida al sujeto de baja estatura que iba al frente. Tenía el cabello cano, llevaba gafas y era bastante corpulento. El hombre que saludaba al ministro de Comercio Ke no era otro que Gebuza, el recién elegido presidente de Mozambique. Ke le presentó a los miembros de la delegación y a su séquito. Cuando Hong le estrechó la mano, fijó la mirada en sus ojos, afables pero escrutadores. Gebuza era sin duda un hombre que jamás olvidaba un rostro, pensó Hong. Concluidas las presentaciones, la orquesta interpretó los himnos nacionales de ambos países. Hong se colocó en posición de firmes.

Mientras escuchaba el himno mozambiqueño, buscó sin éxito a Ya Ru con la vista. De hecho, no lo había visto desde que llegaron a Sachombe. Continuó observando al grupo de chinos que estaba allí presente y comprobó que, desde el aterrizaje en Beira, habían desaparecido algunas personas más. Meneó la cabeza, reflexiva. De nada servía intentar adivinar qué estaba tramando Ya Ru. Desde luego, era mucho más importante tratar de averiguar qué estaba sucediendo en ese momento allí, en aquella cuenca por la que discurría el río Zambeze.

Un grupo de muchachas y muchachos negros los condujeron a una de las tiendas y unas mujeres de más edad, ataviadas con ropas de vivos colores, bailaron a su lado al son del ritmo intenso y desenfrenado de varios tambores. A Hong le asignaron un puesto en la última fila. En el suelo de la tienda habían extendido alfombras y cada uno de los participantes disponía de un cómodo asiento. Una vez que todos se hubieron acomodado, el presidente Gebuza subió a un podio. Hong se colocó los auriculares, gracias a los cuales pudo oír una perfecta traducción al chino del discurso en portugués. Hong supuso que el intérprete habría estudiado en el célebre instituto de interpretación de Pekín, que sólo formaba a quienes acompañaban en sus negociaciones al presidente, a los miembros del Gobierno y a los más notables hombres de negocios del país. En alguna ocasión había oído decir que no existía una sola lengua, por minoritaria que fuese, que no contase en China con intérpretes cualificados. Se sentía tan orgullosa de ello… No existían límites, su pueblo podía conseguir cualquier cosa, un pueblo que, tan sólo una generación atrás, estaba sumido en la ignorancia y la miseria.

Se dio la vuelta y observó la entrada de la tienda, que se movía despacio al ritmo de la brisa. Allá fuera entrevió a Shu Fu y a varios soldados, pero ni rastro de Ya Ru.

El presidente fue breve en su intervención. Le dio la bienvenida a la delegación china y no dijo más que unas palabras introductorias. Hong escuchaba con suma atención para comprender lo que sucedía.

De repente, alguien posó la mano sobre su hombro, y Hong dio un respingo. Allí estaba Ya Ru, que había entrado en la tienda sin que nadie se percatase, acuclillado a su espalda. Le quitó uno de los auriculares y le susurró al oído:

—Escucha bien, querida hermana, y comprenderás parte de los grandes acontecimientos que cambiarán nuestro país y nuestro mundo. Así será el futuro.

—¿Dónde has estado?

Ruborizada, comprendió enseguida lo necio de su pregunta. Como cuando Ya Ru era niño y llegaba tarde a casa. Ella solía adoptar el papel de madre cuando sus padres estaban fuera, en alguna de sus eternas reuniones políticas.

—Yo sigo mi propio camino; pero, olvídate de eso, quiero que prestes atención y que aprendas, que compruebes cómo los viejos ideales se sustituyen por otros nuevos sin perder su contenido.

Ya Ru volvió a colocarle el auricular en la oreja y salió a buen paso de la tienda. Allá fuera, Hong divisó al guardaespaldas Liu y, una vez más, se preguntó si él sería en verdad el autor del asesinato de todas aquellas personas de las que le habló Birgitta Roslin. Pensó que, en cuanto estuviesen de vuelta en Pekín, le preguntaría a alguno de los amigos que trabajaban en la policía. Liu no daba un paso sin una orden expresa de Ya Ru.

Llegado el momento, se enfrentaría a su hermano, pero antes debía averiguar la verdad.

El presidente cedió la palabra al portavoz del comité mozambiqueño encargado de los preparativos. Se trataba de un hombre sorprendentemente joven, con la cabeza rapada y unas gafas sin montura. Hong creyó oír que se llamaba Mapito, quizá Mapiro. Hablaba muy animado, como si lo que tenía que decir fuese divertido.

Y Hong empezó a comprender. Poco a poco fue viendo claro el contexto, la naturaleza de aquel encuentro, el marco hasta ahora secreto. En lo más profundo de la selva mozambiqueña estaba cobrando forma un proyecto gigantesco que incluía a dos de los países más pobres del mundo; uno era una gran potencia, el otro un pequeño país africano. Hong escuchaba atenta las palabras en portugués, mientras la suave voz china traducía dócilmente; y entendió por qué quería Ya Ru que ella estuviese presente. Hong era una poderosa detractora de todo aquello que pudiese llevar a China a convertirse en un poder imperialista y, por consiguiente, tal y como solía decir Mao, un tigre de papel que una oposición popular unida destruiría tarde o temprano. Tal vez Ya Ru abrigase la débil esperanza de que Hong se dejase convencer y que terminase pensando que aquello proporcionaría ventajas a esos dos países pobres. Lo más importante, sin embargo, era demostrarle que el grupo al que Hong pertenecía no provocaba el menor temor a aquellos que ostentaban el poder. Ni Ke ni Ya Ru temían a Hong, y tampoco sus correligionarios.

Mapito hizo una breve pausa para beber agua mientras Hong pensaba que aquello, precisamente, era lo que más terror le inspiraba, que China hubiese resurgido como una sociedad de clases. Sería mucho peor que todos los temores de Mao. Un país dividido entre las elites que ostentan el poder y una subclase inmovilizada en su pobreza. Un país, además, que se permitiese el lujo de tratar a su entorno como suele hacerlo el imperialismo.

Mapito prosiguió con su discurso.

—Dentro de poco sobrevolaremos en helicóptero el curso del río Zambeze, hasta Bandar, y después bajaremos rumbo a Luabo, donde comienza el gran delta en el que confluyen el río y el mar. Recorreremos tierras muy fértiles escasamente pobladas. Según nuestros cálculos, a lo largo de un periodo de cinco años podremos recibir a cuatro millones de campesinos chinos, que podrán cultivar las áreas despobladas. Nadie se verá obligado a dejar esta tierra, nadie perderá sus beneficios. Antes al contrario, nuestros compatriotas se beneficiarán con este gran cambio. Todos tendrán acceso a carreteras, escuelas, hospitales, corriente eléctrica, todo aquello que hasta el momento sólo ha estado a disposición de pocos campesinos y que ha sido privilegio de los habitantes de las ciudades.

Hong ya había oído rumores de que las autoridades que se encargaban del traslado obligatorio de campesinos a causa de la construcción de las grandes presas prometieron a los afectados que un día vivirían en África como terratenientes. Ya se imaginaba el desplazamiento. Hermosas palabras que evocaban una imagen paradisiaca de cómo los empobrecidos campesinos chinos, analfabetos e ignorantes, serían capaces de echar raíces en un medio desconocido. No surgiría ningún problema gracias a la amistad y a la colaboración, ningún conflicto con las personas que ya habitaban las orillas del río. Sin embargo, nadie lograría convencerla de que aquello que ahora estaba escuchando no era el preludio de la transformación de China en una nación ávida de obtener un botín y que, sin dudarlo, se haría con todo el petróleo y las materias primas que necesitara para continuar con su imparable desarrollo económico. La Unión Soviética le había proporcionado armas durante la larga guerra de liberación que llevó a la expulsión de los colonizadores portugueses en 1974. Se trataba por lo general de armas viejas, desgastadas. A cambio, se arrogaron el derecho de pescar sin licencia en las ricas aguas de Mozambique. ¿Acaso seguiría China los pasos de esa tradición, cuya primera y única divisa era servir siempre los intereses propios?

A fin de no llamar la atención, Hong aplaudió como los demás, una vez finalizado el discurso. El ministro de Comercio Ke subió al podio. No existía el menor peligro, aseguró, todo y todos estaban insobornablemente unidos por los lazos del intercambio mutuo e igualitario.

Ke no se prodigó a la hora de hablar y, cuando terminó, los visitantes fueron conducidos a la otra tienda, donde los aguardaba una mesa con aperitivos. Hong tomó una copa de vino bien fresco. Una vez más, buscó con la mirada a Ya Ru, pero sin éxito.

Una hora más tarde, los helicópteros despegaron y pusieron rumbo noroeste. Hong contempló el extraño río que discurría bajo sus pies. Los pocos lugares habitados y en los que la tierra era roja y aparecía cultivada se presentaban en marcado contraste con las inmensas áreas en apariencia intactas. Hong se preguntó si, pese a todo, no estaría equivocada. ¿Y si China iba a prestar a Mozambique un apoyo del que no esperaba extraer el doble de beneficio?

El ruido de los motores le impedía ordenar sus ideas. Y la cuestión quedó sin respuesta.

Antes de subir al helicóptero, le entregaron un pequeño mapa que le resultó familiar, pues era el mismo que los dos funcionarios del Ministerio de Agricultura habían estado estudiando durante el viaje en coche hasta Beira.

Llegaron al punto más al norte, antes de girar al este. Una vez en Loabo, los helicópteros giraron en dirección al mar y empezaron a descender cerca de un lugar que Hong localizó en el mapa bajo el nombre de Chinde. Junto a la pista de aterrizaje aguardaban otros coches y otras carreteras cubiertas de la misma tierra roja de siempre.

Los vehículos se adentraron en el follaje y empezaron a frenar cerca de un pequeño afluente del Zambeze. Después se detuvieron en un lugar del que habían retirado arbustos y maleza. Junto al río había montadas varias tiendas formando un semicírculo. Cuando Hong bajó del helicóptero, Ya Ru la estaba esperando.

—Bienvenida a Kaya Kwanga. Significa «mi hogar» en alguna de las lenguas locales. Esta noche la pasaremos aquí.

Señaló una de las tiendas más próximas al río. Una joven negra le llevó la maleta.

—¿Qué hacemos aquí exactamente? —quiso saber Hong.

—Disfrutar del silencio africano después de una larga jornada de trabajo.

—¿Es aquí donde tendré ocasión de ver el leopardo?

—No. Aquí lo que abundan son las serpientes y los lagartos. Y las famosas hormigas cazadoras que tanto temen todos, pero nada de leopardos.

—¿Qué hacemos ahora?

—Nada. Ya hemos terminado por hoy. Descubrirás que no todo es tan primitivo como crees. En tu tienda hay incluso una ducha. La cama es cómoda. Luego, llegada la noche, cenaremos juntos. Quien quiera quedarse junto al fuego, podrá hacerlo; quien no, será libre de irse a dormir.

—Tú y yo hemos de hablar —señaló Hong—. Es necesario.

Ya Ru sonrió.

—Después de la cena. Podemos sentarnos a la puerta de mi tienda.

No tuvo que indicarle cuál era. Hong ya se había dado cuenta de que se hallaba junto a la suya.

Sentada ante la tienda, contempló el breve ocaso que se cernía sobre la sabana. Una hoguera ardía ya en la explanada que formaban las tiendas. Y vio a Ya Ru. Llevaba un esmoquin blanco. Le recordó una imagen que había visto hacía mucho tiempo, en un diario chino que dedicaba un gran reportaje a describir la historia colonial de África y de Asia. Dos hombres blancos vestidos de etiqueta degustaban una cena sentados a una mesa con un mantel blanco, lujosas piezas de porcelana y vino frío, en medio de la selva africana. Los camareros, también africanos, aguardaban tras sus sillas a recibir órdenes.

«Me pregunto quién será mi hermano», se dijo Hong. «Hubo un tiempo en que creí que formábamos un equipo, no sólo como familia, sino también en las aspiraciones para nuestro país. Ahora, en cambio, no estoy tan segura».

Hong fue la última en sentarse a la mesa preparada junto al fuego.

Pensaba en la carta que había escrito la noche anterior. Y en Ma Li, en quien, de improviso, dudaba si podría seguir confiando.

«Ya no puedo dar nada por seguro», sentenció para sí. «Nada».