Hong estaba sentada en el porche del bungalow en el que se alojaría durante su visita a Zimbabue. El frío invierno de Pekín se le antojaba remoto, reemplazado por la calidez de la noche africana. Prestó atención a los sonidos que surgían de la oscuridad, sobre todo el intenso canto de la cigarra. Pese al calor, llevaba una blusa de manga larga, pues la habían advertido de que había gran cantidad de mosquitos de la malaria. Ella habría preferido desnudarse y sacar la cama al porche para dormir al abrigo del firmamento. Jamás había experimentado un calor como el que la sorprendió al alba, cuando salió del avión. Fue una liberación. «El frío nos tiene castigados, como maniatados», se dijo. «El calor es la llave que nos libera».
Su bungalow estaba arropado por árboles y arbustos en un poblado artificial para los huéspedes ilustres del Estado de Zimbabue. Se construyó durante el mandato del Ian Smith, cuando la minoría blanca del país proclamó unilateralmente su independencia de Gran Bretaña para garantizar un gobierno blanco racista en la antigua colonia. Entonces sólo existía una gran casa de huéspedes con restaurante y piscina. Ian Smith solía retirarse allí algunos fines de semana con sus ministros, para discutir los grandes problemas que debía afrontar su gobierno, sometido a un aislamiento creciente. A partir de 1980, cuando cayó el régimen blanco, el país quedó liberado y Robert Mugabe accedió al poder, la zona se amplió con una serie de bungalows, paseos y una gran balconada panorámica junto al río Logo, adonde las manadas de elefantes acudían a beber a la caída de la tarde.
Entrevió la figura de un guardia por el sendero que serpenteaba entre los árboles. Hong pensó que jamás había visto una oscuridad tan compacta como la africana. Cualquiera podía confundirse y ocultarse en ella, cualquier fiera, de cuatro o de dos patas…
Súbitamente, se sobresaltó ante la idea de que su hermano pudiese andar por allí. Observándola, esperando. En aquel momento, sentada en la negra noche, sintió por primera vez terror al pensar en él.
Era como si, por primera vez, comprendiese que era capaz de hacer cualquier cosa por saciar sus ansias de poder, de más riquezas, de venganza.
La sola idea le produjo escalofríos. Un insecto se estrelló contra su mejilla y Hong reaccionó dando un respingo. El vaso que había sobre la mesa de bambú cayó y se quebró contra el suelo de piedra. Las cigarras callaron un segundo antes de reanudar su canto.
Hong movió la silla para no pisar las esquirlas. Sobre la mesa tenía el programa de los días que iba a estar en Zimbabue. Aquel día, el primero, lo habían pasado admirando la marcha y la música militar de un interminable desfile de soldados. Después la nutrida delegación fue conducida en una larga caravana de coches flanqueados por motoristas de la policía a un almuerzo donde los ministros pronunciaron largos discursos que cerraban proponiendo los correspondientes brindis. Según el programa, el presidente Mugabe debería haberlos acompañado durante el almuerzo, pero no llegó a presentarse. Una vez terminado el prolongado festín, los llevaron a tomar posesión de sus respectivos bungalows, que se hallaban a varias decenas de kilómetros de Harare, hacia el sudoeste. Hong iba contemplando por la ventanilla el árido paisaje y los tristes poblados mientras pensaba que la pobreza siempre tiene el mismo aspecto, dondequiera que impere. Los ricos pueden expresar su bienestar introduciendo variaciones en sus vidas, cambiando de casa, de ropa, de coche. O de ideas, de sueños. Para el pobre, en cambio, no existe más que el gris imperativo, la única expresión de la pobreza.
Ya bien entrada la tarde, se celebró una reunión destinada a preparar el trabajo de los próximos días. Sin embargo, Hong prefirió revisar el material a solas en su habitación. Después dio un largo paseo hasta el río, contemplando a hurtadillas por entre los arbustos los despaciosos movimientos de los elefantes y las cabezas de los hipopótamos sobre la superficie del agua. Estaba prácticamente sola junto al río, con la única compañía de un químico de la Universidad de Pekín y de uno de los economistas de mercado radicales que se había formado bajo el mandato de Deng. Hong sabía que el economista, cuyo nombre había olvidado, tenía una estrecha relación con Ya Ru. Por un instante, se preguntó si no lo habría enviado su hermano, a fin de tenerla vigilada y saber qué hacía en cada momento; pero desechó la idea pensando que eran figuraciones suyas. Su hermano era mucho más astuto.
La discusión que deseaba mantener con Ya Ru…, ¿sería posible? La grieta que dividía en dos el Partido Comunista, ¿no habría sobrepasado el punto en que era posible acercar posiciones? No se trataba de diferencias sencillas y superables, de qué estrategia política era adecuada en un momento determinado, sino de una lucha fundamental, los viejos ideales contra los nuevos, que sólo de forma superficial podían considerarse comunistas, basados en la tradición que creó la República Popular hacía cincuenta y siete años.
Hong se decía que, en más de un sentido, aquella lucha podía considerarse como la contienda final. No para siempre, sería una ingenuidad pensarlo. Siempre surgirían nuevas contradicciones, nuevas luchas de clases, nuevas revueltas. La historia no tenía fin. Sin embargo, no cabía la menor duda de que China se hallaba ante una encrucijada decisiva. Hubo un tiempo en que contribuyeron al ocaso del mundo colonial. Los países pobres de África eran libres, pero ¿qué papel podía desempeñar China en el futuro? ¿Lo haría en calidad de amigo o de nuevo colonizador?
Si la decisión quedaba en manos de hombres como su hermano, los últimos bastiones firmes de la sociedad china serían arrasados. Una ola de irresponsabilidad capitalista arrastraría consigo cualquier residuo de las instituciones y los ideales construidos sobre la base de la solidaridad y sería casi imposible recuperarlos en mucho tiempo, quizá después de varias generaciones. Para Hong, constituía una verdad incuestionable la idea de que el ser humano, en el fondo, era un ser racional; que la solidaridad era en primera instancia sensatez y no un sentimiento; y que el mundo, pese a todos los fracasos, avanzaba hacia un punto en que reinaría la razón. Sin embargo, también estaba convencida de que no había que dar nada por supuesto, y que nada, en la construcción de la sociedad humana, sucedía de forma automática. No existían leyes naturales que gobernasen el comportamiento humano.
Mao, una vez más. Era como si su rostro se entreviese en la oscuridad. Él sabía lo que iba a suceder, pensaba Hong. La cuestión del futuro nunca está definitivamente resuelta. Mao lo repetía una y otra vez, pero nosotros no lo escuchábamos. Siempre habría grupos ávidos de procurarse privilegios, siempre se producirían nuevos levantamientos.
Dejó vagar sus pensamientos, allí sentada en el porche, y se quedó adormilada hasta que un ruido la despertó. Aguzó el oído. Volvió a percibirlo. Alguien llamaba a su puerta. Miró el reloj. Medianoche. ¿Quién querría verla tan tarde? Dudaba si abrir la puerta. Volvieron a oírse los golpes. «Alguien sabe que estoy despierta», concluyó. «Alguien que me ha visto en el porche». Fue hasta la puerta y estudió por la mirilla a quien llamaba. Era un africano con el uniforme del hotel. La venció la curiosidad y terminó por abrir. El joven le tendió una carta. Por la caligrafía del nombre escrito en el sobre supo que era de Ya Ru.
Le dio al joven unos dólares de Zimbabue, sin saber si eran muchos o pocos, y regresó al porche para leer la carta, que era muy breve.
«Hong.
»Debemos mantener la paz entre nosotros, en nombre de la familia, de la nación. Volvamos a mirarnos a los ojos. Te invito a acompañarme en un paseo por la selva antes de volver a casa; entre la naturaleza salvaje y los animales podremos hablar.
»Ya Ru».
Leyó el texto con atención, como si intuyese la existencia de un mensaje oculto entre las simples palabras, pero no halló nada, como tampoco una respuesta a por qué le habría enviado aquel mensaje a medianoche.
Miró en la oscuridad y pensó en las fieras, capaces de ver a su presa sin que ésta pueda barruntar lo que se avecina.
—Puedo verte —susurró Hong—. De dondequiera que vengas, te descubriré a tiempo. Jamás volverás a sentarte a mi lado sin que te haya visto acercarte.
Hong se despertó temprano al día siguiente. Había dormido inquieta, con ensoñaciones de sombras que se aproximaban amenazadoras, sin rostro. Se encontraba fuera, en el porche, contemplando el breve amanecer, el sol que se alzaba sobre la selva infinita. Un martín pescador de vivos colores aterrizó en la barandilla del porche, pero volvió a partir enseguida. El rocío de la noche húmeda resplandecía en la hierba. Oyó voces extrañas, alguien que gritaba, risas. Se veía envuelta en intensos aromas. Pensó en la carta que había recibido por la noche y se recomendó a sí misma toda la precaución posible. En cierto modo, en aquel país extraño, estaba más sola frente a Ya Ru.
A las ocho de la mañana, una selección de la delegación formada por treinta y cinco personas, bajo la dirección del ministro de Comercio y los alcaldes de Shanghai y Pekín, se había congregado en el vestíbulo del hotel. Como decoración se veía colgado de varias paredes el rostro de Mugabe, con esa media sonrisa suya que Hong no sabía si interpretar como socarrona o amable. El secretario del ministro reclamó en voz alta la atención de los congregados.
—Señores, el presidente Mugabe va a recibirnos ahora en su palacio. Entraremos en fila, guardando las distancias normales entre los ministros, los alcaldes y otros delegados. Saludamos, escuchamos los himnos nacionales y nos sentamos a una mesa en los lugares prefijados. El presidente Mugabe y nuestro ministro intercambiarán los consabidos saludos mediante los intérpretes y, acto seguido, el presidente pronunciará un breve discurso. Ignoramos cuál es el contenido, pues no nos han entregado ninguna copia. Puede durar desde veinte minutos a tres horas. Les recomiendo que vayan a los servicios antes de entrar. Después, habrá un turno de preguntas. Aquellos de ustedes a quienes se les haya permitido preparar preguntas alzarán la mano, se presentarán cuando se les haya concedido la palabra y permanecerán de pie mientras el presidente Mugabe les esté respondiendo. No se permite abundar en las preguntas ni que ninguna otra persona de la delegación formule las suyas por iniciativa propia. Después de la reunión con el presidente, la mayor parte de la delegación partirá para visitar las minas de cobre de Wandlana, mientras que el ministro y los delegados elegidos seguirán la conversación con el presidente Mugabe y algunos de sus ministros, aunque ignoramos cuántos.
Hong miró a Ya Ru, quien, con los ojos entrecerrados, se apoyaba en la columna que había al fondo de la sala. No se miraron a los ojos hasta que salieron. Ya Ru le sonrió antes de desaparecer en uno de los coches destinados a los ministros, los alcaldes y los delegados elegidos.
Hong se sentó en un autobús que aguardaba al resto. «Ya Ru tiene un plan», se dijo. «Aunque desconozco totalmente en qué consiste».
El miedo crecía sin cesar en su interior. «Tengo que hablar con alguien con quien poder compartir mis temores». Ya sentada en el autobús, miró a su alrededor. A muchos de los delegados de más edad los conocía desde hacía mucho tiempo. La mayoría de ellos compartían, además, su visión del desarrollo político de China. «Pero están cansados», consideró para sí. «Son tan viejos que ya no reaccionan ante los peligros que acechan».
Siguió buscando con la mirada, pero en vano. Allí no había nadie a quien conociese y a quien pudiese confiarse. Después de la reunión con el presidente Mugabe, revisaría con detenimiento la lista de delegados. La persona que buscaba debía de estar en alguna parte.
El autobús avanzaba a gran velocidad en dirección a Harare. Hong observaba la tierra roja cuyo polvo se arremolinaba al paso de las gentes que caminaban al borde de la carretera.
De repente, el autobús se detuvo. Un hombre que estaba sentado en la otra hilera de asientos le explicó el porqué:
—No podemos llegar al mismo tiempo —aclaró—. Los coches que llevan a las personas importantes han de aparecer con cierta antelación. Después entraremos nosotros. Es el ballet político y económico, para embellecer el fondo.
Hong sonrió. Había olvidado el nombre de aquel hombre, pero sabía que, durante la Revolución Cultural, había sido profesor de física y muy perseguido. Cuando volvió de sus muchas penalidades en el campo, lo nombraron enseguida director de lo que sería el instituto de investigaciones espaciales chino. Hong sospechaba que también él compartía sus opiniones sobre el camino que debía seguir China. Era uno de los viejos que aún se mantenía vivo, no uno de los jóvenes, que nunca habían llegado a comprender lo que significaba llevar una existencia en la que ellos no fuesen lo más importante.
Se habían detenido justo al lado de un pequeño mercado que se extendía a lo largo de la carretera. Hong sabía que la economía en Zimbabue estaba al borde del colapso. Ésa era una de las razones por las que aquella gran delegación china se encontraba en el país. Pese a que aquella información jamás trascendería, fue el presidente Mugabe quien pidió la intervención del Gobierno chino para ayudar a Zimbabue a salir de la difícil depresión económica. Las sanciones de Occidente suponían el hundimiento de todas las estructuras básicas. Tan sólo unos días antes de partir hacia Pekín, Hong leyó en un diario que la inflación en Zimbabue se aproximaba ya al cinco mil por cien. La gente que se hallaba al borde de la carretera se movía despacio. Hong pensó que estarían hambrientos o cansados.
De pronto vio a una mujer que se puso de rodillas. Llevaba a un niño atado a la espalda y un rollo de trapo alrededor de la cabeza. Dos hombres que había cerca aunaron sus fuerzas para levantar un saco de cemento y lo colocaron sobre el rollo de trapo. Después le ayudaron a levantarse. Hong la vio avanzar dando tumbos por la carretera. Sin pensárselo dos veces, se levantó, recorrió el pasillo del autobús y se dirigió a la intérprete.
—Quiero que me acompañes.
La intérprete, que era una mujer muy joven, abrió la boca con la intención de protestar, pero Hong no la dejó decir una sola palabra. El chófer había abierto la puerta delantera para que corriese el aire, que ya empezaba a ser bochornoso, puesto que el aire acondicionado no funcionaba. Hong se llevó a la intérprete hasta el otro lado de la carretera, donde los dos hombres, sentados a la sombra, compartían un cigarrillo. La mujer que llevaba aquella pesada carga sobre la cabeza había desaparecido en la calina.
—Pregúntales cuánto pesaba el saco que le han puesto a la mujer en la cabeza.
—Cincuenta kilos —respondió la intérprete una vez hubo preguntado.
—Es una carga tremenda. Tendrá la espalda destrozada antes de cumplir los treinta.
Los hombres se echaron a reír.
—Estamos orgullosos de nuestras mujeres. Son muy fuertes.
Hong no vio en sus ojos más que incomprensión. «Aquí, como en China, las cosas son como son para las mujeres», concluyó. «Siempre llevan pesadas cargas sobre sus cabezas, pero peor aún debe de ser la carga que soportan dentro de sus cabezas».
Regresó con la intérprete al autobús, que partió enseguida. Los motoristas de la policía habían vuelto. Hong expuso la cara al viento que entraba por la ventanilla.
Jamás olvidaría a la mujer que transportaba el saco de cemento.
La reunión con el presidente Robert Mugabe duró cuatro horas. Por su aspecto, cuando lo vio entrar en la sala le pareció un maestro de escuela bonachón. Le estrechó la mano a Hong sin mirarla apenas, un hombre de otro mundo que la rozaba con premura. Después de la reunión no le quedaría el menor recuerdo de su persona. Hong se acordó de que a aquel hombrecillo, que emanaba fortaleza pese a ser mayor y frágil, se lo describía como un tirano sanguinario que atormentaba a sus propias gentes destruyendo sus casas y ahuyentándolas de sus tierras cuando a él le convenía. Otros, en cambio, lo veían como a un héroe que jamás abandonaba la lucha contra los vestigios de las fuerzas coloniales que, según él se empeñaba en afirmar, se hallaban tras todos los problemas de Zimbabue.
¿Qué pensaba ella al respecto? Sabía demasiado poco para tener una opinión determinada. Aunque Robert Mugabe era un hombre que, por muchas razones, merecía su admiración y respeto, pese a que no todo lo hiciese bien, era un hombre convencido de que las raíces del colonialismo eran profundas y debían cortarse no una, sino muchas veces. Asimismo, lo respetaba por los violentos ataques que contra él publicaban constantemente los medios de comunicación occidentales. Hong había vivido lo suficiente como para saber que las airadas protestas de los acaudalados y sus diarios solían servir para acallar los gritos de dolor de quienes aún sufrían los males causados por el colonialismo.
Zimbabue y Robert Mugabe estaban sitiados. Occidente reaccionó con virulencia cuando Mugabe, hacía unos años, mandó sus fuerzas para anexionarse todas las extensas fincas del país, a la sazón dominadas por grandes latifundistas que dejaban sin tierras a cientos de miles de habitantes pobres de Zimbabue. El odio contra Mugabe crecía cada vez que un granjero blanco era víctima de pedradas o tiroteos en confrontaciones abiertas con los negros indigentes.
Pero Hong sabía que ya en 1980, cuando Zimbabue se liberó del gobierno fascista de Ian Smith, Mugabe se ofreció a un diálogo abierto con los granjeros blancos a fin de resolver aquella cuestión crucial de un modo pacífico. Respondieron a su oferta con el silencio, tanto en aquella primera ocasión como en los quince años siguientes. Mugabe repitió su oferta de negociaciones una y otra vez, sin recibir nada más que un humillante silencio por respuesta. Al final, no pudo esperar más y un buen número de grandes latifundios fueron traspasados a los habitantes sin tierras. Aquel gesto fue condenado y vituperado por todo el mundo.
A partir de ese momento, la imagen de Mugabe se transformó y, de ser un héroe de la lucha por la libertad, pasó a considerárselo un tirano africano. Aparecía retratado como los antisemitas solían retratar a los judíos, le arrebataron el honor y la honra a un hombre que había guiado a su pueblo a la libertad. Nadie mencionó en ningún momento el hecho de que permitió que los antiguos gobernantes del periodo de Ian Smith y el propio Ian Smith siguieran viviendo en el país. Tampoco los hizo pasar de los tribunales a la horca, como hicieron los británicos con los rebeldes negros de las colonias. Claro que un rebelde blanco no era lo mismo que un rebelde negro.
Escuchó con atención el discurso de Mugabe. Hablaba despacio, con voz suave que nunca alzaba, ni siquiera cuando mencionó las sanciones que incrementaron el índice de mortalidad infantil, que hicieron que se extendiera la hambruna y que los ciudadanos se viesen obligados a buscar solución en Sudáfrica como inmigrantes ilegales entre otros tantos millones como ellos. Mugabe habló de la oposición que existía en el país. Cierto que se habían producido incidentes, observó, «pero los medios de comunicación occidentales nunca informan sobre los ataques dirigidos contra aquellos que son fieles a mí y a mi partido. Siempre somos nosotros los que arrojamos piedras o utilizamos palos, nunca se dice que ellos lanzan bombas incendiarias, mutilan y golpean a mi pueblo».
Mugabe se explayó, pero habló bien. Hong pensaba que aquel hombre habría alcanzado ya los ochenta años. Como tantos otros líderes africanos, había pasado gran parte de su vida en la cárcel, durante el prolongado periodo en que los poderes coloniales creían que podrían rechazar los ataques contra su soberanía. Ella sabía que Zimbabue era un país corrupto, que aún les quedaba un largo camino por recorrer, pero juzgar a Mugabe como único culpable resultaba demasiado fácil. La verdad era mucho más compleja.
Hong veía a Ya Ru sentado al otro extremo de la mesa, cerca del ministro de Comercio y del podio desde el que hablaba el presidente Mugabe. Su hermano garabateaba algo en su bloc, lo hacía desde niño, siempre estaba dibujando muñequitos mientras pensaba o escuchaba, por lo general diablillos rodeados de hogueras. «Sin embargo, seguramente es el que con más atención escucha», pensó Hong. «Va absorbiendo las palabras y procesando la información con el fin de ver qué puede darle algún tipo de beneficio en futuros negocios: ésa es la verdadera razón de este viaje. ¿Qué materias primas hay en Zimbabue que nosotros podamos necesitar? ¿Cómo conseguirlas al mejor precio?».
Una vez terminada la reunión y cuando el presidente Mugabe había abandonado la sala, Ya Ru y Hong se tropezaron en la salida. En realidad, su hermano estaba esperándola. Tomaron un plato con algo para picar que había en una larga mesa. Ya Ru bebía vino, en tanto que Hong se contentó con un vaso de agua.
—¿Por qué me mandas una carta a medianoche?
—De pronto tuve la irrefrenable sensación de que era importante y no pude esperar.
—El hombre que llamó a mi puerta sabía que yo estaba despierta —señaló Hong—. ¿Cómo es posible?
Ya Ru enarcó las cejas sorprendido.
—La gente llama de forma distinta si sabe que la persona que está dentro está despierta o dormida.
Ya Ru asintió.
—Vaya, hermanita, qué lista eres.
—No olvides que yo también veo en la oscuridad. Anoche estuve un buen rato sentada en el porche y entreví rostros a la luz de la luna.
—Pero si anoche no había luna.
—Las estrellas emiten una luz que yo soy capaz de intensificar si quiero. Así, el brillo de las estrellas se convierte en luz de luna.
Ya Ru la observó pensativo.
—¿Estás midiendo tus fuerzas con las mías? ¿Es eso?
—Y tú, ¿no haces lo mismo?
—Tenemos que hablar. Tranquilamente. Con calma. Están produciéndose grandes cambios. Nos hemos acercado a África con un ejército grande, pero con buena disposición. Y ahora estamos asentándonos.
—Hoy vi a dos hombres que colocaban un saco de cemento de cincuenta kilos sobre la cabeza de una mujer. Mi pregunta es muy sencilla: ¿qué pretendemos hacer con el ejército que hemos traído? ¿Ayudaremos a que a esa mujer se le alivie la carga? ¿O pretendemos formar parte de los que cargan sacos sobre su cabeza?
—Una cuestión importante que no me disgustará discutir contigo. Pero no ahora. El presidente está esperando.
—A mí no.
—Disfruta del porche esta tarde. Si, para medianoche, no he llamado a tu puerta, ya no te visitaré y podrás acostarte.
Ya Ru dejó la copa de vino y se marchó con una sonrisa. Hong se dio cuenta de que había empezado a sudar durante la breve conversación. Una voz anunció en voz alta que su autobús partiría dentro de treinta minutos. Hong volvió a llenar su plato y, cuando terminó de comer, se encaminó a la parte posterior del palacio, donde esperaba el autobús. Hacía mucho calor y los rayos del sol se reflejaban contra las paredes de piedra blanca del edificio. Se puso las gafas de sol y un sombrero blanco que llevaba en el bolso. Estaba a punto de subir al autobús cuando alguien se dirigió a ella. Hong se dio media vuelta.
—¿Ma Li? ¿Qué haces tú aquí?
—Vine a sustituir al viejo Tsu. Le dio una embolia y no pudo asistir, así que me llamaron para que acudiese en su lugar. Por eso mi nombre no figura en la lista.
—Pues no te vi cuando salimos esta mañana.
—Alguien me indicó con tono muy severo que, según el protocolo, no debía ir en coche. Ahora iré en el vehículo que me corresponda.
Hong extendió las manos y estrechó las de Ma Li. Ella era la persona a la que había estado esperando, alguien con quien poder hablar. Ma Li y ella eran amigas desde la facultad, después de la Revolución Cultural. Hong recordaba que una mañana muy temprano, en una de las salas de día de la universidad, encontró a Ma Li dormida en una silla. Cuando despertó, empezaron a hablar.
Desde el principio fue como si estuviesen destinadas a ser amigas. En la memoria de Hong aún perduraba claramente la primera conversación que mantuvieron. Ma Li le dijo que había llegado el momento de dejar de «bombardear el cuartel general». Era una de las instrucciones de Mao a los revolucionarios, ni siquiera los líderes del Partido Comunista se librarían de las críticas. Ma Li le confesó entonces que, para ella, había llegado la hora de «bombardear el vacío que existía en su corazón, su inmensa falta de conocimiento, contra la que debía combatir».
Ma Li se convirtió en analista económico y empezó a trabajar en el Ministerio de Comercio, donde formó parte del grupo de expertos financieros que, las veinticuatro horas del día, controlaban los movimientos de divisas en todo el mundo. Hong, por su parte, fue contratada como consejera del ministro en asuntos de seguridad interna, con la misión, entre otras, de coordinar el punto de vista del alto mando militar sobre la protección interior y exterior del país, y en especial en lo tocante a la seguridad de los altos cargos políticos. Hong fue a la boda de Ma Li, pero, desde que ésta tuvo a sus dos hijos, empezaron a verse sólo de vez en cuando, de forma bastante irregular.
Y ahora volvían a encontrarse, en un autobús aparcado en la parte trasera del palacio de Robert Mugabe. Hablaron sin cesar durante el viaje de regreso a los bungalows. Se dio cuenta de que Ma Li se alegraba tanto del reencuentro como ella. Cuando llegaron al hotel, decidieron dar un paseo hasta la gran balconada con vistas al río. Ninguna de las dos tenía nada concreto que hacer hasta el día siguiente, cuando Ma Li debía visitar una granja experimental, en tanto que Hong debía viajar a las cataratas Victoria para mantener una conversación con un grupo de militares de Zimbabue.
Hacía un calor sofocante mientras bajaban al río. En la distancia se veían los rayos y se oía el sordo tronar presagio de la tormenta. En el río no se avistaba ningún animal; como si, de repente, se tratase de un terreno totalmente abandonado. Cuando Ma Li agarró a Hong del brazo, ésta se sobresaltó.
—¿Ves allí? —preguntó Ma Li al tiempo que señalaba un punto.
Hong miró al lugar que le indicaba, pero no detectó ningún movimiento entre el espeso boscaje que flanqueaba la orilla.
—Detrás de aquellos árboles cuya corteza han arrancado los elefantes, junto al risco que se alza como una lanza surgiendo de la tierra…
Entonces lo vio. La cola del león se movía despacio, azotando la tierra roja. Los ojos y la melena del animal se atisbaban de vez en cuando por entre las hojas.
—Tienes buena vista —observó Hong.
—He aprendido a observar. De lo contrario, el terreno resulta peligroso. También en la ciudad o en una sala de reuniones existe un paisaje donde se pueden esconder numerosas trampas que caen sobre ti si no estás alerta.
En silencio, casi con veneración, observaron cómo el león bajaba hasta la orilla, entraba en el agua y empezaba a chapotear. A lo lejos, en medio del río, se entreveían las cabezas de unos hipopótamos. Un martín pescador con el mismo colorido plumaje que el que apareció en el porche de Hong se posó en la barandilla con una libélula en el pico.
—Qué paz… —comentó Ma Li—. Cada día la añoro más, cuanto más vieja me hago, más añoro la paz. ¿Será uno de los primeros signos de la vejez? Nadie desea morir rodeado del ruido de máquinas o aparatos de radio. El precio de nuestros éxitos es el gran silencio. «¿Acaso puede vivir alguien sin la calma que experimentamos ahora?».
—Tienes razón —admitió Hong—. Pero ¿qué hacemos con las amenazas invisibles que acechan nuestras vidas?
—¿Te refieres a la suciedad, a los venenos? ¿Las plagas que no cesan de mutar y cambiar de apariencia?
—Según la Organización Mundial de la Salud, Pekín es hoy la ciudad más sucia del mundo. No hace mucho, llegaron a detectar hasta ciento cuarenta y dos microgramos de partículas por metro cúbico de aire. La cifra en Nueva York era de veintisiete y en París, veintidós. Ya sabemos que el diablo siempre se manifiesta en los detalles.
—Piensa en todas las personas que, por primera vez, tienen la oportunidad de comprar una motocicleta. ¿Cómo convencerlos de que no lo hagan?
—Fortaleciendo la influencia del Partido sobre el desarrollo. Lo que producen las materias primas y lo que producen las ideas.
Ma Li acarició levemente a Hong en la mejilla.
—Siento una honda gratitud cada vez que me doy cuenta de que no estoy sola. No me avergüenzo cada vez que aseguro que Baoxian yundong, la campaña ideada para preservar los privilegios del Partido Comunista, es lo que salvará a nuestro país de la división y la decadencia.
—«Una campaña para preservar el derecho del Partido Comunista a gobernar» —repitió Hong—. Estoy de acuerdo contigo. Aunque, al mismo tiempo, tú y yo sabemos que el peligro está dentro. Hubo un tiempo en que la mujer de Mao fue el nuevo topo de la clase alta, pese a que se contaba entre las que con más entusiasmo enarbolaban la bandera roja. En la actualidad, son otros los que se cobijan en el seno del Partido, aunque lo único que pretenden es oponer resistencia y sustituir la estabilidad del país por una libertad capitalista que nadie podrá controlar.
—La estabilidad no existe —sentenció Ma Li—. Soy analista y sé cuál es el curso que el flujo de dinero sigue en nuestro país, de modo que también sé mucho más que tú o que otras personas sobre ese particular. Aunque, claro está, no puedo decir nada.
—Estamos solas. El león no nos escucha.
Ma Li la miró, como estudiándola. Hong sabía exactamente lo que estaba pensando: ¿podré confiar en ella o no?
—No digas nada si tienes la menor duda —le advirtió Hong—. Si elegimos mal a la persona en la que confiar, nos vemos indefensos y desarmados. Como ya nos adelantó Confucio.
—Yo confío en ti —aseguró Ma Li—. Aun así, es inevitable, el instinto de supervivencia nos pone alerta.
Hong señaló la orilla del río.
—Ya se ha ido el león. Y ni nos hemos dado cuenta.
Ma Li asintió.
—Este año, el Gobierno aprobará un incremento de cerca del quince por ciento en defensa —prosiguió Hong—. Teniendo en cuenta que a China no la amenazan enemigos cercanos reales, el Pentágono y el Kremlin se preguntan, claro está, el porqué de dicho incremento. Sus analistas comprenden sin mayor esfuerzo que el Estado y el Ejército están preparándose para poder hacer frente a una amenaza interna. Además, invertimos casi diez billones de yuanes en vigilar Internet. Son cifras imposibles de ocultar. Sin embargo, existe otra estadística que muy pocos conocen. ¿Cuántas revueltas y protestas masivas crees que se produjeron en nuestro país el año pasado?
Ma Li reflexionó un instante antes de responder.
—¿Cinco mil, quizá?
Hong negó con un gesto.
—Cerca de noventa mil. Calcula cuántas resultan al día. Es una cifra que empaña con su sombra toda acción emprendida por el Politburó. Lo que Deng hizo hace quince años, liberalizar la economía, pudo calmar entonces la inquietud que embargaba el país. Hoy, esa medida no es suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que las ciudades ya no ofrecen ni espacio ni trabajo a los cientos de millones de campesinos pobres que esperan impacientes que les llegue el turno de disfrutar de la buena vida con la que todos sueñan.
—¿Y qué crees que ocurrirá?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Quienes se preocupan y no dejan de pensar en ello son personas sensatas. En el seno del Partido está librándose una batalla de proporciones jamás vistas, ni siquiera en tiempos de Mao. Nadie puede prever cuál será su resultado. El ejército teme no ser capaz de controlar el posible caos. Tú y yo sabemos que lo único que podemos y debemos hacer es retomar los principios de antaño.
—Baoxian yundong.
—El único camino. Nuestro único camino. Ningún atajo conduce al futuro.
Una manada de elefantes se aproximaba despacio al río para beber. Un grupo de turistas occidentales bajaron hasta la barandilla del mirador y las dos mujeres aprovecharon para volver al vestíbulo del hotel. Hong pensaba proponerle que cenasen juntas, pero Ma Li se le adelantó al decirle que tenía la noche ocupada.
—Vamos a pasar aquí dos semanas —le dijo—. Ya tendremos tiempo de hablar de todo lo ocurrido.
—Y de lo que ocurre y ocurrirá —añadió Hong—. Y de todo aquello para lo que aún no tenemos respuesta.
Vio cómo se marchaba Ma Li, que desapareció al otro lado de la piscina. «Hablaré con ella mañana», decidió Hong. «Justo cuando más necesitaba a alguien, se presenta una de mis mejores y más viejas amigas».
Hong cenó sola aquella noche. Un nutrido grupo de miembros de la delegación china compartía mesa en el restaurante, pero ella prefirió la soledad.
En torno a la lamparilla que ardía sobre su mesa danzaban las polillas.
Cuando terminó de cenar, se sentó un rato en el bar, junto a la piscina, a tomarse una taza de té. Varios delegados chinos bebieron más de la cuenta y se les insinuaron a las jóvenes y hermosas camareras que iban y venían entre las mesas. Hong se indignó y se marchó de allí. «En otra China, jamás se habría permitido tal actitud», se dijo iracunda. «Los guardias de seguridad habrían intervenido de inmediato impidiendo que personas que actúan bajo los efectos del alcohol volviesen a representar a China. Tal vez incluso les habría caído una pena de prisión. Ahora no es así. Ahora nadie hace nada».
Se sentó en el porche de su bungalow mientras reflexionaba sobre la arrogancia que emanaba de la creencia de que un sistema de mercado capitalista más libre favorecería el desarrollo. Deng pretendía que la rueda china girara más rápido. En la actualidad, la situación era diferente. «Vivimos bajo la amenaza del sobrecalentamiento, no sólo en el mundo industrial, sino también en nuestros propios cerebros. No somos conscientes del precio que hemos de pagar en forma de ríos envenenados, de un aire que nos asfixia y de millones de personas que huyen desesperadas de las zonas rurales.
»Hubo un tiempo en que acudimos a un país a la sazón llamado Rodesia, con el objeto de apoyar su lucha por la liberación. Ahora, casi treinta años después de dicha liberación, volvemos como colonizadores mal disfrazados. Mi hermano es uno de los que traicionan nuestros viejos ideales. No queda en él el menor residuo de la honorable fe en la fuerza del pueblo y en su bienestar, la misma fe que un día liberó a nuestro propio país».
Cerró los ojos y prestó atención a los sonidos de la noche. Muy despacio, las reflexiones sobre la conversación mantenida con Ma Li abandonaron su mente fatigada.
Estaba a punto de vencerla el sueño cuando oyó un ruido que truncó el canto de las cigarras. El crujido de una rama al quebrarse.
Abrió los ojos y se irguió en la silla. Las cigarras callaron. De pronto, tuvo la certeza de que había alguien merodeando por allí.
Entró a toda prisa en el bungalow y cerró la cristalera. Apagó una lámpara que tenía encendida.
El corazón le latía acelerado: estaba muerta de miedo.
Alguien había estado rondando su bungalow y había quebrado una rama sin querer.
Se dejó caer en la cama, a oscuras, temiendo que apareciese alguien.
Pero no fue así. Después de casi una hora, echó las cortinas y se sentó a la mesa con la intención de escribir la carta que, a lo largo del día, había ido formulando en su cabeza.