La mañana del 7 de marzo de 2006, la Corte Suprema del Pueblo de Pekín le leyó su sentencia de muerte al empresario Shen Wixan. Ya el año anterior le habían impuesto la pena de muerte condicional, en función de su buena conducta. Pese a que, desde entonces, se había conducido de un modo que evidenciaba su profundo arrepentimiento por haber aceptado millones de yuanes en sobornos, el tribunal no pudo modificar su sentencia y conmutarle la pena capital por la de cadena perpetua. La opinión popular sobre los empresarios corruptos con contactos en el Partido Comunista había cobrado una fuerza considerable. El Partido comprendía que era de capital importancia infundir temor en quienes amasaban fortunas increíbles dejándose sobornar.
Shen Wixan tenía cincuenta y nueve años cuando se decidió su ejecución. Había ido ascendiendo hasta convertirse en jefe de un gran consorcio de mataderos que se había especializado en la carne y derivados del cerdo. A fin de conseguir diversas ventajas, los criadores empezaron a ofrecerle dinero y él no tardó en empezar a aceptarlo. En un primer momento, a principios de la década de 1990, fue prudente, sólo aceptaba cantidades pequeñas y evitaba llevar una vida de llamativa ostentación. Hacia finales de los noventa, cuando casi todos sus colegas aceptaban sobornos, fue relajándose y empezó a exigir cantidades cada vez mayores, al tiempo que se complacía en demostrar los lujos que podía permitirse.
Por supuesto, jamás imaginó que él sería el elegido para hacer de cabeza de turco y de advertencia para los demás. Hasta el instante en que entró en la sala de vistas estuvo completamente seguro de que le conmutarían la pena de muerte por otra de prisión que reducirían con el tiempo. Cuando, con su voz quebrada y chillona, el juez pronunció la sentencia definitiva, que implicaba su ejecución en un plazo de cuarenta y ocho horas, Shen Wixan no alcanzaba a comprender. Ninguno de los presentes en la sala se atrevía a mirarlo a los ojos. Cuando los policías se lo llevaron, empezó a protestar, pero para entonces ya era demasiado tarde. Nadie lo escuchó. Lo trasladaron de inmediato a una de las celdas en que custodiaban a los condenados a muerte antes de ser conducidos al lugar donde, solos o junto con otros reos, se los ejecutaba, de rodillas y con las manos atadas a la espalda, de un tiro en la nuca.
En condiciones normales, cuando se trataba de delincuentes condenados a muerte por asesinato, violación o delitos similares, los llevaban directamente después del juicio al lugar de ejecución. Hasta mediados de 1990, la sociedad china había puesto de manifiesto que aceptaba la pena de muerte, pues los condenados eran trasladados en la plataforma descubierta de un camión, a la vista de todos. Las ejecuciones se efectuaban ante un público masivo, que además podía decidir si el reo había de morir o si, por el contrario, la justicia debía mostrar clemencia. Sin embargo, quienes se congregaban ante el cadalso en esas ocasiones no mostraban misericordia alguna. Los hombres y las mujeres que se presentaban ante ellos con los ojos clavados en el suelo y los hombros vencidos debían ser castigados con la muerte. En los últimos años, las ejecuciones empezaron a ponerse en práctica con creciente discreción. No se permitía la presencia de cámaras ni de fotógrafos que documentasen la ejecución, a menos que fuesen controlados por el Estado. Sólo después publicaban los diarios que se había ejecutado la sentencia y que los criminales habían cumplido su pena. Con objeto de no provocar la ira extranjera sin necesidad, no se hacía pública la noticia de la ejecución de delincuentes comunes. Nadie, salvo las autoridades chinas, conocía con exactitud el número de ejecuciones realizadas. Tan sólo se permitía la presencia de público cuando se trataba de casos como el Shen Wixan, que servían para enviar señales de advertencia a otros altos funcionarios y empresarios, al tiempo que atenuaba la animadversión popular hacia una sociedad que posibilitaba ese tipo de corrupción.
Los rumores sobre la ratificación de la pena de muerte de Shen Wixan se difundieron con rapidez en los círculos políticos de Pekín. Una de las personas a cuyos oídos llegó la noticia fue Hong Qui, que oyó la decisión del tribunal tan sólo unas horas antes de que se ejecutase. Había salido de una reunión celebrada con un grupo de mujeres camaradas del Partido cuando sonó el móvil, entonces le pidió al chófer que se detuviese junto a la acera para reflexionar sobre la noticia. Hong no conocía a Shen Wixan, sólo lo había visto hacía unos años en una recepción en la embajada francesa. Shen Wixan no le gustó, intuyó que era un hombre avaricioso y corrupto. Sin embargo, cuando se detuvo el coche, pensó en el hecho de que Shen Wixan era buen amigo de su hermano Ya Ru. Claro que Ya Ru se distanciaría ahora de él y negaría que hubiesen sido más que meros conocidos, pero ella sabía que la realidad era otra.
Tomó la decisión en unos segundos y le pidió al chófer que la llevase hasta la prisión donde Shen había de pasar las últimas horas de su vida. Hong conocía al director de la prisión. Si tenía órdenes de no dejar pasar a nadie a la celda del reo, tampoco a ella le permitirían verlo. Sin embargo, existía la posibilidad de que a ella se lo concediese.
«¿En qué pensará un condenado a muerte?», se preguntó mientras el coche se abría paso por el caótico mar de vehículos. Hong no dudaba de que Shen se encontraría en un estado de conmoción. Decían que era un hombre frío y despiadado, pero, al mismo tiempo, muy cauto. En este caso, no obstante, parecía haber calculado mal las consecuencias de sus actos.
Hong había visto morir a muchas personas. Había asistido a decapitaciones, ahorcamientos, fusilamientos. La ejecución por haber engañado al Estado se le antojaba la muerte más despreciable de cuantas podía imaginar. ¿Quién querría ser enviado al basurero de la historia con un tiro en la nuca? La sola idea la hizo estremecer. Al mismo tiempo, ella no se contaba entre las personas que condenaban la pena de muerte. La consideraba una herramienta necesaria para la protección del Estado y pensaba que era justo que los delincuentes peligrosos se viesen privados del derecho a la vida en una sociedad a la que maltrataban con sus crímenes. Los hombres que violaban o asesinaban para robar no le inspiraban la menor compasión. Aunque fuesen pobres, aunque sus abogados fuesen capaces de enumerar largas listas de circunstancias atenuantes, la vida no consistía, en definitiva, sino en asumir la responsabilidad personal. Quien así no lo hiciera, debía estar dispuesto a enfrentarse a las consecuencias que, en última instancia, suponían la muerte.
El coche se detuvo ante el portón de la cárcel. Antes de que Hong abriese la puerta del coche, escrutó la acera por la ventanilla de cristales ahumados. Vio a varias personas que, supuso, serían periodistas o fotógrafos. Después salió del coche y se apresuró en dirección a la entrada que había en el muro, cerca del gran portón. Un vigilante de la prisión le abrió y le dio paso.
Hubo de aguardar cerca de treinta minutos hasta que, conducida por otro vigilante a través de los laberínticos pasillos del edificio, llegó al despacho del director Ha Nin, que se encontraba en el último piso. Llevaban muchos años sin verse y Hong se sorprendió al comprobar lo mucho que había envejecido.
—Ha Nin —dijo extendiendo ambas manos—. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
Él apretó en sus manos las de ella.
—Hong Qui. Veo canas en tus cabellos, igual que tú las ves en los míos. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
—Cuando Deng pronunció su discurso sobre las racionalizaciones que era necesario aplicar a nuestras fábricas.
—El tiempo vuela.
—Más rápido cuanto mayores nos hacemos. Creo que la muerte nos dará alcance a una velocidad vertiginosa; tanta, que no tendremos tiempo de percatarnos de ello siquiera.
—¿Como una granada de mano sin seguro? ¿Nos estallará en la cara?
Hong atrajo hacia sí las manos de Ha Nin.
—Como el vuelo de una bala al salir del cañón del rifle. He venido para hablar de Shen Wixan.
A Ha Nin no pareció sorprenderle. Hong comprendió que una de las razones por las que la había hecho esperar era para, entretanto, averiguar cuál podía ser el motivo de su visita. Sólo había una respuesta, no podía tratarse más que de ese condenado a muerte. Tal vez incluso hubiese llamado a alguien del Ministerio del Interior para recibir instrucciones sobre cómo tratar a Hong. Se sentaron a una mesa de reuniones bastante estropeada. Ha Nin encendió un cigarrillo y Hong fue derecha al grano. Quería visitar a Shen, despedirse y preguntarle si había algo que pudiese hacer por él.
—Resulta muy extraño —opinó Ha Nin—. Shen conoce a tu hermano. Le ha suplicado que intente salvarle la vida, pero Ya se niega a hablar con él y asegura que la sentencia es merecida. Y ahora vienes tú, la hermana de Ya Ru.
—Un hombre que merece morir no tiene por qué merecer que se le niegue un último deseo o que no se escuchen sus últimas palabras.
—Me han dado permiso para concederte que lo visites. Si él quiere.
—¿Y quiere?
—No lo sé. El médico de la prisión está en su celda en estos momentos, hablando con él.
Hong asintió y se dio la vuelta, dando a entender que no deseaba continuar la conversación.
Otros treinta minutos más tarde llamaron a Ha Nin a la antesala de su despacho y, cuando volvió, le comunicó a Hong que Shen estaba dispuesto a recibirla.
Regresaron al laberinto y se detuvieron en el pasillo con doce celdas, en las que custodiaban a los presos que iban a ser ejecutados y entre los que se encontraba Shen.
—¿Cuántos hay? —preguntó Hong quedamente.
—Nueve. Dos mujeres y siete hombres. Shen es el principal, el peor de los delincuentes. Las mujeres se han dedicado a la prostitución, a los hombres les han imputado robo por homicidio y tráfico de drogas. Todos ellos son individuos incorregibles de los que nuestra sociedad puede prescindir.
Hong experimentó una desagradable sensación mientras recorría el pasillo y atisbaba a los seres humanos allí encerrados, lamentándose, balanceándose de un lado a otro sentados o apáticos y tumbados en sus camas. «¿Habrá algo más aterrador que saber que vas a morir en breve?», se preguntó. «Los minutos están contados, no hay salida, tan sólo la sonda que va descendiendo, la muerte que se prepara».
Shen estaba encerrado en la última celda del pasillo, justo donde éste terminaba. Su habitual larga y abundante cabellera negra había desaparecido, pues lo habían rapado al cero. Vestía un uniforme azul de presidiario compuesto de unos pantalones demasiado grandes y una camisa demasiado pequeña. Ha Nin se retiró para que uno de los vigilantes abriera la puerta de la celda. Una vez dentro, Hong percibió la angustia y el pánico que impregnaban el breve espacio de la celda. Shen le agarró la mano y se puso de rodillas.
—No quiero morir —se lamentó en un susurro.
Hong le ayudó a sentarse en la cama, donde había un colchón y una manta. Luego arrastró un taburete y se sentó frente al prisionero.
—Tienes que ser fuerte —lo animó—. Eso es lo que recordará la gente. Que morirás con dignidad. Se lo debes a tu familia. Nadie puede salvarte, ni yo ni ninguna otra persona.
Shen la observó con los ojos desorbitados.
—Pero yo no hice nada que no hayan hecho todos los demás.
—No todos, pero sí muchos, tienes razón. Debes admitir lo que hiciste en lugar de humillarte aún más mintiendo.
—¿Y por qué tengo que morir yo precisamente?
—Podría haber sido cualquiera. Pero te tocó a ti. Al final, todos aquellos que son incorregibles sufrirán el mismo destino.
Shen se miró las manos temblorosas y meneó la cabeza.
—Nadie quiere hablar conmigo. No es sólo que vaya a morir, es como si, además, estuviese solo en el mundo. Ni siquiera mi familia quiere venir a visitarme. Es… como si ya estuviera muerto.
—Tampoco Ya Ru ha venido.
—No lo entiendo.
—En realidad, estoy aquí por él.
—Pues yo no quiero ayudarle.
—Te equivocas. Ya Ru no necesita ayuda. Él se libra de todo negando cualquier relación contigo. En la suerte que te ha tocado correr, se incluye el hecho de ser vilipendiado por todos. Ya Ru no es ninguna excepción.
—¿Es eso cierto?
—Estoy diciéndote la verdad. Ahora bien, hay algo que yo puedo hacer por ti. Puedo facilitarte la venganza si me hablas con detalle de tu relación con Ya Ru.
—Pero ¡si es tu hermano!
—Un lazo familiar que lleva roto muchos años. Ya Ru es peligroso para este país. La sociedad china se fundó partiendo de la premisa de la honradez individual. El socialismo no puede funcionar y crecer si no hay decencia ciudadana. La gente como tú y como Ya Ru no sólo os corrompéis a vosotros mismos, sino a toda la sociedad.
Shen terminó por comprender cuál era el objetivo de la visita de Hong, que, por cierto, pareció infundirle renovada fuerza y, por un instante, adormeció el pánico que lo invadía. Hong sabía que Shen podía volver a caer de nuevo y que la angustia ante la muerte podía paralizarle e impedirle contestar a sus preguntas. De ahí que lo acuciase como si lo estuviesen sometiendo a un nuevo interrogatorio policial.
—Aquí estás, encerrado en una celda esperando la muerte, mientras que Ya Ru se pasa el tiempo en su despacho del rascacielos que él mismo llama la Montaña del Dragón. ¿Es eso lógico?
—Él podría ocupar mi lugar.
—Corren rumores sobre él, pero Ya Ru es muy habilidoso. Nadie parece hallar el menor rastro de su paso por ninguna parte.
Shen se le acercó y bajó la voz.
—Sigue el rastro del dinero.
—¿Adónde conduce?
—A las personas que le prestaron grandes sumas para que pudiera construir su fortaleza. ¿De dónde crees que recibió tantos millones?
—De sus inversiones en distintas empresas.
—¿De las destartaladas instalaciones donde fabrica ranas de plástico con las que los niños occidentales juegan en la bañera? ¿Del patio trasero de las barracas donde sus empleados cosen zapatos y camisetas? Ni siquiera con los hornos de fabricación de ladrillos gana tanto dinero.
Hong frunció el entrecejo, sorprendida.
—¿Acaso tiene Ya Ru intereses en fábricas de ladrillo? Acabamos de enterarnos de que allí tratan a los empleados como esclavos; que, cuando no rinden lo suficiente, los castigan quemándolos.
—A Ya Ru le advirtieron lo que iba a pasar. Y se deshizo de esas fábricas antes de que la policía empezase con sus redadas. En eso consiste la clave de su éxito, siempre le avisan con antelación. Tiene espías por todas partes.
De repente, Shen se apretó las manos contra el estómago, como si le hubiese sobrevenido un dolor repentino. Hong vio la angustia pintada en su rostro y, por un instante, estuvo a punto de sentir cierta compasión. Shen no contaba más de cincuenta y nueve años y tenía a sus espaldas una brillante carrera, pero ahora iba a perderlo todo; no sólo el dinero, sino también la buena vida que se había procurado, el oasis que se había construido para sí y para su familia en medio de tanta pobreza. Cuando lo detuvieron y lo acusaron, los diarios, indignados y satisfechos a un tiempo, publicaron con todo lujo de detalles cómo sus dos hijas solían volar a Tokio o a Los Ángeles para comprarse ropa. Hong recordaba aún un titular, seguramente redactado por los servicios secretos y el Ministerio del Interior. SE TRATA DE ROPA ADQUIRIDA CON LOS AHORROS DE LOS POBRES CAMPESINOS. Los medios de comunicación repetían una y otra vez aquel titular. Se publicaron cartas de los lectores, también escritas, claro está, por los mismos periódicos y controladas por los funcionarios que, en las más altas esferas, ejercían de responsables de los efectos políticos del juicio contra Shen. Los lectores propusieron que descuartizasen el cuerpo de Shen y lo arrojasen a los cerdos. La única manera de castigarlo era convertirlo en comida para esos animales.
—Yo no puedo salvarte —insistió Hong—. Pero sí darte la posibilidad de que arrastres a otros contigo. Me han concedido treinta minutos para hablar contigo. Pronto habrán pasado. ¿Decías que le siguiese la pista al dinero?
—A veces lo llaman «Mano amarilla».
—¿A qué se refieren?
—¿Acaso puede tener más de un significado? Es el intermediario dorado, el que convierte en blanco el dinero negro, el que saca el dinero de China y lo coloca en distintas cuentas sin que el fisco tenga la menor idea de qué sucede. Se lleva el quince por ciento de todas las transacciones que realiza. Y, además, lava el dinero que circula por Pekín; todas las casas y los estadios que se construyen, todos los preparativos que se están haciendo para las Olimpiadas que se celebrarán dentro de dos años.
—¿Puedes probar algo de eso?
—Hacen falta dos manos —dijo Shen despacio—. La que recibe y también la que está dispuesta a dar. ¿Es normal que condenen a muerte a la otra mano, a la que está dispuesta a ofrecer el maldito dinero para obtener ventajas? Casi nunca lo hacen. ¿Por qué uno comete mayor delito que otro? Por eso te digo que busques el rastro del dinero. Empieza por Chan y Lu, los constructores. Tienen miedo, hablarán para protegerse. Y te contarán cosas asombrosas.
Shen guardó silencio. Hong pensaba en cómo, lejos de las noticias de los diarios, se libraba una batalla entre aquellos que querían conservar el barrio antiguo del centro de Pekín, ahora amenazado por la celebración de los Juegos Olímpicos, y aquellos otros que, con todas sus fuerzas, deseaban derribarlo todo para construir nuevas viviendas. Ella se contaba entre los que defendían con todas sus fuerzas la conservación del barrio antiguo y, en varias ocasiones, había argumentado indignada que no era sólo por razones sentimentales. Desde luego que podían construir nuevas residencias y renovar las existentes, pero no permitir que intereses a corto plazo, como los Juegos Olímpicos, decidiesen cuál había de ser el aspecto de la ciudad.
Los Juegos Olímpicos se inauguraron por primera vez en 1896, recordó Hong. «Hace muy poco tiempo», razonó. «Apenas cien años. Ni siquiera sabemos si es realmente una tradición nueva o si sólo durará unos años, quizás un par de centurias o algo así. Hemos de recordar las sabias palabras de Zhou Enlai cuando le preguntaron cuáles serían las enseñanzas de la Revolución Francesa para nuestro tiempo. Zhou respondió que aún era demasiado pronto para forjarse una opinión definitiva».
Hong comprendió que con sus preguntas había logrado que, por unos minutos, Shen olvidase totalmente que la ejecución estaba cada vez más cerca. El hombre retomó la palabra:
—Ya Ru es un hombre muy vengativo. Dicen que jamás olvida una afrenta, por pequeña que sea. Él mismo me contó que considera a su familia como una dinastía propia cuyo recuerdo debe preservarse; de modo que ten cuidado, procura que no vea en ti a una renegada que traiciona el honor de la familia. —Shen parecía concentrado en ella—. Ya Ru mata a quien le causa problemas. Lo sé. Pero, ante todo, a quien se burla de él. Dispone de unos cuantos hombres a los que recurre cuando es necesario. Aparecen de entre las sombras y se esfuman con la misma rapidez con que llegaron. No hace mucho oí que había enviado a uno de ellos a Estados Unidos. Dicen que los cadáveres seguían en el lugar del crimen cuando él ya había regresado a Pekín. Y también ha estado en Europa.
—¿Estados Unidos? ¿Europa?
—Eso dicen.
—¿Y dicen la verdad?
—Los rumores siempre son verdad. Cuando se les limpia de mentiras y de excesos, siempre queda un núcleo de verdad. Y eso es lo que uno debe buscar.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—El poder que no se basa en el conocimiento y en el flujo constante de información a la larga resulta imposible de defender.
—Pues a ti no te ayudó.
Shen no respondió. Hong reflexionaba sobre lo que le había revelado. No salía de su asombro.
Asimismo, recordó lo que la jueza sueca le había contado. Reconoció al hombre de la fotografía que Birgitta Roslin le había mostrado; aunque estaba borrosa, no cabía la menor duda de que se trataba de Liu Xin, el guardaespaldas de su hermano. ¿Existiría alguna relación entre lo que Birgitta Roslin le había contado y lo que acababa de descubrirle Shen? ¿Era posible? En tal caso, Ya Ru había hecho algo sorprendente. ¿Lo dominaba realmente un deseo de venganza tan irrefrenable que ni siquiera podían pararlo los cien años transcurridos?
El vigilante que aguardaba en el pasillo volvió para anunciarle que se había agotado el tiempo. De repente, Shen palideció y le agarró el brazo.
—No me dejes —le suplicó—. No quiero estar solo a la hora de morir.
Hong se zafó de sus manos, pero Shen empezó a gritar. Era como un niño aterrorizado. El vigilante lo arrojó contra el suelo. Hong salió de la celda y se marchó a toda prisa. Los gritos desesperados de Shen la perseguían. Oyó cómo resonaban en su cabeza hasta que regresó al despacho de Ha Nin.
Entonces adoptó por fin una decisión. No dejaría solo a Shen en el último instante de su vida.
Poco antes de las siete de la mañana del día siguiente, Hong se encontraba en el lugar cercado que se utilizaba para las ejecuciones. Según había oído, allí realizaban sus prácticas los militares antes de atacar Tiananmen, hacía ya quince años. Ahora, en cambio, iban a utilizarlo para ejecutar a nueve criminales. Hong se colocó entre los familiares que se lamentaban helados de frío, detrás de la cerca. Un grupo de jóvenes soldados con las armas prestas en la mano los vigilaban. Hong observó al joven que le quedaba más cerca. No tendría más de diecinueve años.
Se preguntó qué estaría pensando el soldado. Tenía la edad de su hijo.
Un camión cubierto con una lona entró en la zona de ejecución. Los nueve condenados bajaron del remolque, acuciados por los impacientes empellones de los soldados. A Hong siempre le había llamado la atención que, en estos casos, todo tuviese que suceder tan deprisa. La muerte en el frío y húmedo descampado no revestía la menor dignidad. Vio a Shen caer de bruces cuando lo obligaron a bajar. Guardaba silencio, pero Hong se dio cuenta de que estaba llorando. En cambio, una de las mujeres gritaba a voz en cuello. Uno de los soldados la reprendió, pero ella siguió gritando hasta que un oficial se acercó y la golpeó en el rostro con la culata de la pistola. Entonces la mujer dejó de lamentarse y la arrastraron hasta su puesto en la fila. Los obligaron a arrodillarse. Los soldados que llevaban los rifles se apresuraron a ocupar sus posiciones detrás de los reos. La boca del rifle quedaba a unos treinta centímetros de sus nucas. Todo sucedió muy deprisa. Un oficial rugió la orden, efectuaron los disparos y los muertos cayeron de bruces hundiendo sus rostros en el frío barro. Cuando el oficial pasó ante ellos para darles el tiro de gracia, Hong volvió el rostro. Ya no necesitaba ver más. «Esos dos disparos se les facturarán a los supervivientes», se dijo. «Las balas mortales han de pagarse».
Durante los días que siguieron a la ejecución estuvo pensando en lo que Shen le había dicho sobre el deseo de venganza de Ya Ru. Sus palabras no dejaban de resonar en su mente. Sabía que nunca había dudado en recurrir a la violencia. Brutal, casi sádicamente. En alguna ocasión llegó a pensar que su hermano era, en el fondo, un psicópata. Gracias a las confidencias del difunto Shen, tal vez consiguiese averiguar quién era su hermano.
Había llegado el momento. Debía ir a hablar con alguno de los fiscales que se encargaban sólo de casos de corrupción.
Hong no lo dudó un instante. Shen le había dicho la verdad.
Tres días después, ya entrada la noche, Hong aterrizó en una base aérea militar a las afueras de Pekín. Dos grandes aviones de pasajeros de Air China aguardaban a una delegación compuesta por cerca de cuatrocientas personas que iban a visitar Zimbabue.
Hong se enteró de que también ella haría ese viaje a principios de diciembre. Su misión consistía en mantener conversaciones sobre una colaboración más profunda entre los servicios secretos chinos y los del país africano. Una colaboración que, en esencia, se basaría en que los chinos transmitirían conocimientos y tecnología a sus colegas africanos. Hong se alegró al recibir la noticia, pues nunca había visitado el continente africano.
Se contaba entre los pasajeros más insignes, de modo que tenía reservado un asiento en la sección anterior del avión, que eran más amplios y cómodos. Cuando el avión despegó, les sirvieron el almuerzo, y después de comer y con las luces apagadas, Hong se durmió.
La despertó alguien que fue a ocupar el asiento vacío que había a su lado. Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro sonriente de Ya Ru.
—¿Sorprendida, querida hermana? Claro que no viste mi nombre en la lista de delegados que te remitieron, por la sencilla razón de que no figuran en ella todos los nombres. Aunque yo sí sabía que te encontraría aquí.
—Debería haber adivinado que no dejarías que esta oportunidad se te escapase de las manos.
—África es una parte del mundo. Ahora que los poderes occidentales están abandonando el continente, es normal que aparezca China de entre bastidores. Auguro grandes éxitos para nuestra patria.
—Y yo veo que China se aparta cada vez más de sus ideales.
Ya Ru alzó las manos en señal de protesta.
—Por favor, ahora no, a medianoche… El mundo duerme a muchos metros bajo nuestros pies. Quizás en estos momentos estemos volando sobre Vietnam, o quién sabe si no habremos llegado ya más lejos. No discutamos. Es mejor que nos durmamos. Las preguntas que quieras plantearme pueden esperar. ¿O tal vez no son preguntas, sino acusaciones?
Ya Ru se levantó y se marchó por el pasillo hasta la escalerilla que conducía al piso superior, justo detrás del morro del avión.
«No sólo viajamos en la misma nave», observó Hong para sí. «Además, llevamos con nosotros nuestro propio campo de batalla, en el que la contienda está lejos de darse por resuelta».
Volvió a cerrar los ojos. Pensó que sería imposible evitarlo. «Se acerca el momento en que la enorme grieta abierta entre nosotros ni puede ni debe ocultarse por más tiempo. Como tampoco la enorme grieta que ha resquebrajado el Partido Comunista. La gran contienda coincide con esta otra batalla menor».
Logró conciliar el sueño poco a poco. No estaría en condiciones de medir sus fuerzas con las de su hermano sin antes haber descansado bien.
En la parte superior del avión, Ya Ru volaba despierto, con una copa en la mano. Finalmente había admitido para sí que odiaba a su hermana Hong. Debía hacerla desaparecer. Había dejado de pertenecer a la familia que él adoraba. Se inmiscuía demasiado a menudo en asuntos que no le incumbían. La víspera del viaje, Ya Ru supo por uno de sus contactos que Hong había ido a visitar a uno de los fiscales que dirigía la investigación del caso de soborno. Y estaba convencido de que su hermana había hablado de él.
Además, su amigo, el alto cargo policial Chan Bing, le reveló que Hong se había interesado por una jueza sueca que había estado de visita en Pekín. Ya Ru decidió que volvería a hablar con Chan Bing a su regreso de África.
Hong le había declarado la guerra. Pensó que su hermana la perdería antes de que hubiese empezado siquiera.
Ya Ru no vacilaba lo más mínimo, y eso lo sorprendió. Ya nada podía interponerse en su camino. Ni siquiera su querida hermana, que volaba en el piso de abajo, en el mismo avión que él.
Se acomodó en el asiento, que se convertía en cama, y no tardó en dormirse.
A sus pies se extendía el océano Índico y, más allá, la costa africana, aún envuelta en las tinieblas.