A cincuenta kilómetros al oeste de Pekín, no muy lejos de las ruinas del palacio del Emperador Amarillo, había una serie de edificios de color gris rodeados de un muro que, en ciertas ocasiones, utilizaba la cúpula del Partido Comunista Chino. Dichos edificios, que por fuera daban la impresión de ser muy modestos, constaban de varias salas de conferencias de grandes dimensiones, cocina y restaurante, y estaban rodeados de un gran parque donde los convocados a alguna reunión podían estirar las piernas o mantener discretas conversaciones privadas. Tan sólo quienes pertenecían a las más íntimas esferas del Partido Comunista sabían que aquel complejo, al que sólo se aludía con el nombre de Emperador Amarillo, era el que se utilizaba para negociaciones cruciales relativas al futuro de China.
Y eso fue lo que pasó aquel día de invierno de 2006. Muy temprano por la mañana llegaron hasta allí una serie de coches de color negro que, a gran velocidad, atravesaron las puertas que cortaban el muro y que no tardaron en cerrarse nuevamente. En la chimenea de la gran sala de reuniones ardía un generoso fuego. Los convocados eran diecinueve hombres y tres mujeres. La mayor parte de ellos contaba más de sesenta años, los más jóvenes rondaban los treinta y cinco. Todos se conocían de ocasiones anteriores. Juntos constituían la elite que, en la práctica, gobernaba China, tanto en lo político como en lo económico. Los únicos que faltaban eran el presidente del país y el alto mando militar. Ellos eran, en efecto, a quienes los participantes de aquella reunión debían rendir cuentas y presentar las propuestas acordadas una vez concluida la reunión.
Un solo punto figuraba en el orden del día de hoy. Dicho punto se había formulado en el mayor de los secretos y cuantos allí se habían congregado habían hecho voto de silencio al respecto. La persona que rompiese aquel voto de silencio podía estar segura de que desaparecería de la vida pública sin dejar rastro.
En una de las salas privadas daba inquietos paseos un hombre de unos cuarenta años de edad. Llevaba en la mano el discurso que había estado preparando durante meses y que debía pronunciar aquella mañana. Sabía que era uno de los documentos más importantes que se habían presentado nunca ante la cúpula del Partido Comunista desde que China se independizó en 1949.
El presidente de China le había encomendado la misión a Yan Ba hacía dos años, cuando, un día, recibió un mensaje en la Universidad de Pekín, donde trabajaba como investigador, según el cual el presidente del país quería hablar con él. El mandatario le encargó el cometido a solas, sin la presencia de ninguna otra persona. Desde aquel día lo liberaron de su tarea docente. Le asignaron un equipo de colaboradores formado por treinta personas. El proyecto debía llevarse a cabo en el mayor de los secretos, siempre vigilado por los servicios de seguridad personales del presidente. El texto del discurso se había redactado en un único ordenador, el que pusieron a disposición de Yan Ba. Y nadie salvo él tenía acceso al texto que ahora sostenía en su mano.
Ningún ruido se filtraba desde fuera por aquellas paredes. Decían que la habitación había sido en otro tiempo un dormitorio, utilizado por Jiang Qing, esposa de Mao Zedong, que después de la muerte del Gran Timonel fue detenida junto con otras tres personas, lo que se llamó «la Banda de los Cuatro», fue juzgada y después se suicidó en la cárcel. Jiang Qing exigía siempre el más absoluto silencio en el lugar donde dormía. Albañiles y pintores viajaban con antelación para insonorizar su dormitorio mientras un equipo de soldados iba eliminando a todos los perros que ladraban en las proximidades del lugar donde iba a alojarse, aunque fuese por una breve temporada.
Yan Ba miró el reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez. Debía pronunciar su discurso a las nueve y cuarto en punto. A las siete de la mañana se había tomado una pastilla que le había dado su médico para que se tranquilizase sin quedar aturdido. Y, en efecto, ya empezaba a notar que sus nervios iban cediendo. Si aquello que había escrito en el documento llegaba a hacerse realidad un día, las consecuencias serían tremendas para el mundo entero, no sólo para China. Sin embargo, nadie llegaría a saber nunca que fue él quien sintetizó y dio forma a las propuestas aplicadas. Él, simplemente, volvería a su cátedra y a sus alumnos. Recibiría mejor salario; de hecho, ya se había mudado a un apartamento más amplio, situado en mejor zona, en el centro de Pekín. El voto de silencio que había jurado cumplir lo ataba para toda la vida. La responsabilidad, la crítica y quizá también las alabanzas por lo que sucediese recaerían sobre los políticos responsables que lo gobernaban tanto a él como a todos los ciudadanos chinos.
Se sentó junto a la ventana y se tomó un vaso de agua. «Los grandes cambios no se deciden en el campo de batalla», se dijo. «Se fraguan en salas cerradas en las que personas muy poderosas deciden qué dirección ha de tomar el desarrollo. El presidente de China es, junto con el de Estados Unidos y el de Rusia, el hombre más poderoso del mundo. Ahora se enfrenta a grandes decisiones. Los aquí reunidos son sus oídos. Ellos han de escuchar por él y emitir un juicio. Poco a poco, el resultado irá filtrándose desde las dependencias del Emperador Amarillo hasta el mundo exterior».
Yan Ba recordaba un viaje que había emprendido hacía unos años junto con un amigo geólogo. Fueron a la lejana región montañosa que albergaba el nacimiento del Yangtsé. Siguieron el sinuoso y cada vez más angosto lecho del río, hasta el punto en que quedaba reducido a finísimos arroyuelos de agua. Una vez allí, su amigo puso el pie de través en la débil corriente y declaró:
—Mira, estoy deteniendo el curso del poderoso río Yangtsé.
El recuerdo de aquel suceso lo había acompañado durante los duros meses que dedicó a preparar su discurso sobre el futuro de China. En efecto, en su mano estaba ahora cambiar el curso venidero del gran río. La gigantesca China empezaría su andadura en otra dirección, distinta del camino marcado durante los últimos decenios.
Yan Ba tomó la lista de los asistentes, que ya empezaban a acudir a la sala. Conocía todos los nombres de ocasiones anteriores y no dejaba de asombrarle el hecho de que justamente él, tan insignificante, reclamase ahora la atención y el tiempo de aquella gente. Era un grupo constituido por las personas más poderosas de toda China. Políticos, algunos militares, economistas, filósofos y, desde luego, los llamados «mandarines grises», que diseñaban las estrategias políticas que se sometían a las pruebas de la realidad. Contaría además con la asistencia de algunos de los principales analistas de asuntos exteriores, así como representantes de las más destacadas organizaciones de seguridad del país. Muchos de los asistentes se reunían periódicamente, otros tenían poco contacto entre sí, o ninguno. No obstante, todos ellos se incluían en la ingeniosa red que constituía el centro del poder del reino chino y sus más de mil millones de habitantes.
La puerta lateral se abrió silenciosa y una sirvienta vestida de blanco entró con la taza de té que había pedido. La muchacha era muy joven y hermosa. Sin pronunciar una palabra, dejó la bandeja y salió de la habitación.
Llegado el momento, Yan Ba contempló su rostro en el espejo y le sonrió a su imagen. Ya estaba preparado para poner el pie y determinar el curso del río.
Yan Ba se sentó en la tribuna en medio del más absoluto silencio. Ajustó el micrófono, ordenó los folios y miró al público que entreveía en la semipenumbra de la sala.
Comenzó a hablar del futuro. La razón por la que estaba allí, por la que el presidente y el Politburó lo habían requerido para explicar los grandes cambios necesarios. Y les reveló lo que le había dicho el presidente cuando le encomendó aquella misión.
—Hemos alcanzado un punto en que es preciso enfrentarse a una nueva y dramática encrucijada. Si no lo hacemos y si no elegimos lo correcto, existe un gran riesgo de que estalle el caos en distintas regiones del país. Ni siquiera la lealtad de los militares podrá detener a cientos de millones de campesinos iracundos cuando éstos decidan rebelarse.
Así era como Yan Ba había entendido su misión. China arrostraba una amenaza que debía encarar con contramedidas inteligentes y audaces. De lo contrario, el país se vería abocado al mismo caos vivido en tantas ocasiones anteriores a lo largo de su historia.
Tras aquellos hombres y aquellas pocas mujeres que asistían sentados a la media luz de la sala se ocultaban cientos de millones de campesinos que esperaban impacientes hacer suya la posibilidad de otra vida, como había hecho la creciente clase media de las zonas urbanas. Su paciencia se agotaba e iba transformándose en una ira inconmensurable expresada en repentinos estallidos en que exigían acción. Había llegado el momento, la manzana no tardaría en caer del árbol y, si nadie la recogía, terminaría pudriéndose.
Yan Ba comenzó su discurso formando con las manos una simbólica encrucijada. «Nos hallamos aquí», declaró. «Nuestra gran revolución nos trajo a un punto que nuestros padres no tuvieron oportunidad de soñar siquiera. Por un instante, podemos detenernos en esta encrucijada y darnos la vuelta. Allá lejos atisbamos la miseria y el sufrimiento del que venimos. No está tan lejos como para que la generación que nos precede no recuerde el dolor de vivir igual que ratas. La época en que los ricos latifundistas veían al pueblo como alimañas sin alma que no servían más que para llevar su carga hasta morir como culis o pobres siervos sin tierra. Podemos y debemos admirarnos de lo que hemos conseguido bajo la dirección de nuestro gran partido y de los distintos líderes que nos han conducido por vías distintas pero siempre acertadas. Sabemos que la verdad es cambiante, que debemos adoptar nuevas decisiones para que sobrevivan las viejas directrices de socialismo y solidaridad. La vida no espera, se nos imponen exigencias siempre nuevas y debemos encontrar nuevos conocimientos y hallar nuevas soluciones a los nuevos problemas. Sabemos que nunca alcanzaremos un paraíso que sea eternamente nuestro. Si nos lo creemos, el paraíso se convertirá en una trampa. No existe realidad sin combate, futuro sin lucha. Hemos aprendido que la oposición entre las clases resurge siempre, del mismo modo en que las circunstancias cambian en el mundo, los países pasan de una posición de fuerza a otra de debilidad antes de volver a la primera. Mao Zedong solía decir que bajo el cielo reinaba un gran desasosiego y sabemos que tenía razón y que nos hallamos en un barco que nos exige navegar por vías marítimas de cuya profundidad nada sabemos de antemano. Pues también el fondo marino se mueve, también en lo invisible existen amenazas contra nuestra existencia y nuestro futuro».
Yan Ba pasó la hoja. Percibía la absoluta concentración reinante. Nadie se movía, todos ansiaban que continuase. Había calculado en cinco horas la duración del discurso. Y eso era también lo que se les había dicho a los asistentes. Cuando informó al presidente de que estaba listo y el discurso preparado, éste le aseguró que no se permitiría ninguna interrupción. Los asistentes debían permanecer en sus puestos las cinco horas.
—Han de ver el todo —observó el presidente—. El todo no puede dividirse. Con cada pausa existe el riesgo de que surja la duda, de que se produzcan grietas en la comprensión global del imperativo que determina lo que hemos de hacer.
Continuó toda la hora siguiente con una revisión histórica de las profundas transformaciones sufridas por China no sólo en la última centuria, sino durante todos los siglos pasados, desde que el emperador Qin sentó las bases de la unificación del país. Era como si el Reino del Centro se hubiese fundido gracias a una larga serie de cargas explosivas colocadas secretamente. Tan sólo los mejores, los dotados de la visión más perspicaz, pudieron prever los instantes en que iban a producirse las voladuras. Algunos de esos hombres, entre los que se contaban Sun Yatsen y, desde luego, Mao, tuvieron lo que el pueblo inculto consideraba casi una capacidad mágica de adivinar el futuro y provocar ellos mismos las explosiones que algún otro —que podemos llamar la Némesis, la divina venganza de la Historia— colocó a lo largo del camino invisible del hombre chino.
Yan Ba se ciñó la mayor parte del tiempo, como es lógico, a Mao y su época, pues era inevitable. En efecto, con Mao se estableció la primera dinastía comunista. Y no es que se utilizase la denominación de dinastía, claro está, pues habría constituido una asimilación repugnante con el precedente imperio del terror, pero todos sabían que bajo esa luz veían a Mao los campesinos pobres que llevaron a cabo la revolución. Mao era un emperador; cierto que permitía que la gente normal y corriente entrase en la Ciudad Prohibida y no la obligaba a apartar la vista cuando él pasaba, por lo que no corrían el riesgo de morir decapitados si miraban al Gran Líder, al Gran Timonel, mientras éste saludaba desde un estrado remoto o nadaba en alguno de los caudalosos ríos. Había llegado el momento, explicó Yan Ba, de retomar a Mao y, con humildad, admitir que tenía razón en sus previsiones de cuál sería el desarrollo, el que ahora se estaba viviendo, pese a que llevaba muerto treinta años exactamente. Su voz seguía viva, tenía la capacidad del adivino, del vaticinador y, ante todo, del científico, para ver el futuro, para arrojar una luz propia al espacio tenebroso en que los decenios venideros, las explosiones venideras, se prepararían con las fuerzas de la historia.
Mas ¿en qué había acertado Mao? También había errado mucho. El líder de la primera dinastía comunista no siempre consideró y trató a su tiempo como debía. Él encabezaba la marcha cuando se liberó el país, aquella primera y larga marcha a través de las montañas que se vio sustituida después por otra marcha muy larga, tan larga y trabajosa como la primera como mínimo: el camino para salir del feudalismo y entrar en una sociedad industrial y una sociedad campesina colectivizada donde hasta el más pobre de los pobres tuviese derecho a unos pantalones, una camisa, un par de zapatos y, por supuesto, a ser respetado y valorado como ser humano. El sueño de la libertad, el verdadero contenido espiritual de la lucha por la liberación, aseguró Yan Ba, consistía en el derecho a que incluso el campesino más pobre pudiese soñar sus propios sueños de un futuro mejor sin correr el riesgo de que un odioso latifundista le cortase la cabeza. Ellos, los latifundistas, serían ahora decapitados; ahora sería su sangre y no la de los pobres campesinos la que regara la tierra.
Pero Mao se equivocó al decir que China sería capaz de dar un gran salto económico en pocos años. Sostenía que las industrias del metal estarían tan cerca unas de otras que las humaredas de sus chimeneas se fundirían unas con otras. El gran salto que llevaría a China al presente y al futuro fue un error de proporciones descomunales. Así, en lugar de trabajar en las grandes industrias, la gente fundía viejas cacerolas y tenedores en primitivos hornos situados en la parte trasera de sus casas. El gran salto no se produjo, cayó el listón, porque se había colocado demasiado alto. Nadie podía negar ya, por más que los historiadores chinos debiesen aplicar mesura a la hora de tratar ese periodo, que millones de personas murieron de hambre. Fue un periodo en que la dinastía de Mao empezó a asemejarse, durante unos años, a las viejas dinastías imperiales. Mao se encerró en sus dependencias de la Ciudad Prohibida, jamás aceptó el fracaso del gran salto, nadie podía hablar de ello. Sin embargo, nadie sabía tampoco qué pensaba el propio Mao. En los escritos del Gran Timonel había siempre un tema que brillaba por su ausencia, él escondía sus más hondos pensamientos, nadie sabe si Mao se despertaba a las cuatro de la madrugada, a la hora más solitaria, preguntándose por el desastre que había ocasionado. Durante esa hora de vigilia, ¿vería las sombras de aquellos que morían de hambre sacrificados en el altar de un sueño imposible, el sueño del gran salto?
Lo que sucedió, en cambio, fue que Mao emprendió el contraataque. ¿El contraataque contra qué?, Yan Ba formuló en este punto aquella pregunta retórica, y tardó unos segundos en responder. El contraataque contra su propia derrota, su propia política errónea, y el peligro de que en algún lugar, en las sombras, se engendrase entre murmullos un golpe. La gran contrarrevolución, el reto de Mao de «bombardear el cuartel general», una nueva carga explosiva, podría decirse, eso fue la reacción de Mao a lo que veía a su alrededor. Movilizó a la juventud, como suele hacerse en estados de guerra. No había diferencia alguna entre el modo en que Mao utilizó a la juventud y el modo en que Francia, Inglaterra y Alemania movilizaron a la de sus países cuando emprendieron la marcha al campo de batalla de la primera guerra mundial, donde ellos morirían y sus sueños se ahogarían en el blando barro. De la Revolución Cultural no había mucho que decir, fue el segundo error de Mao, una venganza casi personal contra las fuerzas sociales que lo retaban.
Por aquel entonces, Mao había empezado a envejecer y la cuestión de la sucesión siempre ocupaba el primer lugar en su orden del día. Cuando Lin Biao, el elegido, resultó ser un traidor y se estrelló en el avión en el que huía a Moscú, Mao empezó a perder el control. Pero hasta el último momento estuvo advirtiendo de los retos a aquellos que habían de sobrevivirle. Surgirían nuevas luchas de clase, nuevos grupos que buscarían privilegios a costa de otros. En palabras de Mao, siempre repetidas como un mantra, «lo uno se vería sustituido por lo opuesto, como de costumbre». Tan sólo el necio, el ingenuo, aquel que se negase a ver lo que todos veían, podría creer que el camino futuro de China estaba determinado de una vez para siempre.
Ahora, prosiguió Yan Ba, Mao, nuestro gran líder, lleva treinta años muerto. Resulta que tenía razón, pero él no pudo definir la naturaleza de las luchas que él anunció que se producirían. Tampoco lo intentó, pues sabía que era imposible. La historia no es capaz de dar información exacta sobre el futuro, sino que más bien nos muestra que nuestra capacidad de prepararnos para los cambios es limitada.
Yan Ba notó que el auditorio seguía escuchando sus palabras muy concentrado. Ahora, una vez terminada la introducción histórica, sabía que serían más sensibles a su discurso. Muchos ya habrían intuido lo que diría. Eran personas inteligentes con un profundo conocimiento de los grandes retos y amenazas que encerraban las fronteras de China. Pero ahora iba a definirse la política de los dramáticos cambios que aguardaban al país. Yan Ba era consciente de estar pronunciando uno de los discursos ejemplares más importantes de la historia de la nueva China. Un día, el presidente repetiría sus palabras.
Había un pequeño reloj colocado discretamente junto a la lámpara de la tribuna. Yan Ba inició la segunda hora de su discurso describiendo la situación actual del país y los cambios que se presentaban como necesarios. Describió el creciente abismo que se abría entre las gentes del país, un abismo que amenazaba el desarrollo. Tras la muerte de Mao, Deng hizo una valoración adecuada al considerar que sólo existía un camino, salir del aislamiento, abrir las puertas al mundo. Citó el célebre discurso de Deng acerca de «nuestras puertas, que ahora se abren, no deben volver a cerrarse nunca». El futuro de China sólo podía conformarse en colaboración con el entorno. Los conocimientos de Deng sobre la inteligente colaboración del capitalismo y las fuerzas del mercado lo habían llevado al convencimiento de que China se encontraba próxima al momento idóneo, podían recoger la manzana y el país volvería a recuperar su papel como el Reino del Centro, un gran poder en ciernes; dentro de otros treinta o cuarenta años, volvería a ser la nación líder del mundo, tanto en lo político como en lo económico. Durante los últimos veinte años, China había experimentado un desarrollo económico sin parangón. En alguna ocasión, Deng había declarado que el salto de la situación en que todos tienen un par de pantalones hasta la situación en que todos pueden elegir si quieren tener otro par es un salto mucho mayor que el primero. Aquellos que comprendieron la forma de expresarse de Deng sabían que lo que quería decir era muy sencillo; todos no podían adquirir el segundo par de pantalones al mismo tiempo. Tampoco en tiempos de Mao, claro; aquellos que habitaban las regiones más remotas y los campesinos más pobres que habitaban pueblos miserables fueron los últimos, cuando la gente de las ciudades ya había arrojado para siempre sus viejas vestiduras. Deng sabía que el desarrollo no podía alcanzar todos los rincones al mismo tiempo. Era algo que contravenía todas las leyes económicas; unos se harían ricos, o como mínimo menos pobres, antes que otros. El desarrollo haría equilibrios sobre una cuerda y se trataba de que ni la riqueza ni la pobreza creciesen demasiado, con el fin de que el Partido Comunista y su cúpula, que eran quienes dirigían aquel equilibrio, no sucumbiesen precipitados en el abismo. Ahora Deng no estaba; pero había llegado el momento que él temía, el peligro del que nos advirtió, el instante en que estaríamos a punto de perder el equilibrio.
Yan Ba había llegado al punto en que dos palabras dominarían su discurso: «amenaza» y «necesidad». Empezó a hablar de las distintas amenazas existentes. Una procedía del abismo que separaba a las gentes del país. En tanto que los que vivían en las ciudades de la costa veían crecer su bienestar, los pobres campesinos apenas notaban mejoras en sus vidas. Peor aún, ni siquiera eran capaces de ganarse el sustento cultivando sus tierras. Lo único que les quedaba era emigrar a las ciudades con la esperanza de encontrar allí un trabajo. De momento, este desplazamiento de las zonas rurales a las urbanas y sus industrias, sobre todo a las que fabricaban productos destinados al mercado occidental, ya fuesen juguetes o ropa, era un fenómeno promovido por las autoridades. Mas ¿qué ocurriría cuando esas ciudades industriales o el hervidero de la construcción no pudiesen acoger a todos aquellos que ya no eran necesarios en el trabajo del campo? Lo que hasta el momento había sido una posibilidad se convertiría en una amenaza. Detrás de aquellos que buscaban la solución en las ciudades había muchos más, cientos de millones que sólo esperaban poder ocupar su lugar en la cola y emprender un viaje sin retorno a la ciudad. ¿Qué fuerzas podrían retenerlos cuando las opciones eran la pobreza y una vida lejos de esa abundancia de la que oían hablar y de la que reclamaban su parte? ¿Cómo impedir que se rebelasen cientos de millones de personas que no tenían otra cosa que perder que su pobreza? Mao decía que rebelarse siempre era correcto. ¿Por qué no había de serlo ahora, si eran tan pobres como cuando elevaron sus protestas hacía veinte años?
Yan Ba sabía que muchos de los que lo escuchaban ahora llevaban años preocupados por ese problema, la amenaza de una situación que, en un breve espacio de tiempo, podría devolver a China al estado en que se encontraba antes. Sabía además de la existencia de un plan, del que sólo había unas cuantas copias escritas, con la solución extrema. Nadie hablaba de ello, pero todos aquellos que estaban más o menos al corriente del modo de pensar del Partido Comunista Chino sabían lo que implicaba dicha solución. Los sucesos acontecidos en Tiananmen en 1989 demostraban, a modo de prólogo breve pero fácil de interpretar, la existencia de dicho plan. El Partido Comunista jamás permitiría que estallase el caos. En el peor de los casos, si no hallaban otra solución, el ejército recibiría órdenes de atacar a los que estuviesen dispuestos a rebelarse. Diez millones de personas o cincuenta, tanto daba, les ordenarían que abriesen fuego contra ellas. Ningún precio era demasiado alto con tal de que el Partido conservase su poder sobre los ciudadanos y sobre el futuro del país.
La cuestión era, en fin, muy sencilla, aseguró Yan Ba. ¿Hay otra solución? Él mismo respondió a la pregunta. La había, aunque exigiría de quienes conformaban la política china una nueva manera de pensar en muchos aspectos. Esa solución exigiría, para poder hacerse realidad, un despliegue de pensamiento estratégico sin igual. Pero, honorable auditorio, prosiguió Yan Ba, estos preparativos ya se han puesto en marcha, aunque en todo momento parezca que lo que se está haciendo es otra cosa…
Hasta aquí sólo había hablado de China, de la historia y del presente. Ahora que estaba a punto de entrar en la tercera hora de su discurso dejó su país para trasladarse muy lejos de las fronteras de China. Ahora hablaría del futuro.
Dejémonos llevar a un continente totalmente distinto, propuso Yan Ba: a África. En la lucha por cubrir nuestras necesidades de materias primas y, desde luego, también de petróleo, llevamos varios años estableciendo relaciones cada vez más fuertes y profundas con muchos estados africanos. Hemos sido generosos concediendo créditos y donaciones, sin inmiscuirnos en los sistemas políticos de dichos países. Somos neutrales, hacemos negocios con todos. De ahí que, para nosotros, no tenga la menor importancia que el país con el que comerciemos sea Zimbabue o Malaui, Sudán o Angola. Para nosotros, que rechazamos cualquier injerencia extranjera en nuestra política interior y nuestro sistema judicial, esos países son soberanos y no podemos exigirles que construyan su sistema social de un modo determinado. Ni que decir tiene que se nos critica por ello, pero no nos importa, puesto que sabemos que esas críticas ocultan la envidia y el miedo a que China no sea el coloso de barro que Estados Unidos y Rusia llevan tanto tiempo suponiendo. El mundo occidental se resiste a comprender por qué los pueblos africanos prefieren colaborar con nosotros. China jamás los ha oprimido ni ha convertido nunca sus países en colonias. Al contrario, los apoyamos cuando empezaron a liberarse en la década de 1950. De ahí que nuestros éxitos en África generen vana envidia en los países occidentales. Nuestros amigos de los países africanos acuden a nosotros cuando el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial rechazan sus solicitudes de crédito. Nosotros, en cambio, no dudamos en ayudarles. Y lo hacemos con la conciencia tranquila, puesto que también somos un país pobre. Aún formamos parte del llamado Tercer Mundo. A lo largo de nuestro trabajo, cada vez más enriquecedor, con estos países hemos llegado a comprender que con el tiempo quizás hallemos ahí parte de la solución a las amenazas que he mencionado antes. Puede que para muchos de vosotros, y quizás incluso para mí, mi razonamiento resulte paradójico.
Permitidme que recurra a un símil para explicar cuáles eran las circunstancias en esos países hace cincuenta años. Entonces África se componía casi exclusivamente de colonias que sufrían la opresión del imperialismo occidental. Nosotros nos solidarizamos con esas gentes, apoyamos sus movimientos de liberación, con consejos y con armas. No en vano, Mao y su generación fueron ejemplos de cómo una guerrilla bien organizada era capaz de vencer a un enemigo superior, cómo mil hormigas empleadas en morder el pie de un elefante podían hacerlo caer. Nuestro apoyo contribuyó a la liberación de un país tras otro. Vimos cómo el imperialismo iba perdiendo fuerza. Cuando nuestro camarada Nelson Mandela salió de la prisión que sufría en la isla en la que durante tantos años estuvo recluido, el imperialismo occidental bajo el disfraz del colonialismo sufrió su derrota definitiva. La liberación de África orientó el eje terrestre hacia la dirección en la que nosotros creemos que vencerán por fin la libertad y la justicia. Ahora vemos grandes regiones de algunos países africanos, por lo general muy fértiles, totalmente despobladas. A diferencia de nuestro país, el continente africano está poco poblado. Y hemos comprendido que, dándose esa circunstancia, podemos hallar al menos parte de la solución a los problemas que amenazan nuestra estabilidad.
Yan Ba bebió agua del vaso que tenía junto al micrófono, antes de proseguir. Se acercaba al punto en el que sabía que se suscitaría una dura discusión no sólo entre sus oyentes de aquella mañana, sino también en el seno del Partido Comunista y en el Politburó.
«Hemos de saber lo que hacemos», declaró Yan Ba, «pero también lo que no hacemos. Lo que ahora proponemos, tanto a vosotros como a los africanos, no es una segunda oleada de colonizaciones. No llegaremos como conquistadores, sino como los amigos que somos. No es nuestra intención repetir las humillaciones del colonialismo. Sabemos lo que significa la opresión, puesto que muchos de nuestros antepasados vivieron en circunstancias próximas a la esclavitud en Estados Unidos durante el siglo XIX. Nosotros también sufrimos la barbarie del colonialismo occidental. El hecho de que existan similitudes aparentes no significa que vayamos a exponer al pueblo africano a una segunda invasión colonialista. Lo único que perseguimos es resolver un problema al tiempo que prestamos nuestro apoyo a esas gentes. En las desiertas llanuras, en los fértiles valles que rodean los grandes ríos africanos, trabajaremos la tierra trasladando allí a millones de nuestros campesinos pobres que, sin dudarlo, empezarán a cultivar la tierra que está en barbecho. Con ello no arrojamos de aquí a nadie, tan sólo llenamos un vacío y todos se beneficiarán de ello. Hay países en África, sobre todo en el sur y en el sudeste, que podrían repoblarse con los pobres de nuestro país. De este modo cultivaríamos la tierra africana al tiempo que eliminaríamos la amenaza que se cierne sobre nosotros. Sabemos que habremos de enfrentarnos a la oposición, y no sólo del resto del mundo, que creerá que China ha pasado de apoyar la lucha contra el colonialismo a convertirse en país colonizador. Además hallaremos resistencia en el seno del Partido Comunista. El objetivo de mi discurso es esclarecer en qué consistirá esa resistencia. Serán muchas las voluntades que habrá que quebrantar en las esferas de poder de nuestro país. Los que hoy estáis aquí poseéis la sensatez y la perspicacia suficientes para comprender que gran parte de la amenaza contra nuestra estabilidad puede eliminarse como acabo de explicar. Las nuevas ideas siempre encuentran detractores. Mao y Deng lo supieron mejor que nadie. En ese sentido, ambos eran iguales, jamás tuvieron miedo de lo nuevo, siempre buscaron salidas que, en nombre de la solidaridad, ofreciesen a los pobres de la tierra una vida mejor».
Yan Ba prosiguió una hora y cuarenta y cinco minutos más explicando en qué consistiría la política china en un futuro próximo. Cuando terminó, estaba tan cansado que le temblaban las piernas, pero recibió un aplauso atronador. Una vez que el silencio volvió a reinar en la sala, y cuando las luces ya estaban encendidas, miró de nuevo el reloj. La ovación duró diecinueve minutos. Había cumplido su misión.
Dejó el podio por la misma vía por la que había accedido a él y se apresuró a subir al coche que lo aguardaba junto a una de las puertas de salida. Durante el trayecto de vuelta a la universidad intentó imaginarse la discusión que habrían desencadenado sus palabras. ¿O tal vez se marcharían ahora los asistentes, cada uno por su lado, sin comentar nada? ¿Volverían quizás a sus asuntos para reflexionar sobre los grandes acontecimientos que marcarían la política china el año venidero?
Yan Ba lo ignoraba y sintió cierta nostalgia del escenario que ahora abandonaba. Ya había terminado su tarea. Nadie, en el futuro, mencionaría su nombre cuando los historiadores estudiasen los decisivos sucesos que se producirían en China en el año 2006. La leyenda hablaría quizá de una reunión celebrada en el Emperador Amarillo, pero nadie sabría con exactitud qué pasó. Los participantes de dicha reunión tenían órdenes estrictas de no anotar una sola palabra.
Cuando Yan Ba llegó a su despacho, cerró la puerta e introdujo el discurso en la destructora de papel que le habían instalado cuando le encomendaron aquella misión secreta. Una vez destruidos los folios, recogió las tiras y las llevó a la sala de calderas del sótano de la universidad. Un conserje le abrió uno de los hornos. Arrojó los restos del discurso y se quedó a ver cómo se reducían a cenizas.
Eso era todo. El resto del día lo dedicó a trabajar en un artículo sobre lo que supondrían para el futuro las investigaciones sobre el ADN. Salió del despacho poco después de las seis y se marchó a casa. Se estremeció al acercarse a su nuevo coche japonés, que era parte del pago por el discurso pronunciado.
Aún quedaba mucho invierno. Añoraba la llegada de la primavera.
Aquella misma noche, Ya Ru miraba por los ventanales de su enorme despacho situado en la última planta del edificio del que era propietario. Meditaba en el discurso que aquella mañana había escuchado sobre el futuro de China. Sin embargo, no pensaba en su contenido. De hecho, él sabía desde hacía tiempo cuáles eran las estrategias que en el seno del Partido cobraban forma como respuesta a los grandes retos por venir. En cambio, sí lo sorprendió el hecho de que su hermana Hong hubiese sido invitada a escuchar dicho discurso. Por más que ocupase un alto cargo como consejera de quienes formaban el núcleo del Partido Comunista, no esperaba encontrarla allí.
No le gustó. Estaba convencido de que Hong pertenecía a los viejos comunistas, los que protestarían ante lo que, sin duda, verían como una vergonzosa nueva colonización de África. Puesto que él era uno de los más ardientes defensores de la política que estaba fraguándose, no quería verse enfrentado a su hermana sin necesidad. Aquello generaría nerviosismo y le afectaría en la posición de poder que él ocupaba. Si algo desagradaba a la dirección del Partido y a quienes gobernaban el país era precisamente que se suscitasen conflictos entre altos cargos en puestos de influencia que, además, estuviesen emparentados. Nadie había olvidado la gran oposición que reinó entre Mao y su esposa Jiang Qing.
Tenía abierto sobre la mesa el libro de San. Aún no había llenado las últimas páginas en blanco. Pero sabía que Liu Xin había regresado y que no tardaría en presentarse ante él para darle cuentas de su misión.
El termómetro de la pared le indicaba que la temperatura estaba bajando.
Ya Ru sonrió, dejó a un lado todas las ideas sobre su hermana y el frío y pasó en cambio a pensar que, muy pronto, dejaría aquel frío como miembro de una delegación de políticos y hombres de negocios que iban a visitar cuatro países del sur y el este de África.
Jamás había estado allí. Ahora que el continente negro iba a convertirse en fundamental para el desarrollo de China, tal vez incluso, a la larga, en un satélite chino, su presencia en las negociaciones iniciales resultaba crucial.
Serían semanas agotadoras, de muchos viajes y reuniones; pero antes de que el avión despegase para regresar a Pekín, él tenía planeado dejar la delegación unos días para adentrarse en la sabana y cumplir su deseo de ver un leopardo.
La ciudad se extendía bajo sus pies. Sabía que los leopardos solían buscar las alturas para abarcar con su vista el territorio que los rodeaba.
«Ésta es mi colina», se dijo. «Mi fortaleza. Desde aquí, nada escapa a mis sentidos».