27

La última noche en Pekín, Birgitta Roslin y Karin Wiman no salieron del hotel. Después de la visita a la Muralla estuvieron en el bar tomándose un par de vodkas para entrar en calor mientras discutían las diversas opciones que se les ofrecían para terminar el viaje. Pero el vodka surtió efecto y se sentían tan mareadas y cansadas que decidieron comer en el hotel. Después charlaron durante un buen rato sobre el rumbo que habían tomado sus vidas. Era como si se hubiesen quedado encerradas en un círculo descrito por los rebeldes sueños juveniles de una China roja y el país con que ahora se habían encontrado, un reino que había sufrido grandes transformaciones, aunque quizá no las que ellas imaginaron en su día. Permanecieron en el restaurante hasta quedarse solas. De la lámpara que colgaba sobre la mesa pendían unas cintas de seda. Birgitta se acercó a Karin y le susurró que se llevarían un par de cintas, como recuerdo. Karin las cortó con unas tijeras pequeñas aprovechando que ninguno de los camareros las observaba en ese momento.

Después de hacer las maletas, Karin se durmió. El congreso la había dejado exhausta. Birgitta se sentó en el sofá con las luces apagadas. De repente, tomó conciencia de estar envejeciendo. Hasta allí, un tramo más…, pero después el camino llegaría a su fin en el abrazo de una inmensa y desconocida oscuridad. Tal vez sentía por primera vez que el sendero empezaba a inclinarse y descender, de forma imperceptible aún, pero imposible de detener o eludir. «Piensa en diez cosas que quieras hacer todavía», se susurró a sí misma. «Diez cosas que aún quieras hacer. Diez cosas que te falten por hacer». Se sentó ante el pequeño escritorio y empezó a anotar.

¿Qué vivencias deseaba experimentar aún? Naturalmente, tenía la esperanza de conocer a uno o a varios de sus nietos. Staffan y ella habían hablado en varias ocasiones de visitar distintas islas. Por ahora, sólo habían viajado a Islandia y a Creta. Uno de sus viajes soñados tenía las Galápagos por destino; otro, las islas Pitcairn, por cuyos habitantes aún corría la sangre de los amotinados del Bounty. ¿Aprender otro idioma quizás? O, al menos, intentar mejorar el francés que antes hablaba tan correctamente.

Lo principal, no obstante, era que ella y Staffan lograsen resucitar su relación y empezasen a verse otra vez el uno al otro. En ocasiones, la apenaba sobremanera la idea de acercarse a la vejez sin la menor chispa viva de su antigua pasión.

Ningún viaje era más importante que ese deseo.

Arrugó el papel y lo arrojó a la papelera. ¿Para qué anotar lo que tan claro y definido tenía en su fuero interno? Las tesis que pervivían sobre el futuro de Birgitta Roslin.

Se desnudó y se metió en la cama. Karin respiraba pausadamente a su lado. Sintió de pronto la urgencia de volver a casa, de que le diesen el alta médica y de volver al trabajo. Sin las rutinas del día a día, no podría hacer realidad ninguno de los sueños que la esperaban.

Dudó un instante antes de echar mano del móvil para enviarle un mensaje de texto a su marido. «De vuelta a casa. Cada viaje comienza con un paso muy sencillo de dar. También el regreso».

Se despertó a las siete. Pese a no haber dormido más de cinco horas se sentía despejada, aunque un ligero dolor de cabeza le recordó la cantidad de vodka que habían tomado la noche anterior. Karin dormía arropada entre las sábanas con una mano colgando fuera de la cama y apuntando al suelo. Con mucho cuidado, le metió el brazo bajo la sábana.

Se dirigió al comedor, ya lleno de huéspedes a pesar de ser tan temprano. Miró a su alrededor para ver si descubría algún rostro familiar en una de las mesas. Estaba completamente segura de que el hombre de la Muralla era uno de los que acompañaban a Hong. Pudiera ser que el Estado chino la hubiese puesto bajo vigilancia para que no le ocurriese ningún otro percance.

Desayunó, hojeó un diario inglés y, ya estaba a punto de volver a la habitación, cuando descubrió a Hong junto a su mesa. No había llegado sola, sino flanqueada por dos hombres a los que Birgitta no había visto con anterioridad. A una señal de Hong, los dos sujetos se retiraron y ella tomó asiento junto a Birgitta. Le dijo algo al camarero, que acudió enseguida con un vaso de agua.

—Espero que todo esté en orden —comenzó Hong—. ¿Qué tal la visita a la Muralla?

«Sabes bien cómo fue…», pensó Birgitta. «Además, no me cabe la menor duda de que alguno de tus ojos auxiliares estuvo anoche en el Flor de Loto, el restaurante del hotel, mientras Karin y yo cenábamos».

—La Muralla es impresionante, pero hacía mucho frío.

Birgitta Roslin miraba a Hong a los ojos, desafiante, para averiguar si sabía que ella había descubierto a quien la vigilaba. Sin embargo, el rostro de Hong permanecía impenetrable. No desvelaba sus cartas.

—En la habitación contigua al restaurante te espera un hombre llamado Chan Bing.

—¿Y qué quiere?

—Explicarte que la policía ha atrapado a uno de los hombres que te asaltaron y te robaron el bolso.

Birgitta Roslin notó que se le aceleraba el corazón, como si las palabras de Hong fuesen de mal agüero.

—¿Cómo es que no ha venido aquí, si lo que quiere es hablar conmigo?

—Va de uniforme y no desea molestar ni llamar la atención mientras desayunas.

Birgitta Roslin alzó los brazos con gesto resignado.

—Bueno, para mí no es ningún problema relacionarme con gente uniformada.

Se levantó y dejó la servilleta justo cuando entraba Karin, que las miró sorprendida. Birgitta se vio obligada a explicarle lo sucedido y a presentarle a Hong.

—No sé qué quiere ese hombre exactamente. Al parecer, la policía ha atrapado a uno de los ladrones que me atacaron. Desayuna tranquilamente, volveré cuando haya terminado de hablar con el policía.

—Pero ¿por qué no me contaste nada?

—No quería preocuparte.

—Pues ahora sí que estoy preocupada. E incluso creo que enojada.

—Anda ya, no tienes motivo.

—Debemos salir para el aeropuerto a las diez.

—Aún faltan dos horas.

Birgitta Roslin acompañó a Hong. Los dos hombres las seguían en todo momento. Recorrieron el pasillo que conducía a los ascensores y se detuvieron ante una puerta entreabierta. Birgitta Roslin vio que se trataba de una pequeña sala de conferencias. En un extremo de la mesa ovalada se había acomodado un señor de edad que fumaba un cigarrillo. Llevaba un uniforme de color azul oscuro con muchas medallas. Sobre la mesa estaba la gorra. Se levantó y la saludó con una breve inclinación al tiempo que le señalaba una silla que había a su lado. Hong se colocó detrás, junto a la ventana.

Chan Bing tenía los ojos inyectados en sangre y el escaso cabello peinado hacia atrás. Birgitta Roslin experimentó la vaga sensación de hallarse ante un hombre extremadamente peligroso. Chupaba con fruición el humo de su cigarrillo. Ya había tres colillas en el cenicero.

Hong dijo algo y Chan Bing asintió. Birgitta Roslin intentó recordar si había conocido a alguien con más estrellas rojas en las hombreras.

Chan Bing hablaba con voz bronca.

—Hemos atrapado a uno de los dos hombres que la atacaron. Estamos obligados a pedirle que lo identifique.

Su inglés era deficiente, pero le bastaba para comunicarse.

—Pero si no vi nada.

—Uno siempre ve más de lo que cree.

—En ningún momento se me pusieron delante. Le aseguro que no tengo ojos en la nuca.

Chan Bing la observó inexpresivo.

—Todos los tenemos. En situaciones tensas y peligrosas, uno ve incluso por la nuca.

—Puede que en China, pero no en Suecia. Jamás he sentenciado a una persona porque otra la haya acusado aduciendo que la vio con la nuca.

—Hay otros testigos. Usted no es la única que ha de identificar a alguien. Los testigos también han de identificarla a usted.

Birgitta Roslin imploró con la mirada a Hong, que observaba un punto más allá de donde ella se encontraba.

—Debo tomar el avión para volver a casa —explicó Birgitta—. Dentro de dos horas, mi amiga y yo dejaremos el hotel para ir al aeropuerto. Ya he recuperado el bolso y la policía ha actuado de forma impecable. Incluso podría escribir un artículo en la revista de los abogados suecos acerca de mis experiencias en este país, expresando mi agradecimiento. Pero no puedo señalar a ningún supuesto autor del robo.

—Nuestra solicitud de colaboración no es desproporcionada. Según las leyes de este país, usted tiene el deber de ponerse a disposición de la policía para facilitar el esclarecimiento de un delito grave.

—Pero tengo que volver a casa. ¿Cuánto tardaremos?

—No más de veinticuatro horas.

—Imposible.

Hong se había acercado sin que Birgitta se percatase de ello.

—Por supuesto, te ayudaremos a cambiar los billetes de avión —le aseguró.

Birgitta Roslin dio una palmada sobre la mesa.

—Yo vuelvo a casa hoy mismo. Me niego a prolongar mi estancia aquí veinticuatro horas.

—Chan Bing es un alto cargo policial. Se hará lo que él diga. Tiene poder para retenerte en el país.

—En ese caso, exijo hablar con mi embajada.

—Por supuesto.

Hong le dio un teléfono móvil y una nota con un número de teléfono.

—La embajada abre dentro de una hora.

—¿Por qué me obligáis a hacer esto?

—No queremos castigar a un inocente, pero tampoco permitir que un delincuente quede libre.

Birgitta Roslin la miró fijamente y comprendió que no le quedaba otro remedio que permanecer en Pekín un día más. Habían decidido retenerla. Lo mejor sería aceptar la situación, pensó resignada. «Pero nadie me obligará a señalar a un delincuente al que no he visto nunca».

—Tengo que hablar con mi amiga —declaró—. ¿Qué será de mi equipaje?

—La habitación seguirá a tu nombre —le respondió Hong.

—Supongo que ya lo habéis arreglado. ¿Cuándo decidisteis retenerme aquí? ¿Ayer? ¿Anteayer? ¿Anoche?

Nadie le respondió. Chan Bing encendió otro cigarrillo y le dijo algo a Hong.

—¿Qué dice? —preguntó Birgitta.

—Que debemos darnos prisa. Chan Bing es un hombre muy ocupado.

—¿Quién es exactamente?

Hong le respondió mientras salían al pasillo.

—Chan Bing es un investigador criminal con mucha experiencia. Es responsable de los delitos que afectan a personas como tú, a los turistas que visitan nuestro país.

—Pues no me ha gustado.

—¿Por qué?

Birgitta Roslin se detuvo.

—Si he de quedarme, exijo que tú estés conmigo. De lo contrario, dejaré el hotel antes de que abra la embajada y haya podido hablar con ellos.

—Me quedaré contigo.

Continuaron hasta llegar al comedor. Karin Wiman estaba a punto de levantarse cuando las vio entrar. Birgitta le explicó la situación. Karin la observaba atónita.

—¿Por qué no me dijiste nada? De haberlo hecho, habríamos podido prever el inconveniente de que tuvieses que quedarte aquí un día más.

—Ya te lo he dicho, no quería que te preocuparas. Y tampoco quería preocuparme yo. Creía que todo había pasado. Incluso había recuperado el bolso. Pero, en fin, el caso es que tengo que quedarme hasta mañana.

—¿Es absolutamente necesario?

—El policía con el que acabo de hablar no parece el tipo de persona que cambia de idea una vez ha tomado una decisión.

—¿Quieres que me quede contigo?

—No, vete. Yo saldré pasado mañana. Llamaré a casa y les contaré lo ocurrido.

Karin seguía dudando. Birgitta la acompañó hasta la salida.

—Venga, vete. Yo me quedo y lo soluciono. Al parecer, según las leyes de este país, no puedo marcharme sin haberles prestado antes mi ayuda.

—¡Pero si dices que no viste a quien te atacó!

—Sí, y en eso me mantendré. Anda, vete ya. Cuando llegue a casa, quedamos para enseñarnos las fotos de la Muralla.

Birgitta vio cómo Karin se alejaba hacia el ascensor. Puesto que había bajado al comedor con el abrigo, estaba lista para partir.

Se subió al coche con Hong y Chan Bing. Varias motos con las sirenas en marcha iban abriéndole paso al vehículo entre el denso tráfico. Dejaron atrás Tiananmen y continuaron por una de las amplias avenidas centrales hasta que giraron para entrar en una cochera vigilada por policías. Subieron en ascensor al décimo cuarto piso y recorrieron un pasillo custodiado por policías que la miraban curiosos. Chan Bing y no Hong caminaba ahora a su lado. «En este edificio, ella no es la importante», concluyó Birgitta. «Aquí el señor Chan Bing es quien manda».

Llegaron a la antesala de un gran despacho donde dos policías se levantaron de inmediato poniéndose firmes. La puerta se cerró a sus espaldas cuando entraron en lo que supuso sería el despacho de Chan Bing. En la pared, detrás de su escritorio, había colgado un retrato del presidente del país. Vio que Chan Bing tenía un ordenador muy moderno y varios teléfonos móviles. El alto cargo policial le señaló una silla junto al escritorio. Birgitta Roslin se sentó. Hong aguardaba en la antesala.

—Lao San —comenzó Chan Bing—, así se llama el hombre al que pronto verá para identificarlo junto con otros nueve.

—¿Cuántas veces tendré que repetir que no vi a los que me asaltaron?

—En ese caso, tampoco puede saber si fueron uno o dos o quizá más.

—Tuve la sensación de que eran más de uno. Demasiados brazos a mi alrededor.

De repente se asustó. Demasiado tarde cayó en la cuenta de que tanto Hong como Chan Bing sabían que ella había estado buscando a Wang Min Hao. Ésa era la razón por la que ahora ocupaba aquella silla en el despacho de un alto cargo policial. De algún modo que se le escapaba, su persona se había convertido en una amenaza. La cuestión era, ¿para quién?

«Ambos lo saben», pensó. «Y Hong no ha entrado porque ya sabe de qué va a hablar conmigo Chan Bing».

Aún llevaba la fotografía en el bolsillo del abrigo. Dudó si sacarla y explicarle a Chan Bing lo que la había llevado al lugar en que le robaron, pero algo la disuadió de mostrar la instantánea. En aquel momento era Chan Bing quien marcaba el son al que ella debía bailar.

Chan Bing atrajo hacia sí unos documentos que había sobre la mesa, no para leerlos, según pudo ver Birgitta, sino para decidir qué iba a decir.

—¿Cuánto dinero? —le preguntó.

—Sesenta dólares americanos. Algo menos en moneda china.

—¿Bisutería, joyas, tarjetas de crédito?

—No se llevaron nada.

Uno de los móviles que había sobre la mesa empezó a zumbar. Chan Bing respondió, escuchó y dejó el aparato donde estaba.

—Bien —dijo poniéndose de pie—. Ahora podrá ver al hombre que la atacó.

—¿No me dijo que eran varios?

—De los dos que la atacaron, el único al que aún podemos interrogar.

«Es decir, que el otro ha muerto», concluyó Birgitta embargada de un intenso malestar. En aquel momento, lamentaba haberse quedado en Pekín. Debería haber insistido en regresar a su país en compañía de Karin Wiman. Al quedarse, había caído en una especie de trampa.

Recorrieron un pasillo, bajaron una escalera y pasaron por una puerta a un lugar donde había poca luz. Un policía montaba guardia junto a una cortina.

—La dejaré sola —anunció Chan Bing—. Como comprenderá, el sujeto no puede verla a usted. Si quiere que alguno dé un paso al frente o se ponga de perfil, dígalo por el micrófono.

—¿A quién le hablo por el micrófono?

—A mí. Tómese su tiempo.

—Es absurdo. No sé cuántas veces tendré que decir que no les vi la cara a las personas que me atacaron.

Chan Bing no respondió. Retiraron la cortina. Birgitta estaba sola en la sala. Al otro lado del espejo había una serie de hombres de unos treinta años, con vestimenta muy sencilla y extremadamente delgados. Sus rostros le eran desconocidos, no reconocía a uno solo de ellos, aunque por un instante pensó que el último de la fila por la izquierda se parecía al que había filmado la cámara de Sture Hermansson en Hudiksvall. Pero no era él, el rostro de aquel hombre era más redondo y tenía los labios más carnosos.

La voz de Chan Bing se oyó por un altavoz invisible.

—Tómese su tiempo.

—No he visto en mi vida a ninguno de estos hombres.

—Deje que las impresiones se vayan sedimentando.

—Aunque me quedase aquí hasta mañana, mis impresiones no cambiarán.

Chan Bing no respondió y Birgitta pulsó irritada el botón del micrófono.

—Jamás he visto a ninguno de estos hombres.

—¿Está segura?

—Sí.

—Mire bien.

El hombre que ocupaba el cuarto lugar por la derecha dio un paso adelante. Llevaba una cazadora con hombreras, parches en los pantalones y tenía el rostro enjuto y sin afeitar.

De pronto, la voz de Chan Bing resonó tensa en la sala.

—¿Ha visto usted antes a este hombre?

—Jamás.

—Fue uno de los que la atacaron: Lao San, veintinueve años, condenado por varios delitos. Su padre fue ejecutado por un delito de asesinato.

—Jamás lo había visto.

—Ha confesado el crimen.

—En ese caso, no me necesitan para nada.

Un policía que había permanecido oculto detrás de ella en la semipenumbra dio un paso adelante y corrió la cortina. Después, le indicó que lo siguiese. Volvieron al despacho en el que Chan Bing la aguardaba. No se veía a Hong por ninguna parte.

—Queremos darle las gracias por su ayuda —le dijo Chan Bing—. Ahora sólo quedan un par de formalidades. Ya están redactando un protocolo.

—¿Un protocolo de qué?

—El reconocimiento del delincuente.

—¿Qué le pasará?

—Yo no soy juez. ¿Qué habría sido de él en su país?

—Depende de las circunstancias.

—Claro, nuestro sistema judicial funciona igual. Juzgamos al criminal, su voluntad de confesar el delito y las circunstancias específicas en que se cometió.

—¿Existe el riesgo de que lo condenen a muerte?

—No creo —respondió Chan Bing secamente—. La idea de que aquí condenamos a muerte a culpables de delitos menores es un prejuicio occidental. Si hubiese utilizado algún arma o si la hubiese herido de gravedad, la cosa habría sido muy distinta.

—Pero su cómplice está muerto, ¿no es así?

—Opuso resistencia durante la detención. Los policías fueron atacados y actuaron en defensa propia.

—¿Cómo saben que era culpable?

—Opuso resistencia.

—Pudo tener otras razones para ello.

—El hombre al que acaba de ver, Lao San, ha confesado que fue su cómplice.

—Pero no hay pruebas, ¿verdad?

—Hay una confesión.

Birgitta Roslin comprendió que no debía poner a prueba la paciencia de Chan Bing. Decidió hacer lo que le pedían para poder salir de China lo antes posible.

Una mujer uniformada entró con un archivador e hizo lo posible por no mirar a Birgitta.

Chan Bing leyó el texto del protocolo. Birgitta Roslin creyó advertir que tenía prisa. «Se le acaba la paciencia», observó para sí. «O quizás haya otra cosa que yo ignoro…».

En un documento muy prolijo y complicado, Chan Bing declaraba que la señora Birgitta Roslin, ciudadana sueca, no había podido identificar a Lao San, autor del grave delito del que ella había sido víctima.

Chan Bing guardó silencio y le acercó los documentos, que estaban redactados en inglés.

—Fírmelo —le dijo—. Y podrá irse a casa.

Birgitta Roslin leyó con atención las dos páginas antes de estampar su firma. Chan Bing se encendió un cigarrillo. Ya parecía haber olvidado la presencia de Birgitta.

De pronto, Hong entró en el despacho.

—Ya podemos irnos —anunció—. Hemos terminado.

Birgitta guardó silencio durante todo el camino de regreso al hotel. Tan sólo quiso hacerle una pregunta a Hong antes de entrar en el coche.

—Me figuro que no hay ningún vuelo para mí hoy mismo.

—Por desgracia, tendrás que esperar a mañana.

En la recepción del hotel había un mensaje para ella en el que le comunicaban que le habían cambiado el vuelo con Finnair para el día siguiente. Ya iba a despedirse cuando Hong le propuso volver más tarde para cenar juntas. Birgitta Roslin aceptó enseguida. Lo último que deseaba era estar sola en Pekín en aquellos momentos.

Entró en el ascensor pensando que Karin ya iba de camino a casa, transportada por los aires, invisible allá arriba en las alturas.

Lo primero que hizo en cuanto llegó a la habitación fue llamar a casa. Le costaba calcular la diferencia horaria. Cuando Staffan respondió, supo que lo había despertado.

—¿Dónde estás?

—En Pekín.

—¿Por qué?

—Me retrasé.

—¿Qué hora es?

—Aquí es la una de la tarde.

—¿Quieres decir que no vas camino de Copenhague?

—No quería despertarte, lo siento. Llegaré a la hora prevista, pero veinticuatro horas más tarde.

—¿Todo bien?

—Sí, todo bien.

Se cortó la comunicación. Intentó volver a llamar, pero sin éxito, de modo que le escribió un mensaje de texto en el que le repetía que llegaría al día siguiente.

Al dejar el teléfono, notó que alguien había estado en la habitación mientras ella se encontraba en las oficinas de la policía. No fue una impresión momentánea, sino una sensación que iba cobrando fuerza en su interior. Se situó en el centro de la habitación y miró a su alrededor. En un primer momento no pudo determinar qué había llamado su atención, pero enseguida se dio cuenta de que la maleta estaba abierta. La ropa no estaba ordenada como ella la había dejado la noche anterior. Cuando hizo la maleta, comprobó que podía cerrarse sin dificultad. Ahora no.

Se sentó en el borde de la cama. «Una limpiadora no revolvería en mi maleta», razonó para sí. «Alguien ha estado aquí y ha revisado mis pertenencias. Por segunda vez».

De repente lo vio todo claro. La historia de identificar a un delincuente no era más que un pretexto para alejarla del hotel. De hecho, después de que Chan Bing le leyese el protocolo todo fue muy deprisa. Alguien le habría avisado de que ya habían terminado de registrar sus cosas.

«No tiene nada que ver con mi bolso», se dijo. «La policía tiene otros motivos para registrar mi habitación. Exactamente igual que cuando Hong apareció de pronto junto a mi mesa y comenzó a hablar conmigo.

»No tiene nada que ver con el bolso», reiteró para sí. «Sólo puede haber una explicación. Alguien quiere saber por qué le mostré la fotografía a un desconocido junto al edificio cerca del hospital. Tal vez el hombre de la foto no sea una persona cualquiera…».

El miedo que había sentido con anterioridad volvió a embargarla con toda su fuerza. Empezó a buscar cámaras y micrófonos ocultos en la habitación, le dio la vuelta a los cuadros, revisó las pantallas de las lámparas, pero no halló nada.

A la hora acordada se encontró con Hong en la recepción. Ésta propuso ir a un restaurante muy famoso, pero Birgitta no quería salir del hotel.

—Estoy cansada —confesó—. El señor Chan Bing es un hombre agotador. Ahora quiero comer y después acostarme. Mañana me voy a casa.

Pronunció la última frase como una pregunta. Hong asintió.

—Sí, mañana te vas a casa.

Se sentaron junto a una de las altas ventanas. Un pianista interpretaba una discreta melodía sobre una pequeña tarima situada en el centro de la gran sala, donde había varios acuarios y alguna fuente.

—Esa música me resulta familiar —dijo Birgitta—. Es una melodía inglesa de la segunda guerra mundial. We’ll meet again, don’t know where, don’t know when. ¿Podría decirse que trata de nosotras?

—Yo siempre he querido visitar los países nórdicos. ¿Quién sabe?

Birgitta Roslin bebía vino tinto y, puesto que no había comido aún, empezó a notar sus efectos.

—Ya ha terminado todo —comentó—. Ya puedo irme a casa. He recuperado el bolso y he visto la Muralla China. Estoy convencida de que el movimiento del campesinado chino ha dado un paso de gigante. Lo que ha ocurrido en este país es una gran obra maestra humana. Cuando era joven, deseaba con todas mis fuerzas marchar con el libro rojo de Mao en mano, rodeada de otros miles de jóvenes. Tú y yo somos más o menos de la misma edad, ¿cuál era tu sueño?

—Yo era una de las que marchaba entre esos miles.

—¿Convencida?

—Todos lo estábamos. ¿Has visto alguna vez un circo o un teatro lleno de niños? Suelen gritar de alegría. No necesariamente por lo que ven, sino por el hecho de encontrarse junto con otros miles de niños bajo una carpa o en un teatro. Sin profesor y sin padres. Ellos dominan el mundo. Si hay una cantidad suficiente de gente, uno puede convencerse de cualquier cosa.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Espera, iba a llegar a ese punto. Yo era como uno de aquellos niños bajo la carpa. Pero además estaba convencida de que, sin Mao Zedong, China jamás habría logrado salir de su pobreza. Ser comunista era luchar contra la miseria, obligarse a caminar descalzo. Luchábamos para que todos tuvieran un par de pantalones.

—¿Qué pasó después?

—Lo que Mao no se cansó de advertirnos. Que siempre existiría un gran desasosiego bajo el cielo, pero que se engendraría bajo distintas condiciones. Tan sólo un loco cree que puede entrar dos veces en el mismo río. Hoy sé hasta qué punto supo prever el futuro.

—¿Tú sigues siendo comunista?

—Sí. Hasta ahora, nada me ha arrebatado la convicción de que sólo en comunidad podemos seguir luchando contra la pobreza, que aún es mucha en nuestro país.

Birgitta Roslin alzó un brazo y, sin querer, rozó una de las copas de vino y salpicó sobre la mesa.

—Este hotel, por ejemplo. Si me abstraigo, puedo pensar que estoy en cualquier país del mundo.

—Aún queda mucho camino.

Les sirvieron la comida. El pianista había dejado de tocar. Birgitta Roslin se sumió en sus cavilaciones hasta que dejó los cubiertos y miró a Hong, que se disponía a comer.

—Dime la verdad. De todos modos, me iré mañana. Ya no tienes por qué seguir con tu representación. ¿Quién eres? ¿Por qué habéis estado vigilándome en todo momento? ¿Quién es Chan Bing? ¿Quiénes eran los hombres entre los que tenía que identificar a uno? Ya no me creo la historia del bolso ni del extranjero que ha sido víctima de un desgraciado percance.

Había contado con que Hong reaccionaría de algún modo, con que relajaría la firme defensa tras la que se amparaba constantemente. Pero ni siquiera aquel torrente de preguntas perturbó su calma.

—¿Qué otro motivo habría, salvo el asalto que sufriste?

—Alguien ha registrado mi habitación.

—¿Echas algo en falta?

—No, pero sé que alguien ha estado allí.

—Si quieres, podemos llamar al jefe de seguridad del hotel.

—Quiero que respondas a mis preguntas. ¿Qué está pasando?

—Nada, salvo que pretendo que nuestros visitantes anden seguros en mi país.

—¿Quieres que me lo crea?

—Sí —respondió Hong—. Quiero que creas lo que te digo.

Un matiz indefinible en el tono de su voz hizo que Birgitta perdiera todo interés por seguir haciendo preguntas. Sabía que no obtendrían respuesta. Jamás sabría si había sido Hong o Chan Bing quien la había tenido constantemente vigilada. Allí estaban una vez más la entrada y la salida, entre las que ella corría, pero con los ojos vendados.

Hong la acompañó hasta la puerta. Birgitta la agarró de la muñeca.

—No habrá más detenciones ni delincuentes ni protocolos, ¿verdad? Nadie que pretenda reconocer un rostro.

—Vendré a buscarte a las doce.

Aquella noche Birgitta durmió inquieta. Por la mañana, muy temprano, desayunó a toda prisa sin reconocer a ninguno de los camareros ni de los huéspedes. Antes de salir, colgó el cartel de no molestar y esparció un poco de sal de baño en el suelo, sobre la alfombra que había ante la puerta. Al volver después del desayuno, comprobó que nadie había estado allí.

Hong acudió a buscarla según lo acordado. Cuando llegaron al aeropuerto, la hizo pasar por un control especial de modo que no tuviese que guardar cola.

Cuando se despidieron en el control de pasaportes, Hong le dio un paquete.

—Un regalo de China.

—¿Es tuyo o de tu país?

—De ambos.

Birgitta Roslin pensó que quizás había sido injusta con Hong; que tal vez con tanta vigilancia no pretendía más que ayudarla a olvidar el incidente.

—Ve con cuidado —le recomendó Hong—. Puede que volvamos a vernos.

Birgitta Roslin pasó el control de pasaportes. Cuando se dio la vuelta, Hong había desaparecido.

Ya acomodada en el avión y una vez que éste hubo despegado, abrió el paquete. Era una miniatura de porcelana que representaba a una joven con el brazo en alto y el pequeño libro rojo de Mao en la mano.

Birgitta la guardó en el bolso y cerró los ojos. El alivio de saber que por fin iba de camino a casa hizo que le saliera todo el cansancio.

Staffan la esperaba en Copenhague. Aquella noche, sentada a su lado en el sofá, le contó sus aventuras; sin embargo, no dijo una palabra del robo.

Karin Wiman la llamó por teléfono. Birgitta le prometió que iría a Copenhague en cuanto pudiera.

Al día siguiente de su llegada acudió al médico. La tensión le había bajado y, si se mantenía estable, podría reincorporarse a su puesto dentro de unos días.

Nevaba levemente cuando salió de la consulta. Sentía un deseo inmenso de volver al trabajo.

A las siete de la mañana del día siguiente ya estaba clasificando el papeleo acumulado sobre su escritorio, aunque su vuelta al trabajo aún no era oficial.

La nieve empezó a caer más espesa y a través de los cristales contempló cómo crecía la capa de nieve sobre el alféizar de la ventana.

Puso junto al teléfono la figurita de rosadas mejillas y amplia sonrisa triunfal cuya mano sostenía en alto el libro rojo. Y la fotografía de la cámara de vigilancia que había llevado en el bolsillo interior del abrigo la guardó en el fondo de un cajón.

Cuando lo cerró, sintió que todo había terminado por fin.