Birgitta Roslin se despertó llorando. Karin Wiman estaba sentada en la cama y le tocaba el hombro con mimo para despertarla sin sobresaltos.
Birgitta dormía ya cuando llegó Karin la noche anterior, bastante tarde. Temiendo el insomnio, se había tomado una de las pastillas para dormir que rara vez consumía pero que siempre llevaba consigo.
—Estabas soñando —le dijo Karin—. Debía de ser algo triste, puesto que no parabas de llorar.
Pese a todo, Birgitta no recordaba su sueño. El paisaje interior que tan precipitadamente había abandonado se le presentaba vacío.
—¿Qué hora es?
—Casi las cinco. Estoy cansada. Necesito dormir un poco más. Pero, dime, ¿por qué lloras?
—No lo sé. He debido de soñar algo, aunque no recuerdo qué.
Karin volvió a acostarse y no tardó en caer vencida por el sueño. Birgitta se levantó y descorrió un poco la cortina. Ya había empezado el tráfico matinal. A juzgar por el movimiento de algunas banderas que ondeaban en los mástiles, supuso que aquel día el viento soplaría de nuevo en Pekín.
Volvió a experimentar el miedo que le inspiraba el recuerdo del asalto callejero, pero decidió oponer resistencia exactamente igual que cuando la habían amenazado como jueza. Una vez más, revisó los hechos a la luz de su ojo más crítico y perspicaz. Al final se sintió casi avergonzada ante la posibilidad de haber superado su capacidad de autosugestión… Sospechaba la maquinación de conspiraciones en todas y cada una de las situaciones, una cadena de sucesos que ella misma había ido creando y en la que una cara de la realidad no guardaba la menor relación con la siguiente. La habían asaltado por la calle, le habían robado el bolso. Con toda probabilidad, la policía hacía lo posible por atrapar a los ladrones; por qué iba a estar involucrada en ello era algo que ahora, por la mañana, escapaba a su razón. ¿No habría estado llorando en sueños por sí misma y por sus propias fantasías?
Encendió la lámpara de pie, que retiró de modo que la luz no incidiese sobre la parte de la cama donde dormía Karin. Después se puso a hojear la guía de Pekín. Señaló en los márgenes lo que quería ver en los días que le quedaban. Ante todo, quería visitar la Ciudad Prohibida, sobre la que había leído y por la que se había sentido atraída desde que China empezó a despertar su interés. También quería dedicar otro día a visitar uno de los templos budistas de la ciudad. Staffan y ella habían hablado en numerosas ocasiones de que si un día, por casualidad, sintiesen la necesidad de cultivar valores espirituales superiores, el budismo era la única vía que les resultaba atractiva. Según Staffan, era la única religión que nunca había promovido una guerra ni recurrido a la violencia para difundir su doctrina. Todas las demás religiones habían dominado y se habían expandido mediante el poder de las armas. Lo más importante para Birgitta era que el budismo sólo reconocía al dios que descansaba en el interior de cada uno; comprender su doctrina de sabiduría consistía en despertar poco a poco a aquel dios interior.
Durmió unas horas más, hasta que oyó bostezar a Karin, que, desnuda, se estiraba junto a la cama. «Una vieja rebelde que se conserva bastante bien físicamente», pensó Birgitta.
—Hermosa vista —le dijo.
Karin se sobresaltó como si la hubiesen sorprendido en una falta.
—Pensé que dormías.
—Sí, hasta hace un minuto. Esta vez me he despertado sin llorar.
—¿Algún sueño?
—Seguramente, pero no recuerdo nada. Los sueños se han escabullido y han ido a esconderse. Seguro que soñaba con la adolescencia y un amor no correspondido.
—Yo nunca sueño con mi época de juventud. En cambio, a veces sí que me imagino muy vieja.
—Sí, hacia allá vamos.
—Bueno, en estos momentos no. Ahora me preocupa más que las conferencias sean interesantes.
Karin fue al cuarto de baño y, cuando regresó, ya se había vestido para salir.
Birgitta aún no le había contado nada del robo y dudó de que fuese acertado mencionarlo. Entre todos los sentimientos que le inspiraba aquel suceso existía también una especie de vergüenza, como si ella hubiese podido evitarlo, pues en general era muy precavida.
—Me voy. Esta noche llegaré tan tarde como ayer; pero para mañana habrá terminado todo. Entonces nos tocará a nosotras.
—Tengo una larga lista —le dijo Birgitta—. Hoy me espera la Ciudad Prohibida.
—Allí vivió Mao —comentó Karin—. Y además creó una dinastía. La dinastía comunista. Hay quienes aseguran que intentó conscientemente imitar a alguno de los viejos emperadores. En especial a Qi, del que tratan los seminarios. Pero yo creo que eso es difamación política, ni más ni menos.
—Seguro que su espíritu impregna toda la ciudad —observó Birgitta—. Anda, vete ya, trabaja mucho y ten ideas brillantes.
Karin se marchó llena de energía. En lugar de envidiarla, Birgitta se levantó, hizo algunas flexiones de brazos bastante chapuceras y se preparó para un día en Pekín sin conspiraciones y sin mirar nerviosa hacia detrás por si la perseguían. Dedicó la mañana a adentrarse en el misterioso laberinto que constituía la Ciudad Prohibida. Sobre la puerta central del último muro rosado, que antiguamente sólo podían cruzar los emperadores, colgaba un retrato enorme de Mao. Birgitta se dio cuenta de que todos los chinos que cruzaban dicha puerta tocaban los herrajes de oro. Supuso que se trataba de algún tipo de superstición. Quizá Karin supiese explicárselo.
Caminó sobre las desgastadas piedras del patio del palacio y recordó que, cuando era una rebelde roja, leyó que la Ciudad Prohibida constaba de nueve mil novecientas noventa y nueve habitaciones y media. Puesto que el Dios del Cielo tenía diez mil, el Hijo del Cielo no podía poseer más. Ella dudaba de que fuese verdad.
Había muchos visitantes pese a que soplaba un viento gélido. Quienes admiraban las habitaciones a las que sus antepasados no habían tenido acceso durante generaciones eran sobre todo chinos. «Aquella revuelta ingente…», se dijo. «Lo que sucede cuando un pueblo se libera es que tiene derecho a abrigar sus propios sueños, el acceso a las habitaciones prohibidas donde se creó la opresión».
Una de cada cinco personas del mundo era china. «Si mi familia fuera el mundo, uno de nosotros sería chino», calculó. «Al menos en eso teníamos razón cuando éramos jóvenes. Nuestros profetas nacionales y, desde luego, Moses, el de formación teórica más sólida, nos recordaban siempre que no podía discutirse el futuro del mundo sin contar con China en todo momento».
Estaba a punto de salir de la Ciudad Prohibida cuando descubrió con asombro que había allí dentro una cafetería de una cadena norteamericana. El letrero le llamó poderosamente la atención desde la pared de ladrillo rojo de la que colgaba. Intentó ver cómo reaccionaban los chinos que pasaban por allí. Alguno que otro se detenía y señalaba el local; otros incluso entraban, pero a la mayoría no parecía importarle lo que ella consideraba un sacrilegio execrable. China se había convertido en otro tipo de misterio desde la primera vez que ella intentó comprender algo del Reino del Centro. «Bueno, quizá no sea así», se corrigió. «Hasta un café norteamericano situado en la Ciudad Prohibida debe de poder explicarse mediante un análisis objetivo de cómo es hoy el mundo».
Por el camino de vuelta hacia el hotel rompió la promesa que se había hecho a sí misma aquella mañana y echó una ojeada a su alrededor. Sin embargo, no había nadie; o, al menos, nadie a quien ella reconociese o que pareciese sorprendido de que se hubiese dado la vuelta. Almorzó en un pequeño restaurante donde, una vez más, le sorprendió que la cuenta fuese tan elevada. Después decidió ver si encontraba algún periódico inglés en el hotel y tomarse una taza de café en el bar que había junto a la recepción. Halló un ejemplar de The Guardian en el quiosco y se sentó en el rincón junto a la chimenea encendida. Unos turistas americanos se levantaron y declararon en voz alta para que los oyese todo el mundo que se disponían a subir a la Muralla China. A Birgitta no le gustaron lo más mínimo.
¿Cuándo iría ella a la Muralla? Tal vez Karin tuviese tiempo el último día antes de que volviesen a casa. ¿Cómo era posible ir a China y dejar de visitar la Muralla, que, según una leyenda moderna, era una de las pocas obras humanas visibles desde el espacio?
«Debo ver la Muralla», pensó. «Seguro que Karin ya ha estado allí, pero se habrá de sacrificar. Además, ella tiene cámara. No podemos irnos de aquí sin una foto que mostrarles a nuestros hijos donde se nos vea ante la Muralla».
De repente, una mujer se detuvo ante su mesa. Era de su edad, aproximadamente, y llevaba el cabello peinado hacia atrás. Le sonreía con un aspecto muy digno. Se dirigió a Birgitta en un inglés muy correcto.
—¿La señora Roslin?
—Sí, soy yo.
—¿Podría sentarme? Tengo algo importante que decirle.
—Claro.
La mujer llevaba un traje azul marino que parecía muy caro.
Tomó asiento antes de presentarse.
—Me llamo Hong Qui. No la molestaría si no se tratase de un asunto verdaderamente importante.
Dicho esto, le hizo una discreta seña a un hombre que aguardaba a unos metros. El hombre se acercó y dejó el bolso de Birgitta sobre la mesa, como si se tratase de un precioso regalo, y se marchó enseguida.
Birgitta Roslin miró a Hong inquisitiva.
—La policía encontró su bolso —le explicó Hong—. Para nosotros es humillante que cualquiera de nuestros huéspedes sufra un percance, de modo que me han pedido que se lo devuelva en persona.
—¿Eres policía?
La mujer no cesaba de sonreír.
—En absoluto. Pero las autoridades me piden de vez en cuando que les ayude en algunos asuntos. ¿Falta algo?
Birgitta Roslin abrió el bolso. No faltaba nada, salvo el dinero. Además, comprobó con sorpresa que también estaba la caja de cerillas.
—Falta el dinero.
—Tenemos la esperanza de atrapar a los ladrones. Y se les aplicará una pena muy dura.
—Pero no los condenarán a muerte, ¿verdad?
Al rostro de Hong asomó una expresión apenas perceptible que, no obstante, no pasó inadvertida para Birgitta.
—Nuestras leyes son muy estrictas. Si tienen antecedentes de delitos graves, tal vez los condenen a muerte. Si observan un buen comportamiento, se les conmutará la pena por cadena perpetua.
—¿Y si no cambian de comportamiento?
Hong dio una respuesta evasiva.
—Nuestras leyes son claras y fáciles de interpretar, pero eso no significa que se puedan establecer de antemano las condenas. Nuestras sentencias son particulares. Cuando las penas se imponen de forma rutinaria, es imposible que sean justas.
—Yo soy jueza. Según mi opinión, un sistema judicial que aplica la pena de muerte es esencialmente primitivo, pues nunca tiene el menor efecto preventivo.
A Birgitta no le agradó lo más mínimo el tono altanero de sus propias palabras. Hong Qui la escuchaba con gesto atento y grave. La sonrisa se había esfumado de su semblante. Despachó con un gesto a la camarera que se acercaba a la mesa y Birgitta tuvo la sensación de que se repetían las pautas. Hong Qui no reaccionó en modo alguno al saber que era jueza. Ya lo sabía.
«En este país, todo el mundo lo sabe todo de mí», se dijo indignada. A menos que aquello fuesen figuraciones suyas.
—Por supuesto que me alegro de haber recuperado el bolso, pero comprenderás que me sorprenda el modo. De pronto, te presentas con él, no eres policía y no sé qué ni quién eres. ¿Han atrapado a los que me robaron o no te he entendido bien? ¿Lo encontraron tirado por ahí?
—No han detenido a nadie. Pero hay sospechas concretas. El bolso apareció cerca de donde te lo robaron.
Hong Qui hizo amago de levantarse, pero Birgitta Roslin la retuvo.
—Aclárame quién eres. Es extraño que una completa desconocida venga de pronto y me devuelva el bolso que me habían robado en la calle.
—Trabajo con temas de seguridad. Como hablo inglés y francés, a veces me llaman para que haga ciertas gestiones.
—¿Seguridad? O sea que, después de todo, eres policía, ¿no?
Hong Qui negó con un gesto.
—La seguridad de una sociedad no siempre consiste en la vigilancia externa, que es responsabilidad de la policía. Se trata de algo más profundo que alcanza las raíces mismas de la sociedad. Estoy segura de que en su país ocurre lo mismo.
—¿Quién te pidió que vinieses a devolverme el bolso?
—Uno de los jefes de la central de objetos perdidos de Pekín.
—¿Objetos perdidos? ¿Quién lo había entregado allí?
—No lo sé.
—¿Cómo sabíais que era mío? No llevaba el documento de identidad ni ningún otro efecto con mi nombre.
—Supongo que reciben información de las distintas instancias de investigación policial.
—¿Acaso hay más de una unidad que trabaje con robos callejeros?
—La colaboración entre policías de distintos grupos es muy frecuente.
—¿Para encontrar un bolso?
—Para resolver un grave asalto a un extranjero que visita nuestro país.
«No hace más que eludir el asunto y dar rodeos», concluyó Birgitta Roslin. «No conseguiré que me responda lo que debe responder».
—Yo soy jueza —repitió Birgitta—. Y me quedaré unos días más en Pekín. Puesto que parece que lo sabes todo de mí, no será necesario que te cuente que he venido con una amiga que se pasa los días hablando del primer emperador en un congreso internacional.
—Es fundamental conocer a fondo la dinastía Qin para comprender mi país. Sin embargo, se equivoca si cree que sé quién es o el motivo de su visita a Pekín.
—Puesto que has sido capaz de recuperar mi bolso, estaba pensando pedirte consejo. ¿Cómo puedo obtener permiso para acceder a una sala de vistas china? No tiene por qué ser un juicio importante, claro. Sólo quisiera poder seguir los procedimientos y, quizás, hacer alguna que otra pregunta.
La respuesta, inmediata, sorprendió a Birgitta.
—Puedo arreglarlo mañana. Yo misma la acompañaré.
—No quiero causar molestias. Pareces una persona muy ocupada.
Hong Qui se puso de pie.
—La llamaré más tarde para decirle cuándo podemos vernos mañana.
Birgitta Roslin estaba a punto de decirle el número de su habitación, pero pensó que Hong Qui ya lo sabría.
La vio cruzar el bar en dirección a la salida. El hombre que había dejado el bolso en la mesa se unió a otro antes de desaparecer de su campo de visión.
Miró el bolso y se echó a reír. «Existe una entrada», se dijo. «Y también una salida. Un bolso desaparece y aparece otra vez. Pero, de lo que acontece entre un suceso y el otro, no sé nada en absoluto. Aunque también existe el riesgo de que no sea capaz de distinguir entre mis quimeras y la realidad».
Hong Qui la llamó una hora más tarde, justo cuando Birgitta acababa de volver a su habitación. Ya nada la sorprendía. Era como si personas para ella desconocidas estuviesen siguiendo cada uno de sus movimientos y supiesen dónde se encontraba en todo momento. Como ahora: acababa de entrar y sonaba el teléfono.
—Mañana a las nueve —le dijo Hong Qui.
—¿Dónde?
—Yo la recogeré. Vamos a un juzgado de un distrito a las afueras de Pekín. Lo elegí porque presidirá la sala una jueza.
—Muchas gracias.
—Haremos cuanto esté en nuestras manos para compensar el desgraciado accidente del bolso.
—Ya lo has compensado. Me siento rodeada de espíritus protectores.
Después de la conversación, Birgitta Roslin vació el contenido de su bolso sobre la cama. Aún le costaba comprender que las cerillas estuviesen allí, en lugar de en la maleta. Abrió la caja y comprobó que estaba medio vacía. Frunció el entrecejo. «Alguien que fuma», concluyó. «Esta caja estaba llena de cerillas cuando la guardé en el bolso». Sacó las cerillas, las dejó en la cama y abrió la caja del todo para observar bien las dos partes. No sabía exactamente qué pensaba descubrir. Una caja de cerillas no era ni más ni menos que eso. Irritada, volvió a guardar las cerillas en la caja, y ésta en el bolso. Estaba yendo demasiado lejos con sus fantasías.
Dedicó el resto del día a un templo budista y una prolongada cena en un restaurante próximo al hotel. Cuando Karin entró de puntillas en la habitación y encendió la luz, ella ya dormía y se dio media vuelta en la cama.
Al día siguiente se levantaron a la misma hora. Puesto que Karin se había quedado dormida y llegaba tarde, sólo le dijo que el congreso se clausuraba a las dos. A partir de esa hora estaba libre. Birgitta Roslin le habló de la visita que pensaba hacer a la sala de vistas, pero sin contarle aún nada del robo.
Hong Qui la esperaba en la recepción enfundada en un abrigo de piel de color blanco. Birgitta se sintió avergonzada al comparar su vestimenta con la de ella, pero Hong Qui observó que iba bien abrigada.
—Nuestras salas de vistas son muy frías —le advirtió.
—Como vuestros teatros, ¿no?
Hong Qui sonrió al responder. «No creo que sepa que hace unos días asistimos a un espectáculo de la ópera de Pekín, ¿no?», se preguntó Birgitta. «¿O tal vez sí?».
—China sigue siendo un país muy pobre. Avanzamos hacia el futuro con mucha humildad y trabajando duro.
«No todos son pobres», pensó Birgitta con amargura. «Incluso yo, que no soy una experta, tengo claro que las pieles que llevas no sólo son auténticas, sino además muy caras».
A la puerta del hotel las esperaba un coche con chófer. Birgitta Roslin sintió cierto malestar. En realidad, ¿qué sabía de aquella extraña que iba a llevarla en un coche conducido por otro extraño?
Intentó convencerse de que no había peligro. ¿Por qué no era capaz de apreciar, simplemente, la solicitud con que la estaban tratando? Hong Qui guardaba silencio, con los ojos medio cerrados. Circulaban a gran velocidad por una larga avenida, y unos minutos más tarde Birgitta no tenía la menor idea de en qué parte de la ciudad se encontraban.
Se detuvieron ante un edificio bajo construido en cemento cuya entrada custodiaban dos policías. Por encima del dintel había una serie de caracteres chinos de color rojo.
—Es el nombre del juzgado del distrito —explicó Hong Qui, que siguió la mirada curiosa de Birgitta.
Cuando empezaron a subir la escalinata que conducía a la puerta, los dos policías presentaron armas. Hong Qui no reaccionó y Birgitta se preguntó quién sería aquella mujer en realidad. Desde luego, no era una vulgar mensajera encargada de devolver bolsos robados a los turistas.
Siguieron caminando por un pasillo hasta que llegaron a la sala de vistas, una habitación sobria cuyas paredes estaban forradas de paneles de madera en color marrón. Sobre una tarima bastante elevada ocupaban sendas sillas dos hombres uniformados. Entre ambos quedaba un sitio libre. No había ningún espectador en la sala y Hong Qui se dirigió a la primera fila de los bancos destinados al público, donde había dos cojines. «Todo está preparado», constató Birgitta. «El espectáculo puede comenzar. Aunque quizá también aquí, en la sala de vistas, quieran tratarme con amabilidad».
Acababan de sentarse cuando dos guardias condujeron al acusado al interior de la sala. Un hombre de mediana edad que llevaba la cabeza rapada y un uniforme de presidiario de color azul oscuro y tenía la vista clavada en el suelo. A su lado se hallaba el abogado defensor. En otra mesa se sentó quien Birgitta supuso que sería el fiscal. Era un hombre de edad que vestía ropa normal, calvo y con el rostro surcado de arrugas. La jueza entró en la sala por una puerta situada detrás de la tarima. Tendría unos sesenta años, era corpulenta y de baja estatura. Sentada en la silla, parecía una niña.
—Shu Fu ha sido jefe de una banda de delincuentes especializados en robos de coches —le explicó Hong Qui en voz baja—. Los demás ya han sido juzgados y ahora le toca el turno al cabecilla de la banda. Al ser reincidente le impondrán una dura condena. Hasta el momento se le ha tratado con suavidad, pero, al continuar con su actividad delictiva, ha traicionado la confianza que la justicia depositó en él, de modo que el tribunal deberá imponerle una sentencia más dura.
—Pero no la pena capital, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
Birgitta Roslin intuyó que a Hong Qui no le había gustado su pregunta, pues respondió con impaciencia, casi molesta. «Vaya, ya se te ha borrado la sonrisa de la boca», pensó Birgitta. «La cuestión es si lo que voy a presenciar es un verdadero juicio o si se trata de una puesta en escena con una sentencia ya dictada».
Todos hablaban con voz chillona, que resonaba en la sala. El único que no dijo una palabra en ningún momento fue el acusado, que seguía mirando al suelo fijamente. De vez en cuando Hong Qui le traducía lo que decían. El abogado defensor no hizo mayor esfuerzo por apoyar a su cliente, algo que tampoco era infrecuente en los tribunales suecos, pensó Birgitta. Todo se redujo a una conversación entre el fiscal y la jueza. Birgitta no logró entender cuál podía ser la función de los personajes sentados a ambos lados de la magistrada.
El juicio terminó en menos de media hora.
—Le caerán unos diez años de trabajos forzados —explicó Hong Qui.
—No he oído que la jueza haya dicho nada que pudiera interpretarse como una sentencia…
Hong Qui no hizo el menor comentario a su observación. Cuando la jueza se puso en pie, todos los presentes la imitaron. Se llevaron al acusado sin que Birgitta hubiese conseguido verle los ojos una sola vez.
—Voy a presentarte a la jueza —le dijo Hong Qui—. Nos invita a una taza de té en su despacho. Se llama Min Ta. Cuando no está trabajando, se dedica a cuidar de sus dos nietos.
—¿De qué tiene fama?
Hong Qui no pareció entender la pregunta.
—Todos los jueces tienen fama de algo que, en mayor o menor grado, se corresponde con la realidad, pero siempre hay un fondo de verdad. A mí se me considera una jueza templada pero muy decidida.
—Min Ta cumple la ley. Está orgullosa de ser jueza. Por esa razón es una buena representante de nuestro país.
Por la baja puerta que había detrás de la tarima accedieron a una habitación fría y de decoración espartana donde las aguardaba Min Ta. Un ujier les sirvió el té mientras ellas se sentaban. Min Ta empezó a hablar sin preámbulos, con la misma voz chillona que en la sala. Cuando guardó silencio, Hong Qui tradujo sus palabras.
—Es para ella un gran honor conocer a una colega de Suecia. Ha oído hablar muy bien del sistema judicial sueco. Por desgracia, tiene pendiente otro juicio que no tardará en empezar; de lo contrario, le habría gustado seguir conversando sobre el sistema judicial sueco.
—Dale las gracias por recibirme —le dijo Birgitta—. Y pregúntale cuál cree que será la sentencia y si tú tenías razón en lo de los diez años.
—Nunca entro en la sala sin la preparación previa necesaria —aseguró Min Ta cuando le tradujeron la pregunta—. Es mi deber utilizar bien mi tiempo y el de las demás personas que están al servicio de la justicia. En este caso, no había lugar a dudas. El sujeto había confesado, es reincidente y no existen atenuantes. Creo que le impondré entre siete y diez años de prisión, pero debo sopesar a conciencia mi sentencia.
Aquélla fue la única pregunta que Birgitta tuvo la oportunidad de formular, pues Min Ta había preparado una larga serie de cuestiones que quería plantearle a ella. Birgitta se preguntó qué traduciría Hong Qui en realidad. Tal vez ella y Min Ta estuviesen manteniendo una conversación sobre un tema totalmente distinto.
Veinte minutos después, Min Ta se levantó y explicó que debía volver a la sala de vistas. Apareció un hombre con una cámara. Min Ta se colocó al lado de Birgitta y el individuo las fotografió. Hong Qui se mantuvo algo apartada, fuera del alcance de la cámara. Min Ta y Birgitta Roslin se estrecharon la mano y salieron juntas al pasillo. Cuando la jueza abrió la puerta de acceso a la sala, Birgitta entrevió que, en esa ocasión, el público era muy numeroso.
Volvieron al coche, que partió de allí a toda velocidad. Al cabo de un rato se detuvieron, pero no ante el hotel, sino ante una casa de té con forma de pagoda construida en una isla de un lago artificial.
—Hace frío —observó Hong Qui—. El té nos ayudará a entrar en calor.
Hong Qui la llevó a una sala separada del resto del local en la que aguardaban dos tazas y una camarera con la tetera en la mano. Todo estaba minuciosamente preparado. Y, de simple turista, Birgitta había pasado a ser una visita importante, por más que aún no alcanzase a comprender la razón.
De pronto, Hong Qui empezó a hablar del sistema judicial sueco, sobre el que parecía muy bien informada, y le hizo varias preguntas sobre los asesinatos de Olof Palme y Anna Lindh.
—En una sociedad abierta, nunca puede garantizarse al cien por cien la seguridad de una persona —explicó Birgitta Roslin—. Toda organización social paga un precio. La libertad y la seguridad están en constante lucha por mantener sus posiciones.
—Es decir, que no se puede evitar que alguien que lo desee asesine a otra persona —concluyó Hong Qui—. Ni siquiera un presidente norteamericano tiene garantizada la protección.
Birgitta Roslin adivinó cierta reticencia en sus palabras, pero no consiguió interpretarlo.
—Aquí no llegan muchas noticias sobre Suecia —prosiguió—. Pero últimamente hemos podido leer en los diarios información esporádica sobre una terrible masacre.
—Sí, un caso que, por cierto, conozco bien —apuntó Birgitta—. Aunque no estoy involucrada en calidad de jueza. Detuvieron a un sospechoso pero se suicidó. Lo que no deja de ser un escándalo es el mero hecho de que pudiese suceder.
Puesto que Hong Qui parecía amablemente interesada, Birgitta Roslin le narró los sucesos con todo lujo de detalles. Hong Qui la escuchaba atenta, sin hacer preguntas, aunque en varias ocasiones le pidió que repitiera algún que otro dato.
—Un loco —sintetizó Birgitta para terminar—. Que, por cierto, logró quitarse la vida. O tal vez sea otro loco distinto, al que la policía aún no ha logrado atrapar. O puede que se trate de algo totalmente distinto, alguien con un móvil y un plan brutal y calculado con extrema frialdad.
—¿Cuál podría ser el móvil?
—Venganza. Odio. Puesto que no robaron nada, debe de ser una combinación de odio y venganza.
—¿Y tú qué opinas?
—¿Sobre la persona a la que deben buscar? No lo sé. Pero me cuesta creer en la teoría del loco solitario.
Después, Birgitta Roslin le habló de lo que ella había dado en llamar la pista china. Empezó desde el principio, con el descubrimiento de su propio parentesco con algunas de las víctimas y continuó con la misteriosa aparición del visitante chino en Hudiksvall. Como quiera que Hong escuchaba con visible interés, siguió ofreciéndole detalles hasta que, por fin, le sacó la fotografía y se la mostró.
Hong Qui asintió despacio. Por un instante pareció sumida en alguna reflexión y a Birgitta le dio la impresión de que reconocía el rostro de la instantánea. Claro que no tenía sentido, ¿cómo iba a reconocer a un hombre entre millones?
Hong Qui sonrió, le devolvió la fotografía y le preguntó qué planes tenía para el resto de su estancia en Pekín.
—Pues espero que mi amiga me lleve mañana a ver la Muralla China. Al día siguiente volvemos a casa.
—Vaya, pues mañana estoy ocupada y no podré servirte de guía.
—Ya has hecho más de lo que debías.
—De todos modos, me pasaré para decirte adiós.
Se despidieron a la puerta del hotel. Birgitta Roslin vio cómo el coche de Hong Qui se alejaba tras cruzar la verja del hotel.
Karin llegó a las tres de la tarde y, con un suspiro de alivio, arrojó a la papelera gran parte del material utilizado en el congreso. Birgitta le propuso que visitaran la Muralla China al día siguiente, idea que Karin aceptó sin objeciones. Ahora, aseguró, quería ir de compras. Birgitta la acompañó de un centro comercial a otro, antes de que ambas se adentraran en mercados semioficiales montados en pequeñas plazas y oscuros comercios donde podían encontrarse todo tipo de gangas, desde lámparas antiguas hasta estatuillas de madera que representaban espíritus malignos. Cuando empezó a caer la noche, y ya cargadas de paquetes y bolsas, llamaron a un taxi. Karin estaba cansada y decidieron cenar en el hotel. Birgitta le pidió a la recepcionista que les organizaran la visita a la Muralla para el día siguiente.
Karin se durmió y Birgitta se sentó a ver la televisión china con el volumen al mínimo. De vez en cuando la invadía una oleada de temor ante el recuerdo de lo sucedido el día anterior; sin embargo, ya había decidido no contárselo a nadie, ni siquiera a Karin.
Al día siguiente fueron a ver la Muralla. No soplaba el viento, con lo que el frío seco y acerado resultaba menos intenso. Llenas de admiración, pasearon por los alrededores de la Muralla tomando fotos individuales o pidiéndole a algún amable visitante chino que les sacase una foto a las dos.
—Bueno, aquí estamos —dijo Karin—. Con una cámara, en lugar de con el libro rojo de Mao.
—En este país ha debido de producirse un milagro —observó Birgitta—. Una maravilla, obra de los hombres gracias a su enorme esfuerzo, y no de los dioses.
—Sí, al menos en las ciudades. Pero creo que la pobreza persiste en las zonas rurales. ¿Qué harán cuando cientos de millones de campesinos pobres se cansen de serlo?
—«El auge actual del movimiento campesino es un acontecimiento enorme». Tal vez tras esas palabras se oculte una realidad arrolladora.
—Nadie nos dijo entonces que en China hacía tanto frío. Creo que me voy a morir congelada.
Regresaron al coche que las aguardaba y, justo cuando Birgitta bajaba las escaleras que las alejarían de la Muralla, volvió la vista atrás, quizá para contemplar la Muralla por última vez.
Y entonces vio a uno de los hombres de Hong Qui que leía distraídamente una guía. No le cabía la menor duda. Era él, el hombre que se había acercado a la mesa con el bolso.
Karin la apremió impaciente para que entrara en el coche, tenía frío y quería marcharse cuanto antes.
Birgitta se volvió a mirar una vez más, pero el hombre había desaparecido.