Al día siguiente nevaba levemente sobre Pekín. Karin Wiman se levantó a las seis de la mañana para revisar la conferencia que debía pronunciar aquella mañana. Birgitta Roslin se despertó y la vio sentada junto a la ventana. Aún era de noche y Karin había encendido una lámpara de pie. A Birgitta la invadió una vaga sensación de envidia. Karin había elegido una vida que incluía viajes y encuentros con culturas extrañas. Su existencia, en cambio, se desarrollaba en salas de vistas, el escenario de una lucha sin cuartel entre la verdad y la mentira, la arbitrariedad y la justicia, con un resultado incierto y a menudo poco alentador.
Karin se dio cuenta de que Birgitta se había despertado y la miró.
—Está nevando —le anunció—. Escasamente y en copos pequeños. En Pekín jamás caen copos grandes. La nieve aquí es ligera, pero afilada como la arena del desierto.
—Vaya, qué trabajadora, tan temprano…
—Estoy nerviosa. El auditorio es tan numeroso y tan ávido de detectar algún fallo cuando hable…
Birgitta se sentó en la cama y movió la cabeza con cuidado.
—Aún me duele el cuello.
—Las óperas de Pekín exigen resistencia física.
—Me gustaría asistir a otra representación, pero sin intérprete.
Karin se marchó poco después de las siete. Acordaron verse otra vez por la tarde. Birgitta durmió una hora más y, cuando terminó de desayunar, habían dado las nueve. La desazón del día anterior se había esfumado. El rostro que creyó ver después de la ópera debió de ser fruto de su imaginación, que a veces echaba a volar de forma tan sorprendente que ya debería estar acostumbrada.
Se sentó un rato en la silenciosa recepción donde silenciosos espíritus serviles limpiaban con plumeros las columnas de mármol. La irritaba su ociosidad y decidió buscar un centro comercial en el que comprar un juego de mesa chino. Recordó, además, que le había prometido a Staffan llevarle especias. Un joven recepcionista le dibujó en el plano cómo llegar a un centro comercial en el que podría comprarlo todo, el juego y las especias. Cambió algo de dinero en el banco del hotel antes de salir. El frío se había atenuado. Leves copos de nieve revoloteaban en el aire. Se tapó la boca y la nariz con la bufanda y emprendió el camino.
Después de recorrer unos metros, se detuvo y miró a su alrededor. La gente se movía de aquí para allá por las aceras. Se quedó observándolos, unos estaban inmóviles, fumando, otros hablaban por teléfono o simplemente aguardaban, estáticos. Ninguno de los rostros le resultaba familiar.
Tardó cerca de una hora en llegar al centro comercial, situado en una calle peatonal llamada Wangfuijing Daije. Ocupaba toda la manzana y, cuando entró, tuvo la sensación de acceder a un laberinto gigantesco. Enseguida la envolvió un hormiguero de gente. Se dio cuenta de que la gente la miraba de reojo y comentaba su aspecto y su ropa. En vano buscó algún letrero en inglés. Cuando llegó a las escaleras automáticas, varios vendedores se dirigieron a ella en un inglés precario.
En la tercera planta encontró una sección de libros y papelería donde también vendían juguetes. Se dirigió a una joven dependienta que, a diferencia del personal de hotel, no la entendió. La dependienta dijo algo rápidamente por un teléfono y, un segundo más tarde, un hombre de más edad apareció a su lado sonriendo.
—Busco juegos de mesa —explicó Birgitta—. ¿Dónde puedo encontrarlos?
—¿Mahjong?
El hombre la condujo a otra planta donde, de pronto, se vio rodeada de estanterías llenas de juegos. Escogió dos, le dio las gracias al hombre y se encaminó a la caja. Con los juegos envueltos y dentro de una gran bolsa de vivos colores, buscó por sí sola la sección de alimentación, donde fue oliendo un montón de especias desconocidas en pequeñas y hermosas bolsas de papel. Después se sentó en una cafetería que había junto a la salida. Pidió un té y una pasta china tan dulce que le costó trabajo comérsela. Dos niños pequeños se le acercaron y se quedaron mirándola un rato, hasta que su madre les gritó algo desde una mesa cercana.
Justo antes de levantarse, volvió a experimentar la sensación de que la estaban observando. Miró a su alrededor, intentó localizar algún rostro conocido, pero ninguno le resultaba familiar. La irritaba sufrir ese tipo de obsesiones y se marchó enojada del centro comercial. Puesto que la bolsa era muy pesada, tomó un taxi hasta el hotel mientras pensaba a qué dedicaría el resto del día. A Karin no podría verla hasta la noche, después de una cena de gala de asistencia obligatoria que Karin no podía eludir, por más que quisiera.
Dejó las compras en el hotel y decidió visitar el museo de arte ante cuyas puertas había pasado el día anterior. Conocía el camino y recordó que había varios restaurantes en cualquiera de los cuales podía comer cuando tuviese hambre. Ya había dejado de nevar y las nubes empezaban a disiparse. De repente se sintió más joven, con más energía que por la mañana. «En estos momentos, soy la piedra que rueda libremente, lo que soñábamos ser cuando éramos jóvenes», se dijo. «Una piedra rodante con dolor de cuello».
El edificio principal del museo parecía una torre china con pequeños balcones y decoración saliente en el tejado. Los visitantes accedían al interior a través de una puerta gigantesca. Puesto que el museo era enorme, decidió visitar sólo la planta baja, que alojaba una exposición sobre el modo en que el Ejército de Liberación Popular se había servido del arte como arma de propaganda. La mayoría de los cuadros estaban ejecutados de aquella forma idealizada que ella recordaba de los diarios gráficos chinos de los años sesenta. Sin embargo, también había pinturas no figurativas que narraban la guerra y el caos en colores intensos.
Por todas partes se veía rodeada de vigilantes y de guías, en general chicas jóvenes que vestían uniformes de color azul marino. Intentó hablar con alguna de ellas, pero no sabían inglés.
Pasó un par de horas en el museo. Cuando salió a la calle, eran cerca de las tres. Echó una ojeada al hospital y, a su espalda, al elevado edificio de la terraza colgante. Entró en un sencillo restaurante que había junto al museo y en el que, tras señalar varios platos de los que había en las mesas de otros comensales, le asignaron una mesa en una esquina. También había señalado una botella de cerveza y, en cuanto empezó a beber, tomó conciencia de lo sedienta que estaba. Comió demasiado y se tomó dos tazas de té bien cargado para disipar el sopor de la digestión mientras miraba las postales de pintura china que había comprado en el museo.
De repente, sintió que había terminado con Pekín, pese a que sólo llevaba allí dos días. Se sentía inquieta, añoraba su trabajo y pensaba que el tiempo se le escapaba de las manos. No podía seguir deambulando por Pekín. Ahora que ya había comprado los juegos y las especias, echaba de menos un objetivo. «Un plan», se dijo. «En primer lugar iré al hotel, descansaré y luego pensaré un plan de verdad. Voy a pasar aquí cinco días más y Karin sólo tendrá tiempo para estar conmigo los dos últimos».
Cuando salió a la calle, el sol había vuelto a desaparecer tras las nubes y hacía más frío. Se cerró bien el chaquetón cruzado y decidió respirar a través de la bufanda.
Un hombre se le acercó con un papel y unas tijeras pequeñas en la mano y, en un inglés bastante torpe, le preguntó si podía recortar su silueta. Dicho esto, le mostró un archivador con fundas de plástico donde guardaba otras siluetas recortadas por él. Su primer impulso fue negarse, pero cambió de idea. Se quitó el gorro, dobló la bufanda y se puso de perfil.
El resultado era de una perfección asombrosa. El hombre le pidió cinco dólares, pero ella le pagó diez.
Era un hombre de edad avanzada con una cicatriz en la mejilla. De haber hablado su idioma, le habría gustado escuchar su vida. Se guardó la silueta en el bolso y se despidieron con una leve inclinación antes de marcharse cada uno por su lado.
El ataque fue de repente, sin que tuviese tiempo de comprender qué sucedía. Sintió que un brazo le agarraba el cuello y la obligaba a echarse hacia atrás mientras que alguien le arrebataba el bolso. Birgitta gritó e intentó retener el bolso, pero entonces el brazo se aferró con más fuerza a su garganta. Un golpe en el estómago le cortó la respiración. Cayó al suelo en medio de la calle sin alcanzar a entender quiénes la habían atacado. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, en apenas diez o quince segundos. Un hombre que pasaba en bicicleta y una mujer que dejó sus bolsas de la compra en el suelo le ayudaron a levantarse de la acera; pero Birgitta no lograba mantenerse en pie. Volvió a caer de rodillas, antes de desmayarse.
Cuando despertó, se hallaba en la camilla de una ambulancia que recorría las calles con las sirenas encendidas. Un médico la examinaba con el fonendoscopio. Seguía sin estar segura de lo que había ocurrido. Recordaba haber perdido el bolso, pero ¿por qué iba en ambulancia? Intentó preguntarle al médico del fonendoscopio, pero el hombre le respondió en chino unas palabras que, según entendió por los gestos, indicaban que debía guardar silencio y dejar de moverse. Le dolía el cuello por donde la había agarrado el brazo del desconocido. ¿Estaría gravemente herida? La idea la aterró. Podrían haberla matado allí misino, en la calle. Los que la atacaron no dudaron en hacerlo a pleno día y, además, en una calle llena de tráfico y viandantes.
Empezó a llorar. El médico reaccionó tomándole el pulso cuando, de pronto, la ambulancia se paró en seco y se abrieron las puertas traseras. La pasaron a otra camilla y la condujeron por un pasillo iluminado por lámparas de intensísima luz. Birgitta se había abandonado al llanto, ya irrefrenable. Apenas notó que le ponían una inyección con un tranquilizante. Empezó a perderse en una superficie ondulante, rodeada de rostros chinos que parecían nadar en las mismas aguas que ella, cabezas en vaivén dispuestas a recibir al Gran Timonel que regresaba nadando vigoroso hacia la orilla.
Cuando recobró la conciencia, se vio en una habitación tenuemente iluminada, con las cortinas echadas. Un hombre vestido de uniforme ocupaba la silla que había junto a la puerta. Al ver que Birgitta abría los ojos, se levantó y salió de la habitación. Minutos después aparecieron otros dos hombres, también uniformados. Iban acompañados de un médico que le habló en inglés con acento americano.
—¿Cómo se encuentra?
—No lo sé. Estoy cansada. Me duele el cuello.
—La hemos examinado a fondo y podemos decir que ha salido del percance sin lesiones.
—¿Qué hago aquí? Quiero volver al hotel.
El médico se le acercó.
—La policía quiere hablar con usted primero. No nos gusta que los extranjeros sufran este tipo de agresiones en nuestro país. Nos avergüenza que ocurran estas cosas. Las personas que la atacaron deben ser detenidas.
—Pero, si no vi nada…
—No es a mí a quien tiene que decírselo.
El médico se levantó e hizo un gesto hacia los dos hombres uniformados, que acercaron sus sillas a la cama. Uno de ellos, el que hacía de intérprete, era bastante joven; el otro, en cambio, el que formulaba las preguntas, tendría unos sesenta años. Llevaba gafas de cristales ahumados, de modo que Birgitta no podía verle los ojos. Empezaron a preguntarle sin presentarse siquiera. Tenía la sensación de que no le gustaba al hombre mayor.
—Necesitamos saber lo que vio.
—Nada. Fue todo muy rápido.
—Los testigos han declarado que ninguno de los dos sujetos iba enmascarado.
—Ni siquiera sabía que eran dos.
—¿Qué puede contarme del suceso?
—De repente noté que un brazo me rodeaba el cuello. Me atacaron por detrás. Me arrebataron el bolso y me golpearon en el estómago.
—Necesitamos que nos diga cuanto pueda de esos dos hombres.
—Ya, pero yo no vi nada en absoluto.
—¿No le vio la cara a ninguno de los dos?
—No.
—¿Sus voces?
—No oí sus voces, creo que no dijeron nada.
—¿Qué pasó justo antes de la agresión?
—Un hombre recortó mi silueta. Acababa de pagarle y en ese momento me marchaba, cuando me atacaron.
—Mientras le recortaban la silueta, ¿no vio nada?
—¿Como qué?
—A alguien en actitud de espera…
—¿Cuántas veces tengo que repetir que no vi nada?
Cuando el intérprete tradujo su respuesta, el otro policía se inclinó hacia ella y le gritó:
—Le hacemos estas preguntas porque queremos atrapar a los hombres que la asaltaron y le robaron el bolso. Y usted debe responder sin perder la paciencia.
Aquellas palabras le hicieron el mismo efecto que si la hubiesen abofeteado.
—Estoy diciendo lo que sé.
—¿Qué llevaba en el bolso?
—Un poco de dinero chino y algo en dólares americanos. Un peine, un pañuelo, unas pastillas, un bolígrafo…, nada importante.
—Hemos encontrado su pasaporte en el bolsillo interior de su chaqueta. Es usted sueca. ¿Qué está haciendo aquí?
—He venido de vacaciones con una amiga.
El hombre de más edad parecía reflexionar con el rostro inexpresivo.
—No encontramos la silueta —dijo al cabo de unos minutos.
—Estaba en el bolso.
—Pues no la ha mencionado cuando le pregunté. ¿Había algo más que haya olvidado decir?
Birgitta hizo memoria, pero al final negó con un gesto. El interrogatorio terminó bruscamente. El policía de más edad dijo algo y salió de la habitación.
—Cuando se encuentre mejor, la llevarán al hotel. Volveremos a verla más adelante, para hacerle más preguntas y redactar un informe.
El intérprete dijo el nombre del hotel, aunque ella no lo había mencionado.
—¿Cómo saben en qué hotel me alojo? La llave estaba en el bolso…
—Son cosas que sabemos.
Dicho esto, hizo una breve reverencia y se marchó. No se había cerrado la puerta, cuando entró el médico que hablaba inglés americano.
—Aún necesitamos retenerla un poco —le advirtió—. Hemos de tomar unas muestras de sangre y hacer el informe de las radiografías. Después podrá volver al hotel.
«El reloj», se dijo. «No se lo llevaron». Miró el reloj de la pared. Eran las cinco menos cuarto.
—¿A qué hora podré irme?
—Pronto.
—Mi amiga se pondrá nerviosa si no me encuentra.
—Le proporcionaremos transporte hasta el hotel. Nos preocupa que nuestros visitantes extranjeros duden de nuestra hospitalidad y nuestra solicitud, aunque a veces se producen sucesos desagradables.
La dejó sola en la habitación. Desde un lugar apartado se oía gritar a alguien, un grito solitario vagando por el pasillo.
No dejaba de darle vueltas a lo ocurrido. Lo único que le indicaba que la habían asaltado era el dolor de garganta y la desaparición del bolso. El resto se le antojaba irreal, el sobresalto de verse agarrada por detrás, el golpe en el estómago y la gente que le prestó ayuda.
«Claro que ellos debieron de verlo», pensó. «¿Les habrá preguntado la policía? ¿Estarían aún allí cuando llegó la ambulancia? ¿O acaso llegó la policía antes?».
Era la primera vez que la atacaban. Y cayó en la cuenta de que el puñetazo que le habían dado había sido la primera agresión de su vida. Había juzgado a gente que maltrataba y disparaba y acuchillaba a otros; pero jamás lo había sentido en su propio pellejo.
«Vaya, he tenido que venir al otro extremo del mundo para vivir una experiencia así», pensó. «Justo aquí, donde no desaparecía ni un cepillo de dientes…».
¿Seguía asustada? Sí, se respondió a sí misma. Era algo que había aprendido durante su carrera como jueza. Una persona a la que atacan y roban no lo olvida jamás. El miedo se aferraba a su alma durante mucho tiempo, a veces, el resto de su vida. Sin embargo, ella no quería que le ocurriese nada semejante, no quería convertirse en un ser asustadizo incapaz de osar salir a la calle sin mirar hacia atrás constantemente.
Decidió contárselo a Staffan en cuanto llegase a casa. Quizás una versión más suave de la verdad, pero, si la oía lanzar un grito inesperado en plena calle, quería que comprendiese el porqué.
Estaba experimentando la cadena de reacciones que sabía habituales en las personas que habían sufrido una agresión. El miedo, pero también la rabia, la sensación de humillación, el dolor. Y la venganza. Ahora que yacía en la cama del hospital, no le habría importado que obligasen a sus dos atacantes a arrodillarse para recibir sendos disparos en la nuca.
Una enfermera entró en la habitación y la ayudó a vestirse. Le dolía el estómago y tenía un buen arañazo en la rodilla. La enfermera le dio un peine y luego un espejo. Birgitta comprobó la palidez de su cara. «Éste es el aspecto que tengo cuando estoy aterrada», concluyó. «No lo olvidaré».
Se había sentado en el borde de la cama, preparada para regresar al hotel.
—El dolor en el cuello se le pasará, seguramente mañana mismo —pronosticó el doctor.
—Gracias por todo. ¿Cómo puedo ir al hotel?
—La llevará la policía.
En el pasillo había, en efecto, tres policías esperándola. Uno de ellos sostenía entre las manos una aterradora arma automática. Birgitta fue con ellos al ascensor y se acomodó en el coche policial. No sabía dónde se encontraba, ni siquiera sabía el nombre del hospital en el que la habían atendido. Durante un buen rato, creyó atisbar una parte de la Ciudad Prohibida, pero no estaba segura.
Apagaron las sirenas y se alegró de no tener que llegar al hotel con las luces de emergencia. Se bajó del coche delante de la puerta del edificio y el vehículo partió antes de que ella hubiese dado media vuelta. Seguía intrigándola cómo habrían averiguado en qué hotel se alojaba.
Ya en la recepción, explicó que había perdido la llave de la habitación; le dieron otra con tal rapidez, que pensó que seguramente la tendrían preparada. La mujer que había al otro lado del mostrador le sonrió. «Sabe lo que ha pasado», concluyó Birgitta Roslin. «La policía habrá venido para informar del robo y prepararlos…».
Mientras se dirigía al ascensor, pensó que debería estar contenta. En cambio, sentía una inquietud que no se atenuó al entrar en la habitación. Alguien había estado allí, no sólo la limpiadora. Claro que Karin había podido entrar en cualquier momento, para recoger algo o para cambiarse de ropa. Era una posibilidad con la que debía contar. Sin embargo, ¿qué habría podido impedirle a la policía, o a otra persona, efectuar un discreto registro? En China debía de existir una policía secreta, siempre presente, nunca visible.
Fue la bolsa con los juegos lo que delató al visitante desconocido. Descubrió enseguida que la habían dejado en otro lugar. Miró a su alrededor, despacio, para que no se le pasase por alto ningún detalle; pero lo único que habían tocado, sin molestarse en ocultarlo, era la bolsa.
Continuó inspeccionando el cuarto de baño. La bolsa de aseo estaba como ella la dejó por la mañana y tampoco faltaba nada.
Volvió al dormitorio y se sentó en la silla que había junto a la ventana. Entonces vio la maleta abierta. Se levantó y se puso a examinar lo que había dentro, levantando una prenda tras otra. Si alguien la había tocado, había procurado no dejar rastro.
Mas cuando llegó al fondo, se quedó paralizada. En efecto, allí tenía que haber una linterna y una caja de cerillas, dos cosas que llevaba siempre que salía de viaje, desde aquella ocasión, el año antes de casarse con Staffan, en que pasó más de veinticuatro horas sin luz en Madeira, a causa de un corte en el suministro. Salió por la noche a dar un paseo por las escarpadas rocas de las afueras de Funchal cuando, de improviso, se hizo la oscuridad a su alrededor. Le llevó muchas horas encontrar a tientas el camino de vuelta al hotel y, a partir de entonces, siempre metía una linterna y cerillas en la maleta. La caja de cerillas era de un restaurante de Helsingborg y tenía una etiqueta de color verde.
Revisó la ropa, pero no encontró la caja de cerillas. ¿La habría metido en el bolso? A veces lo hacía. Y no siempre recordaba qué había sacado de la maleta y qué no. Pero ¿quién se llevaría una caja de cerillas de una habitación que había registrado en secreto?
Volvió a la silla junto a la ventana. «La última hora que he pasado en el hospital…», evocó pensativa. «Ya entonces me dio la sensación de que, en realidad, no era necesario retenerme allí por más tiempo. ¿Qué resultados esperaban? Tal vez lo hicieron para que me quedase allí hasta que la policía hubiese revisado mi habitación, pero ¿por qué, si yo era la víctima del asalto callejero?».
Oyó unos golpecitos en la puerta y se sobresaltó. Vio por la mirilla que eran unos policías. Abrió, algo nerviosa. Eran otros policías, distintos de los del hospital. Uno de los agentes, una mujer de baja estatura y de su misma edad, se dirigió a ella.
—Sólo queremos asegurarnos de que todo está en orden.
—Gracias.
La policía le indicó con un gesto su deseo de entrar y Birgitta se apartó para cederle paso. Otro de los policías se quedó fuera y el tercero entró también. La mujer la condujo hasta las sillas que había junto a la ventana y dejó sobre la mesa un maletín. Había algo en su conducta que a Birgitta no dejaba de sorprenderla, aunque no sabía explicar la razón.
—Quisiera que examinara unas fotos. Tenemos la información de los testigos y puede que sepamos quiénes cometieron el robo.
—Pero yo no vi nada en absoluto. Un brazo… ¿Cómo podría identificar un brazo?
La policía no la escuchó. Sacó del maletín una serie de fotografías y se las mostró a Birgitta Roslin. Todos los retratados eran hombres jóvenes.
—Puede que haya visto algo que no recordase de inmediato.
Birgitta comprendió que de nada serviría protestar. Echó un vistazo a las fotografías mientras pensaba que tenía ante sí a un montón de jóvenes que, cualquier día, cometerían un delito por el que morirían ejecutados. Ni que decir tiene que no reconoció a ninguno de ellos. Al cabo de un rato, negó con un gesto.
—No los he visto jamás.
—¿Está segura?
—Sí, estoy segura.
—¿A ninguno?
—A ninguno.
La policía volvió a guardar las fotos en el maletín. Birgitta Roslin notó que tenía las uñas rotas.
—Atraparemos a sus atacantes —le aseguró la policía antes de marcharse—. ¿Cuánto tiempo se va a quedar todavía en Pekín?
—Cuatro días.
La mujer asintió, se inclinó y salió de la habitación.
«¡Tú ya lo sabías!», se dijo indignada mientras echaba la cadena de seguridad. «¿Por qué me lo preguntas si ya lo sabes? Yo no me dejo engañar tan fácilmente».
Se acercó a la ventana a contemplar la calle. Vio salir a los policías, que se montaron en un coche y partieron enseguida. Se tumbó en la cama. Seguía sin poder explicarse qué despertó su interés cuando la policía entró en su habitación.
Cerró los ojos y pensó en llamar a casa.
Cuando despertó, ya había oscurecido. El dolor en el cuello iba desapareciendo, pero el ataque se le antojaba más amenazador si cabe, víctima de la extraña sensación de que aún no hubiese ocurrido. Sacó el móvil y llamó a Helsingborg. Staffan no estaba en casa y tampoco respondía al móvil, así que le dejó sendos mensajes, consideró la posibilidad de llamar a sus hijos, pero desistió.
Pensó en su bolso y revisó mentalmente el contenido una vez más. Había perdido sesenta dólares, pero la mayor parte del dinero lo tenía en la caja fuerte de la habitación. De pronto, tuvo un impulso. Se levantó de la cama y abrió la puerta del armario. La caja fuerte estaba cerrada. Marcó el código y comprobó el contenido. No faltaba nada, así que volvió a cerrar. Aún intentaba comprender por qué le había extrañado la actitud de los policías. Se colocó junto a la puerta con la intención de evocar la imagen de cuando habían llegado y entender lo que no alcanzaba a captar, pero todo su esfuerzo fue en vano. Volvió a tumbarse en la cama y repasó mentalmente las fotografías que la policía le había mostrado.
De pronto, se incorporó… Ella abrió la puerta. La mujer policía le indicó que la dejase pasar. Después se encaminó directamente a las sillas de la ventana. Ni una sola vez desvió la mirada hacia la puerta abierta del baño ni hacia la del dormitorio donde tenían la gran cama doble.
A Birgitta Roslin no se le ocurría más que una explicación: la mujer policía había estado allí con anterioridad. No necesitaba inspeccionar las habitaciones, pues ya sabía cómo eran.
Se quedó mirando fijamente la mesa, el lugar en el que la policía había puesto las fotos. La idea que acudió a su mente la desconcertó al principio, pero fue perfilándose poco a poco. No había reconocido ninguno de los rostros que le mostraron. ¿Y si era justo eso lo que querían comprobar? ¿Que no pudiese identificar a ninguno de los fotografiados? No se trataba de que reconociese a sus atacantes, sino de todo lo contrario. La policía quería asegurarse de que realmente no había visto nada.
Pero ¿por qué? Miró por la ventana. Recordó una idea que ya se le había ocurrido cuando estaba en Hudiksvall.
Lo sucedido es demasiado grande, demasiado misterioso.
Un miedo atroz la invadió sin remedio. Tardó más de una hora en reunir las fuerzas necesarias para subir al restaurante.
Antes de entrar, miró a su alrededor. Pero no vio a nadie.