24

La primera mañana en Pekín, Birgitta Roslin salió temprano. Desayunó en el inmenso comedor en compañía de Karin Wiman, que se marchó enseguida a su seminario no sin antes haberle confesado su entusiasmo y su deseo de oír todo lo que los expertos tuviesen que decir sobre los antiguos emperadores, un tema que apenas interesaba a la gente normal. Para Karin Wiman, la Historia estaba, en más de un sentido, más viva que la realidad en la que se desarrollaba su existencia.

—Cuando era joven y rebelde, durante aquellos meses horribles de la primavera y el verano del sesenta y ocho, vivía en una ilusión, casi como si hubiese estado inmersa en una secta religiosa. Después huí para refugiarme en la Historia, pues ésta no podía causarme ningún daño. Quizá no tarde en estar preparada para vivir en la misma realidad que tú.

A Birgitta Roslin no le resultó imposible discernir de inmediato entre la verdad y la ironía de sus palabras. Cuando dejó el comedor, bien abrigada para atreverse a salir al crudo y seco frío del exterior, las palabras de Karin Wiman seguían resonando en su memoria. ¿No podría aplicárselas a sí misma?

Llevaba un plano que le había dado en recepción una joven muy hermosa que hablaba inglés casi sin acento. De repente, recordó una cita: «El auge actual del movimiento campesino es un acontecimiento enorme». Era una cita de Mao que siempre salía a colación durante los violentos debates en la primavera del 68. El movimiento de izquierda radical al que se vieron arrastradas tanto ella como Karin Wiman sostenía que las ideas o las citas de Mao, recogidas en el pequeño libro rojo, eran el único argumento necesario, ya fuese para elegir el menú de la cena o para estudiar el modo de hacer comprender a la clase trabajadora sueca que estaba siendo sobornada por los capitalistas y sus aliados los socialdemócratas y que debían tomar conciencia de su misión histórica y su obligación de armarse para la lucha. Birgitta recordaba incluso el nombre del predicador, Gottfred Appel, que ella llamaba Äpplet, La manzana, de forma un tanto irreverente, aunque sólo ante gente de confianza, como Karin Wiman.

«El auge actual del movimiento de los agricultores es un acontecimiento enorme». Aquellas palabras seguían reverberando en su cerebro cuando salió del hotel, cuya entrada vigilaba un par de hombres muy jóvenes, mudos y enfundados en sus uniformes verdes. La calle que se extendía ante su vista era muy ancha, con muchos carriles. Por todas partes había coches y casi ninguna bicicleta, estaba flanqueada por grandes edificios bancarios y financieros y había también una enorme librería de cinco plantas. Ante la puerta de un comercio vio a gente que llevaba grandes bolsas de plástico llenas de botellas de agua. No había recorrido muchos metros cuando empezó a sentir la polución en la garganta y la nariz y un sabor metálico en la boca. Donde no había edificios, se alzaban altas grúas moviendo sus brazos de un lado a otro, y comprendió que se hallaba en una ciudad en acelerada transformación.

Un hombre solitario que tiraba de un carro sobrecargado de algo que parecían jaulas vacías para gallinas se le antojó totalmente fuera de contexto. De no ser por esa imagen, habría podido pensar que se encontraba en cualquier parte del mundo. «El eje terrestre va girando con la ayuda de la fuerza mecánica», se dijo. «Cuando yo era joven, recreaba en mi interior imágenes de miríadas de chinos ataviados con el mismo tipo de ropa acolchada que, con azadas y palas, rodeados de banderas rojas y recitando a coro sus divisas, transformaban las altas montañas que los rodeaban en fértil tierra de cultivo. Siguen siendo una masa ingente, pero al menos en Pekín y en esta calle la gente no viste de un modo distinto al resto del mundo y, desde luego, no llevan en las manos palas ni azadas. Ni siquiera van en bicicleta, sino en coche, y las mujeres caminan por las aceras sobre elegantes zapatos de tacón».

Pero ¿qué esperaba? Hacía casi cuarenta años de la primavera y el verano del 68, del miedo o incluso el terror de no ser lo suficientemente ortodoxo y del repentino desenlace que se produjo en el mes de agosto, del subsiguiente alivio y, después, el gran vacío… Era como si hubiese caminado por un espinoso bosque plagado de arbustos que la condujo a un frío y tenebroso desierto.

A finales de la década de 1980, ella y Staffan emprendieron un viaje a África en el que, entre otros países, visitaron las cataratas Victoria, en la frontera entre Zambia y Zimbabue. Tenían amigos que trabajaban como cooperantes en el Cinturón de Cobre de Zambia e invirtieron parte del tiempo del viaje en una especie de safari. El día que visitaron la zona del río Zambeze, Staffan propuso de pronto que hiciesen un descenso por los rápidos de las cataratas Victoria. Ella aceptó, aunque palideció al día siguiente, cuando se reunieron en la orilla para recibir información, conocer al guía de los botes de goma y firmar un documento en el que declaraban que eran conscientes del riesgo que entrañaba la aventura y lo asumían. Después del primer rápido, considerado como uno de los más sencillos y menos duros, Birgitta comprendió que no había sentido tanto miedo en su vida. Pensaba que, tarde o temprano, se meterían en uno de los rápidos, ella se quedaría bajo el bote de goma y se ahogaría. Staffan iba sentado sujetando el cabo que rodeaba la Zodiac con una sonrisa insondable pintada en los labios. Después, cuando todo hubo pasado y ella por poco no se desmayó del alivio, él aseguró que apenas había pasado miedo. Fue una de las pocas veces a lo largo de su matrimonio en que ella se dio cuenta de que le estaba mintiendo; pero no se lo discutió, feliz de que el bote no hubiese volcado en ninguno de los siete rápidos.

Ahora, ante la puerta del hotel, pensó que justamente así, como durante aquel viaje por aguas salvajes, se sintió en la primavera del 68 cuando, junto con Karin, entró en el movimiento rebelde que, completamente en serio, creía que las «masas» suecas no tardarían en levantarse y emprender la lucha armada contra los capitalistas y los socialdemócratas, traidores a su clase.

Desde la misma puerta del hotel contempló cómo se extendía la ciudad ante sus ojos. Los policías, con sus uniformes azules, trabajaban por parejas para hacer fluir el intenso tráfico. Uno de los sucesos más absurdos de aquella primavera de rebelión acudió a su memoria. Ella formaba parte del grupo de las cuatro personas encargadas de elaborar una propuesta de resolución sobre una cuestión que ya no recordaba. Tal vez relacionada con la aspiración de destruir el movimiento del Frente de Liberación Nacional que, a lo largo de los años, había ido fortaleciéndose en Suecia como movimiento popular, en contra de la guerra de Estados Unidos en la lejana Vietnam. Terminaron la resolución, encabezada por las siguientes palabras: «En una reunión multitudinaria celebrada en Lund, se adoptó la siguiente decisión».

¿Una reunión multitudinaria de cuatro personas? ¿Cuando la realidad que se ocultaba tras «el auge actual del movimiento campesino» abarcaba a cientos de millones de personas movilizadas? ¿Cómo podían considerarse una reunión multitudinaria tres estudiantes y un aprendiz de boticario de Lund?

Karin Wiman era uno de aquellos cuatro, pero, en tanto que Birgitta no pronunció una sola palabra durante la elaboración de la resolución y guardó silencio atemorizada y apartada en un rincón, deseando hacerse invisible, Karin iba mostrando aquí y allá su acuerdo con lo que decían los demás, puesto que, según ella, habían hecho un «correcto análisis» del asunto. En la época en que las masas suecas debían echarse a las plazas a gritar las palabras del gran guía chino, en la imaginación de Birgitta todos los chinos vestían amplios uniformes grises, todos iban tocados con la misma gorra, llevaban el pelo cortado del mismo modo y las frentes arrugadas de seriedad.

De vez en cuando, el día en que recibía un ejemplar del diario gráfico China, la llenaban de admiración las personas de aspecto saludable que, con encendidas mejillas y ojos brillantes, alzaban los brazos hacia aquel dios que había descendido de los cielos, el Gran Timonel, el Eterno Maestro y todo lo demás, el misterioso Mao. Sin embargo, ya había dejado de ser tan misterioso, según se había demostrado después. Fue un político que comprendió con una perspicacia asombrosa lo que estaba sucediendo en el gran imperio chino. Hasta la independencia en 1949 fue uno de esos líderes únicos que la Historia da a luz de vez en cuando. Más tarde, su ejercicio del poder supuso mucho sufrimiento, caos y desconcierto; pero nadie podía negarle el haber sido quien, como un emperador moderno, sentó las bases de la China que en la actualidad se convertía en una potencia mundial.

Y allí, ante el reluciente hotel de pórtico de mármol y sus elegantes recepcionistas de inglés impecable, Birgitta se sentía como si la hubiesen transportado a un mundo del que no había tenido noticia nunca. ¿Era aquélla, en verdad, la sociedad en que el auge del movimiento campesino había supuesto tan gran acontecimiento?

«Ya han pasado cuarenta años», constató. «Más de una generación. Entonces me atrajo una especie de secta que prometía la salvación, igual que la miel atrae a las moscas. No nos exhortaban al suicidio colectivo porque el día del juicio ya estaba cerca, sino a renunciar a nuestra identidad a favor de un delirio colectivo en el que un librito rojo había sustituido cualquier otro tipo de conocimiento. En él se encontraba toda la sabiduría, las respuestas a todas las preguntas, la expresión de todas las visiones sociales y políticas que el mundo necesitaba para pasar del estadio en que entonces se hallaba a, de una vez por todas, crear el paraíso en la tierra, en lugar de en el cielo remoto. Lo que no comprendimos, no obstante, fue que el texto se componía, de hecho, de palabras vivas. Las citas no estaban grabadas en piedra. Describían la realidad. Las leíamos sin entender su alcance, sin interpretarlas; como si el librito rojo fuese una catequesis muerta, una liturgia revolucionaria».

Echó un vistazo al plano y empezó a caminar calle arriba. Ignoraba cuántas veces se había imaginado a sí misma en aquella ciudad. Aunque entonces, en su juventud, se veía marchando junto con otros miles como ella, un rostro anónimo engullido por un colectivo al que ninguna fuerza capitalista fascistoide podría oponerse. Ahora, en cambio, caminaba por ella como una jueza sueca de mediana edad, de baja médica a causa de la presión sanguínea. ¿Había llegado tan lejos que sólo le faltaban unos kilómetros para alcanzar la meca soñada en su juventud, el gran espacio desde el que Mao saludaba a las masas y, al mismo tiempo, a unos estudiantes que participaban en el encuentro multitudinario sentados en el suelo de un apartamento de Lund? Por más que aquella mañana se sintiese desconcertada ante una imagen que en modo alguno se correspondía con sus expectativas, era como el peregrino que por fin alcanza el objetivo soñado. Hacía un frío seco y cortante y caminaba encogida para protegerse de las ráfagas de viento que, de vez en cuando, le azotaban el rostro mezcladas con arena. Llevaba el plano en la mano, pero sabía que, para llegar al lugar deseado, lo único que tenía que hacer era seguir derecho toda aquella gran avenida.

Pero esa mañana pululaba en su cabeza otro recuerdo. Su padre había estado en China en una ocasión, mientras trabajó de marinero antes de perecer en las corrientes del golfo de Gävle. Y Birgitta recordaba la figurilla de Buda que le había traído a su madre. Ahora estaba sobre una mesa en casa de David, que se la pidió en una ocasión. Durante sus años de estudiante, su hijo contempló el budismo como una posible salida de una crisis juvenil provocada por la sensación de que nada tiene sentido. Salvo en aquella ocasión, jamás le había oído a David manifestar interés alguno por la religión, pero seguía conservando la figurilla de madera. En realidad, Birgitta no sabía quién le había contado que procedía de China y que la había traído su padre. Quizá su tía, cuando ella aún era muy pequeña.

De improviso, mientras caminaba por la calle, sintió muy próxima la figura de su padre, pese a que no creía que hubiese visitado Pekín, sino más bien alguna de las grandes ciudades portuarias del país durante una de las travesías en que no sólo transitaba el Báltico.

«Somos como una diminuta e invisible procesión de roedores», se dijo. «Mi padre y yo, en esta gélida mañana y en este Pekín gris y extraño».

Le llevó más de una hora llegar a la plaza de Tiananmen. Era la más grande que había visto en su vida. Se accedía a ella por un camino peatonal que discurría bajo Jiangumennei Daije. Rodeada de miles de personas, empezó a caminar por la plaza. Por todas partes se veía gente haciendo fotografías y blandiendo banderitas y vendedores de agua y de tarjetas postales.

Se detuvo y miró a su alrededor. El cielo estaba brumoso, faltaba algo… Tardó un rato en caer en la cuenta.

Pajarillos. O palomas. No había ni rastro; sin embargo, sí había gente por todas partes, gente que advertía tan escasamente su presencia como notaría su repentina desaparición.

Recordaba las imágenes de 1989, cuando los estudiantes manifestaron sus exigencias de mayor libertad de pensamiento y de expresión, y el desenlace, cuando los carros de combate entraron rodando en la plaza masacrando a muchos de los manifestantes. «Aquí hubo una vez un hombre con una bolsa de plástico blanca en la mano», se dijo. «Todo el mundo lo vio por televisión, conteniendo el aliento. Se colocó ante un carro de combate y se negó a retirarse. Como un pequeño e insignificante soldado de plomo, su figura concretaba toda la oposición que un ser humano es capaz de concitar. Cuando intentaban pasar a su lado, el hombre se cambiaba de sitio. Birgitta no sabía qué sucedió al final, pues jamás vio esa imagen. Sí sabía, en cambio, que cuantos habían muerto aplastados por los carros de combate o por los disparos de los soldados eran personas de carne y hueso».

En su relación con China, esos sucesos eran el otro punto de partida. Desde su época de rebelde, en la que, en nombre de Mao Zedong, sostenía la absurda opinión de que la revolución ya había empezado en Suecia entre los estudiantes en la primavera del 68, hasta la imagen del joven ante el carro de combate se comprendía una gran parte de su vida, que abarcaba un largo espacio de tiempo de más de veinte años durante los que pasó de ser una joven idealista a madre de cuatro hijos y, después, jueza. Siempre había tenido presente la idea de China. Al principio, como un sueño; después, como algo que no entendía en absoluto, por su magnitud y sus contradicciones. Con sus hijos tuvo la oportunidad de vivir una concepción del todo distinta de China. Allí estaban para ellos las grandes posibilidades de futuro, igual que el sueño de América había marcado la generación de sus padres y la suya propia. David la sorprendió no hacía mucho al contarle que, cuando tuviese niños, pensaba buscarles una niñera china, para que aprendieran el idioma desde pequeños.

Paseó por Tiananmen, observando a la gente haciéndose fotos, a los policías, siempre presentes. Al fondo se alzaba el edificio desde el que Mao proclamó la república en 1949. Empezó a sentir frío y emprendió el camino de regreso al hotel. Karin le había prometido no asistir a uno de los almuerzos organizados y comer con ella.

Había un restaurante en la última planta del rascacielos en el que se alojaban. Les dieron una mesa con vistas, desde donde podían admirar la inmensa ciudad. Birgitta le habló de su paseo hasta la gran plaza y compartió con ella parte de sus reflexiones.

—¿Cómo podíamos creer en aquello?

—¿En qué?

—En que Suecia estaba al borde de una guerra civil que conduciría a la revolución.

—Uno cree cuando sabe poco. Como nosotras entonces. Y, además, nos alimentamos de las mentiras que nos contaban quienes nos engañaron. ¿Recuerdas a aquel español?

Birgitta se acordaba de él perfectamente. Uno de los líderes del movimiento rebelde era un español muy carismático que había estado en China en 1967 y que había visto la marcha de la Guardia Roja. Nadie se habría atrevido a rebatir el relato de un testigo presencial como él.

—¿Qué fue de él?

Karin Wiman meneó la cabeza.

—No lo sé. Cuando el movimiento quedó aplastado, desapareció. Oí que terminó en Tenerife vendiendo sanitarios. Puede que ya haya muerto o que se hiciera religioso, que es lo que en realidad era entonces. Creía en Mao como se cree en Dios. Quién sabe, quizá sentó la cabeza en su trabajo político. Podría decirse que brilló durante unos pocos meses y alteró gravemente las vidas de muchas personas movidas por su buena voluntad.

—Yo tenía siempre tanto miedo… A no dar la talla, a no saber lo suficiente, a dar opiniones poco meditadas, a verme obligada a la autocrítica.

—Como todos. Menos el español, quizá, pues él era el infalible. Era el hijo que Dios envió a la Tierra con el libro de Mao en la mano.

—Pero tú te enterabas más que yo. Tú recapacitaste después y entraste en un partido de izquierdas, un partido con los pies en la tierra.

—Bueno, no era tan sencillo. Allí tenían otro catecismo. Aún dominaba la visión de la Unión Soviética como una especie de ideal social. Y no tardé mucho en sentirme extraña allí también.

—Ya, puede, pero fue mejor que retirarse del todo, como hice yo.

—Nos separamos, simplemente. Aunque no sé por qué.

—Supongo que no teníamos nada de qué hablar. Se nos escapó el aire. Durante unos años, yo me sentí como una cáscara vacía.

Karin alzó la mano.

—Alto, no empecemos a despreciarnos a nosotras mismas. Después de todo, nuestro pasado es el que tenemos y no todo lo que hicimos fue negativo.

Degustaron una serie de platos chinos y terminaron con un té. Birgitta sacó el folleto con los caracteres escritos a mano que Karin había interpretado como el nombre del hospital Longfu.

—Pensaba invertir la tarde en visitar ese hospital —le dijo.

—¿Por qué?

—Siempre está bien ponerse un objetivo cuando uno deambula por una ciudad extraña. En realidad, no importa cuál. Si vas sin un plan, los pies terminan agotándose. No tengo a nadie a quien visitar y nada que de verdad desee ver; pero puede que encuentre un letrero con estos caracteres. Entonces te diré que tenías razón.

Se despidieron al salir del ascensor. Karin iba con prisa para llegar a tiempo a su seminario. Birgitta se quedó un rato en su habitación de la décima novena planta y se echó a descansar un momento.

Ya durante el paseo matinal había experimentado un desasosiego que no era capaz de abarcar. Rodeada de todas aquellas personas que se apretujaban por las calles, o sola en el anónimo hotel de la gran ciudad de Pekín, se sentía como si su identidad empezase a difuminarse. ¿Quién la echaría de menos allí si se perdiese? ¿Quién se percataría siquiera de su existencia? ¿Cómo podía vivir la gente cuando se sabía sustituible?

Esa misma sensación la había vivido con anterioridad, de muy joven. Cesar de repente, perder el hilo de su identidad.

Se levantó impaciente y se colocó junto a la ventana. Allá abajo, la ciudad, la gente, con sus sueños, desconocidos para ella.

Echó mano de la ropa de abrigo que había dejado por la habitación, salió y cerró la puerta. Una gran excitación se apoderó de ella y la precipitó a una desesperación cada vez más difícil de domeñar. Necesitaba moverse, sentir la ciudad. Karin le había prometido llevarla a ver una representación de la ópera de Pekín.

Según había comprobado en el plano, el hospital Longfu estaba lejos; pero tenía tiempo, nadie requería su presencia en ningún lugar. Siguió las calles rectas y al parecer interminables hasta que llegó al hospital, después de dejar atrás un gran museo de arte.

Longfu se componía de dos edificios. Contó hasta siete plantas, todo en gris y blanco. Las ventanas de la primera planta tenían rejas. Las persianas estaban echadas. En las ventanas había macetas viejas llenas de hojas mustias. Los árboles que rodeaban el hospital estaban desnudos y el seco césped quemado. Su primera impresión fue que Longfu parecía más una prisión que un hospital. Entró en el jardín. Pasó una ambulancia y, enseguida, una más. Junto a la entrada principal vio los caracteres chinos plasmados en una columna. Los comparó con los escritos en el folleto y comprendió que había llegado al lugar adecuado.

Un médico con bata blanca fumaba ante la entrada mientras hablaba a gritos por el móvil. Lo tenía tan cerca que pudo verle los dedos amarillos por la nicotina. «Otro fragmento de la Historia», se dijo. «¿Qué me separa del mundo en el que vivía entonces? Fumábamos sin parar, en todas partes, sin pensar en que había personas a las que les sentaba mal el humo; pero no teníamos teléfono móvil. No siempre sabíamos dónde estaban los demás, los amigos, la familia. Mao fumaba y, por tanto, nosotros también. Librábamos una batalla sin fin por encontrar cabinas telefónicas que funcionasen, que no tuviesen la ranura atascada o los cables colgando. Aún recuerdo las historias de los envidiados elegidos que habían viajado a China como miembros de distintas delegaciones. China era un país sin delincuencia. Si alguien se olvidaba el cepillo de dientes en un hotel de Pekín y partía hacia Cantón, se lo enviaban. Y todos los teléfonos funcionaban».

Era como si en aquella época hubiese vivido con la nariz pegada a un cristal. En un museo viviente donde el futuro se formaba detrás de dicho cristal pero, al mismo tiempo, ante sus ojos.

Volvió a la calle y paseó sin rumbo por entre los grandes edificios. Las aceras estaban llenas de ancianos que movían las fichas en sus tableros de juego. Hubo un tiempo en que ella aprendió a dominar uno de los juegos chinos más comunes. ¿Se acordaría Karin de las reglas? Decidió buscar un tablero con fichas para llevárselo a Suecia.

Cuando regresó al punto de partida, emprendió la vuelta al hotel. Apenas había caminado unos metros cuando se detuvo. Había notado algo que, no obstante, no registró. Se dio la vuelta despacio. Allí estaba el hospital, los tristes jardines, la calle, otros edificios. La sensación se intensificaba por momentos, no eran figuraciones suyas. Algo le había pasado inadvertido. Empezó a desandar el camino, de vuelta al hospital. El médico que fumaba y hablaba por el móvil se había marchado y en su lugar había unas enfermeras que aspiraban ansiosas el humo de sus cigarrillos.

En la esquina del gran parque cayó en la cuenta de qué era lo que había llamado su atención sin pensar. Al otro lado de la calle había un rascacielos que parecía muy lujoso y de reciente construcción. Sacó del bolsillo el folleto con el texto chino manuscrito. El edificio fotografiado en el folleto era el mismo ante el que ahora se encontraba, no le cabía la menor duda. En la última planta tenía una terraza como no había visto antes. Sobresalía como la proa de un buque elevado a las alturas. Observó el edificio, cuyas fachadas eran de cristal oscuro. Ante la enorme puerta de entrada vigilaban unos guardias armados. Probablemente sería un bloque de oficinas, no de viviendas. Se colocó al abrigo de un árbol para protegerse del cortante y gélido viento. Unos hombres salieron por las altas puertas, que parecían de cobre, y se metieron deprisa en unos coches negros que los aguardaban. Se le ocurrió una idea muy tentadora. Rebuscó en el bolsillo por ver si llevaba la fotografía de Wang Min Hao. Si el chino tenía algo que ver con aquel edificio, existía la posibilidad de que alguno de los vigilantes lo hubiese visto. Sin embargo, ¿qué iba a decirles si ellos le confirmaban que estaba allí? Birgitta seguía teniendo el presentimiento de que el chino estaba involucrado de algún modo con los asesinatos de Hesjövallen. Por más que la policía siguiese creyendo en la culpabilidad de Lars-Erik Valfridsson.

Le costaba decidirse. Antes de mostrar la foto, debía inventar un motivo para preguntar por él. Y, por supuesto, dicho motivo no podía guardar ninguna relación con los sucesos de Hesjövallen. Si le preguntaban para qué lo buscaba, tenía que estar en condiciones de ofrecer una respuesta verosímil.

Un joven se detuvo a su lado y le dijo algo que ella al principio no entendió, hasta que se dio cuenta de que se dirigía a ella en inglés.

—¿Te has perdido? ¿Necesitas ayuda?

—No, sólo estaba mirando el edificio. Es muy hermoso. ¿Sabes quién es su propietario?

El hombre negó con la cabeza, un tanto sorprendido.

—Soy estudiante de veterinaria —le explicó—. No sé nada de grandes edificios. ¿Necesitas ayuda? Intento mejorar mi inglés.

—Pues no lo hablas mal.

—Lo hablo fatal, pero si practico, mejoraré.

Una cita del pequeño libro rojo de Mao cruzó su mente, pero se le escapó. Algo sobre práctica, capacidad, sacrificios por el pueblo. Ya se tratase de criar cerdos o de aprender una lengua extranjera.

—Hablas demasiado rápido —le explicó Birgitta—. Cuesta captar todas las palabras que dices. Intenta hablar más despacio.

—¿Mejor así?

—Bueno, ahora quizá vayas demasiado despacio.

El joven volvió a intentarlo. Birgitta comprendió que había aprendido de forma mecánica, sin comprender de verdad el significado de las palabras.

—¿Y ahora?

—Ahora se te entiende mejor.

—¿Puedo ayudarte a encontrar el camino?

—No me he perdido. Sólo estoy contemplando ese edificio tan hermoso.

—Sí, es muy hermoso.

Birgitta señaló la terraza colgante.

—Me pregunto quién vivirá allá arriba.

—Alguien con mucho dinero.

De repente, se le ocurrió una idea.

—Oye, me gustaría pedirte un favor. —Sacó la fotografía de Wang Min Hao—. ¿Podrías acercarte a los guardias y preguntarles si reconocen a este hombre? Si te preguntan por qué quieres saberlo, diles que alguien va a encomendarte un mensaje para él.

—¿Qué mensaje?

—Diles que tienes que ir a buscarlo y vuelve aquí. Te esperaré ante la fachada principal del hospital.

Entonces, el joven le hizo la pregunta que ella se temía.

—¿Por qué no vas y preguntas tú misma?

—Soy demasiado tímida. Pienso que una mujer occidental y sola no debe andar preguntando por un hombre chino así, sin más.

—¿Lo conoces?

—Sí.

Birgitta Roslin intentó parecer tan equívoca como le fue posible al tiempo que empezaba a arrepentirse de su ocurrencia y se disponía a alejarse de allí.

—Ah, otra cosa —añadió—. Pregunta quién vive allá arriba, en la última planta. Parece una vivienda con una terraza enorme.

—Yo me llamo Huo —se presentó el joven—. Voy a preguntar.

—Yo Birgitta. Lo único que tienes que hacer es fingir curiosidad.

—¿De dónde eres? ¿De Estados Unidos?

—De Suecia. En chino creo que se dice Rui Dian.

—No sé dónde está.

—Pues es casi imposible de explicar.

Cuando el joven miró a ambos lados de la calle para cruzar, ella se apresuró a volver a la entrada del hospital.

Ya no estaban las enfermeras. Un anciano con muletas salió por la puerta. De pronto, tuvo la sensación de que se metía en una situación peligrosa. Se tranquilizó al recordar la cantidad de gente que andaba por las calles. Un hombre que había asesinado a tantas personas en un pueblecito sueco podía escapar; pero no alguien que arremete contra una turista occidental que visita el país. A plena luz del día. China no podía permitirse ese tipo de sucesos.

De pronto, el hombre de las muletas se cayó al suelo. Uno de los jóvenes policías que vigilaban la puerta ni se inmutó. Birgitta vaciló un instante, pero al final acudió a socorrer al hombre, de cuyos labios surgió una avalancha de palabras que ella no comprendió; ni siquiera sabía si expresaban gratitud o enojo. El anciano despedía un fuerte olor a especias o a alcohol.

El hombre prosiguió su camino a través del jardín en dirección a la calle. «Tendrá un hogar en algún sitio», se dijo Birgitta. «Una familia, amigos. En su juventud, seguramente, estuvo con Mao y participó en la construcción de este ingente país para que todos tuviesen un par de zapatos. ¿Acaso puede ser mayor la aportación de un ser humano? ¿Mayor que la de procurar que a la gente no se le congelen los pies o que no vaya desnuda o pase hambre?».

Al cabo de un rato volvió Huo. Caminaba despacio, sin mirar a su alrededor. Birgitta Roslin se le acercó.

El joven meneó la cabeza.

—Nadie lo ha visto.

—¿Nadie sabe quién es?

—No.

—¿A quién le enseñaste la foto?

—A los guardias. Y a otro hombre que salió del edificio. Llevaba gafas de sol. ¿Lo he pronunciado bien, «gafas de sol»?

—Muy bien. ¿Y quién vive en la última planta?

—Eso no me lo han dicho.

—Pero ahí vive alguien, ¿no?

—Creo que sí. Aunque no les gustó la pregunta.

—¿Por qué lo dices?

—Me dijeron que me largase.

—¿Y qué hiciste?

El joven la miró sorprendido.

—Pues irme.

Birgitta sacó del bolso un billete de diez dólares. Al principio, el joven no quería aceptarlos. Le devolvió la foto de Wang Min Hao y le preguntó en qué hotel se alojaba, se aseguró de que encontraría el camino de vuelta al hotel, se inclinó respetuosamente y se despidió de ella.

Por el camino de regreso al hotel volvió a experimentar la vertiginosa sensación de que la muchedumbre podría engullirla en cualquier momento, sin que nadie lograse dar con ella después. Sintió un súbito mareo y se vio obligada a apoyarse en la pared. Muy cerca de donde se hallaba había una casa de té. Entró, pidió una taza y unas galletas y empezó a respirar hondo. Allí estaba otra vez la ansiedad que había venido experimentando durante los últimos años. El vértigo, la sensación de caída. El largo viaje hasta Pekín no la había liberado del desasosiego que la embargaba.

Pensó de nuevo en Wang. «Hasta aquí he podido seguir su rastro, pero sólo hasta aquí». Dejó caer mentalmente su mazo de jueza sobre la mesa de la tetería y declaró para sí que se había terminado. Un joven que hablaba mal inglés le había ayudado a llegar lo más lejos posible.

Pidió la cuenta, que le pareció excesiva, y volvió a salir al frío viento de la calle.

Aquella noche fueron al teatro que se hallaba en el interior del edificio del gran Qianmen Hotel. Aunque tenían auriculares, Karin Wiman había solicitado los servicios de un intérprete. Durante las cuatro horas que duró, Birgitta Roslin admiró la representación sentada mientras la joven intérprete le susurraba al oído el, en ocasiones, incomprensible resumen de lo que sucedía en escena. Tanto Karin como ella quedaron decepcionadas, pues no tardaron en comprender que la representación se componía de extractos de diversas piezas clásicas de óperas de Pekín, cierto que de primera clase, pero totalmente adaptadas a turistas. Una vez terminada la función, abandonaron el frío local con un terrible dolor en el cuello.

A la puerta del teatro aguardaba un coche que la organización del congreso había puesto a disposición de Karin. A Birgitta le pareció ver, en el trajín de la calle, al joven Huo, el que antes se había dirigido a ella en inglés.

Fue tan rápido que apenas logró captar su rostro, ya lo había perdido.

Cuando llegaron al hotel, miró atrás, pero allí no había nadie. Al menos, nadie cuyo rostro ella reconociese.

Sintió un escalofrío. El pánico la invadió como nacido de la nada. El joven al que había visto al salir del teatro era Huo, estaba segura de ello.

Karin le preguntó si le apetecía tomarse una copa antes de irse a dormir. Birgitta aceptó.

Una hora más tarde, Karin ya dormía. Birgitta contemplaba por la ventana las brillantes luces de neón.

El desasosiego no la abandonaba. ¿Cómo sabía Huo que estaba allí? ¿Por qué la había seguido?

Cuando por fin decidió meterse en la cama con su amiga, lamentó haber mostrado la fotografía de Wang Min Hao.

Tenía frío. Estuvo despierta un buen rato. La envolvía el frío de la noche invernal de Pekín.