Ese mismo día fue al juzgado para hablar con Hans Mattsson. Cuando le comunicó que seguía de baja, su jefe se mostró tan abatido como preocupado.
La observó pensativo por encima de las gafas.
—Creo que ya está bien, empieza a preocuparme tu salud.
—Según mi médico, no tienes por qué. Son los valores sanguíneos, que no están como deben, y la tensión, que la tengo alta. Me ha remitido a un especialista, pero no me siento enferma, sólo algo cansada.
—Sí, cansados lo estamos todos —aseguró Mattsson—, yo llevo cansado casi treinta años. A estas alturas de la vida, mi mayor placer es no tener que madrugar.
—Estaré de baja otras dos semanas. Después, esperemos, ya me habré restablecido.
—Claro, estarás de baja el tiempo que necesites. Hablaré con la Dirección Nacional de Administración de Justicia para ver si pueden enviarnos ayuda. Como ya sabes, no eres la única que falta. Klas Hansson está de excedencia en Bruselas, investigando para la Unión Europea. Y no creo que vuelva. Siempre sospeché que a él lo que le interesaba no era presidir tribunales.
—Siento causar problemas.
—No eres tú, sino tu presión sanguínea la que causa problemas. Descansa y cuida tu rosal y vuelve cuando te hayas recuperado.
Birgitta lo miró extrañada.
—Pero, si yo no tengo ningún rosal… Es más, no se me dan nada bien las plantas.
—Es un dicho de mi abuela. Cuando no convenía trabajar demasiado, sino cuidar del propio rosal imaginario… A mí me parece una imagen muy hermosa. Mi abuela nació en 1879. El mismo año en que se publicó La habitación roja, de Strindberg. Qué idea más curiosa para una mujer como ella. Lo único que hizo en toda su vida, aparte de traer niños al mundo, fue zurcir calcetines.
—Bien, seguiré su consejo —aseguró Birgitta—. Me iré a casa a cuidar mi rosal.
Al día siguiente, Birgitta envió a Hudiksvall los diarios y sus comentarios al respecto. Cuando dejó el paquete en correos y se vio con el justificante en la mano, sintió que cerraba el capítulo de los sucesos de Hesjövallen. En un rincón de aquel tremendo y trágico suceso estuvieron presentes su madre y los padres adoptivos de ésta. Aquello había terminado y, claramente aliviada, se dedicó de lleno a los preparativos de la fiesta de cumpleaños de Staffan.
Y llegó el día en que casi toda la familia y algunos amigos aguardaban a que Staffan Roslin cruzara la puerta, después de dejar el tren de la tarde de Alvesta a Malmö y de volver a casa sin servicio en Helsingborg. Se quedó mudo y atónito en el umbral, enfundado en su uniforme y con el ajado gorro de piel, mientras lo felicitaban cantándole el Cumpleaños feliz. Para Birgitta fue muy agradable ver a su familia y a los amigos sentados en torno a la mesa. Lo sucedido en Hälsingland, así como su presión sanguínea, se le antojaron menos importantes al sentir la calma que sólo su familia podía infundirle. Claro que le habría gustado que Anna hubiese podido acudir desde Asia, donde se encontraba, pero cuando por fin consiguieron establecer una deficiente conexión por móvil con Tailandia, la joven dijo que le resultaba imposible. Acabaron bien entrada la noche, y al final, después de que se marchasen los otros invitados, sólo quedó la familia. Sus hijos eran jóvenes charlatanes que disfrutaban con ese tipo de encuentros. Ella y su marido escuchaban divertidos la conversación sentados en el sofá. De vez en cuando, Birgitta se levantaba para llenar las copas. Las gemelas Siv y Louise se quedarían a dormir, en tanto que David había reservado una habitación de hotel, pese a las protestas de Birgitta. Estuvieron charlando hasta las cuatro de la madrugada. Al final sólo quedaron ella y su marido. Retiraron la mesa y colocaron la vajilla en el lavaplatos y llevaron las botellas vacías al garaje.
—Menuda sorpresa —dijo Staffan cuando terminaron y se sentaron a la mesa de la cocina—. Jamás olvidaré este cumpleaños. Lo inesperado puede ser doloroso, pero hoy ha sido un regalo. Precisamente hoy, además, me dije que ya estaba un tanto harto de ir de acá para allá entre vagones de tren. Siempre estoy viajando, pero no llego a ninguna parte. Es la maldición del revisor y del conductor de tren. Un constante viajar en nuestra burbuja de cristal.
—Yo creo que deberíamos hacer esto más a menudo. Después de todo, en momentos así, la vida adquiere otras dimensiones, no sólo cumplir con el deber y ser de utilidad.
—¿Y ahora?
—¿A qué te refieres?
—Tienes otras dos semanas de baja. ¿Qué piensas hacer?
—Mi jefe, Hans Mattsson, me habló con pasión de su deseo de no madrugar. Tal vez pueda dedicarme a eso estos días.
—Vete de viaje a un lugar más cálido. Con alguna amiga.
Birgitta movió la cabeza, como pensándoselo.
—Puede, pero ¿con quién?
—¿Con Karin Wiman?
—Se va a China en viaje de trabajo.
—¿No tienes otra amiga a la que proponérselo? O quizá podrías irte con una de las gemelas.
La idea le resultó muy atractiva.
—Les preguntaré. Aunque antes voy a ver si en realidad me apetece emprender un viaje. No olvides que debo ir al especialista.
Staffan le puso una mano en el hombro.
—Me has dicho la verdad, ¿no? ¿Es cierto que no tengo por qué preocuparme?
—Sí. A menos que mi médico me haya mentido, pero no lo creo.
Permanecieron despiertos un rato más antes de irse a la cama. Cuando se despertó al día siguiente, Staffan y las gemelas ya se habían marchado. Había estado durmiendo hasta las doce. «Lo que tanto añora Hans Mattsson», se dijo. «Lo que él quiere son mañanas así».
Habló por teléfono con Siv y Louise, pero ninguna de las dos disponía de tiempo para irse de viaje, aunque a ambas les apetecía mucho. A media mañana la llamaron para decirle que habían anulado una cita con el especialista, de modo que podía ir a dejar sus muestras para los análisis al día siguiente.
Hacia las cuatro de la tarde llamaron a la puerta. Se preguntó si sería otra entrega gratuita de comida china cuando, al abrir la puerta, se encontró con el comisario de la Policía Judicial Hugo Malmberg. Llevaba el pelo cubierto de nieve y un par de anticuadas botas de goma.
—Me encontré a Hans Mattsson por casualidad y me dijo que estabas enferma. Me lo dijo en confianza, puesto que sabe que nos conocemos bien.
Birgitta lo invitó a entrar. Pese a lo corpulento que era, se agachó y se quitó las botas sin problema.
Se tomaron un café en la cocina mientras ella le hablaba de su presión sanguínea y le decía que, a su edad, no era nada extraño.
—Yo tengo la tensión muy alta; es como si llevase dentro una bomba —le confesó Hugo Malmberg apesadumbrado—. Sigo un tratamiento y mi médico dice que los valores sanguíneos están bien, pero a mí me preocupa. En mi familia, nadie ha muerto de cáncer. Todos, hombres y mujeres, han caído víctimas de ataques de apoplejía o de infarto. Mantengo una lucha diaria para no dejarme vencer por el miedo.
—Estuve en Hudiksvall —le contó Birgitta cambiando de tema—. Tú me proporcionaste el nombre de Vivi Sundberg, ¿te acuerdas? Pero no creo que supieras que al final fui allí.
—No, menuda sorpresa, la verdad.
—¿Recuerdas por qué te pregunté? Te comenté que soy pariente de una de las familias asesinadas en Hesjövallen, ¿no? Pues luego se supo que todas las víctimas eran parientes entre sí. ¿Tienes prisa?
—He dejado un mensaje en el contestador: estoy fuera, de servicio, el resto del día. Al no tener guardia, puedo quedarme aquí hasta mañana.
—¿Cómo se dice…? Hasta que se encierre a las vacas, ¿no?
—O hasta que pasen los cuatro jinetes del Apocalipsis y nos destruyan a todos, así que ya puedes empezar a entretenerme con todos los horrores que yo no tengo que investigar.
—¿Estás siendo cínico?
Hugo Malmberg frunció el ceño.
—¿Tan poco me conoces? Después de tantos años… Me duele que hables así.
—Perdona, no era mi intención herirte.
—Bueno, pues ya puedes empezar, te escucho.
Birgitta Roslin le contó lo sucedido, pues el interés que mostraba Hugo parecía auténtico. El comisario la escuchó atento, haciendo alguna que otra pregunta de vez en cuando, aunque parecía convencido de que Birgitta no pasaba por alto ningún detalle. Cuando hubo concluido, Hugo Malmberg guardó silencio durante un rato, mientras se observaba las manos. Birgitta sabía que todos lo consideraban muy competente en su trabajo, un profesional que combinaba paciencia y rapidez, método e intuición. Había oído que era uno de los profesores más solicitados por las academias de policía del país. Pese a estar destinado en Helsingborg, a menudo participaba en la Comisión Nacional de Homicidios, cuando se enfrentaban a investigaciones muy complejas en otras regiones del país.
De repente, a Birgitta se le antojó muy extraño que no lo hubiesen requerido para la investigación de los asesinatos de Hesjövallen.
Le preguntó por qué. Hugo Malmberg sonrió.
—La verdad es que me llamaron, pero nadie me comentó que tú anduviste por allí ni que hubieses descubierto cosas extrañas.
—Creo que no les gusté.
—Los policías suelen vigilar celosamente el plato del que comen. Querían que acudiese a colaborar con ellos, pero, cuando detuvieron a Valfridsson, perdieron todo interés.
—Pues ahora está muerto.
—La investigación prosigue.
—Y ahora sabes que no fue él.
—¿Tú crees que lo sé?
—Ya has oído lo que te he contado.
—Sí, unos sucesos extraños y unos hechos muy sugerentes. Todo lo cual debe investigarse a conciencia, claro está. Sin embargo, la pista principal, Valfridsson, no pierde interés sólo porque al individuo se le haya ocurrido quitarse la vida.
—Él no lo hizo. Lo que sucedió la noche del doce al trece de enero es de mayores dimensiones que lo que puede hacer alguien que ha sido condenado por malos tratos y un homicidio en su juventud.
—Puede que tengas razón. Y puede que no. Una y otra vez vemos cómo los peces más grandes suelen nadar en las aguas más tranquilas. El ladrón de bicicletas termina robando bancos, el camorrista se convierte en un asesino profesional que le quita la vida a cualquiera por una cantidad de dinero. Y alguna vez tenía que pasar también en Suecia, que alguien que comete un homicidio bajo los efectos del alcohol termina de estropearse y lleva a cabo una acción tan horrenda como lo de Hesjövallen.
—Pero ¿cuál es el móvil?
—El fiscal habló de venganza.
—¿Por qué? ¿Vengarse de un pueblo entero? No es lógico.
—Si el crimen en sí no lo es, tampoco tiene por qué serlo el móvil.
—Pues, a pesar de todo, yo creo que Valfridsson era una pista falsa.
—Sin embargo, aún es una pista falsa. ¿Qué acabo de decirte? La investigación continúa, aunque él esté muerto. A ver, dime, ¿acaso es tu historia sobre el chino mucho más verosímil? ¿Cómo relacionas un pequeño pueblo de Norrland con un móvil chino?
—No lo sé.
—Bueno, ya veremos. Lo que tienes que hacer es recuperar la salud.
Cuando Malmberg se disponía a marcharse, la nieve caía con más fuerza.
—¿Por qué no te vas de viaje a algún lugar más cálido?
—Sí, eso me dice todo el mundo.
Lo vio alejarse en medio de la nevada. La conmovió que hubiese dedicado su tiempo a hacerle una visita.
Al día siguiente cesó de nevar. Fue a la consulta del especialista, dejó las muestras para el análisis y le dijeron que tardarían más de una semana en tener los resultados.
—¿Algún tipo de recomendación? —le preguntó al nuevo facultativo.
—Evita los esfuerzos innecesarios.
—¿Puedo viajar?
—Sí, no hay problema.
—Otra pregunta, ¿tengo motivo para estar asustada?
—No, puesto que no presentas otros síntomas, no hay razón para preocuparse.
—O sea, que no voy a morirme.
—Por supuesto que vas a morirte. Cuando llegue el momento. Igual que yo. Pero no por ahora, si conseguimos bajar tu presión sanguínea a un nivel aceptable.
Ya en la calle, tomó conciencia de lo preocupada que había estado. Ahora se sentía más aliviada. Decidió dar un largo paseo, pero, después de recorrer tan sólo unos metros, se paró en seco.
La idea se le ocurrió sin más. O tal vez ya lo hubiese decidido de forma inconsciente. Entró en una cafetería y llamó a Karin Wiman. Comunicaba. Aguardó impaciente, pidió un café, hojeó un periódico. Volvió a intentarlo, pero seguía comunicando. Al quinto intento lo consiguió.
—Oye, me voy contigo a China.
Karin Wiman tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Qué ha pasado?
—Sigo de baja, pero el médico dice que puedo viajar.
—¿Seguro?
—Sí, y todos me animan a que me vaya de viaje. Mi marido, mis hijos, mi jefe, todos. Así que he decidido que eso es lo que voy a hacer. Si aún estás dispuesta a compartir habitación conmigo.
—Salgo dentro de tres días, así que hay que darse prisa para conseguirte el visado.
—¡Ah! Cabe la posibilidad de que no funcione con tan poco margen.
—En condiciones normales lleva bastante tiempo, pero puedo tirar de algunos hilos… El billete te lo buscas tú.
—Recuerdo que dijiste que volabas con Finnair.
—Sí, te daré los números de vuelo. Puedo enviártelos en un mensaje al móvil, porque no los tengo aquí. Y, además, necesito urgentemente una fotocopia de tu pasaporte.
—Me voy a casa ahora mismo.
Varias horas más tarde ya le había enviado a Karin toda la documentación necesaria, aunque no consiguió plaza en el mismo vuelo. Tras varias conversaciones telefónicas, Birgitta decidió partir un día después que Karin. El congreso no habría empezado aún. Karin formaba parte del comité organizador que preparaba los distintos seminarios, pero le prometió escabullirse unas horas para ir a esperarla al aeropuerto.
Birgitta Roslin sintió los mismos nervios que a los dieciséis años, cuando viajó por primera vez al extranjero, a Eastbourne, Inglaterra, para perfeccionar el inglés.
—¡Por Dios! —exclamó al teléfono—. Ni siquiera sé qué temperatura hace allí. ¿Es invierno o verano?
—Invierno, igual que aquí. Nos encontramos prácticamente en la misma latitud. Pero aquél es un frío seco. A veces llegan tormentas procedentes de los desiertos del norte de Pekín, así que prepárate como para una expedición al Ártico. Hace muchísimo frío en todas partes, incluso en el interior de las casas. Ahora ha mejorado mucho la cosa, en comparación con la primera vez que fui. Entonces me alojé en uno de los mejores hoteles, pero tenía que dormir con la ropa puesta. Por la mañana me despertaban los chirridos de miles de bicicletas. Llévate ropa interior de abrigo. Y café. Aún no saben hacerlo. Bueno, eso no es del todo cierto, pero por si acaso. El café en los hoteles no suele ser tan fuerte como nos gusta aquí.
—¿Hay que llevar ropa elegante?
—Tú te librarás de los banquetes, pero siempre puedes llevar un vestido bonito.
—¿Cómo hay que comportarse? ¿Qué ropa no se debe llevar? Hubo un tiempo en que creí que lo sabía todo de China; pero era la versión de los rebeldes. En China la gente se dedicaba a desfilar, cultivar arroz y blandir el libro rojo de Mao. En verano nadaban dando grandes brazadas hacia el futuro, siguiendo la estela del gran timonel.
—De todo eso puedes olvidarte. Basta con que te acuerdes de llevar ropa interior de abrigo. Y dólares en billetes. Las tarjetas de crédito valen, pero no en todas partes. Unos zapatos cómodos. Allí es fácil resfriarse y no cuentes con que tengan los medicamentos que utilizas habitualmente.
Birgitta Roslin iba tomando nota. Acabada la conversación fue al garaje a sacar la mejor de sus maletas. Y por la noche le contó a Staffan su decisión. Quizá le sorprendió la noticia, pero no lo dejó traslucir. Para él, nadie mejor que Karin Wiman para acompañar a su esposa.
—A mí también se me ocurrió —confesó Staffan—. Cuando me dijiste que Karin se iba a China, así que no me pilla del todo desprevenido. ¿Qué te ha dicho el médico?
—Me dijo: ¡vete de viaje!
—Pues, en ese caso, yo te digo lo mismo. Pero llama a los niños y cuéntaselo, no sea que se preocupen.
Aquella misma noche los llamó, por orden de edad, a los tres a los que podía localizar. El único que tenía sus dudas era David. ¿Tan lejos y tan de repente? Ella lo tranquilizó explicándole que iba muy bien acompañada y que los doctores que la estaban tratando no habían opuesto ninguna objeción.
Buscó un plano y, con la ayuda de Staffan, logró localizar el hotel en el que iban a alojarse, el Dong Fan.
—Te envidio —admitió él de improviso—. Aunque, de jóvenes, tú eras la china y yo sólo un liberal asustadizo que creía que los cambios sociales podían lograrse con calma, siempre soñé con viajar allí. No a China, sino justo a Beijing. O a Pekín, pues para mí ése será siempre su verdadero nombre. Tengo la convicción de que el mundo tiene otro aspecto desde ese horizonte, si lo comparo con mis trenes a Alvesta y a Nässjö.
—Pues imagínate que me mandas a mí de exploradora. Y luego nos vamos los dos, en verano, cuando no haya tormentas de arena.
Vivió con una tensa excitación los días previos a su partida. Cuando Karin Wiman salió de Kastrup, Birgitta acudió al aeropuerto y aprovechó para recoger su billete. Se despidieron frente a la sala de embarque.
—Quizá sea mejor que no volemos el mismo día —opinó Karin—. Como soy un personaje importante para el congreso tengo un billete de primera, y no habría sido muy agradable ir en el mismo avión pero en distinta clase.
—Ahora estoy tan emocionada que, si fuera preciso, me montaría en un carromato. ¿Me prometes que irás a recogerme al aeropuerto?
—Allí estaré.
Por la noche, cuando Karin ya debería haber llegado a su destino, Birgitta Roslin fue al garaje a mirar en una caja de cartón en cuyo fondo encontró lo que buscaba: su viejo y desgastado ejemplar del libro de citas de Mao. En el interior del librito forrado de rojo había escrito: «19 de abril de 1966».
«Entonces era una niña», recordó. «Virgen en casi todos los terrenos. Tan sólo había estado una vez con un joven, Tore, de Borstahusen, que soñaba con ser existencialista y se quejaba de ser tan lampiño. Con él perdí la virginidad en una fría cabaña que olía a moho.
»Lo único que recuerdo es su torpeza, casi insoportable. Después de aquello creció entre nosotros una sensación pegajosa que provocó que quisiéramos separarnos cuanto antes y que no nos mirásemos nunca más a los ojos. Aún me pregunto qué les diría de mí a sus amigos. Yo no recuerdo qué les conté a los míos. En cualquier caso, la virginidad política era tan importante como aquella otra. Hasta que llegó la tormenta roja, que me arrastró consigo. Sin embargo, nunca fui consecuente con mi aprendizaje del mundo. Después del periodo con los rebeldes me escondí. Nunca conseguí comprender por qué me dejé llevar y me metí en lo que era casi una secta. Karin se pasó al partido de izquierdas. Yo, en cambio, me afilié a Amnistía Internacional, y, ahora, a nada de nada».
Se sentó sobre unos neumáticos amontonados y empezó a hojear el librito. Una fotografía se deslizó de entre sus páginas. Eran ella y Karin Wiman. Recordaba el día en que se la hicieron. Se apretujaron en un fotomatón de la estación de Lund; como de costumbre, por iniciativa de Karin, que introdujo las monedas en la ranura y salió enseguida a esperar que apareciera la serie de instantáneas. Al ver la foto, Birgitta se echó a reír de buena gana, aunque la asustó la distancia. Aquella parte del sendero quedaba ya tan lejos que apenas se animaba a evocar el trayecto recorrido desde entonces.
«Ese viento gélido», se dijo. «La vejez, que se me acerca de puntillas por la espalda». Guardó el libro en el bolsillo y salió del garaje. Staffan acababa de llegar a casa. Se sentó con él en la cocina mientras él cenaba lo que ella le había preparado.
—¿Estás lista, soldado de la guardia roja? —bromeó Staffan.
—Acabo de ir a buscar mi pequeño ejemplar del libro rojo.
—Especias —dijo Staffan de pronto—. Si quieres traerme un regalo, compra especias. Siempre he creído que en China hay aromas y sabores que no existen en ningún otro lugar.
—¿Qué otra cosa quieres que te traiga?
—A ti. Sana y contenta.
—Pues creo que eso puedo prometértelo.
Se ofreció a llevarla a Copenhague al día siguiente, pero ella le dijo que era suficiente con que la dejase en la estación de ferrocarril. Birgitta estuvo muy nerviosa toda la noche, se la pasó yendo y viniendo a por un vaso de agua tras otro. Había ido siguiendo el devenir de los sucesos de Hudiksvall en el teletexto. Cada vez era más la información que salía a la luz sobre Lars-Erik Valfridsson, aunque nada que aclarase por qué la policía creía que él había cometido la masacre. La indignación por el hecho de que había conseguido suicidarse había llegado al Parlamento bajo la forma de una airada protesta presentada al ministro de Justicia. El único que aún mantenía la calma era Robertsson, por quien Birgitta sentía un creciente respeto. El fiscal insistía en que la investigación continuaba su proceso, aunque el supuesto asesino estuviese muerto. Sin embargo, también había empezado a indicar que la policía trabajaba con otras pistas sobre las que no podía revelar ningún detalle.
«Ahí tenemos a mi chino», concluyó Birgitta. «Y mi cinta roja».
Varias veces estuvo tentada de llamar a Vivi Sundberg para hablar con ella, pero se abstuvo. En ese momento lo más importante era el sugerente viaje que la aguardaba.
Hacía una hermosa y clara mañana de invierno el día en que Staffan Roslin condujo a su esposa a la estación de ferrocarril y se despidió de ella mientras el tren se alejaba del andén. Facturó sin problemas en Kastrup, le asignaron un asiento en el pasillo, tal y como ella quería, tanto de ida a Helsinki como de allí a Pekín. Cuando el avión despegó de Kastrup, sintió como si se liberase de una especie de cadena y le sonrió al anciano finlandés que ocupaba el asiento contiguo. Cerró los ojos, no probó nada en todo el viaje a Helsinki y volvió a pensar en la época en que China representaba para ella el paraíso, terrenal y soñado. La sorprendía la cantidad y la ingenuidad de todas aquellas extrañas ideas preconcebidas que se había forjado entonces, entre las que se incluía creer que, en un momento dado, el pueblo sueco estaría dispuesto a rebelarse contra el sistema establecido. ¿De verdad llegó a creérselo o, simplemente, se dedicó a participar en un juego?
Birgitta Roslin evocó el campamento de verano de 1969, en Noruega, adonde unos camaradas noruegos las invitaron a ella y a Karin. Todo debía desarrollarse en el más absoluto secreto. Nadie debía saber dónde se organizaba el campamento. A todos los participantes (no se sabía exactamente qué otros camaradas iban a participar) se les asignó un alias y, para desconcertar más aún al siempre vigilante enemigo de clase, se cambiaba el sexo con dicho alias. Aún recordaba que, durante todo el campamento, ella se llamó Alfred. Le habían dicho que tomara un autobús hasta Kongsberg y que se bajase en una parada determinada, adonde irían a buscarla. Mientras aguardaba en la solitaria parada de autobús bajo una intensa lluvia, pensó que tendría que neutralizar la oposición entre la lluvia y su estado de ánimo con paciencia revolucionaria. Por fin llegó una furgoneta, que se detuvo en la parada. Al volante iba un joven que se presentó quedamente como Lisa y que le pidió que subiese al vehículo. Habían instalado el campamento en un campo abandonado cubierto de maleza, con las tiendas montadas en hileras. Consiguió cambiarse a la tienda de Karin Wiman, a la sazón Sture, y todas las mañanas hacían ejercicios gimnásticos ante una ola de ondeantes banderas rojas. Vivió toda aquella semana en una tensión constante por temor a cometer un fallo o decir algo inconveniente, o sea, a comportarse de un modo contrarrevolucionario. El instante decisivo, en el que sintió un miedo atroz y estuvo a punto de desmayarse, llegó cuando le pidieron que se pusiera de pie para presentarse, bajo el nombre de Alfred, claro está, y que contase a qué se dedicaba en la vida civil tras la cual ocultaba que, en realidad, había elegido la dura opción de convertirse en una revolucionaria profesional. Pero salió airosa, no se vino abajo y supo que su victoria había sido total cuando Kajsa, uno de los jefes del campamento, un hombre de unos treinta años, corpulento y lleno de tatuajes, se levantó a darle una palmadita en el hombro.
Ahora, sentada en el avión rumbo a Helsinki, con los ojos cerrados, pensó que cuanto había sucedido en aquella época le provocó un miedo permanente. Cierto que hubo momentos en los que se sintió partícipe de algo que cambiaría la dirección del eje terrestre; pero, por lo general, siempre estuvo asustada.
Pensaba preguntarle a Karin si también ella lo había vivido así, si también ella sentía miedo entonces. Desde luego, no se le ocurría mejor escenario que China, el paraíso soñado, para obtener respuesta a esa pregunta. Además, quizás ahora comprendería mucho mejor aquello que un día marcó toda su existencia.
Cuando el avión inició el aterrizaje en Helsinki y las ruedas chocaron contra el asfalto, se despertó. Disponía de dos horas hasta la salida del avión a Pekín. Se sentó en un sofá que había bajo un avión antiguo que decoraba el techo de la terminal de salidas. En Helsinki hacía frío. A través de los grandes ventanales que daban a las pistas de aterrizaje veía el vaho del personal de tierra del aeropuerto. Pensó en la última conversación mantenida con Vivi Sundberg hacía unos días. Birgitta le preguntó si habían sacado alguna imagen fija de la cámara de vigilancia. Vivi Sundberg le respondió que sí, pero no se extrañó cuando Birgitta le pidió que le enviase una fotografía del chino. Al día siguiente recibió por correo una ampliación que ahora llevaba en el bolso. La sacó del sobre.
«Estás ahí, entre decenas de miles de personas», pensó Birgitta Roslin. «Pero no conseguiré dar contigo. Nunca sabré quién eres. Si diste tu verdadero nombre. Y, ante todo, qué hiciste».
Muy despacio, empezó a dirigirse a la puerta de embarque del avión para Pekín, junto a la que ya había pasajeros esperando. La mitad eran chinos. «Aquí comienza una porción de Asia», se dijo. «En los aeropuertos se desdibujan las fronteras, se acercan y, al mismo tiempo, se alejan».
Tenía el asiento 22 C. A su lado viajaba un hombre de piel oscura que trabajaba para una empresa británica en la capital china. Intercambiaron unas frases de cortesía, pero ni él ni Birgitta Roslin tenían el menor interés por profundizar en la conversación. Se acurrucó bajo la manta y se dio cuenta de que el nerviosismo había dado paso a la sensación de haber emprendido el viaje sin estar convenientemente preparada. En realidad, ¿qué iba a hacer ella en Pekín? ¿Deambular por las calles, observar a la gente y visitar museos? Karin Wiman no podría dedicarle mucho tiempo. Pensó que aún llevaba dentro una rémora de la rebelde insegura que fue en su juventud.
«He emprendido este viaje para verme a mí misma», constató. «No voy a la absurda caza de un chino que se llevó una cinta roja del farolillo de un restaurante antes de, seguramente, asesinar a diecinueve personas. He empezado a atar todos los cabos sueltos de los que se compone la vida de una persona».
Hacia la mitad de las siete horas de viaje, empezó a sentir entusiasmo. Tomó varias copas de vino y comió el plato que le sirvieron, cada vez más impaciente por llegar.
Sin embargo, la llegada no resultó como ella había imaginado. Tan pronto como entraron en territorio chino, el capitán les comunicó que, debido a una tormenta de arena, era imposible aterrizar en Pekín por el momento. Aterrizarían en la ciudad de Taiyuan, a la espera de que mejorase el tiempo. Cuando el avión tomó tierra, los llevaron en autobús hasta una fría sala de espera donde montones de chinos arropados con mantas aguardaban en silencio. Se sentía fatigada a causa del cambio horario. No estaba muy segura de cuál era su primera impresión de China. El paisaje oculto bajo la nieve, las colinas que rodeaban el aeropuerto, los autobuses y los carros de bueyes que circulaban por una carretera cercana a la zona aeroportuaria.
Dos horas después había empezado a remitir la tormenta en Pekín. El avión despegó y volvió a aterrizar. Una vez pasados todos los controles, vio a Karin, que estaba esperándola.
—La llegada del rebelde —bromeó su amiga—. ¡Bienvenida a Pekín!
—Gracias, aunque aún no he tomado conciencia de dónde me encuentro.
—Estás en el Reino del Centro. En el centro del mundo. En el centro de la vida. Venga, nos vamos al hotel.
Aquella primera noche, desde la décima novena planta del hotel, en la habitación que compartía con Karin, contempló el resplandor de la gigantesca ciudad y sintió un escalofrío de excitación.
En otro rascacielos y al mismo tiempo, un hombre observaba la misma ciudad y las mismas luces que Birgitta Roslin.
Tenía en la mano una cinta roja. Al oír unos leves golpes en la puerta, se volvió despacio y recibió a la visita a la que con tanta impaciencia había estado esperando.