A la mañana siguiente, cuando Birgitta Roslin se levantó, Karin Wiman ya se había marchado a Copenhague, pues tenía clase. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina.
«Birgitta. A veces pienso que tengo un sendero en la cabeza. Cada día que pasa, me adentro unos metros en un paisaje desconocido en el que, un día, dicho sendero morirá. Sin embargo, el sendero serpentea también hacia atrás. En ocasiones me doy la vuelta, como ayer, durante las horas que pasamos hablando, y entonces veo lo que he olvidado o lo que me he negado a recordar. A veces tengo la sensación de que, en lugar de recordar las cosas, pretendemos olvidarlas. Quisiera que pudiéramos mantener estas conversaciones más a menudo. Al final, los amigos son lo único que nos queda. Tal vez incluso la última fortaleza que hemos de defender. Karin».
Birgitta Roslin se guardó la carta en el bolso, se tomó un café y se preparó para partir. Justo cuando iba a cerrar la puerta, vio los billetes de avión que había sobre la mesa del vestíbulo. Y comprobó que Karin viajaría con Finnair vía Helsinki hasta Pekín.
Por un instante, volvió a sentir la tentación de aceptar su oferta; pero no podía, por más que quisiera. Sus superiores no verían con buenos ojos que se tomase unas vacaciones después de haber estado de baja, en especial en aquellos momentos en que el juzgado se veía abrumado de casos sin resolver.
Para regresar a casa tomó el transbordador desde Helsingör. El viento sopló durante toda la travesía. Una vez ahí se detuvo ante un quiosco. Las primeras páginas de los diarios gritaban la confesión de Lars-Erik Valfridsson y Birgitta compró un puñado de periódicos antes de continuar su camino a casa. Se topó en el pasillo con la tranquila y callada limpiadora polaca que le ayudaba en casa. Birgitta había olvidado que aquél era su día. Intercambiaron unas palabras en inglés cuando le pagó las horas de trabajo. Una vez sola en la casa, se sentó a leer la prensa. Como en las ocasiones anteriores, se quedó estupefacta ante la cantidad de páginas que los periódicos extraían de un material más que escaso. Lo que Staffan le había dicho en la breve conversación telefónica de la noche anterior cubría con creces todo lo que los diarios trillaban y repetían una y otra vez.
La única novedad era una fotografía del hombre que se suponía había cometido el delito. En la imagen, que parecía una ampliación de una foto de pasaporte o de permiso de conducir, se veía a un hombre de rostro sin carácter, boca fina, frente despejada y escaso cabello. Le costaba ver en él a alguien capaz de haber cometido la barbarie de Hesjövallen. «Un pastor de una iglesia libre», se dijo. «No creo que sea un hombre que lleve el infierno en la cabeza ni en las manos». Sin embargo, sabía que su razonamiento era insostenible a la luz de la experiencia. De hecho, en los tribunales había tenido ocasión de ver pasar delincuentes cuya apariencia no delataba su predisposición al crimen.
No obstante, cuando dejó los diarios y puso el teletexto, su interés empezó a despertarse de verdad. Encabezaba la lista de contenidos la noticia de que la policía había hallado la posible arma del crimen. En un lugar desconocido, pero según las indicaciones de Lars-Erik Valfridsson, habían desenterrado el arma. Era de forja casera, una mala imitación de una espada de samurai japonés. Aunque la hoja estaba bien afilada. En esos momentos estaban analizándola, buscando huellas y, ante todo, restos de sangre.
Media hora después encendió la radio para escuchar las noticias. Una vez más oyó la voz pausada de Robertsson. A Birgitta Roslin le pareció que estaba aliviado por el hallazgo.
En cuanto el fiscal acabó su intervención llovieron las preguntas, pero Robertsson se abstuvo de hacer más comentarios y aseguró que, en cuanto surgiese otro dato de interés que comunicar a la prensa, volvería a convocarlos.
Birgitta Roslin apagó la radio y tomó un diccionario enciclopédico de la estantería. Había en él una fotografía de una espada de samurai. Leyó que la hoja podía afilarse tanto como una hoja de afeitar.
La sola idea le dio escalofríos. De modo que, una noche, aquel hombre se dirigió a Hesjövallen y fue de casa en casa hasta matar a diecinueve personas. Tal vez la cinta roja que hallaron en la nieve adornase su espada.
Se quedó pensando en ello, sin poder apartar la idea de su mente. Llevaba en el bolso una tarjeta de visita del restaurante chino, marcó el número y reconoció la voz de la camarera con la que había estado hablando. Birgitta Roslin le explicó quién era. A la camarera le costó varios segundos recordar.
—¿Has visto los diarios y la foto del hombre que mató a toda esa gente?
—Sí, ¡qué hombre tan horrible!
—¿Recuerdas haberlo visto alguna vez comiendo en vuestro restaurante?
—Jamás.
—¿Estás segura?
—Al menos no mientras yo he estado aquí. Claro que hay días en que mi hermana o mi primo me sustituyen. Ellos viven en Söderhamn. Nos vamos turnando. Ya sabes, empresa familiar.
—Hazme un favor, pídeles que miren la foto del periódico. Si lo reconocen, me llamas, ¿de acuerdo?
La camarera anotó su número.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Birgitta.
—Li.
—Yo me llamo Birgitta. Gracias por tu ayuda.
—¿No estás en el pueblo?
—Estoy en Helsingborg. Vivo aquí.
—¿En Helsingborg? Allí también tenemos un restaurante. También de la familia. Se llama Shanghai. Se come igual de bien que aquí.
—Pues iré, pero ayúdame con esto, por favor.
Se quedó junto al teléfono, esperando. Cuando sonó, era su hijo que llamaba para hablar con ella, pero Birgitta le pidió que volviese a llamar más tarde. Li tardó media hora en devolverle la llamada.
—Puede —le dijo la camarera.
—¿Cómo que puede?
—Mi primo dice que cree que ha estado en el restaurante alguna vez.
—¿Cuándo?
—El año pasado.
—Pero ¿no está seguro?
—No.
—¿Puedes decirme su nombre?
Birgitta Roslin anotó el nombre y el número de teléfono del restaurante de Söderhamn y terminó la conversación. Tras un minuto de vacilación, llamó a la comisaría de Hudiksvall y pidió que la pusieran con Vivi Sundberg. Ya contaba con tener que dejarle un mensaje pero, para su sorpresa, la policía contestó personalmente.
—Y los diarios —le preguntó—. ¿Siguen resultándote interesantes?
—Son difíciles de leer, pero dispongo de tiempo. Os felicito por vuestro hallazgo. Si no he entendido mal, tenéis tanto la confesión como el arma del crimen.
—No creo que llames por eso, ¿verdad?
—No, claro que no. Quería, una vez más, hablar del restaurante chino.
Le habló del primo chino de Söderhamn y de que era posible que Lars-Erik Valfridsson hubiese comido en el restaurante de Hudiksvall.
—Eso podría explicar la cinta roja —concluyó Birgitta—. Un cabo suelto menos.
Aquello no pareció despertar el interés de Vivi Sundberg.
—Bueno, en estos momentos, la cinta no nos importa demasiado. Supongo que entiendes por qué.
—Sí, ya, pero quería contároslo. Si quieres, puedo darte el nombre del camarero que quizás haya visto a ese tipo, y su número de teléfono.
Vivi Sundberg tomó nota.
—Gracias por llamar.
Concluida la conversación, Birgitta Roslin llamó a su jefe, Hans Mattsson. Tuvo que esperar un rato hasta que Mattsson atendió el teléfono. Le dijo que contaba con que le dieran el alta en su próxima visita al médico, dentro de unos días.
—Nos ahoga el trabajo —le aseguró el jefe—. O tal vez sea más propio decir que nos asfixia. Cuando se producen reducciones de presupuesto se acaba con los tribunales suecos. Es algo que jamás pensé que me tocaría vivir.
—¿Qué?
—Que le pusiéramos precio al Estado de derecho. Creía que la democracia no podía valorarse en dinero. Sin un sistema judicial eficaz, se acabó la democracia. Nos arrastramos. Los cimientos de esta sociedad crujen, se retuercen y se quiebran. Te aseguro que estoy muy preocupado.
—Bueno, no creo que yo sola pueda resolver todo eso, pero te prometo volver a hacerme cargo de mis juicios.
—Te recibiremos con los brazos abiertos.
Aquella noche cenó sola, pues Staffan tenía dos servicios y hacía noche en Hallsberg. Siguió hojeando los diarios. Lo único en lo que se detenía con verdadero entusiasmo eran las notas que cerraban el último de ellos. Estaban fechadas en junio de 1892. J. A. era ya un anciano. Vivía en una pequeña casa de San Diego y sufría dolores en las piernas y la espalda. Después de mucho regatear le compró a un viejo indio unas pomadas y unas hierbas que, en su opinión, eran lo único que lo aliviaban. Hablaba de su inmensa soledad, de la muerte de su esposa, y de sus hijos, que se habían mudado a vivir muy lejos, uno de ellos incluso a las tierras salvajes de Canadá. Ya no contaba nada del ferrocarril. Sin embargo, seguía siendo el mismo cuando describía a las personas. Los negros y los chinos continuaban resultándole odiosos. Le preocupaba que los negros o los amarillos se mudasen a una de las casas vecinas, que estaba en venta.
El diario terminaba en medio de una frase. El 19 de junio de 1892. Anota que ha estado lloviendo durante la noche. Le duele la espalda más que de costumbre. Aquella noche, había tenido un sueño.
Y ahí terminaba el relato. Ni Birgitta Roslin ni ninguna otra persona llegaría a saber nunca qué soñó.
Pensó en lo que Karin Wiman le había escrito el día anterior acerca del sendero que serpenteaba por su cabeza hacia un punto en el que, de repente, llegaría a su fin. Así fue aquel día de junio de 1892 en que todos los comentarios de desprecio que J. A. prodigaba sobre las personas de otro color acabaron de forma tan repentina.
Fue hojeando hacia atrás. No había indicios de que sospechase que iba a morir, nada de lo que se leía en sus notas anunciaba lo que sucedería. «Una vida», pensó Birgitta. «A mí podría sobrevenirme la muerte del mismo modo; mi diario, si hubiera escrito uno, también quedaría inconcluso. En realidad, ¿quién tiene tiempo de terminar su historia, de ponerle punto final antes de morir?».
Dejó los diarios en la bolsa de plástico y decidió devolverlos al día siguiente. Seguiría los sucesos de Hudiksvall igual que el resto de la gente.
Sacó de la estantería la lista de los jueces de distrito suecos. El de Hudiksvall se llamaba Tage Porsén. «Será el juicio de su vida», confirmó para sí misma. «Espero que le guste la publicidad». Birgitta sabía que muchos de sus colegas detestaban e incluso temían enfrentarse a los periodistas y a las cámaras de televisión.
Al menos así eran los de su generación y los colegas de más edad; pero no sabía cómo encajaban la publicidad los jueces jóvenes.
El termómetro que había fuera, junto a la ventana de la cocina, indicaba que la temperatura había descendido. Se sentó ante el televisor para ver las noticias de la noche. Después se iría a dormir. El día que había pasado con Karin fue enriquecedor, pero también la dejó agotada.
Hacía varios minutos que habían empezado las noticias, sin embargo, comprendió enseguida que se había producido alguna novedad relacionada con el caso de Hesjövallen. Un periodista estaba entrevistando a un criminólogo tan prolijo como grave. Intentó enterarse de qué hablaban.
Después del criminólogo, aparecieron unas imágenes de Líbano. Lanzó una maldición y cambió al teletexto: enseguida supo lo ocurrido.
Lars-Erik Valfridsson se había suicidado. Aunque pasaban a controlarlo cada quince minutos, había tenido tiempo suficiente para rasgar en tiras una camiseta, fabricarse una cuerda y colgarse. Y por mucho que lo hubieran encontrado casi de inmediato, todos los intentos de reanimación fueron en vano.
Birgitta Roslin apagó el televisor. Las ideas se cruzaban en su mente como rayos. ¿Acaso no tuvo fuerzas para vivir con la culpa? ¿O sería un enfermo mental?
«Algo no encaja», concluyó. «Él no pudo cometer todos los asesinatos. Ignoro por qué se ha quitado la vida, por qué confesó y por qué le indicó a la policía el lugar donde hay enterrada una espada de samurai; pero, en el fondo, siempre he tenido la sensación de que no era él».
Se sentó en el sillón de lectura, con la lámpara apagada. La habitación estaba en semipenumbra. Alguien que pasaba por la calle soltó una risotada. Aquél era su sillón de pensar. Acudía a él cuando necesitaba meditar sobre la sentencia que debía redactar o sobre cualquier otro tema relacionado con un juicio. Y también cuando sentía la necesidad de cavilar sobre su día a día y el de su familia.
Volvió al punto de partida. Las primeras reflexiones que se hizo cuando descubrió que existía un vago parentesco entre ella y todas las personas asesinadas aquella noche de enero. «Era demasiado», se dijo. «Tal vez no para que lo llevase a cabo un hombre solo y decidido y con el objetivo claro, pero sí para un tipo que vive en Hälsingland y sobre el que no pesan más que unas sentencias por agresión. Se ha confesado culpable de algo que no ha hecho. Después le brinda a la policía un arma de fabricación casera, y luego va y se cuelga en su celda. Cabe la posibilidad de que yo esté en un error, pero es indiscutible que aquí hay algo que no encaja. Lo atraparon demasiado rápido. Y, además, ¿qué tipo de venganza podía ser la que adujo como móvil?».
Era más de medianoche cuando se levantó del sillón. Sopesó la posibilidad de llamar a Staffan, pero pensó que tal vez ya estuviese dormido. Se fue a la cama y apagó la luz. Recorrió mentalmente el pueblo, sin poder dejar de pensar en la cinta roja hallada en la nieve, en la imagen del chino ofrecida por la cámara casera del hotel. «La policía sabe algo que yo ignoro, por qué detuvieron a Lars-Erik Valfridsson, y también tiene una idea del posible móvil. Sin embargo, están cometiendo el mismo error de costumbre: se limitan a seguir una sola línea de investigación».
No conseguía conciliar el sueño y, cansada de dar vueltas en la cama, se levantó, se puso la bata y volvió a la planta baja. Se sentó ante su escritorio con la intención de redactar un resumen de todos los sucesos que ella relacionaba con Hesjövallen. Tardó cerca de tres horas en exponer detalladamente por escrito cuanto conocía, lo que había descubierto y sus vivencias. Mientras escribía la asaltó la creciente sensación de habérsele pasado por alto algo, que se le ofrecía un nexo entre dos cosas y que ella no era capaz de detectarlo. Era como si el bolígrafo fuese un rastrillo y ella tuviese que estar atenta a los cervatillos que quizás aguardasen amparados en el terreno. Cuando se irguió por fin y estiró los brazos, habían dado ya las cuatro de la mañana. Se llevó las notas al sillón de pensar, ajustó la lámpara y empezó a revisarlas desde el principio, intentando en todo momento leer entre sus propias líneas o quizá más bien tras ellas, para ver si había alguna piedra bajo la cual no hubiese mirado, algún vínculo que debería haber intuido con anterioridad. Ella no era policía y, por tanto, no estaba acostumbrada a buscar lagunas en los testimonios o las declaraciones de los sospechosos. Sin embargo, tenía experiencia a la hora de localizar contradicciones, trampas lógicas y, en numerosas ocasiones, había interrumpido en mitad de un juicio para hacerle al acusado una pregunta que, en su opinión, se le había pasado al fiscal.
No obstante, en su memorando, no había nada que, de pronto, la frenase en la lectura. Lo que consiguió fue, tal vez, reafirmarse en la idea de que aquello no podía ser obra de un desquiciado. Estaba demasiado bien organizado, con excesiva sangre fría, como para que lo hubiese ejecutado alguien que no fuese un asesino frío y sereno. Posiblemente, anotó en el margen, cabría preguntarse si el autor del crimen no habría visitado el lugar con anterioridad. Era de noche y estaba oscuro; cierto que podía ir provisto de una buena linterna, pero algunas de las puertas estaban cerradas con llave. Debía de poseer conocimientos precisos de quién vivía en cada casa y, probablemente, tenía las llaves. Y, ante todo, debía de tener un móvil muy claro y firme que le ayudó a no vacilar en ningún momento.
Ya cerca de las cinco de la mañana empezaron a escocerle los ojos. No cabía la menor duda, se decía. El que lo hizo sabía lo que lo aguardaba y no se detuvo ni un instante. Incluso se las arregló para enfrentarse con éxito a una situación inesperada, el niño que se interpuso en su camino. «No se trata de un criminal eventual que va de aquí para allá; su sangre fría tenía un objetivo concreto».
«No vaciló», pensó. «Y existía la voluntad de causar dolor. Quería que las víctimas tuviesen tiempo de comprender qué les estaba pasando. Todas salvo una, el niño».
De repente, una idea se cruzó por su mente, algo sobre lo que no había reflexionado con anterioridad. El hombre que había cometido los asesinatos, ¿les habría mostrado el rostro a las personas contra las que alzaba la espada o el sable? ¿Lo reconocieron? ¿Querría él que lo vieran?
«Ésta es una pregunta para Vivi Sundberg», concluyó. «¿Estaba la luz encendida en las habitaciones donde yacían los cadáveres? ¿Se verían cara a cara con la muerte antes de que cayese sobre ellos el arma?».
Dejó a un lado las notas, comprobó el termómetro y vio que la temperatura había descendido a ocho grados bajo cero. Bebió un vaso de agua y se fue a la cama. Pero…, justo cuando estaba a punto de caer vencida por el sueño, su conciencia la hizo emerger de nuevo a la superficie. Se le había pasado por alto algo. Dos de los muertos estaban atados el uno al otro. ¿De qué le sonaba aquella imagen? Se sentó en la cama, a oscuras y completamente despabilada. En algún lugar había leído una descripción similar.
De pronto, le vino a la memoria. Los diarios. En un apartado que sólo había hojeado de pasada leyó un episodio parecido. Fue a la planta baja, colocó todos los diarios sobre la mesa y se aplicó a la tarea de buscar el pasaje, que encontró casi de inmediato.
Año de 1865. El ferrocarril serpentea hacia el este, cada tablón, cada metro de raíl es una tortura. Las enfermedades se ceban en los trabajadores. Mueren como chinches. Pero la afluencia de nueva mano de obra del oeste salva el trabajo, que debe avanzar a marchas forzadas con el fin de que el gigantesco proyecto ferroviario no sufra un colapso financiero. En una ocasión, el 9 de noviembre, para ser exactos, J. A. oye hablar de un barco de esclavos chino procedente de Cantón. Se trata de un viejo velero que sólo se usa para enviar a California chinos secuestrados. El agua y la comida empiezan a escasear durante un largo periodo de calma chicha y se produce un motín a bordo. Para sofocar el motín, el capitán recurre a métodos de crueldad sin parangón. Incluso a J. A., que no duda en utilizar los puños y el látigo para incitar a sus trabajadores, le resulta conmovedor. El capitán selecciona a varios de los amotinados chinos muertos en el motín y los amarra con otros aún vivos. Los deja así atados sobre la cubierta, el uno corrompiéndose poco a poco, el otro muriéndose de hambre. J. A. deja constancia en su diario de que la «medida le parece desmesurada».
¿Podrían establecerse similitudes? Tal vez el uno se habría visto obligado a aguardar encadenado al cadáver del otro. Durante una hora o más, o quizá menos… Antes de que el hachazo final acabase con su vida…
«Esto se me pasó por alto», constató para sí. «Ahora la cuestión es si la policía de Hudiksvall hizo otro tanto. En todo caso, dudo mucho que prestasen atención a la lectura de los diarios antes de prestármelos».
Asimismo, cabía hacerse otra reflexión, por más que, de entrada, no pareciese lógica. ¿Conocería el asesino los sucesos descritos en el diario de J. A.? ¿Estarían ante una conexión extraordinaria más allá del tiempo y el espacio?
Tampoco estaba de más plantearse la cuestión de por qué le habría prestado los diarios Vivi Sundberg. ¿Acaso confiaba en que Birgitta los leyese y le facilitase información si descubría algo importante? No era tan descabellado, puesto que la policía estaba desbordada de trabajo.
«Puede que Vivi Sundberg sea más lista de lo que yo pensaba», se dijo. «Puede que pretenda utilizar a la tozuda jueza que se empeña en mezclarse en la investigación.
»Incluso cabe la posibilidad de que Vivi Sundberg aprecie mi perseverancia. Una mujer que, probablemente, no siempre lo haya tenido fácil entre tantos colegas masculinos».
Al final se acostó de nuevo. A Vivi Sundberg seguro que le interesaba aquel descubrimiento; en especial ahora que el supuesto asesino se había suicidado.
Durmió hasta las diez, se levantó y, al mirar el horario de Staffan, comprobó que estaría de vuelta en Helsingborg hacia las tres. Acababa de sentarse para llamar por teléfono a Vivi Sundberg, cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir y se encontró con un chino de baja estatura que le alcanzaba una bolsa de comida.
—No he hecho ningún pedido —aseguró Birgitta perpleja.
—Es de parte de Li, de Hudiksvall —le explicó el hombre con una sonrisa—. No tiene que pagar nada. Li quiere que la llame. Tenemos una empresa familiar.
—¿El restaurante Shanghai?
El hombre volvió a sonreír.
—Restaurante Shanghai. Muy buena comida.
El hombre le dejó la bolsa con una leve inclinación y salió por la verja. Birgitta sacó la comida de la bolsa, inspiró disfrutando del aroma y la metió en el frigorífico antes de llamar a Li. En esta ocasión fue un hombre indignado quien atendió la llamada. Birgitta Roslin supuso que sería el famoso y malhumorado padre que solía trabajar en la cocina. Lo oyó llamar a Li, que acudió al teléfono.
—Gracias por la comida —le dijo Birgitta—. Ha sido una sorpresa.
—¿La has probado?
—Aún no. Esperaré hasta que llegue a casa mi marido.
—¿A él también le gusta la comida china?
—Mucho. Pero, dime, querías que te llamara.
—Sí, estuve pensando en el farolillo —comenzó la joven—. Y en la cinta roja que falta. Resulta que ahora sé algo que antes ignoraba. He hablado con mi madre.
—A ella no llegué a conocerla, ¿verdad?
—No, ella se queda en casa y sólo viene al restaurante a limpiar de vez en cuando. Pero siempre anota cuándo ha estado aquí. El once de enero vino a limpiar por la mañana, antes de abrir.
Birgitta Roslin contuvo la respiración.
—Me contó que, precisamente ese día, limpió todas las lámparas del restaurante. Y está segura de que no faltaba ninguna cinta. Dice que se habría dado cuenta.
—Podría haberse confundido, ¿no?
—¿Mi madre? No.
Birgitta Roslin sabía lo que aquello significaba. El mismo día en que el chino venido de fuera cenó en la mesa del restaurante no faltaba ninguna cinta de los farolillos. Y la que se encontró en Hesjövallen desapareció justo aquella noche. No cabía la menor duda de ello.
—¿Puede ser importante? —quiso saber Li.
—Podría serlo —aseguró Birgitta Roslin—. Gracias por contármelo.
Colgó el auricular, pero el teléfono volvió a sonar de inmediato. En esta ocasión, le trajo la voz de Lars Emanuelsson.
—No cuelgues —dijo el periodista antes de saludar siquiera.
—¿Qué quieres?
—Conocer tu opinión sobre lo sucedido.
—No tengo nada que decir al respecto.
—¿Te sorprendió?
—¿El qué?
—Que Lars-Erik Valfridsson fuese sospechoso.
—Sólo sé de él lo que dicen los periódicos.
—Pero los periódicos no lo dicen todo.
El periodista logró despertar su curiosidad.
—Maltrató a sus dos últimas esposas —le explicó Lars Emanuelsson—. La primera logró huir. Después, Valfridsson conoció a una señora de Filipinas a la que atrajo hasta aquí con un montón de falsas esperanzas. La estaba golpeando hasta casi matarla cuando unos vecinos dieron la alarma. Le valió una condena por malos tratos, pero hizo cosas peores.
—¿Como qué?
—Homicidio. Ya en 1977, muy joven. En una pelea por una moto. Le dio a un joven en la cabeza con una piedra. La víctima murió en el acto. En el examen de psiquiatría forense al que sometieron a Lars-Erik, el médico dejó claro que era posible que volviese a recurrir a la violencia. Seguramente pertenecía a ese grupo de personas que deben considerarse peligrosas para su entorno. De modo que no es de extrañar que la policía y el fiscal creyesen haber dado con el verdadero asesino.
—Pero, según tú, no fue así, ¿me equivoco?
—Bueno, he hablado con las personas que lo conocían. Lars-Erik había soñado siempre con ser un personaje célebre. Al parecer, iba haciéndole creer a la gente que había sido espía e hijo secreto del rey. La confesión de asesinato le daría la fama que buscaba. Lo único que no acabo de entender es por qué decidió acabar su representación antes de tiempo. Ahí se me derrumba la historia.
—¿Estás insinuando que no fue él?
—El tiempo lo dirá, pero ya sabes cómo pienso. Date por respondida. Ahora lo que más me interesa es saber a qué conclusiones has llegado tú. Y si coinciden con las mías.
—La verdad es que no le he dedicado al caso más atención que el resto de la gente. Parece mentira que todavía no comprendas que ya hace tiempo que me cansé de tus llamadas.
Lars Emanuelsson no hizo caso de sus palabras.
—Háblame de los diarios. Algo tendrán que ver con esta historia, ¿no?
—Deja de llamarme —dijo Birgitta antes de colgar.
El teléfono volvió a sonar de inmediato, pero ella no respondió. Aguardó cinco minutos y llamó a la comisaría de Hudiksvall. Tardaron en responder, pero, cuando lo hicieron, reconoció la voz de la joven, que sonó nerviosa y cansada. Vivi Sundberg no podía ponerse. Birgitta Roslin dejó su nombre y su número.
—No puedo prometer nada —le dijo la telefonista—. Esto es un caos.
—Lo comprendo. Dile que me llame cuando pueda.
—¿Es importante?
—Vivi Sundberg sabe quién soy. Tendrás que conformarte con esa respuesta.
Vivi la llamó al día siguiente. El escándalo de la prisión de Hudiksvall acaparaba las noticias. El ministro de Justicia hizo unas declaraciones en las que garantizaba que el suceso se investigaría a fondo y que se pedirían responsabilidades. Tobias Ludwig se zafaba como podía de las preguntas de los periodistas y de las cámaras de televisión. En cualquier caso, todos estaban de acuerdo en que había sucedido algo que se suponía imposible.
Vivi Sundberg parecía agotada. Birgitta Roslin decidió no preguntar sobre la nueva situación después del suicidio. Le habló, eso sí, de la cinta roja y de las reflexiones que había anotado en el margen del resumen que había hecho de los hechos.
Vivi Sundberg la escuchó sin comentar nada. Birgitta oía voces de fondo y pensó que no envidiaba en lo más mínimo la tensión que debía de reinar en la comisaría.
Birgitta Roslin terminó preguntándole si, en las habitaciones donde habían encontrado los cadáveres, las lámparas estaban encendidas.
—Pues, tienes razón —respondió Vivi Sundberg—. Nos extrañó, pero así era, estaban encendidas. Todas, menos una.
—La del niño, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Habéis dado con alguna explicación?
—Comprenderás que no puedo hablar contigo de esto por teléfono.
—Sí, claro, disculpa.
—No importa. Pero quisiera pedirte un favor. Escribe lo que te hayan sugerido los sucesos de Hesjövallen. De la cinta roja me encargo yo. Escribe sobre lo demás y envíamelo.
—Lars-Erik Valfridsson no los mató —sentenció Birgitta Roslin.
Las palabras surgieron de su boca de forma inesperada, tanto para Vivi Sundberg como para ella misma.
—Envíame el relato de tus reflexiones —reiteró Vivi Sundberg—. Gracias por llamar.
—¿Y los diarios?
—Será mejor que nos los devuelvas ya.
Después de aquella conversación, Birgitta sintió un gran alivio. Pese a todo, sus esfuerzos no habían sido del todo en vano. Ahora ya podía dejar el asunto y, en el mejor de los casos, la policía daría un día con la pista del autor de los asesinatos y averiguaría si lo hizo solo o contó con la ayuda de algún cómplice. Y, desde luego, no le extrañaría que al final concluyesen que un hombre originario de China estaba involucrado en el caso.
Al día siguiente, Birgitta Roslin acudió a su médico. Era un frío día de invierno con viento racheado procedente del estrecho. Estaba impaciente por volver a trabajar.
No tuvo que aguardar más que unos minutos en la sala de espera.
El médico le preguntó cómo se encontraba y ella respondió que suponía que ya estaba bien. Una enfermera le extrajo una muestra de sangre y Birgitta se sentó a esperar.
Cuando volvió a entrar en la consulta, el médico comprobó su presión sanguínea y, acto seguido, fue derecho al grano.
—Puede que te sientas bien, pero sigues teniendo la tensión demasiado alta, de modo que tendremos que seguir investigando a qué se debe. Para empezar, te prolongaré la baja otras dos semanas. Y te daré un volante para el especialista.
Ya en la calle, con el gélido viento azotándole el rostro, comprendió realmente la situación. La posibilidad de padecer una enfermedad grave la llenó de preocupación, aunque el médico le había asegurado que no era el caso.
Se detuvo en la plaza, de espaldas al viento. Por primera vez en muchos años se sintió indefensa. No se movió hasta que el teléfono que llevaba en el bolsillo empezó a sonar. Era Karin Wiman para darle las gracias por su visita y charlar un rato.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Estoy en medio de una plaza. Y, en estos momentos, no tengo ni idea de qué voy a hacer con mi vida.
Después le habló de su visita al médico. Fue una conversación bastante fría. Le prometió que volvería a llamarla antes de su viaje a China.
Cuando cruzaba la verja de su casa, empezó a nevar. El viento soplaba con mayor intensidad y seguía siendo racheado.