21

Aquella noche, Birgitta Roslin vio las noticias de la televisión en compañía de su marido. El fiscal Robertsson explicaba el avance de la investigación. Al fondo, a su espalda, se atisbaba la figura de Vivi Sundberg. La conferencia de prensa resultó caótica. Tobias Ludwig no logró mantener a raya a los periodistas, que a punto estuvieron de derribar la tarima sobre la que estaba sentado Robertsson. El fiscal fue el único que conservó la calma. Solo frente a la cámara ante la que finalmente concedió una entrevista individual describió lo ocurrido. Un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad había sido detenido en su casa, a las afueras de Hudiksvall. Todo sucedió en medio de la mayor normalidad aunque, por razones de seguridad, habían recurrido al apoyo de una unidad de refuerzo. A la luz de indicios evidentes, el sujeto había sido detenido por haber participado en la masacre de Hesjövallen. Robertsson no quería revelar la identidad del sospechoso a causa de la investigación técnica.

—¿Por qué no quiere decir su nombre? —preguntó Staffan.

—Por no poner sobre aviso a otros implicados, para que no se destruyan pruebas… —respondió Birgitta antes de mandar callar a su marido—. Son muchas las razones que puede aducir un fiscal.

Robertsson no ofreció detalles, tan sólo aclaró que les había abierto el camino la información recibida tanto de la gente como de otras fuentes. Ahora estaban comprobando diversas pistas y ya habían sometido al sospechoso a un primer interrogatorio.

El periodista presionaba a Robertsson con sus preguntas.

—¿Ha confesado?

—No.

—¿Ha admitido alguna acusación?

—No puedo pronunciarme sobre ese particular.

—¿Por qué no?

—Porque nos encontramos en un estadio crucial de la investigación.

—¿Se sorprendió cuando fueron a detenerlo?

—Sin comentarios.

—¿Tiene familia?

—Sin comentarios.

—Pero ¿vive a las afueras de Hudiksvall?

—Sí.

—¿A qué se dedica?

—Sin comentarios.

—¿Cuál es su relación con todas las personas asesinadas?

—Estoy seguro de que comprenderás que no puedo responder a esa pregunta.

—Pues yo estoy seguro de que tú comprenderás que a nuestros espectadores les interesa lo ocurrido. Éste es el segundo crimen más trágico de los cometidos en Suecia.

Robertsson enarcó las cejas, sorprendido.

—¿Cuál es peor que éste?

—El baño de sangre de Estocolmo.

Robertsson estalló en una carcajada mientras, en su casa, Birgitta Roslin lanzaba un gruñido ante el descaro del periodista.

—No creo que sea comparable —observó Robertsson—. Pero no pienso entablar una discusión contigo al respecto.

—¿Cuál será el siguiente paso?

—Habrá otro interrogatorio con el detenido.

—¿Tiene ya abogado defensor?

—Ha solicitado la asistencia de Tomas Bodström. Pero no creo que la obtenga.

—¿Estás seguro de haber detenido al verdadero responsable?

—Aún es muy pronto para responder a eso pero, por ahora, estoy satisfecho de que haya sido arrestado.

Ahí terminó la entrevista y Birgitta bajó el volumen del televisor. Staffan la miró con curiosidad.

—¿Qué tiene que decir la señora jueza sobre este asunto?

—Está claro que han encontrado algo seguro. De lo contrario jamás les habrían autorizado la detención de ese individuo. Sin embargo, está arrestado por indicios racionales de criminalidad, es decir, que o actúa así por prudencia, o no tiene nada más que ofrecer.

—¿Un hombre solo ha podido cometer semejante barbarie?

—Que sea el único detenido no significa que esté solo.

—¿Tú crees que puede tratarse de otra cosa aparte de la acción de un loco?

Birgitta guardó silencio un rato, antes de responder.

—¿Planificaría un loco su crimen? Tus respuestas son tan buenas como las mías.

—O sea, que no cabe más que esperar y ver.

Se tomaron un té y se fueron a dormir temprano. Él le posó la mano en la mejilla.

—¿En qué piensas? —le preguntó Staffan.

—Que en Suecia hay una cantidad ingente de bosque.

—Yo creía que verte libre de todo te parecería un alivio.

—¿De qué, por ejemplo? ¿De ti?

—De mí. Y de los juicios. Una pequeña rebelión en la edad madura.

Birgitta se acercó más a él.

—A veces me digo: ¿esto era todo? Ya sé que suena injusto. Tú, los niños, mi trabajo, ¿qué más puedo pedir? Sin embargo, aquello otro…, lo que pensábamos cuando éramos jóvenes…, la voluntad no sólo de comprender el mundo, sino también de cambiarlo. Si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que el mundo es peor que antes.

—No del todo. Ahora fumamos menos, hay ordenador y teléfono móvil.

—Es como si la tierra entera se hallase en vías de descomposición. Y nuestros tribunales están en el límite de la inoperancia cuando se trata de defender la dignidad moral del país.

—¿Y en eso has estado pensando durante tu visita a Norrland?

—Es posible. Estoy algo abatida, pero quizá sea necesario sentirse así a veces.

Guardaron silencio. Birgitta esperaba que él se volviese hacia ella, pero Staffan no se inmutó.

«Aún no hemos llegado a ese punto», se dijo decepcionada. Al mismo tiempo, no comprendía por qué no era capaz de hacer ella misma aquello que esperaba de él.

—Deberíamos emprender un viaje —propuso él de improviso—. Además, hay conversaciones que es mejor mantener a la luz del día y no antes de dormirse.

—Podríamos irnos de peregrinación —sugirió Birgitta—. Recorrer el camino de Santiago de Compostela, según manda la tradición. Ir guardando piedras en las mochilas, cada piedra representa uno de los problemas a los que nos enfrentamos. Y, según vayamos encontrando la solución, iremos dejando las piedras en el camino.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto. Aunque no sé si mis rodillas aguantarán.

—Si llevas demasiado peso, te saldrá un espolón.

—¿Y eso qué es?

—No sé, algo que sale en el talón. Un buen amigo mío lo tiene. Ture, el veterinario. Es muy doloroso.

—Deberíamos hacernos peregrinos —susurró ella—. Pero ahora no. Antes tengo que dormir. Y tú también.

Al día siguiente, Birgitta Roslin llamó al médico para comprobar que la revisión planificada para dentro de cinco días seguía en pie. Después limpió la casa y no dedicó más que una mirada fugaz a la bolsa de los diarios. Habló con sus hijos de organizarle a Staffan una fiesta sorpresa para su cumpleaños. Todos estuvieron de acuerdo en que era una idea excelente, así que fue llamando a los amigos para invitarlos. De vez en cuando escuchaba las noticias sobre Hudiksvall. La información que iban dispensando desde la sitiada comisaría de policía era bastante escueta.

Ya a última hora de la tarde se sentó ante el escritorio y, sin gran entusiasmo, sacó los diarios. Ahora que había un detenido por los asesinatos, sus teorías habían perdido interés. Fue pasando las hojas hasta la página donde había dejado la lectura la última vez.

En ese momento sonó el teléfono. Era Karin Wiman.

—Hola, sólo quería saber si habías llegado bien.

—Los bosques suecos son infinitos. Me extraña que a la gente que habita en sus tinieblas no le crezcan pinochas. A mí me dan miedo los abetos. Me ponen triste.

—¿Y las hojas de los árboles?

—Van mejor. Pero lo que yo necesito ahora mismo es campo abierto, el mar, el horizonte.

—Pues ven a verme. Sólo tienes que cruzar el puente. Tu llamada me trajo a la memoria una serie de recuerdos… Nos hacemos mayores. De repente, los viejos amigos se nos antojan reliquias que debemos conservar. Yo heredé de mi abuela unos jarrones de cristal preciosos, bastante caros, de Orrefors. Pero ¿qué es eso comparado con la amistad?

A Birgitta Roslin le atrajo la idea. De hecho, ella también se había quedado pensando en la conversación con Karin Wiman.

—¿Cuándo te vendría bien? Yo estoy de baja por enfermedad, por algo de anemia y la tensión alta.

—Hoy no, pero quizá mañana.

—¿Ya no das clases?

—Cada vez me dedico más a la investigación. Adoro a mis alumnos, pero me agotan. Sólo les interesa China porque creen que allí pueden hacerse ricos. China es el Klondyke de nuestros días. Son pocos los que desean profundizar en sus conocimientos sobre el gigantesco Reino del Centro y su pasado, que es de un dramatismo casi inverosímil.

Birgitta pensó en el diario que tenía ante sí. También allí se intuía entre líneas un Klondyke.

—Por supuesto, puedes quedarte en mi casa. Mis hijos casi nunca están.

—Pero ¿y tu marido?

—Murió, ya sabes.

Birgitta Roslin habría querido morderse la lengua… Lo había olvidado. Karin Wiman llevaba viuda casi diez años. Su marido, el hermoso joven de Aarhus que estudió medicina, murió de una leucemia galopante con poco más de cuarenta años.

—Lo siento, debería haberlo recordado.

—No te preocupes. Bueno, ¿vendrás?

—Mañana. Y me gustaría hablar de China. Tanto de la vieja como de la nueva.

Anotó la dirección, quedaron a una hora y notó cómo la idea de volver a ver a Karin la llenaba de alegría. Hubo un tiempo en que fueron íntimas. Después sus caminos las condujeron por derroteros diferentes, cada vez tenían menos contacto, cada vez se llamaban con menor frecuencia. Birgitta Roslin asistió a la lectura de tesis de Karin Wiman y a su discurso de toma de posesión de su puesto en la Universidad de Copenhague. En cambio Karin nunca presenció uno de sus juicios.

La asustaba el olvido. ¿Cuál era el origen de su dispersión mental? Todos los años que llevaba ejerciendo de jueza, concentrada en alegatos y testimonios, habían agudizado su capacidad de concentración. Y ahora no recordaba siquiera que el marido de Karin llevaba diez años muerto.

Se sacudió aquella desagradable sensación y comenzó a leer el diario por donde lo tenía abierto. Poco a poco fue dejando el invierno de Helsingborg para meterse en el desierto de Nevada, poblado de hombres con sombreros oscuros o pañuelos anudados alrededor de la cabeza, que empleaban todas sus fuerzas en conseguir que el ferrocarril se extendiese hacia el este, metro a metro.

En sus notas, J. A. seguía hablando mal de cuantos trabajaban con él o estaban bajo su responsabilidad. Los irlandeses son perezosos y borrachos, los pocos negros que contrata la compañía constructora son fuertes, pero reacios a esforzarse. J. A. desea que lleguen esclavos de las islas caribeñas o del sur de América, pues ha oído hablar bien de ellos. Tan sólo los latigazos son capaces de convencer a aquellos hombres de que trabajen con ahínco. Le gustaría poder azotarlos como si fuesen bueyes o asnos. Birgitta no logró averiguar a qué pueblos detestaba más. Tal vez a los indios, a la población originaria de América, contra los que prodiga su desprecio. Su renuencia al trabajo, sus taimadas artimañas no pueden compararse con ninguno de los representantes de la escoria a la que se ve obligado a patear y golpear para que el ferrocarril continúe serpenteando. De vez en cuando habla también de los chinos, a los que quisiera mandar al océano Pacífico y darles a elegir entre ahogarse o llegar nadando hasta China. No obstante, no es capaz de negar que son buenos trabajadores. No beben alcohol, se lavan y cumplen las normas. Sus únicas debilidades son su pasión por el juego y sus extrañas ceremonias religiosas. J. A. intenta argumentar por qué detesta de tal manera a unas personas que se dedican a facilitarle a él el trabajo. En algunas frases de difícil interpretación, Birgitta creyó entender que, según J. A., los chinos, tan sufridos y trabajadores, estaban destinados para eso en la vida, simplemente. Habían alcanzado un nivel que jamás superarían por mucho que se desarrollasen.

Las personas a las que J. A. respeta por encima de todas son las procedentes de Escandinavia. En el campamento de construcción del ferrocarril hay una pequeña colonia nórdica compuesta por varios daneses, un grupo algo mayor de noruegos y un grupo, el más numeroso, de suecos y finlandeses. «Confío en esos hombres. Mientras los tenga vigilados, no me engañarán. Además, no temen el esfuerzo; pero si les doy la espalda, se convierten en la misma basura que los demás».

Birgitta Roslin apartó el diario y se levantó. Quienquiera que fuese aquel capataz del ferrocarril, le resultaba un personaje cada vez más desagradable. Un hombre de origen sencillo que había llegado a América. Y allí, de pronto, se le otorga un gran poder sobre otras personas. Un ser brutal que se había convertido en un pequeño tirano. Birgitta se puso el abrigo y salió a dar un largo paseo por la ciudad, con la idea de liberarse de aquel profundo malestar.

Cuando puso la radio de la cocina, eran las seis de la tarde. La emisión de noticias comenzó con la voz de Robertsson. Se quedó de pie dispuesta a escuchar las novedades. Mientras Robertsson hablaba, se oía de fondo el ruido de los flashes de las cámaras y de las sillas en las que la gente iba acomodándose.

Como en las ocasiones anteriores, el fiscal se expresó de forma clara e inequívoca. El hombre al que habían detenido el día anterior había confesado haber cometido él solo todos los asesinatos de Hesjövallen. A las once de la mañana, y a través de su abogado, solicitó hablar con la policía que lo interrogó por primera vez. Además, señaló su deseo de contar con la presencia del fiscal. Después confesó sin ambages las circunstancias objetivas que llevaron a su detención. Adujo como móvil un acto de venganza. Aún había que someterlo a muchos interrogatorios antes de poder establecer cuál era el motivo de su venganza.

Robertsson terminó ofreciendo el dato que todos esperaban.

—El hombre detenido se llama Lars-Erik Valfridsson. Es soltero, empleado de una compañía de sondeos y ha cumplido varias penas por agresión.

Los flashes no paraban. Robertsson empezó a responder a las preguntas, que apenas lograba entender puesto que todos los periodistas las lanzaban a la vez. La locutora de radio bajó el volumen y empezó a hablar en lugar del fiscal. Dio una retrospectiva de lo que había sucedido hasta el momento. Birgitta Roslin dejó la radio encendida mientras miraba las noticias del teletexto; allí sólo podía leerse lo que Robertsson ya había revelado en la conferencia de prensa. Apagó los dos aparatos y se sentó en el sofá. Algo en la voz de Robertsson la convenció de que no estaba totalmente seguro de que hubiesen detenido al verdadero culpable. Pensó que en toda su vida había oído a un número suficiente de fiscales como para poder forjarse una opinión sobre la fuerza de su aserto. Pero Robertsson creía que tenía razón. Y un fiscal honrado jamás basaba sus acusaciones en apariencias o suposiciones, sino en hechos.

En realidad, era demasiado pronto para sacar una conclusión. Pese a todo, eso fue lo que hizo, precisamente. El hombre al que habían arrestado y detenido no era chino, desde luego. Sus descubrimientos empezaron a perder fuerza. Entró en el despacho y volvió a guardar los diarios en la bolsa. No le quedaba una sola razón para seguir profundizando en las ideas racistas que aquel misántropo desagradable había anotado en unos libros hacía más de ciento cincuenta años.

Cenó tarde en compañía de Staffan e intercambiaron unas palabras sobre la noticia. Tampoco los diarios vespertinos que él se había traído del tren incluían una información distinta de la que ya sabían. En una de las fotos de la conferencia de prensa se entreveía a Lars Emanuelsson con la mano en alto, esperando su turno para preguntar. La recorrió un escalofrío al recordar sus encuentros con él. Le contó a Staffan que, al día siguiente, iría a visitar a Karin Wiman y que probablemente se quedaría allí a pasar la noche. Staffan los conocía a los dos, a Karin y al hombre con el que estuvo casada.

—Vete —la animó—. Te hará bien. ¿Cuándo tienes la revisión médica?

—Dentro de unos días. Y seguramente me dirán que ya estoy recuperada.

Al día siguiente, cuando Staffan ya se había ido al trabajo y mientras ella preparaba la maleta, sonó el teléfono. Era Lars Emanuelsson. Birgitta desconfió enseguida.

—¿Qué quieres? ¿Cómo has localizado mi número de teléfono? Es secreto.

Lars Emanuelsson soltó una risita.

—El periodista que no sepa cómo dar con un número de teléfono, por secreto que sea, debería dedicarse a otra profesión.

—Bueno, ¿qué quieres?

—Tu opinión. En Hudiksvall han ocurrido hechos importantes. Un fiscal que no parece muy seguro de lo que dice pero que, pese a todo, responde mirándonos a los ojos. ¿Qué tienes tú que decir al respecto?

—Nada.

La amabilidad de Lars Emanuelsson, fingida o no, desapareció al instante. El tono de su voz resonó más duro e impaciente.

—No volvamos a lo de antes, responde a mis preguntas. De lo contrario, empezaré a escribir sobre ti.

—No tengo ningún tipo de información sobre lo que ha revelado el fiscal. Estoy tan sorprendida como el resto del pueblo sueco.

—¿Sorprendida?

—Elige la palabra que prefieras. Sorprendida, aliviada, indiferente, lo que quieras.

—Bien, te haré unas preguntas sencillas.

—Voy a colgar.

—Si lo haces, escribiré que una jueza de Helsingborg que acaba de abandonar Hudiksvall precipitadamente se niega a responder a mis preguntas. ¿Has vivido alguna vez la situación de tener la casa sitiada por periodistas? No cuesta nada. Antiguamente en este país no se tardaba nada en organizar a una chusma para que linchasen a alguien, bastaba con difundir, de forma bien planificada, ciertos rumores. Una manada de periodistas se parece muchísimo a ese tipo de chusma.

—¿Qué quieres exactamente?

—Respuestas. ¿Para qué fuiste a Hudiksvall?

—Soy pariente de varias de las víctimas. No te diré cuáles.

Birgitta oía la pesada respiración del periodista mientras éste consideraba o tal vez anotaba sus palabras.

—Sí, eso puede ser cierto. ¿Por qué te marchaste?

—Porque quería volver a casa.

—¿Qué hay en la bolsa de plástico con la que saliste de la comisaría?

Antes de contestar, Birgitta reflexionó un instante.

—Una serie de diarios que pertenecen a mi pariente.

—¿Es verdad eso?

—Lo es. Si vienes a Helsingborg, te mostraré uno de los diarios por la puerta entrecerrada, para que lo veas. Gracias por su visita.

—Te creo. Debes comprender que sólo hago mi trabajo.

—¿Hemos terminado ya?

—Sí, hemos terminado.

Birgitta Roslin colgó el auricular de golpe. La conversación la había irritado tanto que estaba empapada de sudor. Sin embargo, las respuestas que le había dado a Emanuelsson eran tan ciertas como completas. Lars Emanuelsson no tendría nada sobre lo que escribir, pero su tozudez seguía llenándola de admiración y hubo de admitir que, seguramente, sería un buen reportero.

Pese a que le habría resultado más fácil tomar el transbordador a Helsingör, fue hasta Malmö y cruzó el largo puente que antes sólo había atravesado en autobús. Karin Wiman vivía en Gentofte, al norte de Copenhague. Birgitta Roslin se equivocó dos veces antes de tomar la rotonda adecuada y, de ahí, la carretera de la costa hacia el norte. Soplaba un fuerte viento y hacía frío, pero el cielo estaba despejado. Eran las once cuando dio con la hermosa casa de Karin. Allí vivía cuando se casó y en ella murió su marido. Era un edificio blanco de dos plantas, rodeado de un jardín grande y frondoso. Birgitta sabía que desde la planta alta se veía el mar por encima de los tejados de las casas.

Karin Wiman salió a recibirla. Birgitta comprobó que había adelgazado y que estaba más pálida de como ella la recordaba. Lo primero que pensó fue que quizás estaba enferma. Se dieron un abrazo, entraron, dejaron la maleta en la habitación que ocuparía Birgitta y Karin la guió para enseñarle la casa. No se habían producido muchos cambios desde la última vez que Birgitta estuvo allí. Karin había querido conservarla como cuando vivía su marido, se dijo. «¿Qué habría hecho yo en su lugar?». No supo qué contestarse. Claro que ella y Karin eran muy distintas. Y esa amistad suya tan resistente se basaba precisamente en esa gran disparidad. Habían desarrollado una especie de parapeto con el que amortiguar los golpes que se propinaban mutuamente.

Karin había preparado el almuerzo. Se sentaron en una terraza acristalada llena de plantas de diversos aromas. Y casi enseguida, tras las consabidas frases iniciales de tanteo, empezaron a hablar de sus años de juventud en Lund. Karin, cuyos padres tenían un acaballadero en Escania, llegaron allí en 1966, y Birgitta al año siguiente. Se conocieron en la asociación académica, durante una velada poética, y no tardaron en congeniar pese a ser tan distintas. Karin, con sus antecedentes, tenía una gran confianza en sí misma. Birgitta, en cambio, era insegura y tímida.

Se vieron involucradas en el movimiento de adhesión al Frente Nacional de Liberación, a cuyas reuniones asistían, calladas como moscas y atentas a los jóvenes, sobre todo hombres, que se consideraban en posesión de grandes conocimientos; ellos pronunciaban largos y ampulosos discursos sobre la necesidad de hacer la revolución. Al mismo tiempo, las arrebataba la sensación de que era posible crear otra realidad; de que ellas mismas participaban en la creación del futuro. Y no fue el movimiento por el Frente de Liberación Nacional su única escuela en materia de organización política. De hecho, existía un sinfín de grupos que expresaban su solidaridad con los movimientos de todo el mundo a favor de la liberación de las colonias pobres. Y otro tanto ocurría en Suecia. Era una efervescencia de ansias de rebelión contra todo lo viejo y obsoleto. Fue, en pocas palabras, una época maravillosa.

Después, ambas fueron miembros del grupo de izquierda radical conocido como Los Rebeldes y, durante varios meses de actividad febril, vivieron como en una secta cuyos pilares eran una autocrítica brutal y el dogmatismo de la confianza en las interpretaciones que Mao Zedong hacía de las teorías de la revolución. Se distinguieron de todas las demás alternativas de izquierda, a las que miraban con desprecio. Destruyeron sus discos de música clásica, limpiaron sus estanterías y llevaron una vida que emulaba la de la guardia roja que Mao había movilizado en China.

Karin le preguntó si recordaba el famoso viaje a Tylösand, adonde fueron a bañarse. Sí, claro que lo recordaba. Habían celebrado una reunión con la célula a la que pertenecían. El camarada Moses Holm, que estudió medicina, aunque perdió la licencia por abuso y prescripción de narcóticos, presentó la propuesta de «infiltrarse en el nido de serpientes burgués que se pasaba el verano bañándose y tomando el sol en Tylösand». Tras una larga discusión se aceptó la propuesta y se diseñó una estrategia. Al domingo siguiente, un día de primeros de julio, diecinueve camaradas partieron en autobús en dirección a Halmstad, hacia Tylösand. Encabezado por un retrato de Mao y rodeado de banderas rojas, el grupo inició la marcha hasta la playa, ante el asombro de los veraneantes. Recitando sus divisas y blandiendo el pequeño libro rojo, se adentraron en el agua con la fotografía de Mao. Después se congregaron en la orilla cantando El este es rojo, condenaron la Suecia fascista en un breve discurso y exhortaron a los trabajadores que tomaban el sol a tomar las armas y prepararse para la revolución que no tardaría en llegar. Finalmente regresaron a casa, donde dedicaron varios días a valorar «el ataque» en la playa de Tylösand.

—¿Qué es lo que mejor recuerdas tú? —quiso saber Karin.

—A Moses. Aseguraba que nuestra entrada en Tylösand quedaría escrita en la futura historia de la revolución.

—Yo recuerdo lo fría que estaba el agua.

—Lo que he olvidado, en cambio, es qué pensaba entonces.

—Entonces no pensábamos. Ésa era la idea. Se suponía que teníamos que seguir dócilmente las ideas ajenas. No comprendimos que se esperaba que liberásemos a la Humanidad como si fuésemos robots. —Karin meneó la cabeza y rompió a reír—. Éramos como niños. Muy serios. Creíamos que el marxismo era una ciencia, como algo nacido de Newton, Copérnico o Einstein. Pero creíamos. El pequeño libro rojo de Mao era un catecismo. No entendimos que no se trataba de una Biblia, sino de un conjunto de citas de un gran revolucionario.

—Yo recuerdo que tenía mis dudas —confesó Birgitta—. En el fondo. Como aquella ocasión en que fui a la Alemania del Este. Pensé que aquello era absurdo; que, a la larga, jamás funcionaría. Sólo que no me atreví a decirlo. Temía que se notase que abrigaba mis dudas. Por eso, en las manifestaciones, siempre gritaba más alto que los demás.

—Lo cierto es que no queríamos ver lo que veíamos. Vivimos en un autoengaño sin parangón, aunque la intención fuese buena. ¿Cómo pudimos creer que los trabajadores suecos que pasaban sus vacaciones al sol estarían dispuestos a unirse a la lucha armada contra el sistema para construir algo nuevo y desconocido?

Karin Wiman encendió un cigarrillo. Birgitta Roslin recordó que siempre había fumado, que sus manos siempre se movían nerviosas en busca del paquete de tabaco o de la caja de cerillas.

—Moses murió —reveló Karin—. En un accidente de tráfico. Conducía bajo la influencia de las drogas. ¿Te acuerdas de Lars Wester, el que decía que un verdadero revolucionario nunca bebía alcohol? Lo encontraron borracho perdido en Lundagård… ¿Y de Lillan Alfredsson, la que perdió toda ilusión y se marchó a la India para convertirse en mendigo? ¿Qué fue de ella?

—Ni idea. Quizás haya muerto también.

—Pero nosotras estamos vivas.

—Sí, nosotras sí.

Siguieron charlando hasta que cayó la noche. Entonces salieron a dar un paseo por el pueblo. Birgitta se dio cuenta de que Karin sentía la misma necesidad que ella de volver al pasado para comprender el presente.

—De todos modos, no nos movían sólo la ingenuidad y la locura —observó Birgitta—. La idea de un mundo en que la solidaridad fuese importante sigue hoy viva en mí. Y me gusta pensar que, pese a todo, opusimos resistencia, cuestionamos lo convencional, unas tradiciones que, de lo contrario, habrían orientado a este mundo aún más hacia la derecha.

—Pues yo he dejado de votar —declaró Karin—. No me gusta que sea así, pero no encuentro ningún partido cuya verdad política pueda suscribir. En cambio, sí que presto mi apoyo a ciertos movimientos en los que creo. A pesar de todo, aún existen, tan fuertes e indómitos como antes. ¿Cuántas personas crees que se interesan hoy por el feudalismo de un país tan pequeño como Nepal? Pues yo, por ejemplo. Firmo listas y hago donaciones…

—¿Nepal? Si apenas sé dónde está… —confesó Birgitta—. Admito que me he vuelto indolente. Pero te diré que, a veces, añoro la buena voluntad de antaño. No éramos sólo un puñado de alocados estudiantes que nos creíamos en el centro del mundo, un lugar donde nada era imposible. La solidaridad era real.

Karin se echó a reír.

—¿Te acuerdas de Hanna Stoijkovics? Aquella camarera loca del hotel Grand, en Lund, la que decía que éramos demasiado indulgentes… Siempre andaba fomentando la táctica de lo que ella llamaba «pequeños asesinatos». Según ella, teníamos que ir matando a los directores de banco, a los empresarios y a los profesores reaccionarios. Debíamos dedicarnos a cazar depredadores, decía. Nadie la escuchaba, era demasiado. Y nosotros preferíamos disparar contra nosotros mismos y echar sal sobre las heridas. En una ocasión le arreó con la cubitera al portavoz del ayuntamiento. Y la echaron. Ella también murió.

—Ah, pues no lo sabía.

—Al parecer, le dijo a su marido que los trenes no se ajustaban al horario. Él no entendió el mensaje. Luego la encontraron en las vías del tren, a las afueras de Arlöv. Se había envuelto en una manta, para que su cuerpo no estuviese demasiado desparramado cuando llegase la ambulancia.

—¿Por qué lo hizo?

—Quién sabe. Lo único que dejó fue una nota que hallaron en la mesa de la cocina: «He ido a tomar el tren».

—Pero tú has llegado a catedrática de universidad. Y yo soy jueza.

—¿Y Karl-Anders? ¿Lo recuerdas? El que tanto temía quedarse calvo. Apenas hablaba, pero siempre llegaba el primero a las asambleas… Pues se hizo sacerdote.

—¡No es posible!

—De una iglesia libre de la Asociación Sueca de Misiones. Y ahí sigue. Se pasa los veranos viajando y predicando bajo una carpa.

—¿Tal vez no haya tanta diferencia?

Karin adoptó una expresión grave.

—Pues yo creo que sí la hay. No debemos olvidar a cuantos han seguido luchando por otro mundo. En medio de todo aquel caos en que las teorías políticas se solapaban unas a otras, existía la confianza en que la razón terminaría por salir vencedora. ¿Tú no pensabas así? Yo, al menos, recuerdo que solíamos hablar de ello. La ilustración acabaría triunfando.

—Sí, es cierto. Sin embargo, lo que entonces parecía sencillo se ha complicado demasiado.

—¿Y no crees que eso debería estimularnos más aún?

—Supongo que sí. Quizá todavía estemos a tiempo. En cualquier caso, envidio a todos aquellos que nunca abandonaron sus ideales o, más bien, la conciencia de cómo es el mundo y por qué. A los que siguen ofreciendo resistencia, pues los hay.

Mientras preparaban la cena, Karin le contó que iría a China la semana siguiente para participar en un gran congreso sobre los orígenes de la dinastía Qin, cuyo primer emperador sentó las bases de China como un reino unificado.

—¿Cómo te sentiste la primera vez que visitaste el país de tus sueños juveniles?

—La primera vez que visité China tenía veintinueve años. Entonces, Mao ya no estaba y las cosas empezaban a cambiar. Fue una gran decepción, dura de asimilar. Pekín era una ciudad fría y húmeda. Y los miles de bicicletas que circulaban por la ciudad chirriaban como grillos. Después me di cuenta de que, pese a todo, el país había sufrido una gran transformación. La gente iba vestida y calzada. No vi a nadie en la ciudad que muriese de hambre, ningún mendigo. Recuerdo que sentí vergüenza. Yo, que había llegado en avión de un país rico, no tenía ningún derecho a juzgar el desarrollo con desprecio o con arrogancia. Empecé a acariciar la idea de volver a probar la fuerza de lo chino. Y fue entonces cuando decidí estudiar sinología. Antes de aquel viaje, tenía otros planes.

—¿Cuáles?

—No me creerás.

—¡Venga!

—Pensaba hacerme militar profesional.

—Pero ¿por qué?

—Tú te hiciste jueza. ¿Por qué se le ocurren a uno las cosas?

Después de la cena volvieron a la terraza acristalada. Las luces de las lámparas se reflejaban sobre la blancura de la nieve. Karin le prestó un jersey, pues empezaba a hacer frío. Habían bebido vino en la cena y Birgitta se sentía algo achispada.

—Vente conmigo a China —propuso Karin de pronto—. En realidad, hoy en día no sale tan caro volar hasta allí. Seguro que me dan una habitación de hotel bastante grande. Podemos compartirla. Ya lo hemos hecho en otras ocasiones. Cuando nos íbamos de acampada los veranos, tú, yo y otras tres personas más compartíamos tienda. Casi dormíamos unos encima de otros.

—No puedo —respondió Birgitta—. Creo que ya me he recuperado y debo volver al trabajo.

—Vamos, vente conmigo. El trabajo puede esperar.

—Ganas no me faltan. Pero supongo que viajarás a China más veces, ¿no?

—Seguro que sí. Aunque a nuestra edad, no hay por qué esperar innecesariamente.

—Viviremos muchos años. Llegaremos a ser muy, muy viejas.

Karin Wiman no replicó y Birgitta cayó en la cuenta de que había vuelto a meter la pata. El marido de Karin había muerto a los cuarenta y un años. Y ella era viuda desde entonces.

Karin intuyó lo que estaba pensando. Extendió la mano y la posó sobre la rodilla de Birgitta.

—No importa, no te preocupes.

Siguieron hablando hasta muy tarde. Era casi medianoche cuando se fueron a dormir. Birgitta se tumbó en la cama, teléfono en mano. Staffan llegaría a casa a medianoche y le había prometido llamarlo.

—¿Te he despertado?

—Casi. ¿Lo habéis pasado bien?

—No hemos parado de hablar durante más de doce horas.

—¿Vuelves mañana?

—Me quedaré durmiendo por la mañana. Luego me iré a casa.

—Supongo que habrás oído lo que ha pasado. Ya ha explicado cómo lo hizo.

—¿Quién?

—El hombre de Hudiksvall.

Birgitta se incorporó en la cama de un salto.

—No, no sé nada. Cuéntame.

Lars-Erik Valfridsson, el detenido. En estos momentos, la policía está buscando el arma del crimen. Al parecer, ha confesado que la enterró. Según las noticias, una espada de samurai de fabricación casera.

—¿Es verdad lo que dices?

—¿Por qué iba a contarte una mentira?

—No, claro. Pero cuesta creerlo. ¿Ha dado alguna explicación del móvil?

—No se ha oído otra versión más que la de la venganza.

Después de la conversación Birgitta se quedó sentada en la cama.

No había pensado en Hesjövallen en todo el día, mientras hablaba con Karin Wiman. En ese momento, los sucesos volvieron a poblar su conciencia.

Quién sabía… Tal vez la cinta roja tuviese una explicación que nadie se esperaba.

Lars-Erik Valfridsson también podía haber visitado el restaurante chino…

Se tumbó en la cama y apagó la luz. Al día siguiente regresaría a casa. Le devolvería los diarios a Vivi Sundberg y se reincorporaría al trabajo.

Desde luego, lo que no pensaba hacer era ir a China con Karin. Aunque tal vez fuese eso exactamente lo que quería hacer…