20

Birgitta Roslin no durmió tranquila. Se despertó varias veces y se asomó a la ventana. Seguía nevando y el viento levantaba la nieve por las calles vacías. Se despertó del todo hacia las siete, debido al traqueteo de las máquinas quitanieves que pasaban delante del hotel.

Antes de irse a dormir, llamó a casa para explicar en qué hotel se alojaba. Staffan la escuchó pero habló poco. «Lo más probable es que se esté preguntando qué pasa», se dijo. «Desde luego, no dudará de que no le soy infiel pero, en realidad, ¿cómo puede estar seguro de ello? ¿No debería sospechar, como mínimo, que tal vez haya conocido a alguien que se haga cargo de mi vida sexual? ¿O acaso está convencido de que no me cansaré nunca de esperar?».

A lo largo del año, ella se había preguntado en alguna que otra ocasión si sería capaz de tener una relación íntima con otro hombre. Seguía sin saberlo. Tal vez porque no se había cruzado con ninguno que la atrajese lo suficiente.

El hecho de que Staffan no manifestase la menor sorpresa al ver que ella tardaba en volver le causaba tanto enojo como decepción. «Hubo un momento en la vida en que aprendimos a no profundizar demasiado en la vida espiritual del otro. Todos necesitamos un espacio al que nadie más pueda acceder; pero eso no debe conducirnos a la indiferencia. ¿Acaso es eso lo que nos está pasando?», se preguntó. «¿Habremos llegado ya a ese extremo?».

No lo sabía, pero sentía que la necesidad de mantener con Staffan una conversación al respecto se hacía más inminente cada día.

En su habitación había un aparato para hervir agua y se preparó una taza de té antes de sentarse a estudiar el mapa que le había enviado Karin Wiman. La habitación estaba en semipenumbra, tan sólo iluminada por una lámpara que había junto a la silla, y por la luz que despedía la pantalla del televisor encendido con el volumen al mínimo. Aquel mapa no resultaba fácil de interpretar, pues la copia era bastante mala. Buscó la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen. Todo aquello le trajo a la memoria un sinfín de recuerdos.

Birgitta Roslin dejó el mapa y pensó en sus hijas, en la edad que tenían. La conversación con Karin Wiman le recordó quién había sido en otro tiempo. «Aún presente y, al mismo tiempo, tan lejana», se dijo. «Ciertos recuerdos se presentan nítidos; otros, más débiles, cada vez más borrosos. Hay personas que significaron mucho para mí en aquella época y cuyo rostro apenas puedo reconstruir mentalmente. Otras, menos significativas, las veo con total claridad. Los recuerdos se superponen, vienen y van, crecen y se encogen, pierden y recobran su importancia.

»Sin embargo, jamás podré negar que fue una época decisiva en mi vida. En medio de todo lo que entonces era un caos de ingenuidad, yo creía que el camino hacia un mundo mejor pasaba por la solidaridad y la liberación. Jamás podré olvidar la sensación de estar en el centro del mundo, justo en el momento en que era posible cambiar las cosas.

»Aun así, nunca llegué a ser consecuente con mis ideas de entonces. En mis peores momentos, pensé como una traidora. Incluso con mi madre, que me animaba a ser contestataria. Al mismo tiempo, si he de ser sincera, mi voluntad política sólo fue una especie de barniz con el que cubrir mi existencia. ¡Un barniz sin brillo cubría a Birgitta Roslin! Lo único que cobró fuerza en mí fue la lucha constante por ser una jueza honrada. Nadie puede quitarme esa satisfacción».

Se tomó el té mientras planificaba lo que haría al día siguiente. Volvería a llamar a la puerta de la comisaría para comunicarles sus descubrimientos. En esta ocasión, no les quedaría más remedio que escucharla, en lugar de ignorar lo que tenía que contarles. En realidad no habían avanzado lo más mínimo en la investigación. Cuando se registró en el hotel, oyó que algunos de los alemanes que se alojaban allí comentaban los sucesos de Hesjövallen. La noticia había traspasado las fronteras del país. «Una vergüenza para la inocente Suecia», se dijo. «El asesinato masivo no es propio de este país. Esas cosas sólo suceden en Estados Unidos o, alguna que otra vez, en Rusia. Suelen ser locos, sádicos o terroristas. Pero esas cosas nunca sucedían aquí, en un remoto y pacífico bosque sueco».

Intentó calibrar si le había bajado la tensión. Eso creía, al menos. Le sorprendería que el médico no le permitiese volver al trabajo.

Birgitta Roslin pensó en los juicios que la aguardaban al tiempo que se preguntaba cómo habrían ido aquellos que les habían derivado a sus colegas.

De repente, sintió prisa por volver. Debía regresar a casa, a su vida normal, aunque en muchos aspectos fuese una vida vacía e incluso aburrida. No podía pedir que alguien cambiase la situación si ella misma no se esforzaba de algún modo.

En la oscuridad parcial de la habitación del hotel decidió organizar una gran fiesta para el cumpleaños de Staffan. Por lo general, ninguno de los dos se esforzaba gran cosa por celebrar los aniversarios del otro. Tal vez hubiese llegado el momento de cambiar ese comportamiento…

Al día siguiente, cuando llegó a la comisaría, aún seguía nevando. La temperatura había descendido varios grados. Ante la puerta del hotel comprobó en el termómetro que estaban a siete grados bajo cero. Aún no habían retirado la nieve de las aceras y caminaba despacio para no resbalar.

En la recepción de la comisaría reinaba la calma. Un policía solitario leía el tablón de anuncios. La mujer de la centralita, inmóvil en su silla, tenía la mirada perdida.

Birgitta Roslin sintió como si Hesjövallen, con todos sus cadáveres, fuese un cuento malévolo que alguien se hubiese inventado. Aquel crimen múltiple no se había cometido, era un fantasma ficticio que ya empezaba a difuminarse y a desaparecer.

En ese momento sonó el teléfono. Birgitta se acercó a la ventanilla y aguardó hasta que la telefonista hubo pasado la llamada.

—Hola, buscaba a Vivi Sundberg.

—Está reunida.

—¿Y Erik Huddén?

—También.

—¿Están todos reunidos?

—Todos. Menos yo. Si es muy importante, puedo hacerles llegar el recado, pero tendrás que esperar un buen rato.

Birgitta Roslin reflexionó durante un instante. Claro que lo que tenía que decirles era importante, tal vez incluso decisivo.

—¿Cuánto durará la reunión?

—Eso nunca se sabe. Con todo lo que ha sucedido, las reuniones duran a veces todo el día.

La recepcionista le dio paso al policía que estaba leyendo el tablón de anuncios.

—Creo que se ha producido alguna novedad —dijo en voz muy baja—. Los investigadores llegaron esta mañana a las cinco. Y el fiscal también.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé, pero sospecho que tendrás que esperar un buen rato. Eso sí, recuerda que yo no te he dicho nada…

—No, claro.

Birgitta Roslin se sentó a hojear un periódico. De vez en cuando, un policía salía o entraba cruzando la puerta de cristal. Empezaron a aparecer periodistas y cámaras de televisión. Sólo faltaba que también llegase Lars Emanuelsson.

Dieron las nueve y cuarto y Birgitta Roslin cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Al oír una voz conocida dio un respingo. Era Vivi Sundberg. Parecía muy cansada y tenía los ojos marcados por profundas ojeras.

—Me han dicho que querías hablar conmigo.

—Si no es molestia.

—Lo es, pero doy por sentado que lo que te trae aquí es importante. A estas alturas, ya sabes cuáles son las condiciones para que nos prestemos a escuchar.

Birgitta Roslin cruzó con ella la puerta de cristal en dirección a un despacho vacío en ese momento.

—No es el mío —explicó Vivi Sundberg—, pero podemos hablar aquí.

Birgitta Roslin se sentó en la incómoda silla destinada a las visitas mientras que Vivi Sundberg permanecía de pie, con la espalda apoyada contra una estantería atestada de archivadores de color rojo.

Birgitta Roslin se armó de valor mientras pensaba que aquélla era una situación absurda. Vivi Sundberg ya había decidido que lo que ella tuviese que contarle carecería de toda relevancia para la investigación.

—Creo que he descubierto algo —comenzó—. Algo que quizá podríamos llamar una pista.

Vivi Sundberg la observó con rostro inexpresivo. Birgitta Roslin sintió que lo hacía para provocarla. Después de todo, ella era jueza y no ignoraba qué podía ser un dato pertinente e interesante para un policía inmerso en una investigación criminal.

—Es posible que lo que tengo que decir sea tan importante que quizá deberías llamar a algún colega más.

—¿Por qué?

—Estoy segura de ello.

Su tono fue tan convincente que surtió el efecto deseado. Vivi Sundberg salió al pasillo y, tras unos minutos, volvió con un hombre que no cesaba de toser y que se presentó como el fiscal Robertsson.

—Soy el jefe de la investigación previa. Según Vivi, tienes algo importante que contarnos. Si no lo he entendido mal, eres jueza en Helsingborg, ¿cierto?

—Así es.

—¿Sigue allí el fiscal Halmberg?

—Ya se ha jubilado.

—Pero ¿sigue viviendo en la ciudad?

—Creo que se ha ido a vivir a Francia, a Antibes.

—¡Qué suerte! Tenía una debilidad casi infantil por los buenos habanos. En las salas en las que pasaba los recesos de los juicios, los miembros de los jurados solían desmayarse. Salían ahumados. Cuando se prohibió fumar, empezó a perder sus causas. Decía que se debía a la tristeza y a la añoranza que sentía por sus cigarros.

—Sí, he oído esa historia.

El fiscal se sentó junto al escritorio. Vivi Sundberg volvió a apoyarse en la estantería. Y Birgitta Roslin empezó a dar detallada cuenta de sus descubrimientos. Sobre cómo reconoció la cinta roja y localizó su procedencia, y, más tarde, cómo averiguó que un chino había estado de visita en la ciudad. Dejó sobre la mesa la cinta de vídeo junto con el folleto chino y les dio la traducción del mensaje garabateado en caracteres chinos.

Cuando terminó, nadie dijo una palabra. Robertsson la observaba con interés, Vivi Sundberg se escrutaba las manos. Después, Robertsson tomó la cinta y se levantó.

—Echémosle un vistazo. Ahora mismo. Suena absurdo, pero quizás un asesinato absurdo exija una explicación absurda.

Se encaminaron a la sala de reuniones donde una mujer de piel oscura recogía las tazas de café y bolsas de papel. Birgitta Roslin reaccionó ante la rudeza con que Vivi Sundberg le dijo que se marchase. Con cierto esfuerzo y tras varias maldiciones, Robertsson logró poner en marcha el reproductor de vídeo y el televisor.

Alguien llamó a la puerta. Robertsson dijo en voz alta que los dejasen en paz. Se entrevió a las rusas, que no tardaron en desaparecer, la imagen parpadeó y Wang Min Hao apareció en escena, miró a la cámara y dejó de verse. Robertsson rebobinó y congeló la imagen en el instante en que Wang miraba a la cámara. También Vivi Sundberg se mostraba ahora interesada. Cerró las persianas de las ventanas más próximas para que la imagen se viese más nítida.

—Wang Min Hao —declaró Birgitta Roslin—. Si es que ése es su verdadero nombre. Aparece en Hudiksvall el doce de enero como salido de ninguna parte. Pasa la noche en un pequeño hotel después de llevarse una cinta del farolillo de papel de un restaurante. Más tarde, esa cinta es hallada en Hesjövallen. Ignoro de dónde vino o adónde fue.

Robertsson se había inclinado sobre la pantalla del televisor pero enseguida fue a sentarse. Vivi Sundberg abrió una botella de agua mineral.

—Curioso —declaró Robertsson—. Supongo que te habrás asegurado de que la cinta roja es, en efecto, del restaurante.

—Las he comparado.

—Pero ¿qué está pasando aquí? ¿Acaso llevas una investigación privada paralela a la nuestra? —preguntó airada Vivi Sundberg.

—No era mi intención molestar —confesó Birgitta Roslin—. Sé que tenéis mucho que hacer. Resulta casi una misión imposible. Peor que la de aquel desquiciado que mató a un montón de gente en Mälarångare a principios del siglo XX.

—John Filip Nordlund —dijo Robertsson ufano—. Un criminal de la época. Era como uno de nuestros jóvenes hooligans de cabeza rapada. El diecisiete de mayo de mil novecientos, mató a cinco personas en un barco que cubría la travesía entre Arboga y Estocolmo. Lo decapitaron. Algo que, desde luego, no les sucede a nuestros camorristas. Ni tampoco a la persona que ha cometido las atrocidades de Hesjövallen.

Vivi Sundberg no parecía impresionada por los conocimientos históricos de Robertsson y salió al pasillo.

—He pedido que traigan el farolillo del restaurante —dijo cuando regresó.

—No abren hasta las once —aclaró Birgitta Roslin.

—Éste es un pueblo pequeño —observó Vivi Sundberg—. Irán a buscar al propietario y tendrá que abrir.

—Pero procura que los sabuesos de la prensa no se enteren —le advirtió Robertsson—. ¿Te imaginas los titulares? UN CHINO RESPONSABLE DE LA MASACRE DE HESJÖVALLEN. SE BUSCA LOCO ORIENTAL.

—No lo creo, sobre todo después de la conferencia de prensa de esta tarde —objetó Vivi Sundberg.

«O sea, que la joven de la centralita tenía razón», constató Birgitta Roslin para sí. «Hay algo que piensan presentar hoy. De ahí que no muestren demasiado interés en mi historia».

Robertsson sufrió un violento ataque de tos que le encendió el rostro.

—El tabaco —explicó—. He fumado tantos cigarrillos en mi vida que, si los pusiéramos en fila, cubriríamos el trayecto desde el centro de Estocolmo hasta el sur de Södertälje. A partir de Botkyrka, más o menos, eran con filtro, aunque eso no mejora mucho la situación.

—Bien, reflexionemos un poco —propuso Vivi Sundberg al tiempo que tomaba asiento—. Tú has provocado cierta inquietud e irritación en la comisaría.

«Eso es por lo de los diarios», se dijo Birgitta Roslin. «Robertsson acabará encontrando un motivo por el que acusarme. No creo que sea por prevaricación… Pero seguro que hay algún artículo que puede aducir…».

No obstante, Vivi Sundberg no dijo una palabra de los diarios y Birgitta Roslin intuyó de pronto cierta connivencia entre ellas pese a la actitud distante de la comisaria. Estaba claro que, para ella, lo sucedido no tenía por qué llegar a conocimiento de Robertsson.

—Ni que decir tiene que lo comprobaremos —aseguró Robertsson—. De hecho, trabajamos sin ideas preconcebidas, pero no disponemos de más pruebas de que un chino esté implicado en esto.

—El arma del crimen, ¿la habéis encontrado? —quiso saber Birgitta Roslin.

Ni Vivi Sundberg ni Robertsson respondieron a su pregunta. «La han encontrado», concluyó Birgitta Roslin. «Eso es lo que piensa revelar esta tarde. Claro que sí, eso es».

—Es algo de lo que no podemos hablar, por ahora —respondió Robertsson—. Espera a que nos traigan el farolillo y podamos comparar las cintas. Si coinciden, esta información formará parte integrante de la investigación. La cinta de vídeo nos la quedamos, por supuesto.

Dicho esto, tomó un bloc de notas en el que empezó a escribir de inmediato.

—¿Quién ha visto al hombre chino?

—La camarera del restaurante.

—Yo suelo comer allí. ¿La joven o la vieja? ¿O tal vez el quisquilloso del padre, que suele estar en la cocina? El que tiene una verruga en la frente…

—La joven.

—Sí, la joven pasa de fingir que es tímida y modosa a flirtear directamente. Yo creo que se aburre. ¿Alguien más?

—¿Alguien más qué?

Robertsson lanzó un suspiro.

—Querida colega. Nos has dejado a todos perplejos con el chino este que te has sacado de la manga. ¿Quién lo ha visto? La pregunta no puede ser más sencilla.

—El sobrino del propietario del hotel. No sé cómo se llama, pero Sture Hermansson, el dueño, me dijo que en estos momentos se encuentra en el Ártico.

—En otras palabras, esta investigación está adquiriendo unas proporciones geográficas descomunales. En primer lugar, nos vienes con un chino. Y ahora uno de los testigos se encuentra en el Ártico. En Time y Newsweek han escrito sobre este asunto, me han llamado de The Guardian y también Los Angeles Times ha mostrado interés. ¿Hay alguna otra persona que haya visto a ese chino? Preferentemente, alguien que no se encuentre en estos momentos en el infinito desierto australiano.

—Una limpiadora del hotel. Una rusa.

Robertsson respondió casi triunfal:

—¿No te lo decía yo? Ahora ya tenemos a Rusia. ¿Su nombre?

—La llaman Natascha, pero según Sture Hermansson su verdadero nombre es otro.

—Tal vez esté aquí ilegalmente —observó Vivi Sundberg—. A veces nos topamos en el pueblo con algún que otro ruso o polaco.

—Bueno, eso ahora no tiene el menor interés —objetó Robertsson—. ¿Alguien más que haya visto a ese chino?

—No sé de nadie más —confesó Birgitta Roslin—; pero debió de llegar y marcharse de aquí en algún medio de transporte. En autobús, quizás. O en taxi. Alguien debió de reparar en su presencia.

—Lo averiguaremos —afirmó Robertsson dejando a un lado el bolígrafo—. Si resulta que es un dato importante.

«Cosa que tú pones en duda», completó Birgitta Roslin para sí. «Cualquiera que sea la pista que tenéis, te parece más importante que ésta».

Vivi Sundberg y Robertsson abandonaron la sala de reuniones. Birgitta Roslin se dio cuenta entonces de lo cansada que estaba. Desde luego, las probabilidades de que su descubrimiento guardase relación con el caso eran nimias. Según su propia experiencia, los datos insólitos que señalaban en una dirección concreta solían resultar pistas falsas.

Mientras esperaba presa de una impaciencia cada vez mayor, iba y venía por la sala. Su vida había estado siempre poblada de fiscales como Robertsson. Las mujeres policía solían ser testigos en sus juicios y, si bien no tenían el cabello tan rojo como Vivi Sundberg, todas hablaban despacio y acusaban cierto sobrepeso, como ella. El cinismo de la jerga existía en todos los ámbitos. Incluso entre los jueces, las conversaciones sobre los asesinos transcurrían a veces en los términos más groseros y peyorativos.

Finalmente volvió Vivi Sundberg y después Robertsson, seguido de Tobias Ludwig, que traía en la mano la bolsa con la cinta roja, en tanto que Vivi Sundberg sostenía uno de los farolillos del restaurante chino.

Extendieron las cintas sobre la mesa para compararlas. No cabía la menor duda de que coincidían.

Así pues, volvieron a sentarse a la mesa. Robertsson sintetizó rápidamente las aportaciones de Birgitta Roslin. La jueza comprendió enseguida que Robertsson debía de ser muy bueno a la hora de pronunciar un alegato.

Nadie tenía una sola pregunta sobre la información recibida y el único que se pronunció fue Tobias Ludwig.

—¿Supone esto algún cambio en relación con la conferencia de prensa de esta tarde?

—No —respondió Robertsson—. Trabajaremos con esta información, pero en su momento.

Dicho esto, Robertsson dio la reunión por concluida. Se despidió con un apretón de manos y se marchó. Cuando Birgitta Roslin se levantó, observó que Vivi Sundberg le dedicaba una mirada que ella interpretó como un ruego de que se quedase un momento.

Una vez solas, Vivi Sundberg cerró la puerta y fue derecha al grano.

—Me sorprende que sigas insistiendo en mezclarte en la investigación. Claro que es un descubrimiento interesante el tuyo, ahora ya sabemos de dónde procede la cinta roja. Y lo investigaremos; pero supongo que habrás comprendido que, en estos momentos, tenemos otras prioridades.

—¿Tenéis otra pista?

—Lo explicaremos en la conferencia de prensa de esta tarde.

—Ya, pero, a mí tal vez puedas adelantarme algo, ¿no?

Vivi Sundberg negó con un gesto.

—¿Nada de nada?

—Nada.

—¿Tenéis un sospechoso?

—Ya te digo, lo anunciaremos en la conferencia de prensa. Quería que aguardases por otra razón muy distinta.

Vivi Sundberg se levantó y salió de la sala. Al cabo de un rato, volvió con los diarios que Birgitta Roslin se había visto obligada a devolver hacía unos días.

—Los hemos revisado —aseguró Vivi Sundberg—. Y, a mi juicio, carecen de interés para la investigación. De ahí que haya decidido mostrarte mi buena voluntad y permitirte que te los lleves en préstamo. Con un recibo. La única condición es que los devuelvas en cuanto te los reclamemos.

Birgitta Roslin se preguntó por un instante si no sería una trampa. Lo que Vivi Sundberg le proponía no estaba permitido, aunque no fuese claramente delictivo. Ella no tenía nada que ver con la investigación previa, ¿qué podía ocurrir si aceptaba llevarse los diarios?

Vivi Sundberg comprendió su vacilación.

—Ya he hablado con Robertsson —la tranquilizó—. Su única objeción fue que nos dejases un recibo.

—Por lo que me dio tiempo de leer, vi que había información sobre los trabajadores chinos que colaboraron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos.

—¿En la década de 1860? De eso hace ya ciento cincuenta años.

Vivi Sundberg dejó sobre la mesa una bolsa con los diarios y sacó del bolsillo un recibo que Birgitta Roslin se avino a firmar.

Vivi Sundberg la acompañó a la recepción. Se despidieron ante la puerta de cristal. Birgitta Roslin le preguntó cuándo se celebraría la rueda de prensa.

—A las dos. Dentro de cuatro horas. Si tienes la credencial de periodista, podrás entrar. Son muchos los que quieren asistir y aquí no disponemos de locales lo suficientemente amplios para ello. Es un crimen descomunal para un pueblo tan pequeño.

—Espero que hayáis dado con una pista segura.

Vivi Sundberg reflexionó un instante antes de responder.

—Sí —dijo al fin—. Creo que estamos a punto de resolver esta terrible matanza. —Asintió despacio, como para confirmar sus propias palabras—. Además —añadió—, ahora sabemos que todos los habitantes del pueblo eran familia. Todos los asesinados. Existían entre ellos lazos de parentesco.

—¿Todos, salvo el niño?

—No, él también, pero sólo estaba de visita.

Birgitta Roslin se marchó de la comisaría cavilando sobre lo que declararían en la conferencia de prensa anunciada para dentro de unas horas.

Un hombre le dio alcance mientras caminaba por la acera aún llena de nieve.

Lars Emanuelsson le sonreía. Birgitta Roslin sintió deseos de golpearlo. Al mismo tiempo, no podía por menos de admirarlo ante tanta perseverancia.

—Vaya, coincidimos una vez más —observó el periodista—. Siempre andas de visita en la comisaría, ¿no? La jueza de Helsingborg se mueve infatigable en las inmediaciones de la investigación… Comprenderás que eso despierte mi curiosidad.

—Pregunta a la policía, no a mí.

Lars Emanuelsson adoptó una expresión grave.

—Puedes estar segura de que ya lo hago. Claro que aún no me han ofrecido respuesta alguna. He llegado a un punto que resulta bastante irritante, pues me veo obligado a especular. ¿Qué hace una jueza de Helsingborg en Hudiksvall? ¿De qué modo está involucrada en la atrocidad acontecida?

—No tengo nada que decir.

—Bueno, explícame al menos por qué eres tan desagradable y reticente conmigo.

—Porque no me dejas en paz.

Lars Emanuelsson hizo un gesto al tiempo que miraba la bolsa de plástico.

—Te he visto entrar con las manos vacías. Y has salido con una bolsa llena. ¿Qué llevas dentro? ¿Documentos, un archivador, otra cosa?

—Eso es algo que no te incumbe.

—Nunca le respondas así a un periodista. A mí me incumbe todo: qué hay en la bolsa, qué no hay, por qué no quieres contestar…

Birgitta Roslin empezó a alejarse de allí, resbaló y cayó boca arriba en la nieve. Uno de los diarios se escurrió fuera de la bolsa. Lars Emanuelsson se acercó raudo, pero ella le apartó la mano y volvió a guardar el diario en la bolsa. Tenía el rostro encendido de ira cuando se marchó.

—Vaya, parecen libros antiguos —gritó Lars Emanuelsson a su espalda—. Tarde o temprano averiguaré qué son.

Ya junto al coche se sacudió la nieve del abrigo, puso el motor en marcha y encendió la calefacción. Cuando salió a la carretera principal, empezó a calmarse. Apartó de su pensamiento a Lars Emanuelsson y a Vivi Sundberg, fue tomando las carreteras del interior, dejó atrás Borlänge, donde se detuvo a comer algo, y, cerca de las dos de la tarde, estacionó en un aparcamiento a las afueras de Ludvika.

La emisión de la noticia por la radio fue bastante breve. La conferencia de prensa acababa de empezar. Según la información de que se disponía, la policía tenía ya un sospechoso responsable de la masacre de Hesjövallen. Prometían ofrecer información más detallada en la próxima emisión radiofónica.

Birgitta Roslin siguió conduciendo y volvió a parar una hora después. Aparcó en un camino del bosque, temiendo que la nieve estuviese apelmazada y se le atascasen las ruedas. Puso la radio. Lo primero que oyó fue la voz del fiscal Robertsson. Tenían un sospechoso, al que habían llevado a interrogatorio. Robertsson contaba con poder detenerlo aquella misma tarde o, como mucho, por la noche. No quiso desvelar ningún otro dato.

Cuando el fiscal guardó silencio, se dejó oír a través de la radio el airado murmullo de los periodistas. No obstante, Robertsson se mantuvo firme y no añadió más información.

Una vez concluida la emisión de las noticias, Birgitta apagó la radio. Unos pesados montones de nieve cayeron del abeto que se alzaba junto al coche. Se quitó el cinturón de seguridad y salió del vehículo. La temperatura había seguido descendiendo y se estremeció de frío. ¿Qué había dicho Robertsson en realidad? Tenían un sospechoso. Aparte de eso, nada. Sin embargo, parecía seguro del éxito, igual que Vivi Sundberg le había dado la impresión de estar bastante convencida de tener una pista fiable.

«No hay ningún chino de por medio», se dijo de pronto. «El que apareció entre las sombras y se llevó una cinta roja no tiene nada que ver con el asunto. Tarde o temprano encontrarán una explicación lógica».

O quizá no. Sabía que los policías expertos en investigaciones criminales solían hablar de cabos sueltos, de casos complejos para algunos de cuyos aspectos nunca hallaban respuesta. Rara vez daban con una explicación racional para todo.

Decidió olvidar al chino. No era más que una sombra que la había tenido ocupada varios días.

Puso el motor en marcha, prosiguió su camino y olvidó la siguiente emisión radiofónica.

A última hora de la tarde llegó a Örebro, donde pasó la noche. Dejó la bolsa de los diarios en el coche.

Antes de dormirse experimentó, por un instante, una añoranza irrefrenable de sentir a su lado otro cuerpo. El cuerpo de Staffan. Pero Staffan no estaba allí. Apenas si era capaz de evocar el tacto de sus manos.

Al día siguiente, hacia las tres de la tarde, llegó a Helsingborg. Dejó la bolsa con los diarios en su despacho.

Para entonces ya sabía que el fiscal Robertsson había detenido a un hombre de unos cuarenta años, cuyo nombre aún no habían revelado. Las noticias eran, no obstante, mínimas, y los diarios y los medios en general se abalanzaban sobre la escasa información disponible.

Nadie sabía quién era el detenido. Todos esperaban impacientes.