19

Birgitta Roslin encontró lo que buscaba en un recóndito rincón del restaurante chino. A la lamparilla que colgaba sobre la mesa le faltaba una de las cintas.

Se quedó petrificada y contuvo la respiración.

«A esta mesa se sentó alguien», se dijo. «En el rincón más oscuro del restaurante. De aquí se levantó, dejó el establecimiento y se dirigió a Hesjövallen.

»Debió de ser un hombre. No cabe duda de que fue un hombre».

Miró a su alrededor. La joven camarera le sonrió mientras le llegaban de la cocina voces chillonas hablando en chino.

Pensó que ni ella ni la policía habían entendido nada de lo sucedido. Aquello tenía mucha más envergadura, era más profundo y misterioso de lo que habían imaginado.

En realidad, no sabían nada en absoluto.

Se sentó a la mesa y jugueteó indolente con la comida que había ido a buscar a la mesa del bufé. Seguía siendo la única clienta del restaurante. Llamó a la camarera y le señaló la lamparilla.

—Le falta una cinta —observó.

En un primer momento, la joven no pareció entender lo que quería decir y Birgitta Roslin volvió a señalar. La camarera asintió extrañada. Ella no sabía nada de la cinta que faltaba. Después se agachó y miró debajo de la mesa, por si se hubiese caído allí.

—No está —declaró al fin—. No la he visto.

—¿Desde cuándo no está la cinta? —quiso saber Birgitta Roslin.

La camarera la miró sin comprender y ella le repitió la pregunta, pues pensó que la joven no la había entendido. Pero la camarera negó impaciente con la cabeza.

—No sé. Si no le gusta esta mesa, puede elegir otra.

Antes de que Birgitta Roslin tuviese tiempo de contestar, la camarera se había marchado para atender a un grupo de clientes que acababa de entrar en el restaurante. Supuso que serían empleados de alguna empresa municipal, pero al oír su conversación comprendió que participaban en un seminario sobre el alto índice de desempleo existente en Hälsingland. Birgitta Roslin continuó picando distraída de su plato mientras el restaurante iba llenándose. La joven camarera estaba sola y tenía demasiado trabajo con tantos comensales. Finalmente, un hombre que salió de la cocina acudió en su ayuda para retirar los platos sucios y limpiar las mesas.

Dos horas después se aplacaron las prisas del almuerzo. Birgitta Roslin no había dejado de juguetear con su comida, pidió una taza de té verde y se dedicó a pensar en lo que había sucedido desde que llegó a Hälsingland. Por supuesto que no conseguía explicarse cómo habría ido a parar la cinta roja del restaurante al suelo nevado de Hesjövallen.

La camarera se acercó a su mesa a preguntarle si quería algo más. Birgitta negó con un gesto.

—Pero me gustaría hacerle varias preguntas.

Aún quedaban algunos clientes en el local. La camarera fue a hablar con el hombre que le había ayudado antes, y luego volvió a la mesa de Birgitta Roslin.

—Si quieres comprar la lámpara, puedo arreglarlo —le dijo con una sonrisa.

Birgitta Roslin le sonrió también.

—No, nada de lámparas —aseguró—. ¿Abristeis en Año Nuevo?

—Siempre tenemos abierto —respondió la camarera—. Una idea de negocio china. Tener siempre abierto, mientras los demás cierran.

Birgitta Roslin pensó que la pregunta que deseaba hacerle era, en realidad, imposible de responder. Pese a todo, la formuló.

—¿Tú sueles recordar a tus clientes?

—Tú has estado aquí antes —afirmó la camarera—. Sí, recuerdo a los clientes.

—¿Recuerdas si había alguien aquí sentado en Año Nuevo?

La camarera meneó la cabeza.

—Ésta es una buena mesa. Siempre hay alguien aquí sentado. Hoy estás tú, mañana será otro.

Birgitta Roslin comprendió lo absurdo de unas preguntas tan vagas e imprecisas. Tenía que concretar. Tras vacilar unos minutos, cayó en la cuenta de cómo podía formularla.

—En Año Nuevo —repitió—. Un cliente al que no habías visto nunca antes.

—¿Nunca?

—Nunca, ni antes ni tampoco después.

Vio que la camarera se esforzaba por hacer memoria.

Los últimos clientes ya salían del restaurante cuando el teléfono que había junto a la caja empezó a sonar. La camarera atendió la llamada y tomó nota de un pedido para llevar. Después, volvió a la mesa. Entretanto, alguien que trabajaba en la cocina había puesto un disco de música china.

—Bonita música —dijo la camarera sonriendo—. Música china. ¿Te gusta?

—Bonita, sí —convino Birgitta Roslin—. Muy bonita.

La camarera dudaba, hasta que al fin asintió, al principio algo insegura, después, cada vez más convencida.

—Un hombre chino —dijo.

—¿Que se sentó aquí?

—En la misma silla que tú. Vino a cenar.

—¿Cuándo?

La joven reflexionó un instante.

—En enero. Pero no en Año Nuevo, sino después.

—¿Cuánto después?

—Nueve o diez días, quizá.

Birgitta Roslin se mordió el labio. «Podría cuadrar», se dijo. «La trágica noche de Hesjövallen fue la del doce al trece de enero».

—¿Pudo ser unos días después?

La camarera fue a buscar el libro de pedidos en que anotaban las reservas.

—El doce de enero —afirmó—. Se sentó ahí. No había reservado mesa, pero recuerdo a otros clientes que estuvieron la misma noche.

—¿Qué aspecto tenía?

—Chino. Delgado.

—¿Qué dijo?

La camarera respondió tan rápido que a Birgitta le sorprendió.

—Nada. Sólo señaló lo que quería.

—Pero ¿era chino?

—Intenté hablar con él en chino, pero me dijo «Calla», y siguió señalando. Pensé que querría estar en paz. Comió. Tomó sopa, rollitos de primavera, nasi goreng y postre. Tenía mucha hambre.

—¿Bebió algo?

—Agua y té.

—¿Y no dijo nada durante toda la cena?

—Quería estar tranquilo.

—¿Qué ocurrió después?

—Pagó. Con moneda sueca. Y se fue.

—¿Y no volvió por aquí?

—No.

—¿Fue él quien se llevó la cinta roja?

La camarera se echó a reír.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—¿Significan esas cintas algo especial?

—Son simples cintas rojas, ¿qué iban a significar?

—¿Sucedió algo más?

—¿Como qué?

—Me refiero a después de que se marchase.

—Haces unas preguntas muy raras. ¿Eres de Hacienda? Ese hombre no trabaja aquí. Y nosotros pagamos los impuestos. Todos los que trabajan aquí tienen sus papeles en regla.

—No, es sólo curiosidad. De modo que no volviste a verlo más, ¿no?

La camarera señaló la ventana del restaurante.

—Se fue hacia la derecha. Estaba nevando. Y desapareció para siempre. No lo he vuelto a ver más. ¿Para qué quieres saberlo?

—Puede que lo conozca —respondió Birgitta Roslin.

Pagó y salió a la calle. El hombre que había estado sentado a aquella mesa se dirigió a la derecha al salir. Ella hizo lo mismo. En el cruce, miró a su alrededor. Había unas tiendas y un aparcamiento a un lado. La perpendicular que iba en otra dirección desembocaba en un callejón sin salida. Había un pequeño hotel con el cartel luminoso resquebrajado. Volvió a mirar a su alrededor y posó nuevamente la mirada en el cartel luminoso del hotel. Una idea empezó a forjarse en su mente.

Regresó al restaurante chino. La camarera estaba sentada fumándose un cigarro y se sobresaltó cuando ella abrió la puerta. Apagó el cigarrillo de inmediato.

—Tengo otra pregunta que hacerte —dijo Birgitta Roslin—. El hombre que ocupó esa mesa, ¿llevaba ropa de abrigo?

La camarera reflexionó unos minutos.

—Pues no, lo cierto es que no —respondió—. ¿Cómo lo sabías?

—No lo sabía. Sigue fumándote el cigarro. Gracias por tu ayuda.

La puerta del hotel estaba estropeada. Alguien había intentado forzarla y la reparación era provisional. Subió media planta, hasta una recepción que no se componía más que de un mostrador abatible. Estaba vacía. Llamó, pero nadie acudió. Vio que había una campanilla, tiró y se sobresaltó cuando, de repente, descubrió que había alguien a su espalda. Un hombre casi esquelético, como un enfermo terminal. Llevaba unas gafas de lentes muy gruesas y olía a alcohol.

—¿Desea una habitación?

Birgitta Roslin detectó un leve residuo dialectal en su forma de hablar, como de Gotemburgo.

—No, sólo quería hacer un par de preguntas; sobre un amigo mío que estuvo aquí alojado.

El hombre fue arrastrando las zapatillas de casa hasta que apareció detrás del mostrador. Con mano temblorosa, logró sacar el libro de registro. Birgitta jamás se habría imaginado que aún existiesen hoteles como aquél. Tenía la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo, como en una película de la década de 1940.

—¿Cómo se llama el huésped?

—Sólo sé que es chino.

El hombre apoyó lentamente el registro sobre el mostrador mientras la miraba sin dejar de mover la cabeza. Birgitta Roslin supuso que tendría Parkinson.

—Por lo general, uno sabe el nombre de sus amigos. Aunque sean chinos.

—Bueno, es amigo de un amigo. Un chino.

—Sí, de eso ya me he enterado. ¿Cuándo se supone que se alojó aquí?

«¿Cuántos huéspedes chinos has tenido?», pensó Birgitta. «Si se alojó aquí, debes recordarlo».

—A principios de enero.

—Por entonces yo estaba ingresado en el hospital. Un sobrino mío se hizo cargo del hotel entretanto.

—¿Podrías llamarlo por teléfono?

—Pues no, porque está de crucero por el Ártico.

El hombre se puso a escrutar el registro con ojos miopes.

—Vaya, aquí tenemos a un huésped chino —dijo de pronto—. Un tal señor Wang Min Hao, de Pekín. Se alojó aquí una noche. Entre el doce y el trece de enero. ¿Es la persona que buscas?

—Sí —respondió Birgitta incapaz de ocultar su excitación—. Es él.

El hombre le dio la vuelta al registro para que ella pudiese leerlo. Birgitta Roslin sacó del bolso un trozo de papel y anotó los datos que figuraban en el libro. Nombre, número de pasaporte y algo que, supuso, sería una dirección de Pekín.

—Gracias —le dijo al hombre—. Has sido de gran ayuda. ¿Se dejó algo olvidado en el hotel?

—Me llamo Sture Hermansson. Mi mujer y yo hemos llevado este hotel desde 1946. Ahora está muerta. Y yo no tardaré en morir. Éste es el último año que tengo el hotel abierto. Van a derribar el edificio.

—Es una lástima.

Sture Hermansson lanzó un gruñido displicente.

—¿Qué es una lástima? La casa está hecha una ruina. Y yo también. Es normal que muera la gente mayor. En fin, lo cierto es que creo que el chino ese se dejó algo aquí.

Sture Hermansson entró en la habitación que había detrás del mostrador. Birgitta Roslin aguardaba impaciente.

Ya empezaba a preguntarse si no se habría muerto allí dentro, cuando por fin volvió a salir con una revista en la mano.

—Cuando volví del hospital, esto estaba en una papelera. Tengo una rusa que viene a limpiar. Como sólo dispongo de ocho habitaciones, se las arregla sola, pero no es muy concienzuda. Así que, cuando volví del hospital, lo repasé todo. Y hallé la revista en la habitación del chino.

Sture Hermansson le pasó la revista, llena de caracteres chinos y de fotografías con exteriores y personas chinas. Intuyó que se trataba de una publicación de presentación de alguna empresa, no una revista propiamente. En la contraportada habían garabateado con bolígrafo algo en caracteres chinos.

—Puedes llevártela si quieres —le dijo Sture Hermansson—. Yo no sé chino.

Birgitta se la guardó en el bolso, dispuesta a marcharse.

—Gracias por tu ayuda.

Sture Hermansson le sonrió.

—De nada. ¿Te ha servido?

—Bastante.

Ya se dirigía a la salida cuando oyó a su espalda la voz de Sture Hermansson.

—¡Ah! Quizá tenga algo más para ti. Aunque parece que tienes prisa y tal vez no puedas esperar.

Birgitta Roslin volvió al mostrador. Sture Hermansson sonrió y señaló un punto detrás de su cabeza. Birgitta Roslin no sabía qué quería mostrarle. Allí no había más que un reloj y un almanaque de un taller de coches que prometía un servicio rápido y eficaz en todos los modelos de Ford.

—No entiendo a qué te refieres.

—En ese caso, tienes peor vista que yo —aseguró Sture Hermansson.

Sacó una varilla que tenía debajo del mostrador.

—Este reloj se atrasa —le explicó—. Y utilizo la varilla para colocar bien las agujas. No es bueno subirse a una escalera con estos temblores.

Dicho esto señaló con la varilla hacia la pared, junto al reloj. Birgitta sólo veía una válvula, y seguía sin comprender lo que pretendía mostrarle. De pronto, cayó en la cuenta de que no era una válvula, sino una abertura en la pared, tras la que se ocultaba una cámara.

—Quizá podamos averiguar cómo es ese hombre —declaró Sture Hermansson claramente satisfecho.

—¿Es una cámara de vigilancia?

—Exacto. Que instalé yo mismo. Resulta carísimo contratar a una empresa para que instale su equipo en un hotel tan pequeño. ¿A quién se le ocurriría la absurda idea de venir a robarme a mí? Sería tan necio como robarle a alguno de los tristes sujetos que se dedican a emborracharse en los parques de la ciudad.

—En otras palabras, que tienes fotografiados a todos los que se alojan en el hotel, ¿no es eso?

—Los filmo. Ni siquiera sé si es legal, pero debajo del mostrador puse un botón para empezar a grabar, y así los filmo. —Hermansson la miró divertido—. Ahora, por ejemplo, acabo de filmarte a ti —explicó—. Además, te has colocado de modo que la película quedará estupenda.

Birgitta Roslin lo acompañó detrás del mostrador hasta una habitación donde, evidentemente, tenía tanto el despacho como el dormitorio. A través de una puerta entreabierta vio una antigua cocina en la que una mujer fregaba los platos.

—Es Natascha —explicó Sture Hermansson—. En realidad, se llama de otra manera, pero yo pienso que Natascha es el nombre más apropiado para una rusa.

De repente, miró a Birgitta visiblemente preocupado.

—No serás policía, ¿verdad?

—No, en absoluto.

—No creo que tenga los papeles en regla, pero supongo que lo mismo sucede con gran parte de la población inmigrante, si no me equivoco.

—No, no creo —objetó Birgitta Roslin—. Pero no te inquietes, no soy policía.

Sture Hermansson empezó a rebuscar entre las cintas de vídeo, marcadas con la fecha.

—Esperemos que mi sobrino no se olvidase de apretar el botón… No he comprobado las grabaciones de primeros de enero, pues entonces apenas teníamos huéspedes.

Tras un intenso trajín, que impacientó a Birgitta hasta el punto de desear arrancarle las cintas de las manos, el hombre encontró la que buscaba y encendió el televisor. La mujer a la que llamaba Natascha pasó por la habitación como una muda sombra.

Sture Hermansson pulsó el botón de reproducción. Birgitta Roslin se acercó a la pantalla con vivo interés. La claridad de la imagen era sorprendente. Al otro lado del mostrador se veía a un hombre con un gran gorro de piel.

—Lundgren, de Järvsö —explicó Sture Hermansson—. Viene aquí una vez al mes para estar en paz y beber tranquilamente en su habitación. Cuando se emborracha, entona salmos. Después, vuelve a casa. Un hombre amable, comerciante de chatarra. Se aloja en mi hotel desde hace casi treinta años. Le hago descuento.

La pantalla parpadeó, y cuando volvió a verse con claridad, mostró a dos mujeres de edad madura.

—Las amigas de Natascha —explicó Sture en tono sombrío—. Vienen de vez en cuando. Prefiero no imaginarme qué hacen en la ciudad, pero en el hotel no les permito recibir visitas. Sin embargo, sospecho que lo hacen de todos modos, mientras yo duermo.

—¿Ellas también tienen descuento?

—A todo el mundo le hago descuento. No tengo precios fijos. El hotel lleva con pérdidas desde finales de los años sesenta. En realidad, vivo de una pequeña cartera de acciones que tengo. Confío en la madera y en la industria pesada. Es el consejo que siempre les doy a mis amigos de confianza.

—¿Cuál?

—Acciones de fábricas suecas. Son insuperables.

En la pantalla volvió a verse a alguien y Birgitta Roslin dio un respingo. Se distinguía al hombre perfectamente. Un hombre chino que llevaba un abrigo oscuro. Por un instante, el sujeto alzó la vista hacia la cámara. Fue como si mirase a Birgitta a los ojos. «Joven», se dijo. «Poco más de treinta años, si la grabación no engaña. Toma la llave y desaparece del campo de visión».

La pantalla quedó a oscuras.

—No veo muy bien —confesó Sture Hermansson—. ¿Es la persona que buscas?

—Sí, eso creo; pero ¿podría comprobar en el registro si se inscribió después de nuestras amigas las rusas?

El hombre se levantó y entró en la pequeña recepción. Entretanto, Birgitta Roslin volvió a pasar varias veces el fragmento de grabación del hombre chino. Detuvo la imagen en el instante en que él miraba a la cámara. «Adivinó que la cámara estaba ahí, filmándolo», se dijo Birgitta Roslin. «Luego bajó la vista y volvió la cara. Incluso cambió de posición para que no se le viese el rostro». Todo fue muy rápido. Volvió a pasar la cinta para verla una vez más. Y le dio la impresión de que el hombre estaba alerta en todo momento, como buscando la cámara. Volvió a congelar la imagen. Un hombre con el cabello muy corto, mirada intensa y labios apretados. Movimientos rápidos, vigilante. Tal vez mayor de lo que pensó en un primer momento.

En ese instante volvió Sture Hermansson.

—Parece que tenías razón —confirmó—. Dos damas rusas se registraron con nombres falsos, como de costumbre. Y después vino el caballero chino, el señor Wang Min Hao, de Pekín.

—¿Se podría hacer una copia de esta grabación?

Sture Hermansson se encogió de hombros.

—Puedes llevártela. Total, ¿para qué la quiero? En realidad, yo sólo instalé la cámara de vídeo para entretenerme y suelo regrabar un par de veces al año. Quédatela.

Hermansson guardó la cinta en la funda y se la tendió a Birgitta. Salieron al rellano de la escalera cuando Natascha estaba limpiando las tulipas de las lámparas que iluminaban la entrada del hotel.

Sture Hermansson pellizcó el brazo de Birgitta con amabilidad.

—Tal vez ahora sí puedas contarme por qué te interesa tanto ese chino, ¿no? ¿Te debe dinero?

—No, ¿por qué iba a deberme dinero?

—Todos le debemos algo a alguien. Si preguntamos por alguien, suele ser por cuestiones de dinero.

—Yo creo que este hombre puede responder a algunas preguntas —aclaró Birgitta Roslin—. No puedo decir más, lo siento.

—¿Y dices que no eres policía?

—No.

—Pero tampoco eres de por aquí, ¿verdad?

—No, no lo soy. Me llamo Birgitta Roslin y soy de Helsingborg. Si volviera a aparecer, te agradecería que me avisaras.

Birgitta anotó su dirección y su número de teléfono y se lo tendió a Sture Hermansson.

Ya en la calle, notó que estaba sudorosa. Los ojos del chino aún la perseguían. Se guardó la cinta de vídeo en el bolso y miró indecisa a su alrededor. ¿Qué tenía que hacer ahora? En realidad, debería estar camino de Helsingborg, de vuelta a casa, pero ya era bastante tarde. Se dirigió a una iglesia que había cerca, entró en el fresco recinto y se sentó en uno de los primeros bancos. Había un hombre arrodillado reparando la junta de escayola de uno de los gruesos muros. Birgitta se esforzó por pensar con claridad. Habían encontrado una cinta roja en Hesjövallen. En la nieve. Por pura casualidad, ella logró localizar su procedencia, el restaurante chino. Un chino había comido allí la noche del 12 de enero. A lo largo de esa noche, o por la mañana temprano, una gran cantidad de personas aparecen muertas en Hesjövallen.

Pensó en las imágenes que había visto en la grabación de Sture Hermansson. ¿Era razonable pensar que aquella matanza fuese obra de un solo hombre? ¿Habría algún cómplice del que ella todavía no tenía noticia? Y la cinta roja, ¿habría ido a parar allí por una razón totalmente distinta, no relacionada con el asunto?

No hallaba respuesta a sus preguntas. Sacó el folleto que había en la papelera de la habitación del chino, que también la hacía dudar de que existiese conexión alguna entre Wang Min Hao y lo acontecido en Hesjövallen. Un asesino tan perverso, ¿dejaría huellas tan evidentes de su presencia?

Había poca luz en la iglesia, se puso las gafas y hojeó el folleto. En uno de los encartes que incluía se veía la imagen de un rascacielos de Pekín entre caracteres chinos. Otras páginas aparecían llenas de columnas de cifras y varias fotografías de chinos sonrientes.

Lo que más le interesaba eran los ideogramas escritos a bolígrafo en la contraportada del folleto, pues le ayudarían a acercarse a Wang Min Hao. Lo más verosímil era que fuesen de su puño y letra, ¿tal vez como recordatorio de algo? ¿Por alguna otra razón?

¿Quién podría ayudarle a descifrar el mensaje? En el preciso momento en que se planteó la pregunta supo la respuesta. En efecto, de improviso le vino a la mente su ya lejana y roja juventud. Salió de la iglesia y, móvil en mano, se dirigió al camposanto adyacente. Karin Wiman, una de sus amigas de Lund, era sinóloga y trabajaba en la Universidad de Copenhague. Karin no respondió, pero Birgitta dejó un mensaje en el contestador pidiéndole que se pusiese en contacto con ella. Después volvió al coche y buscó un hotel del centro de la ciudad, donde le dieron una habitación bastante amplia del último piso. Encendió el televisor y leyó en el teletexto que aquella noche nevaría.

Se tumbó en la cama a esperar que sonase el teléfono. De la habitación contigua se oía la risa de un hombre.

La despertó el timbre del teléfono. Era Karin Wiman, que, un tanto intrigada, le devolvía la llamada. Cuando Birgitta le explicó lo que pretendía, Karin le sugirió que buscase un aparato de fax y le enviase el texto en caracteres chinos.

Le ayudaron a enviarlo en recepción. Después volvió a su habitación. Ya había anochecido y pronto tendría que llamar a casa para avisar de que había cambiado de idea, que el tiempo había empeorado mucho y que se quedaría otra noche más.

Karin Wiman la llamó a las siete y media.

—La caligrafía es muy mala, pero creo que he podido interpretarlo. Birgitta Roslin contuvo la respiración.

—Es el nombre de un hospital. Lo he buscado y he visto que se halla en Pekín. Se llama Longfu y está en el centro de la ciudad, en una calle llamada Mei Shuguan Houije. Cerca del hospital, en la misma calle, se encuentra también el gran museo de arte chino. Si quieres, puedo mandarte un mapa.

—Sí, gracias.

—Y, ahora, ¿por qué no me cuentas para qué querías saber lo que decía el texto? Me muero de curiosidad. ¿Acaso ha resucitado tu antiguo interés por China?

—Tal vez sea eso. Ya te lo contaré más adelante. ¿Podrías mandarme el mapa al mismo número de fax que utilicé antes?

—Lo recibirás en unos minutos, pero te comportas de forma más misteriosa de lo que yo quisiera.

—Ten paciencia, te lo contaré en su momento.

—Deberíamos vernos.

—Lo sé. No lo hacemos casi nunca.

Birgitta Roslin bajó a recepción a esperar el fax. Pocos minutos después recibió un mapa del centro de Pekín. Karin Wiman le había señalado el hospital con una flecha.

Cayó en la cuenta de que tenía hambre, pero en el hotel no había restaurante y fue a buscar su abrigo para salir. Cuando volviese, se aplicaría a examinar el mapa.

Era de noche, pocos vehículos circulaban por las calles y tan sólo se veía a algún que otro peatón. El hombre de la recepción le propuso un restaurante italiano que quedaba cerca. Allí se dirigió, pues, a cenar en el poco concurrido local.

Cuando terminó y salió a la calle, había empezado a nevar. Se puso en marcha camino del hotel.

De repente se detuvo y se dio la vuelta. Sin saber por qué, tuvo la sensación de que alguien la observaba. Sin embargo, cuando miró hacia atrás, no vio a nadie.

Apretó el paso para llegar al hotel y fue directamente a la habitación, cuya puerta cerró con la cadena. Después se situó junto a la ventana para observar la calle.

Como antes, no había nadie. Tan sólo la nieve que caía cada vez más espesa.