A Ya Ru le gustaba estar solo en su despacho por la noche. El alto edificio del centro de Pekín, cuya planta superior le pertenecía y en la que había enormes ventanas panorámicas con vistas a la ciudad, se encontraba a aquellas horas prácticamente vacío. Sólo estaban los vigilantes de la planta baja y el personal de la limpieza. En una habitación contigua aguardaba su secretaria, la señora Shen, que se quedaba todo el tiempo que él quisiera, a veces incluso hasta la madrugada, si era necesario.
Justo aquel día de diciembre de 2005, Ya Ru cumplía treinta y ocho años. Estaba de acuerdo con aquel pensador occidental según el cual un hombre a esa edad se encontraba en la mitad de su vida. A muchos de sus amigos les preocupaba sentir la vejez como un frío soplo en la nuca a medida que se aproximaban a la cuarentena. Para Ya Ru, en cambio, no existía tal temor. Ya de joven, mientras estudiaba en una de las universidades de Shanghai, decidió no perder el tiempo y la energía preocupándose por aquello que, después de todo, no tenía remedio. El paso del tiempo constituía una fuerza mayor, inconmensurable y misteriosa, frente a la cual el ser humano perdía la batalla sin remisión. El único modo en que el hombre podía oponer resistencia era intentar estirar el tiempo, aprovecharlo, nunca pretender detener su avance.
Ya Ru rozó el frío cristal con la nariz. Siempre mantenía baja la temperatura en la gran suite donde se encontraba su despacho, amueblado en un elegante estilo y en colores rojo y negro. La temperatura debía mantenerse constante, en diecisiete grados, ya fuese en la estación más fría del año o cuando el calor y las tormentas de arena invadían Pekín. Para él era perfecto. Siempre había profesado la fría reflexión. Hacer negocios o adoptar decisiones políticas era una especie de estado de guerra en el que sólo importaban el cálculo frío y racional. Por algo lo llamaban Tie Qian Lian, el Hombre Frío.
También había quienes pensaban que era peligroso. Y era cierto que, en algunas ocasiones, hacía tiempo, había perdido los nervios y había maltratado físicamente a la gente; pero eso había terminado. No le afectaba lo más mínimo el hecho de infundir temor. Mucho más importante para él era haber dejado de perder el control sobre la ira que a veces lo inundaba.
De vez en cuando, por la mañana muy temprano, Ya Ru dejaba el apartamento por una puerta trasera para mezclarse con la gente del parque cercano, casi todos mayores que él, y se ejercitaba en el Tai Chi. Entonces se sentía como una parte insignificante de la gran masa anónima del pueblo chino. Nadie lo conocía ni sabía cómo se llamaba. Era como someterse a una catarsis, pensaba. Después, cuando regresaba a su casa y volvía a adoptar su identidad, siempre se sentía más fuerte.
Era cerca de medianoche, estaba esperando dos visitas. Le divertía convocar en su despacho a medianoche o al alba a la gente que quería pedirle algo o a aquellos con quienes, por alguna razón, debía reunirse. El hecho de administrar el tiempo correctamente le daba una suerte de ventaja. En una fría habitación y a primeras horas de la mañana le resultaba más fácil conseguir lo que pretendía.
Contempló la ciudad cuyas luces lanzaban destellos. Ya Ru nació en 1967, coincidiendo con el periodo más violento de la Revolución Cultural, en algún hospital de allá abajo. Su padre no estuvo presente, pues, por su condición de catedrático de universidad, había sido víctima de una de las terribles depuraciones de la guardia roja y había sido obligado a vivir en el campo como porquero. Ya Ru jamás lo conoció, pues desapareció para siempre. Después, con los años, Ya Ru envió a varios de sus colaboradores de confianza a donde se suponía que lo habían desterrado, aunque sin resultado. Ya nadie lo recordaba. Tampoco en los caóticos archivos de aquella época halló rastro de su padre, cuya memoria había quedado sepultada en el maremoto político ocasionado por Mao.
Fueron tiempos difíciles para su madre, que se vio sola con él y con Hong, su hermana mayor. El primer recuerdo que tenía era la imagen de su madre llorando. Se trataba de una evocación difusa, pero inolvidable. Más tarde, a principios de la década de 1980, cuando su situación mejoró y su madre recuperó su antiguo puesto como profesora de física teórica en una de las universidades de Pekín, empezó a comprender mejor el caos que imperaba en el momento de su nacimiento. Mao intentó crear un universo nuevo. Del mismo modo en que se formó el universo, una nueva China surgiría de la turbulenta revolución provocada por Mao.
Ya Ru supo desde muy pronto que sólo podía asegurarse el éxito si aprendía a discernir dónde se hallaba el poder en cada momento. Aquel que no captase las distintas tendencias que reinaban en la vida política y económica, jamás podría ascender al nivel en el que él se encontraba en ese momento.
«Y ahí es donde estoy ahora», se decía. «Cuando el mercado empezó a liberarse en China, yo estaba preparado. Era uno de los gatos de los que hablaba Deng, tanto daba si eran negros o grises, con tal de que fuesen capaces de cazar ratones. En la actualidad soy uno de los hombres más ricos de mi generación. Gracias a una serie de buenos contactos me he asegurado un lugar en la nueva Ciudad Prohibida dominada por el núcleo de poder del Partido Comunista. Yo soy quien paga sus viajes al extranjero y los viajes de los modistos de sus esposas. Soy yo quien procura que sus hijos tengan una plaza en las universidades norteamericanas y quien construye las casas que habitan sus padres. A cambio, obtengo libertad».
Interrumpió sus cavilaciones y miró el reloj. Pronto sería medianoche. Su primera visita no tardaría en presentarse. Se acercó al escritorio y pulsó el botón de un altavoz. La señora Shen respondió enseguida.
—Espero visita dentro de unos diez minutos —le advirtió—. Hágala esperar media hora. Después, yo mismo le pediré que entre.
Ya Ru se sentó ante el escritorio. Cuando se marchaba por la noche, lo dejaba vacío. Cada nuevo día debía encontrarse con una mesa limpia sobre la que amontonar nuevos retos.
En aquel momento tenía ante sí un viejo libro desgastado cuya cubierta había sido reparada y pegada. En alguna ocasión se le ocurrió pensar que debería dejarlo en manos de un buen artesano que lo encuadernase; pero al final decidió conservarlo como estaba. Pese a que la cubierta estaba deshecha y las páginas eran muy porosas y delgadas, el contenido se había mantenido intacto durante todos los años transcurridos.
Apartó el libro con cuidado y pulsó un botón que había bajo el tablero del escritorio. Un monitor de ordenador surgió sobre la mesa emitiendo un sordo ronroneo. Luego tecleó varios signos hasta que su árbol genealógico apareció en la brillante pantalla. Le llevó mucho tiempo y le costó una gran cantidad de dinero confeccionar aquella reproducción de las distintas ramas de su familia, o al menos de la parte de la que podía estar seguro. En la cruenta y procelosa historia de China, no sólo se habían perdido tesoros culturales de valor incalculable; lo más terrible era la destrucción total de gran número de archivos. Así, las lagunas que existían en el árbol que ahora contemplaba no podrían llenarse jamás.
Aun así, contenía los nombres más importantes. Y, ante todo, el del hombre que había escrito el diario que tenía sobre la mesa.
Ya Ru quiso encontrar la casa en la que su antepasado había redactada el diario a la luz de una vela, pero nada quedaba ya de ella, pues en el lugar en que Wang San vivió se extendía ahora una inmensa red de carreteras.
San dejó dicho en el diario que escribía para el viento y para sus hijos. Ya Ru no alcanzaba a comprender lo que quería decir con que el viento fuese uno de los destinatarios de su diario. Probablemente, su antepasado San fue, en el fondo de su corazón, un romántico, pese a la brutalidad de la vida que se había visto obligado a llevar y a la necesidad de venganza que nunca lo abandonó. Sin embargo, allí estaban sus hijos. Ante todo, uno llamado Guo Si, nacido en 1882. Perteneció a la cúpula del Partido Comunista y había sido asesinado por los japoneses durante la primera guerra contra China.
Ya Ru pensaba a menudo que San había escrito aquel diario para él precisamente; pese a que había transcurrido más de un siglo desde su redacción hasta la noche en que empezó a leerlo, tenía la sensación de que San le hablaba a él y a nadie más. El odio que sintió entonces su antepasado seguía vivo en Ya Ru. En primer lugar San, después Guo Si y ahora él mismo.
Había una fotografía de Guo Si tomada a principios de la década de 1930. Se encuentra con un grupo de hombres que posan ante unas montañas. Ya Ru la había escaneado en el ordenador. Mientras la observaba, sentía un vínculo muy estrecho con Guo Si, que se encontraba justo detrás de un hombre que sonreía con una verruga en la mejilla. «Estuvo tan cerca del poder absoluto», pensó Ya Ru. «Igual que yo, su descendiente».
Se oyó un leve carraspeo del altavoz que tenía sobre la mesa. La señora Shen le avisaba discretamente de la llegada de la primera visita; pero Ya Ru pensaba hacerla esperar. Hacía ya mucho tiempo leyó acerca de un líder político que tenía perfectamente ordenados a sus amigos o enemigos políticos según el tiempo que debían esperar antes de verse con él. Así, los visitantes podían comparar el tiempo de espera y concluir si estaban más o menos cerca del favor del mandatario.
Ya Ru apagó el ordenador, que desapareció del tablero con el mismo ronroneo. Se sirvió agua de la jarra en un vaso procedente de Italia, especialmente fabricado para él por una empresa de la que era copropietario gracias a sus muchas filiales.
«Agua y aceite», se dijo. «Estoy rodeado de fluidos. Hoy aceite, mañana quizá derechos sobre el suministro de aguas de ríos y lagos».
Se acercó de nuevo a la ventana. Era la hora de la noche en que muchas luces empezaban a apagarse. Pronto sólo arrojaría sus destellos sobre la ciudad la iluminación de los edificios oficiales.
Dirigió la mirada a la zona donde se hallaba la Ciudad Prohibida. Le gustaba ir allí a visitar a sus amigos, aquellos cuyo dinero él administraba y hacía crecer. En la actualidad, el trono del emperador estaba desierto; pero el poder seguía alojándose entre los viejos muros de la ciudad imperial. En alguna ocasión, Deng le había dicho que las viejas dinastías imperiales habrían envidiado el poder del Partido Comunista Chino. No existía otro país en el mundo con una base de poder similar. Una de cada cinco personas dependían de las decisiones que tomaban esos líderes políticos poderosos como emperadores.
Ya Ru sabía que había tenido mucha suerte. Nunca lo olvidaba. En el momento en que lo diese por supuesto, perdería su influencia y su bienestar. Él formaba parte de esa élite de poder como una especie de eminencia gris. Era miembro del Partido Comunista, donde contaba con buenos contactos en los círculos donde se adoptaban las decisiones más importantes. Además, era su consejero y se esforzaba sin cesar por detectar con sus tentáculos dónde estaban las trampas y dónde las vías seguras.
Hoy cumplía treinta y ocho años y sabía que le tocaba vivir la época más subversiva de China desde la Revolución Cultural. De ser un país involucionista, pasaría a dirigir su atención al exterior. Pese a que en el seno del estamento político se libraba una dramática lucha por seleccionar la vía correcta para ello, Ya Ru estaba bastante seguro de cuál sería el resultado. China ya no podría cambiar el camino elegido. Cada día que pasaba, sus compatriotas vivían un poco mejor; aunque el abismo entre los habitantes de la ciudad y los campesinos era cada vez mayor, parte del bienestar redundaba incluso en los más pobres. Sería una insensatez intentar cambiar el curso de ese desarrollo en una dirección que recuperase el pasado. De ahí que aumentase sin cesar la búsqueda de nuevos mercados y materias primas.
Observó la sombra de su rostro reflejada en el gran ventanal. Quién sabía si Wang San no tendría exactamente su mismo aspecto.
«Hace más de ciento treinta y cinco años», se dijo Ya Ru. «San no habría podido imaginar jamás la vida que yo llevo hoy; en cambio yo sí puedo figurarme la que vivió él, así como la ira que lo dominó». Escribió el diario para que sus descendientes no olvidasen jamás las injusticias sufridas por él, por sus padres y hermanos. La gran injusticia que se cernía sobre toda China.
Ya Ru volvió a mirar el reloj e interrumpió el hilo de sus pensamientos. Pese a que aún no había transcurrido la media hora, se acercó al escritorio y pulsó el botón que significaba que la visita podía entrar.
Una puerta invisible en la pared se abrió de pronto. Su hermana Hong Qui entró. Era una mujer muy hermosa. Ciertamente, su hermana derrochaba belleza.
De pie en medio del despacho se besaron en la mejilla.
—Hermanito —comenzó Hong Qui—, hoy eres un poco más viejo que ayer. Un día de estos me darás alcance.
—No —respondió Ya Ru—. No lo haré. Sin embargo, nadie sabe quién de los dos enterrará al otro.
—¿Por qué hablas de eso hoy, el día de tu cumpleaños?
—El que no es necio sabe que la muerte siempre anda rondando.
La condujo a un sofá que tenía al fondo de la gran sala. Puesto que ella no bebía alcohol le ofreció un té, que le sirvió de una tetera dorada. Él siguió bebiendo agua.
Hong Qui lo miraba con una sonrisa. De pronto, se puso muy seria.
—Tengo un regalo para ti, pero antes quiero saber si es cierto el rumor que he oído.
Ya Ru alzó los brazos con resignación.
—Siempre estoy rodeado de rumores. Igual que todos los hombres importantes y que todas las mujeres importantes; como tú misma, querida hermana.
—Sólo quiero saber si es cierto que has recurrido al soborno para conseguir los mejores contratos de obra. —Hong Qui dejó la taza sobre la mesa—. ¿Entiendes lo que significa? ¿Corrupción?
De repente, Ya Ru se sintió hastiado ante las preguntas de Hong Qui. Sus conversaciones solían entretenerlo, puesto que Hong Qui era tan inteligente como mordaz a la hora de expresarse. También le divertía tener ocasión de perfilar sus propios argumentos al discutirlos con ella. Su hermana defendía una concepción anticuada de unos ideales que ya carecían de significado. La solidaridad era una mercancía como cualquier otra. El comunismo clásico no había logrado sobrevivir a las presiones de una realidad que los viejos teóricos jamás habían entendido. El que Karl Marx tuviese gran parte de razón sobre la fundamental importancia de la economía en política o que Mao hubiese demostrado que incluso los campesinos pobres podían salir de su miseria no significaba que los grandes retos a los que China se enfrentaba se resolviesen aplicando indiscriminadamente los viejos métodos.
Hong Qui cabalgaba hacia atrás sobre su corcel en dirección al futuro. Y Ya Ru sabía que estaba abocada al fracaso.
—Nosotros nunca seremos enemigos —aseguró—. Nuestra familia fue una de las pioneras cuando nuestro pueblo comenzó su andadura para salir de la ruina. Simplemente, tenemos puntos de vista distintos sobre los métodos que es preciso aplicar. Por supuesto que yo no soborno a nadie, como tampoco me dejo sobornar.
—Tú sólo piensas en ti mismo. En nadie más. Me cuesta creer que digas la verdad.
Por una vez, Ya Ru perdió la compostura.
—¿Y en qué pensabas tú hace dieciséis años, cuando aplaudías que los viejos políticos de la cúpula del Partido mandasen aplastar con carros de combate a las personas congregadas en la plaza de Tiananmen? Dime, ¿en qué pensabas entonces? ¿No se te pasó por la cabeza que yo podía ser una de aquellas personas? Yo tenía entonces veintidós años.
—Fue necesario intervenir. La estabilidad del país estaba amenazada.
—¿Por unos miles de estudiantes? Mientes, Hong Qui. Eran otros los que os daban miedo.
Ya Ru se acercó a su hermana y le susurró.
—Los campesinos. Os aterraba que apoyasen a los estudiantes. Y en lugar de cambiar vuestro modo de pensar sobre el futuro de este país echasteis mano de las armas. En lugar de resolver el problema hicisteis lo posible por ocultarlo.
Hong Qui no respondió. Miró a su hermano sin apartar la vista. Ya Ru pensó que ambos procedían de una familia que, varias generaciones atrás, no se habría atrevido a mirar a los ojos a un mandarín.
—No puedes sonreírle a un lobo —sentenció al fin Hong Qui—. Si lo haces, creerá que quieres luchar.
Se levantó al tiempo que dejaba sobre la mesa un paquete anudado con una cinta roja.
—Me da miedo adónde te llevarán tus pasos, hermanito. Y haré cuanto esté en mi mano por que la gente como tú no convierta este país en algo de lo que tengamos que arrepentimos y avergonzarnos. Volverán las grandes luchas entre las clases. ¿De qué lado estarás? Del tuyo, no del lado del pueblo.
—Me pregunto quién es ahora el lobo —dijo Ya Ru.
Intentó besar a su hermana en la mejilla, pero ella apartó el rostro, se dio media vuelta dispuesta a marcharse y se detuvo ante la pared. Ya Ru se acercó al escritorio y apretó el botón que abría la puerta.
Cuando ésta volvió a cerrarse, se inclinó hacia el altavoz.
—Aún espero otra visita.
—¿Quiere que anote su nombre? —preguntó la señora Shen.
—No, este visitante no tiene nombre —aseguró Ya Ru.
Volvió a la mesa y abrió el paquete que le había dejado Hong Qui. Contenía una cajita de jade en cuyo interior había una pluma y una piedra.
No era infrecuente que él y Hong Qui se intercambiasen regalos que contenían adivinanzas o mensajes ocultos para los demás. Él comprendió enseguida lo que quería decirle. Aludía a un poema de Mao. La pluma simbolizaba una vida despilfarrada; la piedra, una vida y una muerte que habían significado algo.
«Mi hermana me manda una advertencia», se dijo Ya Ru. «O tal vez me exhorta a que me pregunte: ¿qué camino pienso elegir en la vida?».
Sonrió ante el mensaje de su regalo y decidió que, para el próximo cumpleaños de ella, encargaría una hermosa figura de un lobo tallado en marfil.
Sentía respeto por su tozudez; en lo tocante a carácter y voluntad, podía decirse sin reservas que eran hermanos. Hong Qui seguiría combatiéndolo a él y a aquellos miembros del Gobierno que optaban por un camino para ella execrable. Sin embargo, estaba equivocada; tanto ella como quienes se negaban a que China se convirtiese de nuevo en el país más poderoso del mundo.
Ya Ru se sentó ante el escritorio y encendió el flexo. Con sumo cuidado se enfundó un par de finos guantes blancos de algodón. Después volvió a hojear el diario que Wang San había escrito y que había ido pasando de unos descendientes a otros de la familia. Hong Qui también lo había leído, pero no se conmovió como él con su contenido.
Ya Ru abrió la última página del diario. Wang San tenía ochenta y tres años. Estaba muy enfermo y a punto de morir. Sus últimas palabras aluden a su temor de morir sin haber logrado hacer cuanto había prometido a sus hermanos.
«Voy a morir demasiado pronto», escribió. «Aunque viviese mil años, moriría demasiado pronto, puesto que nunca logré reparar la honra de la familia. Hice lo que pude, pero no fue suficiente».
Ya Ru cerró el diario y lo depositó en un cajón que cerró con llave. Se quitó los guantes y, de otro cajón del escritorio, sacó un grueso sobre. Después pulsó el botón del altavoz. La señora Shen respondió enseguida.
—¿Ha llegado la visita?
—Aquí está.
—Dígale que pase.
Se abrió la puerta de la pared. El hombre que entró en el despacho era alto y delgado y caminaba por la gruesa alfombra con pasos suaves y ágiles. Se detuvo y se inclinó ante Ya Ru.
—Ha llegado el momento de que emprendas el viaje —le dijo—. Hallarás cuanto necesitas en este sobre. Te quiero de vuelta en febrero, para la celebración de nuestro Año Nuevo. El mejor momento para llevar a cabo tu misión es a principios del Año Nuevo occidental.
Ya Ru le tendió el sobre al hombre, que se hizo con él inclinándose levemente.
—Liu Xin —le dijo—. Esta tarea que ahora te encomiendo es la más importante de cuantas te he pedido que hagas hasta ahora, se trata de mi propia vida, de mi familia.
—Haré lo que me pides.
—Sé que lo harás, pero si fracasas, te ruego que no vuelvas nunca, pues tendré que matarte.
—No fracasaré.
Ya Ru asintió. La conversación había terminado. Liu Xin cruzó la puerta, que volvió a cerrarse silenciosa. Una vez más, la última de la noche, Ya Ru habló con la señora Shen.
—Acaba de salir un hombre de mi despacho —le dijo Ya Ru.
—Un caballero muy discreto y amable.
—Muy bien, pues nunca ha estado aquí.
—Por supuesto que no.
—La única que ha venido esta noche ha sido mi hermana Hong.
—Sí, no he dejado pasar a nadie más. Tampoco he anotado en el registro ningún otro nombre, salvo el de Hong Qui.
—Ya puede irse, señora Shen. Yo me quedaré aún un par de horas.
Terminó la conversación. Ya Ru sabía que la señora Shen aguardaría allí hasta que él se marchase. No tenía familia ni otra vida aparte del trabajo que hacía para él. Ella era el espíritu que vigilaba ante su puerta.
Ya Ru regresó de nuevo junto a la ventana para contemplar la ciudad durmiente. Ya era mucho más de medianoche. Se sentía feliz. Había sido un buen día de cumpleaños pese a que la conversación con su hermana Hong Qui no había discurrido por donde él habría querido. Ella ya no comprendía qué pasaba en el mundo. Se negaba a ver los nuevos tiempos. La idea de que fuesen apartándose cada vez más lo llenaba de pesar; pero era necesario. Por el bien del país. Ella tal vez llegaría a comprenderlo un día.
Lo más importante de aquella noche era, en cualquier caso, que todos los preparativos, la compleja búsqueda y la investigación habían terminado. Diez años le había llevado a Ya Ru esclarecer el pasado y elaborar un plan. No fueron pocas las ocasiones en que estuvo a punto de abandonar. Demasiada información había quedado oculta con el transcurso de los años. Mas, cuando leyó el diario de Wang San, recuperó la fuerza necesaria. Se contagió de la ira experimentada por San, que ahora ardía tan viva en su fuero interno como cuando todo ocurrió. Y él tenía poder suficiente para hacer lo que San nunca consiguió.
Al final del diario había unas páginas vacías. En ellas escribiría Ya Ru el último capítulo cuando todo hubiese concluido. Había elegido el día de su cumpleaños para enviar a Liu Xin a su viaje por el mundo y hacer lo que había que hacer. Ello le causaba una sensación de liviandad.
Ya Ru permaneció largo rato inmóvil ante la ventana. Después apagó la luz y salió por la puerta trasera que conducía a su ascensor privado.
Cuando se subió a su coche, que aguardaba en el garaje subterráneo, le pidió al chófer que se detuviese junto a Tiananmen. A través de los cristales ahumados pudo ver la plaza desierta, a excepción de la eterna presencia de los militares enfundados en sus verdes uniformes.
Allí proclamó Mao en su día el nacimiento de la nueva república popular. Él ni siquiera había nacido.
Pensó que los grandes sucesos por venir no se harían públicos en aquella plaza del Reino del Centro.
Ese mundo crecería bajo el más profundo de los silencios. Hasta que nadie pudiese evitar lo que iba a suceder.