Elgstrand abrió los ojos. Por la celosía de madera que cubría los cristales de la ventana se filtraba en su dormitorio una tenue luz matinal. Oyó que fuera estaban barriendo la explanada. Era un sonido que había aprendido a apreciar, un momento imperturbable en aquel orden de cosas a menudo tan quebradizo. El sonido de la escoba, en cambio, pertenecía a lo inamovible.
Aquella mañana, como de costumbre, se quedó un rato en la cama dejando vagar el pensamiento hacia tiempos pretéritos. Un maremágnum de imágenes de sus sencillos orígenes en la pequeña ciudad de Småland llenó su conciencia. Jamás se había imaginado que llegaría a vivir la revelación de tener una vocación, la de partir como misionero para ayudar a la gente a experimentar la única fe verdadera.
Hacía ya mucho de eso, pero aun así, justo después de despertar, sentía aquel recuerdo muy cercano. En especial ese día, un día en que volvería a recorrer el río hasta el barco inglés que, como era habitual, esperaba que le trajese dinero y correspondencia para la misión. Aquél sería el cuarto viaje que emprendía con tal objetivo. Él y Lodin llevaban más de año y medio en Fuzhou. Pese a sus esfuerzos y su tesón, la misión aún topaba con muchos problemas. Su mayor fuente de decepción era el número todavía insignificante de personas que se habían convertido. Eran muchos los que se habían declarado cristianos, pero, a diferencia de Lodin, que era menos crítico, Elgstrand veía que la fe de muchas de las almas ganadas para la salvación era hueca, y que quizá sólo esperaban recibir algún presente de los misioneros, ropa o comida.
A lo largo de todo aquel tiempo hubo momentos en que Elgstrand se sintió flaquear. En esas ocasiones escribía en sus diarios sobre la falsedad de los chinos, sobre su despreciable politeísmo que nada parecía poder erradicar. Los chinos que acudían a sus prédicas le parecían animales, muy por debajo de los miserables campesinos que encontraba en Suecia. La sentencia bíblica de no arrojar perlas a los cerdos había adquirido allí una nueva dimensión inesperada. Sin embargo, los momentos de abatimiento solían pasar. Rezaba y hablaba con Lodin. En las cartas que enviaba a Suecia, a la sede de la misión que apoyaba su trabajo y recaudaba el dinero necesario, nunca ocultaba las dificultades a las que se enfrentaban; pero él repetía una y otra vez que era preciso tener paciencia. La Iglesia cristiana necesitó en sus orígenes de cientos de años para difundir su mensaje. La misma paciencia había que exigirles a los enviados a aquel país gigantesco y atrasado que era China.
Se levantó de la cama, se lavó y empezó a vestirse despacio. Invertiría la mañana en escribir una serie de cartas que debía entregar para que se las llevara el barco inglés. También sentía la necesidad de escribirle una carta a su madre, ya muy anciana y de memoria endeble. Una vez más, deseaba recordarle que tenía un hijo dedicado a llevar a cabo el trabajo cristiano más importante que pudiera imaginarse.
Alguien dio unos golpecitos en la puerta. Cuando abrió, comprobó que era una de las sirvientas con la bandeja del desayuno, la dejó sobre la mesa y volvió a salir por la puerta sin decir palabra. Mientras Elgstrand se ponía la chaqueta, se colocó junto a la puerta entreabierta y admiró la explanada recién limpia. Era un día húmedo, caluroso, con un cielo cubierto de nubes que anunciaban lluvia. El viaje por el río exigiría ropa apropiada y paraguas. Saludó con la mano a Lodin, que limpiaba sus gafas ante la puerta de su dormitorio.
«Sin él, habría sido muy difícil», se dijo Elgstrand. «Es ingenuo y no destaca por su inteligencia, pero es bueno y trabajador. En cierta medida, lleva consigo la sencilla felicidad de la que habla la Biblia».
Elgstrand bendijo brevemente los alimentos y se sentó a desayunar. Al mismo tiempo, se preguntaba si ya estaría listo el grupo de remeros que había de llevarlos hasta el barco y traerlos de vuelta a la misión.
En ese instante echó de menos a San. Desde que llegaron a la misión, San se había ocupado de todos aquellos menesteres y todo estaba bien organizado. Desde la noche en que, de repente, desapareció, Elgstrand no había logrado encontrar a nadie capaz de ocupar el lugar de San a su total satisfacción.
Se sirvió el té mientras, una vez más, se preguntaba qué lo habría movido a marcharse. La única explicación plausible era que la sirvienta Qi, de la que se había enamorado, se hubiese fugado con él. Elgstrand lamentaba profundamente haber tenido a San en tan alto concepto. El que los chinos normales siempre lo engañasen o lo decepcionasen era algo que podía soportar. Eran falsos por naturaleza; pero que San, del que tan buena opinión tenía, hubiese actuado del mismo modo fue el mayor desengaño que vivió desde que llegó a Fuzhou. Fue preguntando a todos sus conocidos, pero nadie sabía qué había podido suceder aquella noche de tormenta en que varios de los ideogramas del TEMPLO DEL DIOS VERDADERO cayeron derribados por el viento. Los ideogramas habían vuelto a su lugar, pero no San.
Elgstrand se dedicó durante las horas siguientes a escribir las cartas y terminar un informe para los miembros de la misión en Suecia. Siempre lo angustiaba tener que explicar cómo avanzaba el trabajo de la misión. Hacia la una de la tarde cerró el último sobre y echó otro vistazo al tiempo. Persistía el riesgo de lluvia.
Cuando Elgstrand subió en la barcaza creyó reconocer de otras veces a algunos de los remeros; pero no estaba seguro. Lodin y él ocuparon un lugar en el centro de la barcaza. Un hombre llamado Xin le hizo una reverencia y le dijo que ya podían zarpar. Los misioneros se dedicaron durante el viaje a conversar sobre los diversos problemas de la misión. Hablaron también de que necesitarían ser más. El sueño de Elgstrand era construir una red de misiones a lo largo de todo el río Min. Si mostraban que podían crecer, resultaría atractivo para todos aquellos que dudaban pero sentían curiosidad por ese dios tan extraño que había sacrificado a su hijo en la cruz.
Claro que, ¿de dónde sacarían el dinero? Ni Lodin ni Elgstrand tenían respuesta a esa pregunta.
Cuando llegaron a donde se encontraba el barco inglés, Elgstrand descubrió con asombro que lo reconocía. Los misioneros subieron por la escala y allí estaba el capitán Dunn, al que Elgstrand ya había visto en otras ocasiones. Le presentó a Lodin y los tres se dirigieron al camarote del capitán. Dunn sacó una botella de coñac y unas copas y no se rindió hasta que consiguió que los dos misioneros se tomasen un par de copas cada uno.
—Aún siguen aquí —comentó—. Me sorprende. ¿Cómo resisten?
—Gracias a nuestra vocación —respondió Elgstrand.
—¿Cómo van las cosas?
—¿A propósito de qué?
—Las conversiones. ¿Consiguen hacer que los chinos crean en Dios o siguen quemando incienso ante sus ídolos?
—Convertir a una persona lleva su tiempo.
—Y ¿cuánto se tarda en convertir a todo un pueblo?
—Nosotros no calculamos así. Podemos quedarnos toda la vida. Después de nosotros vendrán otros a tomar el relevo.
El capitán Dunn los observó inquisitivo. Elgstrand recordó que, en una visita anterior, el capitán le habló mucho y mal del pueblo chino.
—El tiempo es algo que se nos escapa entre los dedos, por más que intentemos retenerlo; pero ¿y las distancias? Antes de que lográsemos descubrir el instrumento con el que medir nuestros desplazamientos en millas marinas sólo teníamos una medida, lo que llamábamos la estimación, que alcanzaba hasta donde podía divisar un marinero con buena vista, hasta la porción de tierra avistada o hasta el barco más cercano. «¿Cómo mide usted las distancias, señor misionero? ¿Cómo mide usted la distancia entre Dios y las personas a las que quiere convertir?».
—La paciencia y el tiempo también son distancias.
—Lo admiro —confesó Dunn—. Aunque me pese. Pues la fe nunca le ha servido a un capitán para orientarse entre escollos y arrecifes. Para nosotros sólo importa el conocimiento. Digamos que son distintos los vientos que hinchan nuestras velas.
—Hermosa imagen —intervino Lodin, que hasta el momento había guardado un atento silencio.
El capitán Dunn se agachó y abrió un cofre de madera que había junto a su hamaca. Sacó de debajo un montón de cartas, algunas bastante gruesas, y, finalmente, el paquete con el dinero y las letras de cambio con que los misioneros podrían pagar a los comerciantes ingleses de Fuzhou.
Le dio a Elgstrand un papel en el que figuraba la suma de dinero.
—Le ruego que lo cuente y apruebe la cantidad.
—¿Es necesario? No creo que a un capitán de navío se le ocurriese robar del dinero reunido por personas pobres para ayudar a los herejes a ganarse una vida mejor.
—Lo que usted crea o no, tanto da. Para mí lo único importante es que ustedes vean con sus propios ojos que han recibido la cantidad justa.
Elgstrand contó los billetes y, cuando hubo terminado, le firmó a Dunn un recibo que éste guardó en el cofre antes de volver a cerrarlo con llave.
—Es mucho el dinero que se gastan en sus chinos —observó—. Deben de ser muy importantes para ustedes.
—Sí, lo son.
Ya había empezado a anochecer cuando Elgstrand y Lodin pudieron dejar el barco. El capitán Dunn los vio desde la falca subir a la barcaza que los llevaría a casa.
—Adiós —les gritó—. Quién sabe si volveremos a vernos en el río una vez más.
La barcaza empezó a surcar las aguas. Los remeros levantaban y bajaban los remos rítmicamente. Elgstrand miró a Lodin y rompió a reír.
—El capitán Dunn es un hombre curioso. Yo creo que, en el fondo, tiene buen corazón, pese a que da la impresión de ser una persona impertinente y blasfema.
—No creo que sea el único en pensar así —respondió Lodin.
Siguieron en silencio. Por lo general, la barcaza solía navegar cerca de la orilla, pero en esa ocasión los remeros prefirieron avanzar por mitad del río. Lodin dormía. Elgstrand dormitaba. De repente se despertó: varios barcos surgieron de la oscuridad e hicieron chocar sus proas contra el casco. Todo sucedió tan rápido que Elgstrand apenas pudo darse cuenta de lo que estaba sucediendo. «Un accidente», se dijo. ¿Por qué los remeros no se mantenían cerca de la orilla como solían hacer?
Entonces vio que no era un accidente. Unos hombres enmascarados abordaban su barco. Lodin, que se acababa de despertar e intentaba levantarse, recibió un fuerte golpe en la cabeza y se desvaneció. Los remeros no intentaron defender a Elgstrand ni tampoco huir con la barcaza. Elgstrand comprendió que se trataba de un ataque bien planeado.
—¡En el nombre de Jesús! —gritó—. Somos misioneros, no queremos causar ningún mal.
De repente, uno de los enmascarados se le colocó delante. Llevaba en la mano un objeto que parecía un hacha o un martillo. Sus miradas se cruzaron.
—Perdonad nuestras vidas —suplicó Elgstrand.
El hombre se quitó la máscara, A pesar de la oscuridad, Elgstrand supo enseguida que era San. Éste alzó el hacha con rostro inexpresivo y la dejó caer sobre su cabeza, en el centro, entonces San arrojó el cuerpo del misionero por la borda y vio cómo se lo llevaba la corriente. Uno de sus hombres se disponía a degollar a Lodin cuando San alzó la mano para impedírselo.
—Déjalo vivir. Quiero que alguien quede vivo para contarlo.
San se llevó el maletín con el dinero y saltó a otro de los botes. Lo mismo hicieron los remeros que habían llevado a Elgstrand y a Lodin, que se quedó solo e inconsciente a bordo de la barcaza.
El río fluía despacio. No quedaba ni rastro de los bandidos.
Al día siguiente hallaron el bote con el cuerpo aún inconsciente de Lodin. El cónsul británico de Fuzhou se hizo cargo de él y lo alojó en su residencia mientras se recuperaba. Cuando Lodin superó lo peor del trance, el cónsul le preguntó si había reconocido a alguno de los atacantes. Lodin respondió que no. Todo había ocurrido tan rápido, los hombres iban enmascarados, no tenía ni idea de lo que habría sido de Elgstrand.
El cónsul se preguntaba por qué razón le habrían perdonado la vida a Lodin. Los piratas chinos de los ríos no solían perdonarle la vida a ninguna de sus víctimas, pero en esa ocasión habían hecho una misteriosa excepción.
El cónsul se puso enseguida en contacto con las autoridades de la ciudad y protestó por lo sucedido. El mandarín decidió intervenir. Sus pesquisas lo llevaron a un pueblo al noroeste del río. Puesto que los bandidos no estaban, el mandarín castigó a sus familiares: los colgó a todos sin juicio e incendió el pueblo entero.
Las consecuencias del suceso resultaron terribles para el trabajo de evangelización. Lodin cayó en una profunda depresión y no se atrevía a abandonar el consulado británico. Le llevó mucho tiempo recobrar la salud y poder regresar a Suecia, donde los responsables de la misión adoptaron la difícil decisión de, por el momento, no enviar más misioneros. Todos sabían que lo que le había sucedido al hermano Elgstrand formaba parte del martirio, que constituía una posibilidad y un riesgo para los misioneros que trabajaban en zonas peligrosas. Si Lodin se hubiese recuperado totalmente como para poder trabajar, las cosas habrían sido distintas; pero un hombre que no hacía más que llorar y que no se atrevía a salir a la calle no era, desde luego, una piedra sobre la que asentar la continuación de los trabajos misioneros.
Así pues, la misión se cerró. Y a los diecinueve chinos convertidos les recomendaron que se dirigiesen a la misión alemana o la americana, que también trabajaban cerca del río Min.
Y los informes de Elgstrand sobre la misión, que ya no interesaban a nadie, quedaron archivados.
Unos años después de que Lodin llegase a Suecia, un chino muy bien vestido llegó a Cantón en compañía de sus sirvientes. Era San, que regresaba a la ciudad tras haber llevado una vida discreta en Wuhan.
Por el camino, se detuvo en Fuzhou. Mientras sus criados esperaban en una fonda, San se dirigió al lugar junto al río en que estaban enterrados su hermano y Qi. Encendió incienso y estuvo largo rato sentado en la hermosa colina. Habló con los muertos en voz baja sobre la vida que por entonces llevaba. No obtuvo respuesta alguna, pero estaba seguro de que ellos lo habían escuchado.
En Cantón alquiló una pequeña casa a las afueras de la ciudad, lejos de los barrios extranjeros y de aquellos en que vivían los chinos normales y pobres. Llevaba una existencia sencilla y apartada. Cuando alguien preguntaba a sus sirvientes quién era su amo, éstos respondían que vivía de sus rentas y que dedicaba su tiempo al estudio. San saludaba siempre respetuosamente, pero se abstenía de mezclarse demasiado con los demás.
En su casa brillaba siempre la luz de los candiles hasta muy tarde. San seguía escribiendo sobre lo que le había sucedido desde el día en que sus padres se quitaron la vida. No omitía ningún detalle. No necesitaba invertir sus días en trabajar, puesto que lo que contenía el maletín de Elgstrand era más que suficiente para la vida que llevaba.
La idea de que se tratase del dinero de la misión le producía una satisfacción enorme. Era una venganza por haberse visto defraudado por los cristianos durante tanto tiempo, pues quisieron hacerle creer que existía un dios justo que trataba igual a todos los hombres.
Pasaron muchos años antes de que San encontrara a otra mujer. Un día, durante una de sus visitas regulares a la ciudad, vio a una joven que caminaba por la calle con su padre. Empezó a seguirlos y, cuando vio dónde vivían, le encargó a su sirviente de más confianza que se informase de quién era el padre. El criado averiguó que era uno de los servidores del mandarín de la ciudad, aunque de bajo rango. San comprendió que el hombre lo consideraría un pretendiente adecuado para su hija. Lo abordó poco a poco, se presentó y lo invitó a una de las casas de té más célebres de Cantón. Poco después, San fue invitado a la casa del funcionario y pudo finalmente conocer a la joven, que se llamaba Tie. La muchacha resultó de su agrado y, cuando empezó a mostrarse menos tímida, San comprobó que tampoco era necia.
Un año más tarde, en mayo de 1881, San y Tie se casaron. En marzo de 1882 tuvieron un hijo al que llamaron Guo Si. San no se cansaba de contemplar al bebé, y por primera vez en muchos años sintió la alegría de vivir.
Su ira, no obstante, no se había atenuado. Cada vez dedicaba más tiempo a colaborar con las sociedades secretas que trabajaban para ahuyentar del país a los blancos. La pobreza y el sufrimiento de su país jamás encontrarían alivio mientras los blancos controlasen los ingresos del comercio y obligasen a los chinos a consumir opio, aquel odioso medio para embriagarse.
Pasó el tiempo. San envejecía, su familia aumentaba. Por las noches solía retirarse a leer el ya extenso diario que había seguido escribiendo. Ahora sólo esperaba que sus hijos creciesen lo suficiente como para comprender y, tal vez, poder leer el libro en el que él llevaba tantos años trabajando.
Ante la puerta de su hogar veía el fantasma de la pobreza deambulando por las calles de Cantón. «Aún no es el momento», se decía. «Pero, un día, todo esto desaparecerá de repente, como si el río se lo llevara consigo al desbordarse».
San continuó llevando una vida sencilla, dedicando la mayor parte de su tiempo a sus hijos.
Sin embargo, cuando salía a pasear por la ciudad, siempre lo hacía armado con un afilado cuchillo que llevaba oculto entre su ropa, buscaba a Zi.