Una noche durante el otoño de 1868, San se sentó a una pequeña mesa sobre la que ardía una vela solitaria. Empezó a plasmar con gran esfuerzo los signos escritos que terminarían por componer el relato sobre su vida y la de sus dos hermanos muertos. Habían pasado cinco años desde que Zi los secuestró y uno desde que regresó a Cantón con el pie de Guo Si en un hatillo. Aquel último año lo había pasado con Elgstrand y Lodin en Fuzhou, sirviéndolos con su eterna presencia, y gracias al maestro que le había buscado Lodin logró aprender a escribir.
Según pudo ver San desde la casa en la que tenía su habitación, la noche en que empezó a redactar su historia soplaba un fuerte viento. Escuchaba el ruido con el pincel en la mano mientras pensaba que era como si lo hubiesen transportado de nuevo a alguno de los barcos en los que había viajado.
Entonces fue cuando, además, creyó empezar a comprender con exactitud la magnitud de lo que había sucedido. Decidió que debía recordar con todo detalle sin obviar un solo acontecimiento. Si le faltaban ideogramas o palabras, podía preguntarle a Pei, su maestro, que había prometido ayudarle. No obstante, éste le había advertido a San que no debía esperar demasiado, pues empezaba a sentir la llamada de la tierra y no viviría mucho más tiempo.
Durante los años transcurridos desde que llegaron a Fuzhou y se instaló en la casa que Elgstrand y Lodin habían comprado, San se había hecho muchas veces la misma pregunta. ¿A quién le contaría aquella historia? Jamás volvería a su pueblo, y, salvo allí, no había nadie en ningún otro lugar que lo conociera.
No tenía para quién escribir. No obstante, deseaba hacerlo. Si era cierto que existía un creador que gobernaba sobre vivos y muertos, seguro que se encargaba de que su relato fuese a parar a manos de alguien que quisiera leerlo.
Así pues, San empezó a escribir. Muy despacio y con gran esfuerzo, mientras el viento castigaba las paredes. Iba meciéndose lentamente adelante y atrás sentado en el taburete mientras pensaba. La habitación no tardó en transformarse en un navío cuya cubierta vacilaba bajo sus pies.
Sobre la mesa tenía varios montones de papel. Igual que el cangrejo en el fondo del río, también él pensaba moverse hacia atrás, hacia el punto en que vio a sus padres colgados de la soga balanceándose al viento. Sin embargo, quiso empezar por el viaje que lo llevó al lugar donde se encontraba en ese momento, pues era el más próximo en el tiempo y el que más claro conservaba en la memoria.
Elgstrand y Lodin sintieron tanto alegría como temor mientras bajaban a tierra en Cantón. El caos del gentío, los aromas tan extraños y su incapacidad para comprender el dialecto tan especial que se hablaba en la ciudad los llenó de inseguridad. No obstante, los esperaba alguien, pues vivía en la ciudad un misionero sueco llamado Tomas Hamberg, que trabajaba para una sociedad alemana de publicaciones religiosas que se dedicaba a difundir traducciones de la Biblia al chino. Hamberg les dio una cálida acogida y los alojó en el edificio del barrio alemán donde tenía su casa y su despacho. San los acompañaba como el siervo silencioso en que había decidido convertirse. Él dirigía a las personas contratadas para llevar el equipaje, lavaba la ropa de los misioneros, los atendía a cualquier hora del día. Al mismo tiempo que guardaba silencio, siempre algo apartado de ellos, escuchaba cuanto se decía. Hamberg hablaba chino mejor que Elgstrand y Lodin, y, con el fin de que mejorasen su pronunciación, el hombre solía hablar con ellos en esa lengua extranjera, extranjera para los tres. Detrás de una puerta entreabierta, San escuchó cómo Hamberg le preguntaba a Lodin por las circunstancias en que lo habían conocido. Lo que más lo sorprendió y lo llenó de amargura fue oír que Hamberg prevenía a Lodin de que no se fiase demasiado de un sirviente chino.
Era la primera vez que San oía a un misionero decir algo negativo de un chino. En cualquier caso, resolvió que ni Elgstrand ni Lodin llegarían a adoptar el punto de vista de Hamberg. Ellos eran diferentes.
Después de varias semanas de intensos preparativos abandonaron Cantón y prosiguieron por la costa, y, finalmente por el río Min Jiang, hacia Fuzhou, la ciudad de la Pagoda Blanca. Gracias a la intervención de Hamberg recibieron una carta de presentación para el mandarín de la ciudad, que se había mostrado benévolo con los misioneros cristianos. San vio con asombro cómo Elgstrand y Lodin se arrojaban al suelo sin dudar y daban con la frente en el suelo para saludar al mandarín. Éste les había permitido difundir su fe en la ciudad; y, tras varias pesquisas, encontraron un inmueble que se adaptaba a sus fines, una explanada rodeada de gran número de casas.
El día que se mudaron, Elgstrand y Lodin se arrodillaron y bendijeron el lugar sobre el que construirían su futuro. San también se arrodilló, pero no pronunció la bendición, sino que pensó que aún no había encontrado un lugar adecuado para enterrar el pie de Guo Si.
Le llevó varios meses, hasta que dio con un sitio junto al río en el que el sol de la tarde ardía sobre los árboles y, muy despacio, iba transformando la tierra en una sombra. San visitó el lugar varias veces y, allí sentado con la espalda apoyada contra una roca, sentía una paz inmensa. El río fluía dulcemente pendiente abajo, e incluso en aquella época otoñal crecían flores en las hundidas orillas.
Allí podría sentarse a conversar con sus hermanos. Allí ellos podrían sentir cercana su presencia. Allí podrían estar juntos. En aquel lugar se desdibujaría la frontera entre los vivos y los muertos.
Un día, muy temprano por la mañana, cuando nadie lo veía, se encaminó al río, cavó un hoyo bien profundo en la tierra y enterró en él el pie de su hermano y el pulgar de Liu. Volvió a cubrirlo de tierra y puso mucho cuidado en borrar cualquier rastro. Finalmente, sacó una piedra que se había traído de su largo viaje a través de los desiertos americanos y la colocó encima de donde había enterrado los huesos.
San pensó que debería rezar alguna de las oraciones que le habían enseñado los misioneros, pero puesto que Wu, que en cierto modo también estaba allí, no había conocido al dios al que iban dirigidas las oraciones, no dijo más que sus nombres. Les puso alas a sus espíritus y los dejó partir volando.
Elgstrand y Lodin desplegaron una energía sorprendente. San sentía cada vez más respeto por su capacidad inquebrantable de suprimir todos los obstáculos y de convencer a la gente de que les ayudase a construir la ciudad misionera. Claro que tenían dinero. Era una condición indispensable para realizar el trabajo. Elgstrand había acordado con una naviera inglesa, cuyos barcos solían atracar en Fuzhou, que se encargase de los envíos de dinero desde Suecia. A San le sorprendía que en ningún momento les preocupase que pudieran entrar ladrones que no dudarían en acabar con sus vidas por quedarse con lo que poseían. Elgstrand guardaba el dinero y las cosas de valor bajo la almohada de la cama cuando dormía. Si él o Lodin no se encontraban allí, San era el responsable.
En una ocasión, San contó en secreto el dinero que guardaban en un pequeño maletín de piel. Se quedó perplejo al comprobar la enorme suma. Por un instante tuvo la tentación de llevarse el dinero y marcharse de allí. Podría llegar a Pekín y vivir de las rentas como un hombre rico.
La tentación desapareció tan pronto como pensó en Guo Si y en los cuidados que los misioneros le habían dispensado durante sus últimos días.
Él, por su parte, llevaba una vida con la que ni había soñado. Tenía una habitación con una cama, ropa limpia y no le faltaba comida. Del peldaño más ínfimo había pasado a ser responsable de los distintos sirvientes que había en la casa. Era estricto y enérgico, pero nunca les imponía un castigo físico si alguno se equivocaba.
Pocas semanas después de llegar, Elgstrand y Lodin abrieron las puertas de su casa e invitaron a entrar a cuantos sintieran curiosidad por oír lo que los extranjeros blancos tuviesen que revelarles. La explanada central se llenó hasta el punto de que no quedó un hueco libre. San, que se mantenía apartado, escuchaba cómo Elgstrand, con sus limitados recursos lingüísticos, les hablaba de aquel dios extraordinario que había enviado a su hijo para que lo crucificasen. Mientras tanto, Lodin iba pasando entre los asistentes estampas en color.
Cuando Elgstrand guardó silencio, todos se apresuraron a abandonar el lugar; pero al día siguiente ocurrió lo mismo y la gente volvió o acudió acompañando a quien repetía. Toda la ciudad empezó a hablar de los extraños hombres blancos que se habían instalado a vivir entre ellos. Lo más difícil de entender para los chinos era que Elgstrand y Lodin no se dedicasen a los negocios. No vendían mercancías ni querían comprar nada. Simplemente hablaban en su limitado chino sobre un dios que trataba a todos los seres humanos como si fuesen iguales.
Durante aquella primera época, los esfuerzos de los misioneros no conocieron límites. Sobre la puerta de acceso al patio habían colgado ya un tablero que, en chino, decía TEMPLO DEL DIOS VERDADERO. Parecía que los dos hombres no dormían nunca, siempre estaban trabajando. A veces, San los oía decir en chino la expresión «humillante idolatría», algo que había que combatir. Se preguntaba cómo se atrevían a creer que conseguirían que los chinos abandonasen ideas y creencias que habían pervivido a lo largo de muchas generaciones. ¿Cómo podría un dios que permitía que crucificasen a su hijo ofrecer a un chino consuelo espiritual o fuerza para vivir?
San tuvo mucho trabajo desde el día en que llegaron a la ciudad. Cuando Elgstrand y Lodin encontraron la casa que se adaptaba a sus objetivos y le pagaron al propietario lo que pedía, San recibió el encargo de buscar personal de servicio. Puesto que eran muchos los que acudían allí a buscar trabajo, lo único que tenía que hacer San era valorar al aspirante, preguntarle cuáles eran sus méritos y utilizar su sentido común para juzgar quién era el más adecuado.
Una mañana, semanas después de que se hubiesen instalado, cuando San realizaba la primera de sus tareas, que consistía en retirar la tranca y abrir el pesado portón de madera, apareció ante él una joven. Con la vista clavada en el suelo, le dijo que se llamaba Luo Qi. Procedía de un pequeño pueblo más arriba del río Mi, en las proximidades de Shuikou. Sus padres eran pobres y ella dejó el pueblo el día que su padre decidió venderla como concubina a un hombre de Nanchang que tenía setenta años. Le rogó a su padre que no lo hiciera, puesto que corría el rumor de que varias de las anteriores concubinas de aquel hombre habían muerto apaleadas una vez que él se había cansado de ellas. Su padre se negó a cambiar de idea y ella huyó del pueblo. Un misionero alemán que había llegado navegando por el río hasta Gou Sihan le contó que había una misión en Fuzhou donde ofrecían compasión cristiana a quien la necesitaba.
Cuando la mujer guardó silencio, San se quedó mirándola un buen rato. Le hizo algunas preguntas sobre lo que sabía hacer y la dejó entrar. Se quedaría unos días de prueba, ayudando a las mujeres y al cocinero responsables de preparar la comida de la misión. Si todo iba bien, tal vez le ofrecería trabajo.
La alegría con que la joven acogió sus palabras lo conmovió. Jamás había soñado con ejercer un poder tan grande, tener la posibilidad de proporcionar alegría a otra persona ofreciéndole un trabajo y una salida por la que escapar a una miseria sin fin.
Qi cumplió bien sus tareas y San le permitió quedarse. Vivía con las demás sirvientas y pronto se hizo querer por todos, pues era una persona tranquila que nunca intentaba zafarse de las tareas. San solía quedarse mirándola mientras trabajaba en la cocina o cuando cruzaba el patio con paso presuroso para hacer algún recado. Sin embargo, nunca se dirigía a ella en un tono distinto al que usaba con los demás sirvientes.
Poco antes de Navidad, Elgstrand le pidió un día que contratase a unos remeros y que alquilase una barcaza. Navegarían río abajo para visitar un buque inglés que acababa de llegar de Londres. El cónsul británico de Fuzhou le había comunicado a Elgstrand que en el barco había un paquete para la misión.
—Será mejor que vengas conmigo —le dijo Elgstrand con una sonrisa—. Para recoger una bolsa llena de dinero necesito a mi hombre de confianza.
San encontró en el puerto un grupo de remeros que aceptaron el encargo. Al día siguiente, Elgstrand y San subían a bordo. Un segundo antes, San le había susurrado al oído que tal vez fuese mejor no decir una palabra de lo que iban a recoger de la embarcación inglesa.
Elgstrand sonrió.
—Soy bastante confiado —admitió—, pero no tanto como crees.
Tres horas les llevó a los remeros alcanzar el barco inglés y varar a su lado. Elgstrand bajó por la escala junto con San. Un capitán calvo llamado John Dunn salió a recibirlos. Observó a los remeros con suma desconfianza antes de dedicarle una mirada displicente también a San, e hizo un comentario que éste no comprendió. Elgstrand negó con un gesto y le explicó a San que el capitán Dunn no tenía a los chinos en mucha consideración.
—Considera que todos sois ladrones y estafadores —dijo Elgstrand entre risas—. Un día entenderá lo equivocado que está.
El capitán Dunn y Elgstrand entraron en el camarote del primero. Minutos después, Elgstrand regresó con un maletín de piel en la mano que, con un gesto ostentoso, le pasó a San.
—El capitán Dunn piensa que estoy loco al confiar en ti. Es triste tener que admitir que el capitán Dunn es una persona extremadamente mezquina, que sabrá mucho de barcos, vientos y océanos, pero nada sobre el ser humano.
Volvieron a la barcaza con los remeros y, cuando llegaron a la misión, ya había oscurecido. San le pagó al jefe del grupo de remeros. Empezó a sentir miedo cuando se adentraron en los oscuros callejones. No podía acallar el recuerdo de aquella noche, en Cantón, cuando Zi lo engañó a él y a sus hermanos y los hizo caer en la trampa. Pero nada sucedió. Elgstrand entró en su despacho con el maletín, San trancó la puerta y despertó al vigilante nocturno que se había dormido apoyado en la fachada.
—Te pagan para que vigiles, no para que duermas —le recordó.
Sin embargo, se lo dijo con amabilidad, pese a que sabía que el vigilante era perezoso y no tardaría en volver a dormirse; pero éste tenía muchos hijos a los que mantener y una esposa que se había quemado con agua hirviendo y que yacía en cama desde hacía muchos años gritando de dolor.
«Soy un capataz con los pies en la tierra», se dijo. «No voy sobre un caballo como J. A. Además, duermo como un perro guardián, con un ojo abierto».
Se alejó del portón y fue a su habitación. Por el camino se dio cuenta de que la luz del dormitorio de las sirvientas estaba encendida. Frunció el ceño. Estaba prohibido tener velas encendidas por la noche, pues podía provocarse un incendio. Se acercó a la ventana y miró por el claro que quedaba entre las dos cortinas. En la habitación había tres mujeres. Una de ellas, la más anciana de las sirvientas de la casa, dormía ya, en tanto que Qi y la otra muchacha, que se llamaba Na, estaban charlando sentadas en la cama que compartían. Tenían un candil en la mesa. Puesto que era una noche calurosa, Qi se había desabotonado la blusa hasta el pecho. San miraba su cuerpo como embrujado. No podía oír sus voces y supuso que hablarían en susurros para no despertar a la otra mujer de más edad.
De repente, Qi volvió el rostro hacia la ventana. San retrocedió enseguida. ¿Lo habría visto? Se agazapó en la oscuridad y aguardó; pero Qi no cerró bien las cortinas. Él volvió a la ventana y allí permaneció hasta que Na sopló la luz del candil y dejó la habitación a oscuras.
San no se movió. Uno de los perros que corrían sueltos por el patio durante la noche para disuadir a posibles ladrones se le acercó a olisquearle las manos.
—No soy un ladrón —le susurró al animal—. Soy un hombre normal que desea a una mujer que tal vez un día sea suya.
A partir de ese instante, San empezó a acercarse a Qi. Lo hizo con miramiento, para no asustarla. Y tampoco quería que su interés por ella fuese demasiado evidente para los demás sirvientes. La envidia prendía fácilmente y con rapidez entre los criados.
Qi tardó bastante tiempo en comprender las discretas señales que San le enviaba. Empezaron a verse en la oscuridad ante el dormitorio de las mujeres, después de haberle arrancado a Na la promesa de que no los delataría. A cambio le dieron un par de zapatos. Finalmente, al cabo de unos seis meses, Qi empezó a pasar la mitad de la noche en la habitación de San. Cuando estaban juntos, San sentía una felicidad capaz de disipar todas las sombras tortuosas y los recuerdos que, por lo general, siempre lo acechaban.
Para San y Qi no cabía la menor duda de que querían pasar la vida juntos.
San decidió hablar con Elgstrand y Lodin y pedirles permiso para casarse. Una mañana fue a buscar a los misioneros después del desayuno y antes de que comenzasen sus tareas diarias. Les explicó el asunto. Lodin guardó silencio y Elgstrand tomó la palabra.
—¿Por qué quieres casarte con ella?
—Porque es buena y considerada. Y sabe trabajar duro.
—Es una mujer de clase muy sencilla que no sabe nada de lo que tú has aprendido. Y no muestra el menor interés por el mensaje cristiano.
—Aún es muy joven.
—Hay quien dice que roba.
—Nadie se libra de los chismorreos que circulan entre los criados. Todos acusan a todos de cualquier cosa. Yo sé lo que es verdad y lo que no lo es. Qi no roba.
Elgstrand se volvió hacia Lodin. San no entendió una palabra de lo que se decían en aquella lengua extranjera.
—Creemos que debes esperar —declaró Elgstrand—. Y si os casáis, queremos que lo hagáis en una ceremonia cristiana. Será la primera que celebremos aquí. Pero ninguno de los dos está maduro aún. Queremos que aguardéis.
San hizo una reverencia y se marchó. Estaba profundamente decepcionado; sin embargo, Elgstrand no había dado un no rotundo, de modo que un día él y Qi se casarían.
Meses más tarde, Qi le contó a San que iba a tener un hijo. San sintió un inmenso gozo en su interior y decidió que, si era un niño, se llamaría Guo Si. Al mismo tiempo, comprendió que la nueva situación podía representar un grave problema. En sus prédicas diarias a la gente que acudía a la explanada de la misión, Elgstrand y Lodin repetían unos mensajes con más frecuencia que otros. Entre otras cosas, San había comprendido que la religión cristiana exigía que las parejas estuviesen casadas antes de tener hijos. Mantener relaciones sexuales antes del matrimonio se consideraba un pecado grave. San pensó durante mucho tiempo qué hacer, pero no halló una solución. Podrían ocultar el vientre de Qi unos meses aún, aunque San se vería obligado a tratar el tema antes de que la verdad quedase de manifiesto.
Un día le dijeron que Lodin necesitaba un equipo de remeros para hacer una visita a una misión fundada por misioneros alemanes situada río arriba. Y como de costumbre en las travesías con remeros, San debía acompañarlo. Calculaban que el viaje y la visita a la misión durarían unos cuatro días. San se despidió de Qi la noche anterior a su partida y le prometió que dedicaría el tiempo a pensar una solución al grave problema que tenían.
Cuando, cuatro días después, volvió con Lodin, Elgstrand lo llamó, pues quería verlo enseguida y hablar con él. El misionero estaba sentado a la mesa de su despacho. En condiciones normales, siempre le pedía a San que tomase asiento, pero en esta ocasión no lo hizo. San barruntaba que algo había sucedido.
—¿Cómo ha ido el viaje?
—Todo ha ido según los planes.
Elgstrand asintió reflexivo y clavó en San una mirada inquisitiva.
—Estoy decepcionado —confesó—. Hasta el último momento quise creer que los rumores que había oído no eran ciertos. Finalmente, me vi obligado a intervenir. ¿Sabes de qué te hablo?
San lo sabía, pero lo negó.
—Eso no hace sino aumentar mi decepción —contestó Elgstrand—. Cuando una persona miente, el diablo ha entrado en su alma. Por supuesto te hablo de que la mujer con la que querías casarte está embarazada. Te daré otra oportunidad para que me digas la verdad.
San bajó la cabeza, pero no respondió. El corazón se le salía del cuerpo.
—Por primera vez desde que nos conocimos en el barco que nos trajo aquí has provocado que me sienta abatido contigo —prosiguió Elgstrand—. Tú nos diste a mi hermano y a mí la sensación de que los chinos también podían ascender a un nivel espiritual más elevado. Han sido días difíciles. He rogado por ti y he decidido que puedes quedarte. Ahora bien, debes esforzarte con más ahínco y tesón que nunca para que llegue el día en que abraces la fe en nuestro Señor.
San seguía con la cabeza baja, aguardando una continuación que no se produjo.
—Eso es todo —le dijo Elgstrand—. Vuelve a tus tareas.
Ya en la puerta, oyó la voz del misionero a su espalda.
—Comprenderás que Qi no podía quedarse aquí. Ya se ha marchado.
San estaba paralizado de terror cuando salió a la explanada, sentía algo similar a lo que se apoderó de él cuando murieron sus hermanos. Ahora se veía otra vez por tierra. Buscó a Na, la agarró del cabello y la sacó de la cocina. Era la primera vez que San recurría a la violencia con alguno de los criados. Na se tiró al suelo dando gritos. San comprendió enseguida que no fue ella quien delató a Qi, sino la criada de más edad, que había oído a la joven cuando ésta le confiaba a Na su secreto. San logró dominar el impulso de ir a buscarla a ella también; si lo hacía, se vería obligado a abandonar la misión. Se llevó a Na a su habitación y la sentó en un taburete.
—¿Dónde está Qi?
—Se fue hace dos días.
—¿Adónde?
—No lo sé. Estaba muy triste y se fue corriendo.
—Alguna pista debió de darte sobre adónde pensaba ir.
—Creo que ni ella lo sabía. Tal vez ha bajado a la orilla del río para aguardar allí tu regreso.
San se levantó resuelto y salió a la carrera de la habitación, cruzó el portón y bajó al puerto; pero no la encontró. Siguió buscándola casi todo el día, preguntándoles a unos y a otros, pero nadie la había visto. Habló con los remeros, que le prometieron que le avisarían si la veían.
De nuevo en la misión, cuando volvió a ver a Elgstrand, le dio la impresión de que éste ya había olvidado lo sucedido. El misionero estaba preparando el oficio del día siguiente.
—¿No crees que deberíamos barrer la explanada? —preguntó Elgstrand en tono amable.
—Me ocuparé de que se haga mañana temprano, antes de que lleguen los fieles.
Elgstrand asintió y San le hizo una reverencia. Era evidente que, a juicio del misionero, Qi había cometido un pecado tan grave que la joven no tenía salvación.
San no alcanzaba a comprender que hubiese personas que jamás podían gozar de la gran misericordia, aunque su pecado no hubiese consistido más que en amar a otra persona.
Observó a Elgstrand y a Lodin mientras conversaban ante la oficina de la misión.
Experimentó la sensación de estar viéndolos realmente por primera vez.
Dos días después, San recibió un recado de uno de sus amigos del puerto. Se apresuró a acudir y, una vez allí, se vio obligado a abrirse paso a través de la muchedumbre. Qi yacía sobre un madero. Pese a que llevaba una gruesa cadena de hierro alrededor de la cintura, su cuerpo había vuelto de las profundidades. La cadena se había enganchado en un remo que izó el cadáver hasta la superficie. Tenía la piel violácea, los ojos cerrados. Sólo San sabía que llevaba un niño en su vientre.
Una vez más, se había quedado solo.
Le dio unas monedas al hombre que había mandado el aviso, una cantidad de dinero suficiente para quemar el cadáver. Dos días después enterró sus cenizas en el mismo lugar donde descansaban los restos de Guo Si.
«Esto es lo único que he conseguido en mi vida», se lamentó. «Construyo y voy poblando mi propio cementerio. Aquí descansan los restos de cuatro personas, una de las cuales ni siquiera llegó a nacer».
Se arrodilló y tocó el suelo con la frente varias veces. Oleadas de dolor arrasaban su alma sin que él pudiese hacerle frente. Como un animal, aulló de ira ante lo sucedido. Jamás se había sentido tan indefenso como en ese momento. Él, que un día se creyó capaz de proteger a sus hermanos, había quedado reducido a la sombra de un hombre destrozado.
Cuando, ya avanzada la tarde, volvió a la misión, el vigilante le dijo que Elgstrand había estado buscándolo. San llamó a la puerta del despacho, donde el misionero escribía a la luz de su candil.
—Te andaba buscando —le dijo Elgstrand—. Has estado fuera todo el día. Le pedí a Dios que no te hubiese ocurrido nada.
—No, no es nada —respondió San con una breve inclinación—. Me dolía una muela que ya me he curado con unas hierbas.
—Muy bien. Sin ti no salimos adelante. Ya puedes irte a dormir.
San no les contó nunca a Elgstrand y a Lodin que Qi se había quitado la vida. Contrataron a otra joven. San se guardó su inmenso dolor y, durante muchos meses, continuó siendo el criado indispensable de los misioneros. Nunca revelaba lo que pensaba ni que la atención con que ahora escuchaba sus prédicas había cambiado.
Fue por aquel entonces cuando se le ocurrió que ya dominaba suficientes signos como para empezar a dar forma a su historia y la de sus hermanos. Seguía sin saber a quién dirigirla. Tal vez sólo al viento, pero, de ser así, obligaría al viento mismo a prestarle oídos.
Escribía por las noches, cada vez dormía menos, sin descuidar por ello sus obligaciones. Siempre era amable, siempre estaba dispuesto a prestar ayuda, a tomar decisiones, a organizar a los criados y a facilitar los trabajos de evangelización de Elgstrand y Lodin.
Había pasado un año desde su llegada a Fuzhou. San constató que llevaría mucho tiempo crear el Reino de Dios con el que soñaban los misioneros. Después de doce meses, tan sólo diecinueve personas se habían convertido y gozaban de la misericordia cristiana.
San escribía sin cesar, retrotrayéndose a los orígenes de su huida del pueblo.
Entre sus cometidos se incluía el de limpiar el despacho de Elgstrand. Ninguna otra persona podía entrar allí para ejecutar esa tarea y mantener la habitación limpia de polvo y suciedad. Un día en que San, con sumo cuidado, pasaba un paño por la mesa, se cayeron unos documentos y vio por casualidad una carta que Elgstrand le había escrito en caracteres chinos a uno de sus amigos misioneros de Cantón con el que solía practicar el idioma.
Elgstrand le hablaba a su amigo con toda confianza y le decía que «los chinos son como ya sabes muy trabajadores y capaces de soportar las penurias como los burros y los mulos soportan los palos y los azotes. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que son simples y astutos mentirosos y estafadores, son altivos y avariciosos y tienen un instinto animal que a veces me repugna. Son, por lo general, personas despreciables y sólo cabe esperar que el amor de Dios venza un día su terrible maldad y crueldad».
San volvió a leer la carta. Después terminó de limpiar y salió del despacho.
Continuó trabajando como si nada hubiese ocurrido, escribía por las noches y, durante el día, escuchaba los sermones de los misioneros.
Una noche de otoño de 1868 abandonó la misión sin ser visto. En una sencilla bolsa de tela llevaba sus pertenencias. Llovía y soplaba el viento cuando partió. El vigilante dormía junto al portón y no lo oyó trepar. Cuando llegó a la parte superior del portón se sentó sobre él a horcajadas y derribó los tablones en los que se leía que aquélla era la puerta del Templo del Dios Verdadero. Los arrojó al barro, fuera del recinto.
La calle estaba desierta. Llovía a mares.
Lo engulló la oscuridad y desapareció.