El 5 de julio de 1867, los dos hermanos salieron de Liverpool en un barco llamado Nellie.
San no tardó en descubrir que él y Guo Si eran los únicos chinos a bordo. Les habían asignado las literas en el extremo de proa de la vieja embarcación, que olía a podrido. En el Nellie existían los mismos asentamientos colindantes que en Cantón: no había murallas, pero todos sabían cuál era su espacio. Navegaban hacia el mismo destino, pero no invadían el territorio ajeno.
Antes de zarpar, en el puerto mismo, San se fijó en dos pacíficos pasajeros con el cabello rubio que solían rezar arrodillados junto a la borda. Parecían ajenos por completo a cuanto sucedía a su alrededor: a los marineros que iban y venían ajetreados, a los contramaestres que los acuciaban y les gritaban órdenes… Los dos hombres seguían sumidos en sus oraciones hasta que terminaban y volvían a levantarse.
De pronto, se volvieron hacia San y se inclinaron levemente. San se sobresaltó, como si lo hubiesen amenazado. Jamás un hombre blanco se había inclinado ante él. Los blancos no les hacían reverencias a los chinos. Les daban patadas. Se retiró a toda prisa a donde dormía con su hermano y se puso a reflexionar sobre quiénes serían aquellos dos hombres.
No tenía la más remota idea. Su comportamiento le resultaba incomprensible.
Un día, bastante avanzada la tarde, soltaron amarras, el barco salió del puerto y levaron las velas. Soplaba una fresca brisa del norte y, a buena marcha, el barco zarpó rumbo al este.
San se aferraba a la falca del barco para que el viento le refrescase la cara. Los dos hermanos iban, por fin, camino de casa en su viaje alrededor del mundo. Ahora se trataba de no ponerse enfermos durante el viaje. San ignoraba qué sucedería en cuanto llegasen a China, sólo sabía que no quería volver a verse hundido en la miseria otra vez.
Mientras estaba allí en la proa, con la cara al viento, le vino a la memoria el recuerdo de Sun Na. Pese a que sabía que estaba muerta, consiguió imaginarse que la tenía al lado; pero cuando extendió la mano para tocarla, comprobó que no había nadie, sólo el viento que soplaba por entre sus dedos.
Pocos días después de zarpar y ya en alta mar, los dos hombres rubios se acercaron a San acompañados de un hombre mayor que formaba parte de la tripulación y que hablaba chino. San temió que él y Guo Si hubiesen cometido algún error, pero el tripulante, Mister Mott, les explicó que aquellos dos hombres eran misioneros suecos que iban a China y se los presentó como Mister Elgstrand y Mister Lodin.
La pronunciación china del señor Mott resultaba difícil de entender, pero San y Guo Si alcanzaron a comprender que los dos jóvenes eran sacerdotes que habían decidido dedicar sus vidas a trabajar en la misión cristiana en China. Iban camino de Fuzhou para fundar una parroquia en la que empezarían a convertir a los chinos a la fe verdadera. Combatirían la herejía y les mostrarían el camino al Reino de Dios, que era el verdadero objetivo del ser humano.
¿Querrían San y Guo Si ayudarles a los señores a mejorar sus escasos conocimientos de la lengua china? Algo sabían, pero estaban dispuestos a trabajar con tesón durante la travesía a fin de estar bien preparados cuando bajasen a tierra en la costa china.
San reflexionó un instante. No veía razón alguna para renunciar al pago que los dos hombres rubios estaban dispuestos a hacerle por el servicio, pues eso les facilitaría el regreso a su país.
Antes de responder hizo una reverencia.
—Será un placer para Guo Si y para mí ayudar a estos señores a penetrar los secretos de la lengua china.
Empezaron a trabajar al día siguiente. Elgstrand y Lodin querían invitar a San y a Guo Si a su sección del barco, pero San rechazó la oferta. Prefería quedarse en la proa.
San se convirtió en el maestro de los misioneros, mientras que Guo Si se dedicaba más bien a escucharlos.
Los dos misioneros suecos trataban a los hermanos como si fuesen sus iguales. A San le llevó mucho tiempo vencer la suspicacia que le inspiraba su amabilidad, pero al final se disiparon sus dudas. Lo llenaba de asombro el hecho de que no hubiesen emprendido aquel viaje para encontrar un trabajo ni porque los hubiesen obligado a huir. Lo hacían movidos por un sentimiento auténtico y por su voluntad de salvar almas de la perdición eterna. Elgstrand y Lodin estaban dispuestos a sacrificar sus vidas por su fe. Elgstrand procedía de una sencilla familia de agricultores, en tanto que el padre de Lodin era sacerdote en una zona despoblada. Ambos le mostraron en un mapa cuál era su lugar de nacimiento; hablaban sin tapujos, sin ocultar su modesto origen.
Cuando San vio el mapa del mundo, comprendió que el viaje que habían hecho él y Guo Si era el más largo que un ser humano podía realizar sin volver sobre sus propios pasos.
Elgstrand y Lodin eran aplicados. Estudiaban mucho y aprendieron rápido. Cuando llegaron al golfo de Vizcaya, ya habían establecido un horario según el cual tenían clase por la mañana y a última hora de la tarde. San empezó a hacerles preguntas sobre su fe y su dios. Quería entender lo que no había logrado explicarle su madre. Ella sabía algo del dios cristiano, pero les rezaba a otras fuerzas invisibles y sobrenaturales. ¿Cómo podía alguien estar dispuesto a sacrificar su vida para que otras personas creyesen en su dios?
Por lo general, era Elgstrand el que respondía. Lo más importante de su mensaje consistía en que todos los hombres eran pecadores, pero que podían salvarse y, después de la muerte, llegar al paraíso.
San pensaba en el odio que alimentaba contra Zi, contra Wang —que por suerte estaba muerto— y contra J. A., al que odiaba más que a ninguno. Elgstrand aseguraba que, según el dios cristiano, el peor delito que podía cometerse era matar a un semejante.
San se indignó. El sentido común le decía que Elgstrand y Lodin estaban equivocados. Hablaban sin cesar de lo que aguardaba después de la muerte, nunca de cómo podía cambiar un ser humano mientras se estaba vivo.
Elgstrand volvía a menudo sobre la idea de que todos los seres humanos eran iguales ante Dios, todos eran pobres pecadores; pero San no alcanzaba a comprender que él, Zi y J. A. fuesen recibidos con las mismas condiciones el día del juicio.
Sus dudas eran muchas, pero al mismo tiempo lo llenaban de admiración la amabilidad y la paciencia al parecer infinita que los dos jóvenes suecos mostraban con él y con Guo Si. Asimismo, se dio cuenta de que su hermano charlaba a menudo a solas con Lodin y que parecía aceptar gozoso lo que le decía. De ahí que San nunca entrase a discutir con Guo Si sobre lo que pensaba del dios blanco.
Elgstrand y Lodin compartían sus alimentos con San y Guo Si. San ignoraba qué había de cierto en lo que contaban de su dios, pero no cabía duda de que aquellos dos hombres vivían conforme a lo que predicaban.
Después de treinta y dos días de travesía, el Nellie atracó para repostar en el puerto de Ciudad del Cabo, al pie del monte Tafel, antes de proseguir rumbo al sur. El día que iban a bordear el cabo de Godahopp los sorprendió una terrible tormenta con viento del sur. Durante cuatro días, el Nellie se enfrentó a las olas con las velas desgarradas. San estaba aterrado ante la idea de que se hundiesen y, según pudo comprobar, también la tripulación tenía miedo. Los únicos a bordo que mostraban una calma absoluta eran Elgstrand y Lodin. O, al menos, ocultaban bien su temor.
Si San estaba asustado, Guo Si era presa del pánico. Lodin se quedó con él mientras las grandes masas de agua se estrellaban contra el barco amenazando con partir el casco en mil pedazos. Permaneció junto a Guo Si durante toda la tempestad. Cuando pasó, Guo Si se arrodilló y dijo que quería declarar su fe en el dios que los hombres blancos iban a revelar entre sus hermanos chinos.
La admiración de San por los misioneros crecía sin cesar, pues habían soportado la tormenta con una calma inexplicable. Sin embargo, él no era capaz, como Guo Si, de arrodillarse y rogarle a un dios que aún le resultaba demasiado misterioso y evasivo.
Bordearon la costa del cabo de Godahopp y navegaron con viento favorable por el océano Índico. El tiempo empezaba a ser más cálido, más fácil de soportar. San seguía ejerciendo de maestro mientras Guo Si se retiraba a diario con Lodin a mantener sus conversaciones y confidencias.
No obstante, San ignoraba qué les depararía el mañana. Un día, Guo Si enfermó de pronto. Despertó a San por la noche y le dijo en un susurro que había empezado a vomitar sangre. Guo Si estaba lívido y temblaba de frío. San le pidió a uno de los vigilantes que estaba de guardia que fuese a buscar a los misioneros. El hombre, que era americano, hijo de madre negra y padre blanco, observó a Guo Si.
—¿Estás diciéndome que vaya a despertar a uno de los señores porque un siervo chino está sangrando?
El marinero frunció el ceño. ¿Cómo podía un culi chino permitirse el lujo de dirigirse a un tripulante de ese modo? Pese a todo, sabía que los misioneros pasaban mucho tiempo con San y con Guo Si.
De modo que fue a buscar a Elgstrand y a Lodin. Se llevaron a Guo Si a su camarote y lo tumbaron en una de las camas. Lodin parecía poseer más conocimientos de medicina. Trató a Guo Si con distintos medicamentos. San observaba acuclillado contra una de las paredes del estrecho camarote. La luz vacilante del farol proyectaba juegos de sombras en las paredes. El barco cabalgaba despacio sobre las olas.
El fin se precipitó de súbito. Guo Si murió al amanecer. Antes de que exhalara el último suspiro, Elgstrand y Lodin le prometieron que iría con Dios si confesaba sus pecados y su fe. Ambos le tomaron las manos y rezaron con él. San estaba solo en un rincón del camarote. No había nada que él pudiese hacer. Su otro hermano lo abandonaba. En cualquier caso, no pudo por menos de admitir que los misioneros le transmitían a Guo Si una paz y una confianza que nunca había experimentado antes.
A San le costó comprender las últimas palabras que le dijo Guo Si, pero intuyó que lo que quería transmitirle era que no tenía miedo a morir.
—Ya me voy —le dijo Guo Si—. Marcharé sobre las aguas, como el hombre llamado Jesús. Voy camino de un mundo mejor, donde me espera Wu. Y tú también llegarás allí un día.
Cuando Guo Si murió, San se quedó con la cabeza entre las rodillas y se tapó los oídos con las manos. Elgstrand intentó hablar con él, pero San negó con la cabeza, sin decir nada. Nadie podía ayudarle a superar la desolación y la impotencia que sentía.
Regresó a su sitio en la proa del barco. Dos tripulantes cosieron un retal de una lona vieja e hicieron un saco para Guo Si en el que metieron varios eslabones de hierro oxidado como contrapeso.
Elgstrand le dijo a San que el capitán iba a oficiar el entierro dos horas más tarde.
—Quiero estar a solas con mi hermano —declaró San—. No me gustaría que estuviera aquí, sin nadie, hasta que lo arrojen al mar.
Elgstrand y Lodin llevaron el saco con el cadáver a su camarote y dejaron solo a San. Éste tomó un cuchillo que había sobre la mesita y descosió el saco con cuidado. Luego le cortó a Guo Si el pie izquierdo. Puso mucho cuidado en evitar que salpicase sangre sobre la mesa, envolvió con un trozo de tela el miembro seccionado y se lo guardó dentro de la camisa. Después volvió a coser el saco. Nadie notaría que lo habían abierto.
«Yo tenía dos hermanos», pensó. «Y debía cuidarlos. Ahora, lo único que tengo es un pie».
El capitán y la tripulación se reunieron junto a la barandilla. El saco que contenía el cadáver de Guo Si estaba sobre una plancha de madera, apoyada en unos caballetes. El capitán se quitó la gorra, leyó un pasaje de la Biblia y entonó un salmo. Elgstrand y Lodin cantaron con sus voces cristalinas. Justo en el momento en que el capitán iba a dar la señal de que levantasen el madero por la borda, Elgstrand alzó la mano para que se detuvieran.
—Este hombre sencillo, un chino llamado Wang Guo Si, halló la salvación antes de morir. Aunque su cuerpo vaya ahora camino del fondo del mar, su alma está libre y se encuentra ya en las alturas. Roguemos a Dios, que ve a los muertos y libera sus almas. Amén.
Cuando el capitán dio por fin la señal, San cerró los ojos. Le sonó lejano el chasquido del cuerpo al caer al agua.
San regresó a donde él y su hermano habían pasado todo el tiempo durante el viaje. Aún le costaba hacerse a la idea de que Guo Si estuviese muerto. Precisamente cuando empezaba a pensar que a su hermano le habían vuelto las ganas de vivir, en especial después del encuentro con los dos misioneros, resulta que se murió de una enfermedad desconocida.
«Dolor», se dijo San. «Dolor y espanto ante lo que la vida le daba fue lo que lo mató al final. Ni la tos, ni la fiebre, ni los escalofríos».
Elgstrand y Lodin querían consolarlo, pero San les explicó que en aquellos momentos necesitaba estar solo.
La noche posterior al entierro, San comenzó el cruento trabajo de retirar la piel, los nervios y los músculos del pie de Guo Si. No tenía más herramientas que un perno de hierro oxidado que había encontrado en cubierta. A aquella tarea sólo se dedicaba de noche, cuando nadie lo veía, e iba arrojando los restos de carne por la borda. Una vez que tuvo limpios los huesos, los secó con un retazo de tela y los ocultó en su hatillo.
La semana siguiente la pasó sumido en la soledad. Hubo momentos en los que pensó que lo mejor sería avanzar a hurtadillas hasta la borda, protegido por la oscuridad de la noche, y hundirse en las aguas del mar; pero debía llevar a casa los huesos de su hermano muerto.
Cuando retomó las clases de chino con los misioneros, tenía siempre presente lo que ambos habían significado para Guo Si. No alcanzó la muerte entre gritos, sino en paz. Elgstrand y Lodin le habían proporcionado lo más difícil de conseguir, el valor de morir.
Durante el resto del viaje, primero a Java, donde el navío volvió a repostar, y luego a lo largo del último tramo hasta Cantón, San les hizo muchas preguntas sobre aquel dios capaz de consolar a los moribundos y de prometer un paraíso para todos, ricos o pobres.
Sin embargo, la cuestión decisiva era, pese a todo, por qué ese dios había permitido que la muerte le arrebatase a Guo Si cuando por fin iban camino de casa después de todas las penurias que habían tenido que pasar. Ni Elgstrand ni Lodin supieron ofrecerle una respuesta satisfactoria. Los caminos del dios cristiano eran inescrutables, decía Elgstrand. ¿Qué significaba eso? ¿Que, en realidad, la vida no valía nada salvo la pena de esperar lo que vendría después? ¿Que la fe era, en el fondo, un misterio?
San se aproximaba a Cantón como un hombre cada vez más reflexivo. Jamás olvidaría aquello por lo que había pasado. Ahora intentaría aprender a escribir para dejar constancia de cuanto había vivido con sus dos hermanos ya difuntos, desde la mañana en que halló a sus padres colgados de un árbol.
Unos días antes de que estuviese previsto que avistasen la costa china, Elgstrand y Lodin se sentaron a su lado en cubierta.
—Nos preguntamos qué vas a hacer cuando llegues a Cantón —le dijo Lodin.
San negó con la cabeza, no tenía respuesta.
—No querríamos perder tu amistad —confesó Elgstrand—. A lo largo del viaje hemos intimado; sin ti, nuestros conocimientos de la lengua china habrían sido mucho más escasos de lo que ya son. Te ofrecemos que te vengas con nosotros. Te pagaremos un salario y nos ayudarás a construir la gran comunidad cristiana con la que soñamos.
San guardó silencio durante un buen rato antes de contestar. Cuando hubo tomado una decisión, se puso de pie y se inclinó por dos veces ante ellos.
Los seguiría. Quizás un día él también tuviese la certidumbre que alivió los últimos días de Guo Si.
El 12 de septiembre de 1867, San volvió a pisar tierra en Cantón. Llevaba en el hatillo los huesos del pie de su hermano y el pulgar de un hombre llamado Liu. Era cuanto le quedaba después de tan largo viaje.
Ya en el muelle, miró a su alrededor. ¿A quién buscaba? ¿A Zi o a Wu? No supo qué responder.
Dos días después acompañó a los dos misioneros suecos en una barcaza rumbo a la ciudad de Fuzhou. San contemplaba el paisaje que iba pasando lento ante su vista. Buscaba un lugar donde enterrar los restos de Guo Si.
Quería hacerlo a solas, era algo entre él, sus padres y los espíritus de sus antepasados. Probablemente Elgstrand y Lodin no apreciarían que siguiese observando las antiguas tradiciones.
La barcaza se deslizaba despacio hacia el norte. Las ranas croaban en la orilla.
San se hallaba en casa.