14

San soñó que cada uno de los maderos que había en el terraplén, bajo los negros raíles, era una costilla de un ser humano, tal vez incluso una costilla suya. Sentía que las costillas se le hundían y que no lograba llenar de aire los pulmones. Intentó liberarse de aquel peso que machacaba su cuerpo dando patadas al aire, pero no lo consiguió.

De pronto, abrió los ojos. Guo Si se había echado sobre él para mantener el calor. San lo apartó con cuidado y lo tapó con la manta. Se sentó y se frotó los miembros entumecidos antes de echar más leña al fuego, que ardía entre unas piedras que habían recogido.

Acercó las manos a las llamas. Era la tercera noche desde que emprendieron la huida de aquella montaña y seguían temiendo a los capataces Wang y J. A. San no había olvidado las palabras de Wang sobre lo que les sucedía a quienes tenían la osadía de huir. Serían condenados a la montaña por tanto tiempo que jamás lograrían sobrevivir.

Aún no habían detectado a nadie que estuviese persiguiéndolos. San sospechaba que los capataces considerarían a los dos hermanos demasiado necios para servirse de los caballos para huir. De vez en cuando ocurría que los bandidos que merodeaban por allí robaban caballos del campamento; y, con un poco de suerte, a ellos dos seguirían buscándolos en las proximidades de la montaña.

Sin embargo, toparon con un gran problema. Uno de los caballos, el que montaba San, se había caído el día anterior. Se trataba de un pequeño poni indio que parecía tan resistente como el rosillo al que se encaramaba Guo Si. De pronto, el caballo trastabilló y cayó al suelo. Cuando se desplomó, ya estaba muerto. San no sabía nada de caballos y pensó que su corazón habría dejado de latir inesperadamente, igual que podía suceder con el de las personas.

Abandonaron al animal después de haberle cortado un buen trozo de carne del lomo. Con el fin de despistar a sus posibles perseguidores, cambiaron de rumbo y se encaminaron más hacia el sur. A lo largo de un tramo de varios cientos de metros, San fue caminando detrás de Guo Si arrastrando tras de sí unas ramas de árbol para borrar sus huellas.

Acamparon al atardecer, asaron parte de la carne y comieron hasta hartarse. San calculaba que tenían carne suficiente para tres días más.

No sabía dónde se encontraban, ni cuánto les quedaba para llegar al mar y a la ciudad donde tantas embarcaciones habían visto. Mientras fueron a caballo pudieron ir aumentando la distancia que los separaba de la montaña; pero con un caballo que no podría llevarlos a los dos, los tramos que cubriesen serían mucho más cortos.

San se pegaba al cuerpo de Guo Si para mantenerse caliente. Por la noche, se oían ladridos solitarios, quizá de zorros o de perros salvajes.

Lo despertó un latigazo que estuvo a punto de hacerle estallar la cabeza. Cuando abrió los ojos, con el oído izquierdo estallándole de dolor, se encontró con aquel rostro cuya visión no había dejado de temer desde que emprendieron la huida. Aún era de noche, aunque por las lejanas montañas de Sierra Nevada ya se atisbaba la alborada. J. A. se hallaba ante él con el humeante rifle entre las manos. Había disparado junto al oído de San.

J. A. no estaba solo. Con él iban Brown y algunos indios acompañados de sabuesos a los que sujetaban con correas. J. A. le dejó el rifle a Brown y sacó un revólver que apuntó a la cabeza de San. Después desplazó el cañón hacia la oreja derecha de San y volvió a disparar. Cuando se levantó, vio que J. A. estaba gritando, pero él no podía oírlo. Un estruendo terrible llenó su cabeza. J. A. apuntó entonces con el revólver a la cabeza de Guo Si, cuyo rostro reflejaba el pánico más intenso, pero San no podía hacer nada. El capataz dio dos disparos, uno en cada oreja. San vio que su hermano lloraba de dolor.

La huida había terminado. Brown maniató a los hermanos y les puso una soga al cuello. Después comenzaron el regreso al este. San sabía que, a partir de ese momento, él y su hermano se verían obligados a ejecutar las tareas más peligrosas, a menos que Wang decidiera que los colgasen. Nadie mostraría con ellos la menor compasión. Aquellos que, tras intentar la huida, eran atrapados, pasaban a pertenecer a lo más bajo de los trabajadores del ferrocarril. Habían perdido el último resto de su valor como personas; para ellos ya no quedaba más salida que trabajar hasta morir.

Cuando acamparon la primera noche, ni San ni Guo Si habían recuperado aún el oído. En el interior de sus cabezas seguía tronando. San buscaba la mirada de Guo Si para intentar animarlo, pero sus ojos estaban muertos y comprendió que necesitaría hacer acopio de todas sus fuerzas para mantenerlo con vida. Si dejaba morir a su hermano, jamás se lo perdonaría. De hecho, aún se sentía culpable de la muerte de Wu.

Al día siguiente de su regreso al campamento, J. A. colocó a los fugitivos capturados ante los demás trabajadores. Seguían con las manos atadas a la espalda y aún llevaban la soga al cuello. San buscaba a Wang con la mirada, pero no lo veía por ninguna parte. Puesto que ninguno de los dos había recuperado el oído, sólo podían intuir lo que J. A. estaría diciendo desde su caballo. Cuando terminó de hablar, desmontó de un salto ante los congregados y le propinó un puñetazo en la cara a cada uno de los hermanos. San no consiguió mantener el equilibrio y cayó al suelo. Por un instante, tuvo la sensación de que no volvería a levantarse.

Finalmente lo logró. Una vez más.

Tras la malograda huida, sucedió lo que San se temía. No los colgaron, pero cada vez que había que usar nitroglicerina para volar la obstinada montaña, él y Guo Si eran quienes subían a las Cestas de la Muerte, como las llamaban los trabajadores chinos. Un mes más tarde seguían sin recuperar el oído y San empezó a pensar que se verían obligados a vivir el resto de sus días con aquel sordo ronroneo en la cabeza. Quienes querían hablar con él debían hacerlo en voz muy alta.

El verano, que resultó ser largo, seco y caluroso, llegó a la montaña. Cada mañana tomaban sus picos o preparaban las cestas que debían llevar a las alturas la mortal sustancia explosiva. Con indecible esfuerzo iban penetrando en la roca, descoyuntando aquel cuerpo de piedra que nunca cedía un solo milímetro sin exigirles un gran esfuerzo. Todas las mañanas asaltaba a San el mismo pensamiento: ignoraba cómo sobreviviría un día más.

San odiaba a J. A. Y su odio hacia él crecía sin cesar. Lo peor no era la brutalidad física, ni siquiera que tuviesen que viajar siempre en aquellas mortíferas cestas. Su odio nació el día en que los obligó a aparecer ante los demás trabajadores con las sogas al cuello y amarrados como animales.

—Mataré a ese hombre —solía decirle a Guo Si—. No dejaré esta montaña sin antes haber acabado con él. Lo mataré a él y a cuantos son como él.

—Eso significará nuestra propia muerte —respondía Guo Si—. Nos colgarán. Matar a un blanco es lo mismo que ponerse la soga al cuello.

San era tozudo.

—Mataré a ese hombre cuando llegue el momento oportuno. No antes. Sólo entonces.

El calor estival parecía aumentar de forma constante. Por entonces trabajaban bajo el ardiente sol desde por la mañana hasta el lejano atardecer. Cuando los días empezaron a ser más largos, también prolongaron su jornada de trabajo. Varios de los trabajadores sufrieron insolación, otros morían de agotamiento. Sin embargo, siempre parecía haber otros chinos para sustituir a los muertos.

Llegaban en interminables hileras de carros. Cada vez que aparecían recién llegados ante sus tiendas, los acribillaban a preguntas. ¿De dónde eran? ¿En qué barco habían cruzado el mar?…, siempre hambrientos de noticias de China. En una ocasión, San despertó de pronto al oír un grito y, acto seguido, un febril parloteo. Salió de la tienda y vio a un hombre que le daba palmaditas a otro en los brazos, en la cabeza, en el pecho… Era su primo, que había aparecido de pronto en la tienda, él era la causa de tanta alegría.

«O sea, que es posible», se dijo San. «Las familias pueden volver a unirse».

San pensó con tristeza en Wu, pues éste jamás podría salir de uno de los carros para abrazarlos a él y a su hermano.

Finalmente, habían empezado a recuperar el oído. San y Guo Si hablaban por las noches, como si les quedara poco tiempo antes de que alguno de los dos muriese.

Durante aquellos meses de estío, J. A. cayó víctima de unas fiebres y no aparecía por el campamento. Una mañana, Brown se presentó ante ellos y les comunicó que, mientras el capataz estuviese enfermo, los dos hermanos no serían los únicos en subir a las Cestas de la Muerte. En ningún momento les explicó por qué los liberaba de ser los únicos en ejecutar tan peligrosa tarea. Tal vez porque el capataz solía tratar a Brown con el mismo desprecio que a cualquiera de los chinos. Con suma cautela, San empezó a relacionarse con Brown, aunque procurando no dar la impresión de estar buscando alguna ventaja, pues eso indignaría a los demás trabajadores. San había aprendido que la generosidad no tenía morada entre los pobres y los maltratados. Cada uno debía mirar por sí mismo. En la montaña no existía la justicia, tan sólo la tortura que cada uno de ellos se veía obligado a mitigar como podía.

A San, los hombres rojos de largos cabellos negros adornados con plumas lo llenaban de admiración, pues los rasgos de sus semblantes se asemejaban a los suyos. Pese a que los separaba un ancho mar, podrían haber sido hermanos. Sus rostros tenían la misma forma, los mismos ojos oblicuos. Sin embargo, ignoraba cómo pensaban.

Una noche, San le preguntó a Brown, que sabía un poco de chino.

—Los indios nos odian —le respondió Brown—. Tanto como vosotros. Ésa es la única similitud que yo veo.

—Aun así, son ellos los que nos vigilan.

—Porque les damos de comer. Les damos armas. Les permitimos que gocen de un grado superior al vuestro. Y también al de los negros. Así creen que tienen algún poder. En realidad, son tan esclavos como todos los demás.

—¿Todos?

Brown meneó la cabeza con vehemencia. Y no respondió a la última pregunta de San.

Estaban sentados en medio de la noche. De vez en cuando se entreveían las ascuas de sus pipas, que iluminaban sus rostros. Brown le había dado a San una de sus viejas pipas y le había regalado algo de tabaco. San estaba siempre alerta, pues aún ignoraba qué querría Brown a cambio. Tal vez sólo deseaba compañía, quebrantar de algún modo la gran soledad del desierto, ahora que no tenía al capataz para conversar.

Finalmente, San se atrevió un día a preguntarle por J. A.

¿Quién era aquel hombre que no cejó en el empeño de dar con ellos cuando huyeron y que les reventó los oídos? ¿Quién era aquel hombre que tanto placer hallaba haciendo sufrir a los demás?

—Yo he oído lo que he oído —declaró Brown mordiendo la pipa—. Si es cierto o no, no sabría decirte. El caso es que un día se presentó ante los hombres ricos de San Francisco que habían invertido dinero en el ferrocarril, y éstos lo contrataron como vigilante. Perseguía a los fugitivos y tuvo la suficiente inteligencia como para servirse de perros y de indios en sus batidas. Por eso lo hicieron capataz. Sin embargo a veces, como sucedió con vosotros, vuelve a salir de caza en pos de los fugitivos. Dicen que nadie ha logrado escapar de él, salvo los que han muerto en el desierto. A ésos les cortaba las manos y las cabelleras, como hacen los indios, para demostrar que había dado con ellos. Muchos creen que tiene un don sobrenatural. Los indios aseguran que ve en la oscuridad, por eso lo llaman «Barba larga que ve en la noche».

San reflexionó un buen rato sobre lo que le había dicho Brown.

—Él no habla como tú, su lengua suena diferente. ¿De dónde es?

—No estoy seguro. De algún lugar de Europa, de un país muy al norte, me dijeron. Puede que Suecia, pero no estoy seguro.

—¿Y él no cuenta nunca nada?

—Jamás. Eso de que venga del norte puede ser un cuento.

—¿Será inglés?

Brown negó con un gesto.

—Ese hombre viene del mismísimo infierno. Y allí volverá un día, seguramente.

A San le habría gustado seguir haciendo preguntas, pero Brown empezó a gruñir.

—No se hable más de este asunto. Pronto estará de vuelta. Ya le está bajando la fiebre y han cesado las diarreas. Cuando se incorpore al trabajo, no podré hacer nada por evitar que dancéis con la muerte en las cestas.

Pocos días después, J. A. volvió al campamento. Estaba más pálido y delgado, pero también más violento. Ya el primer día, a dos de los chinos que trabajaban en el equipo de San y Guo Si los golpeó hasta dejarlos inconscientes, sin más motivo que su impresión de que no lo habían saludado con la suficiente solemnidad y veneración al verlo llegar a caballo. No estaba satisfecho con los progresos del trabajo durante su enfermedad. Reprendió duramente a Brown y le ordenó a gritos que, a partir de ese momento, les exigiese más esfuerzo a cuantos trabajaban en la montaña. Aquellos que no siguiesen sus reglas serían abandonados en el desierto sin comida y sin agua.

Al día siguiente de su regreso, J. A. volvió a mandar a los hermanos a las cestas. Ya no podían contar con la ayuda de Brown. Desde que el capataz había vuelto se encogía como un perro apaleado.

Siguieron doblegando la montaña, volando sus paredes, picándolas y arrastrando piedras, y empezaron a extender la apisonada arena sobre la que debían colocar los raíles. Con todo su afán fueron venciendo a la montaña metro a metro. A lo lejos veían el humo de la locomotora que transportaba raíles, maderos y trabajadores. No tardaría en llegar hasta allí. San le dijo a Guo Si que era como si una manada de alimañas les pisasen los talones. Sin embargo, ninguno de los hermanos habló nunca de cuánto tiempo resistirían trabajando en las cestas. Hablar de la muerte llamaba a la muerte y procuraban mantenerla aparte rodeándola de silencio.

Llegó el otoño. La locomotora estaba cada vez más cerca. J. A. se emborrachaba más a menudo. Entonces golpeaba a cuantos se cruzaban en su camino. En ocasiones se quedaba dormido a lomos de su caballo, agarrado a la crin, pero todos le temían igualmente, aunque estuviese dormido.

Por las noches, San soñaba esporádicamente que la montaña volvía a crecer. Cuando por la mañana se despertara junto con los demás, descubrirían que volvían a enfrentarse a una mole de piedra incólume, que estaban como al principio. Sin embargo, iban venciéndola poco a poco. Picaban y volaban sus lomos hacia el este, con la crueldad del capataz a sus espaldas.

Una mañana, los dos hermanos vieron cómo un chino anciano trepó despacio por uno de los sillares de la montaña, se arrojó al vacío y se estrelló contra el suelo. San jamás olvidaría la dignidad con la que aquel hombre acabó sus días.

La muerte estaba siempre cerca, siempre presente. Un hombre se destrozó la cabeza con el pico, otro se adentró en el desierto y desapareció. El capataz envió a sus indios y sabuesos en su busca, pero jamás lo encontraron. Sólo daban con los fugitivos, no con aquellos que se refugiaban en el desierto ansiando la muerte.

Un día, Brown convocó a todos los trabajadores en la sección que llamaban la Puerta del Infierno y les hizo formar en filas. Cuando J. A. apareció a caballo, estaba sobrio y se había cambiado de ropa. Por lo general apestaba a sudor y a orina, pero aquel día iba limpio. Se quedó sentado en su montura y, cuando se dirigió a ellos, lo hizo sin gritar.

—Hoy tendremos visita —comenzó—. Algunos de los caballeros que financian este ferrocarril vendrán para comprobar que el trabajo avanza como es debido. Doy por sentado que trabajaréis más deprisa que nunca. Será estupendo que os mováis al son de alegres gritos o canciones. Si alguien os pregunta, responderéis educadamente que todo es bueno y va bien. El trabajo, la comida, las tiendas, incluso yo. Aquel que no haga lo que digo sufrirá un infierno en cuanto los señores se hayan marchado, os lo juro.

Pocas horas después llegaron los visitantes, aparecieron en un carro cubierto y escoltado por jinetes armados y uniformados. Eran tres, vestidos de negro y con sombreros de copa, y bajaron con cuidado al suelo pedregoso. Detrás de cada uno de ellos iba un negro que sostenía un parasol para protegerlos de los fuertes rayos. También los sirvientes negros vestían uniforme. Cuando los caballeros llegaron, San y Guo Si estaban instalando una carga explosiva desde sus cestas. Al verlos, se echaron atrás antes de que encendiesen las mechas y gritasen que hiciesen bajar las cestas.

Después de que estallase la carga, uno de los hombres vestidos de negro se acercó a San para hablar con él. A su lado había un intérprete chino. San tenía ante sí un par de ojos azules y un rostro amable. Las preguntas se sucedieron sin que el hombre alzase la voz en ningún momento.

—¿Cómo se llama? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

—San. Un año.

—Su trabajo es muy peligroso.

—Hago lo que me ordenan.

El hombre asintió. Después sacó unas monedas del bolsillo y se las dio a San.

—Compártelas con el otro hombre que trabaja en las cestas.

—Es mi hermano, Guo Si.

Por un segundo, una sombra de extrañeza empañó el semblante del caballero.

—¿Su hermano?

—Sí.

—¿En el mismo trabajo, tan peligroso?

—Sí.

El hombre asintió pensativo y le entregó a San otro puñado de monedas. Después dio media vuelta y se marchó. Durante unos segundos, pensó San, había sido un ser totalmente real, mientras aquel hombre vestido de negro lo estuvo interrogando. Ahora volvía a ser un chino sin nombre con un pico en la mano.

Cuando el carro de los tres caballeros se marchó de allí, J. A. desmontó del caballo y le reclamó a San las monedas que le habían dado.

—Dólares de oro, ¿para qué los quieres tú?

Se guardó el dinero en el bolsillo y volvió a montar.

—A la montaña —dijo señalando las cestas—. Si no hubieras huido, tal vez te hubiese permitido que te quedases el dinero.

El odio estalló en el interior de San con una fuerza incontrolable. ¿Sería necesario al fin volarse a sí mismo por los aires junto con el odiado capataz?

Siguieron trabajando en la montaña. El otoño avanzaba y las noches se volvieron más frías. Entonces sucedió aquello que San tanto había temido. Guo Si cayó enfermo. Una mañana despertó con fuertes dolores de estómago. Echó a correr fuera de la tienda y llegó justo a tiempo de bajarse los pantalones antes de que saliese un chorro disparado.

Puesto que sus compañeros temían que se les contagiase la gastroenteritis, lo dejaron solo en la tienda. San iba a llevarle agua y un anciano negro llamado Hoss le humedecía la frente y le limpiaba la mezcla acuosa que salía de su cuerpo. Hoss llevaba tanto tiempo cuidando enfermos que ya nada parecía afectarle. Sólo tenía un brazo, después de que una roca casi lo aplastase entero. Con la única mano que le quedaba refrescaba la frente de Guo Si, mientras esperaba a que muriese.

De improviso, el temido capataz se presentó en la puerta de la tienda. Miró con desprecio al hombre que yacía hundido en sus propios excrementos.

—¿Piensas morirte o qué? —le preguntó.

Guo Si intentó incorporarse, pero no tuvo fuerzas.

—Necesito la tienda —prosiguió J. A.—. ¿Por qué los chinos tienen que tardar tanto en morirse?

Aquella misma noche, Hoss le contó a San lo que había dicho el capataz. Hablaban a la puerta de la tienda en la que deliraba Guo Si. El pobre gritaba angustiado que alguien se acercaba caminando desde el desierto. Hoss intentaba tranquilizarlo. Había cuidado a muchos moribundos y sabía que era una visión habitual en quienes estaban a punto de fallecer. Un caminante en el desierto que venía para llevárselos. Podía tratarse del padre o de un dios, de un amigo o de una esposa.

Hoss cuidaba a un chino cuyo nombre desconocía, y tampoco le importaba mucho. Aquel que iba a morir no necesitaba un nombre.

Guo Si estaba yéndose. San aguardaba desesperado el desenlace.

Los días se acortaron. El otoño se esfumaba. Pronto llegaría otra vez el invierno.

Sin embargo, Guo Si sanó como por milagro, muy despacio, y ni Hoss ni San osaban confiar en que se recuperaría, pero una mañana, Guo Si se levantó. La muerte había salido de su cuerpo sin llevárselo consigo.

En ese instante, San tomó la decisión de que un día volverían a China. Después de todo, aquél era su hogar, no el desierto en que se encontraban.

Aguardarían a que terminase su plazo de espera en la montaña, hasta el día en que hubiesen cumplido su contrato de esclavos y fuesen libres de ir a donde quisieran. Soportarían todos los suplicios a los que los sometieran J. A. y los demás capataces. Ni siquiera Wang, que afirmaba ser su dueño, lograría aniquilar aquella determinación.

Nada podía hacer contra la enfermedad o contra un accidente en el trabajo, pero aun así cuidó a Guo Si durante los años que pasaron allí. Si la muerte ya lo había dejado ir una vez, estaba seguro de que no volvería a hacerlo.

Continuaron trabajando en la montaña, picando roca y volando barrancos y abriendo túneles. Vieron a compañeros suyos quedar destrozados por la nitroglicerina, aquella misteriosa sustancia; otros se suicidaban o sucumbían a las enfermedades que venían con las vías del tren. La sombra de J. A. se cernía siempre sobre ellos como una gran mano que amenazaba su existencia. En una ocasión mató de un tiro a un trabajador con el que no estaba satisfecho; otras veces, obligaba a los más débiles y enfermos a realizar los trabajos más peligrosos, sólo para que sucumbieran.

San se mantenía al margen cuando J. A. andaba por allí. El odio que le inspiraba aquel hombre le daba fuerzas para resistir. Jamás le perdonaría el desprecio que había mostrado por Guo Si cuando éste se debatía con la muerte.

Aquello fue peor que si lo hubiese azotado, peor que cualquier otra cosa que pudiese imaginar.

Después de transcurridos unos dos años, Wang dejó de ir a verlos. Un día, San oyó que, durante una partida de cartas, un hombre lo acusó de hacer trampas y le pegó un tiro. San nunca logró averiguar qué había sucedido exactamente, pero lo cierto es que Wang dejó de ir al campamento. Después de otros seis meses sin presentarse, San empezó a creer que era cierto.

Wang estaba muerto.

Finalmente, también llegó el día en que pudieron dejar el ferrocarril como hombres libres. San se había dedicado durante todo el tiempo que no empleaba en trabajar o en dormir a averiguar cómo regresar a Cantón. Lo lógico sería dirigirse hacia el oeste, hasta la ciudad de los muelles en la que bajaron a tierra. Sin embargo, unos meses antes de que los declarasen libres, San se enteró de que un hombre llamado Samuel Acheson conduciría una caravana hacia el este. Al parecer, necesitaba a alguien que le hiciese la comida y le lavase la ropa y estaba dispuesto a pagar por ese trabajo. Había amasado una fortuna sacando oro del río Yukon. Y ahora pensaba atravesar el continente para visitar a su hermana, que era su único pariente y vivía en Nueva York.

Acheson aceptó llevarse a San y a Guo Si. Ninguno de los dos lamentaría haber decidido seguirlo. Samuel Acheson trataba bien a todo el mundo, con independencia del color de su piel.

Cruzar el continente, sus interminables llanuras, sus montañas, les llevó mucho más tiempo de lo que San creía. En dos ocasiones, Acheson enfermó y tuvieron que detenerse durante varios meses. No parecía sufrir ninguna enfermedad física, era su alma, que se ensombrecía de tal modo que lo obligaba a encerrarse en su tienda y a no reaparecer hasta verse libre de tan hondo abatimiento. San le llevaba la comida dos veces al día y lo veía allí tendido en el catre, de espaldas al mundo.

Sin embargo, se recobró en ambas ocasiones, la melancolía abandonaba su alma y podían reanudar el largo viaje. Pese a que tenían la posibilidad de tomar el ferrocarril, Acheson prefería la lentitud de los bueyes y las incómodas carretas.

Cuando atravesaban las infinitas praderas, San solía tumbarse al aire libre por la noche y contemplar el no menos infinito firmamento. Buscaba a su padre y a su madre y también a su hermano Wu, pero no conseguía encontrarlos.

Por fin llegaron a Nueva York, presenciaron el reencuentro de Acheson con su hermana, recibieron su salario y empezaron a buscar un barco que los llevase a Inglaterra. San sabía que era el único modo de regresar, puesto que no había barcos que cubriesen directamente la travesía desde Nueva York hasta Cantón o Shanghai. Al final consiguieron dos pasajes en un buque que iba a Liverpool.

Corría el mes de marzo de 1867. La mañana que zarparon de Nueva York, el puerto estaba envuelto en una densa niebla. Las sirenas aullaban solitarias en la espesura. San y Guo Si miraban por la borda.

—Regresamos a casa —dijo Guo Si.

—Así es —respondió San—. Regresamos a casa.

En el hatillo donde conservaba sus escasas pertenencias, llevaba también el pulgar de Liu envuelto en un retazo de algodón. De las misiones contraídas en América sólo le quedaba una por cumplir. Y pensaba hacerlo.

San soñaba a menudo con J. A. Pese a que él y Guo Si habían dejado atrás la montaña, J. A. se había quedado en sus vidas.

San sabía que, pasara lo que pasara, J. A. jamás los abandonaría. Nunca.