13

El 9 de marzo de 1864, Guo Si y San empezaron a excavar la montaña que entorpecía el paso del ferrocarril, un artilugio que estaban construyendo a lo largo de todo el continente norteamericano.

Fue uno de los inviernos más crudos que se recordaban en Nevada; los días eran tan fríos que parecía que, en lugar de aire, respirasen cristales de hielo.

San y Guo Si habían trabajado hasta entonces más al oeste, donde resultaba más fácil preparar el terreno y colocar los raíles. Llegaron allí a finales de octubre, directamente del barco. Junto con muchos de los encadenados secuestrados en Cantón, fueron recibidos por chinos que no llevaban coleta, vestían la misma ropa que los hombres blancos y llevaban los mismos relojes de bolsillo, cuyas cadenas les cruzaban el pecho. Los hermanos fueron recibidos por un hombre que se apellidaba Wang, como ellos. San contempló con horror cómo su hermano Guo Si, que por lo general nunca decía una palabra, empezaba a protestar.

—Nos atacaron, nos amarraron y nos llevaron a bordo por la fuerza. No queríamos venir aquí.

San pensó que ahí terminaba su largo viaje. El hombre que tenían ante sí no toleraría que le hablasen con tal impertinencia. Sacaría el arma que colgaba del cinturón que le rodeaba las caderas y les dispararía.

Pero San se equivocó. Wang rompió a reír, como si Guo Si hubiese contado un chiste.

—Sólo sois perros —declaró Wang—. Zi me ha enviado unos perros parlantes. Yo soy vuestro dueño hasta que me hayáis pagado el viaje, la comida y el transporte desde San Francisco hasta aquí. Me pagaréis con vuestro trabajo. Dentro de tres años podréis hacer lo que queráis, pero hasta entonces sois míos. Aquí, en el desierto, no podéis escapar. Hay lobos y osos y hasta indios que os cortarán el pescuezo, aplastarán vuestras cabezas y os sorberán el cerebro como si fuese un huevo. Si, pese a todo, intentáis fugaros, haré que os sigan verdaderos perros que darán con vuestro rastro. Entonces entrará en acción el látigo y deberéis trabajar para mí un año más. Ahora ya sabéis lo que os espera.

San observó a los hombres que había detrás de Wang. Llevaban perros sujetos con correas e iban armados. A San le sorprendió que aquellos hombres blancos de pobladas barbas estuviesen dispuestos a obedecer órdenes de un chino. Habían llegado a un país que no se parecía a China lo más mínimo.

Los enviaron a un campamento de tiendas de campaña montadas en lo hondo de un barranco por el que discurría un arroyo. A un lado del río estaban los trabajadores chinos; al otro se habían instalado los irlandeses, alemanes y demás europeos. Entre los dos campamentos reinaba una gran tensión. El lecho del arroyo constituía una frontera que ninguno de los chinos traspasaba a menos que fuese necesario. Los irlandeses, que se emborrachaban a menudo, gritaban improperios y lanzaban piedras contra el campamento chino. San y Guo Si no comprendían lo que gritaban, pero las piedras que atravesando el aire llegaban hasta su lado eran duras. No había razón alguna para no sospechar que otro tanto podría decirse de sus palabras.

Tuvieron que compartir tienda con otros doce chinos, ninguno de los cuales había ido en el mismo barco que ellos. San supuso que Wang prefería mezclar a los recién llegados con quienes ya llevaban mucho tiempo en la construcción del ferrocarril, para que les fuesen indicando las reglas y rutinas. La tienda era muy pequeña. Cuando todos se habían acostado, estaban como sardinas enlatadas. Les servía para mantener el calor, pero al mismo tiempo tenían la paralizante sensación de no poder moverse, de estar atados.

En la tienda mandaba un hombre llamado Xu. Era escuálido y tenía los dientes picados, pero gozaba de un gran respeto. Xu fue quien les asignó a San y a Guo Si las plazas para dormir. Les preguntó de dónde eran y en qué barco habían viajado, pero no dijo nada de sí mismo. Junto a San descansaba un hombre llamado Hao, que les contó que Xu llevaba en la construcción del ferrocarril desde sus inicios, hacía ya varios años. Llegó a América a principios de la década de 1850 y empezó a trabajar en las minas de oro. Decían que no tuvo suerte a la hora de encontrar pepitas de oro en los ríos. En cambio, se compró una vieja barraca de madera donde vivían varios buscadores de oro. Nadie comprendió cómo Xu podía ser tan necio para pagar veinticinco dólares por una casa en la que nadie querría vivir. Sin embargo, él limpió todo el polvo, retiró los tableros del suelo, que estaban desportillados, barrió la tierra que había bajo la casa y, finalmente, consiguió reunir tal cantidad de polvo de oro caído bajo el suelo que pudo regresar a San Francisco con una pequeña fortuna. Decidió volver a Cantón e incluso compró un pasaje en un barco de vapor. No obstante, mientras llegaba la hora de partir, acudió a uno de los salones de juego donde los chinos pasaban el tiempo. Jugó y lo perdió todo. Finalmente perdió también el pasaje. Fue entonces cuando entró en contacto con la compañía Central Pacific y se convirtió en uno de los primeros chinos que contrataron.

San nunca logró averiguar cómo Hao se habría enterado de todo aquello sin que Xu se lo hubiese contado. De todos modos, Hao insistía en que todo era cierto.

Xu hablaba inglés. Gracias a él, los hermanos tuvieron oportunidad de saber lo que les gritaban desde la otra orilla del arroyo que separaba los dos campamentos. Xu hablaba con desprecio de los hombres del otro lado.

—Nos llaman chinks —explicó—. Un apelativo muy despectivo. Cuando los irlandeses se emborrachan, a veces nos llaman pigs, que significa que somos Don Fin-Yao.

—¿Por qué no les gustamos?

—Porque trabajamos mejor —aclaró Xu—. Trabajamos más duro, no bebemos, no nos fugamos. Además, tenemos las mejillas amarillas y los ojos oblicuos. Y la gente que no es como ellos no les gusta.

Todas las mañanas, San y Guo Si ascendían, provistos de candiles, por el resbaladizo sendero que les permitía salir del barranco. A veces, alguno de ellos se escurría por el suelo helado y caía rodando al fondo del barranco. Dos hombres que tenían las piernas inútiles ayudaban a preparar la comida que aguardaba a los hermanos cuando éstos regresaban después de sus largas jornadas de trabajo. Los chinos y los que vivían al otro lado del arroyo trabajaban lejos unos de otros y llegaban a sus puestos por senderos distintos. Los capataces vigilaban constantemente para que no se acercasen demasiado. A veces, en medio del agua, surgían peleas entre un grupo de chinos armados con garrotes y otro de irlandeses provistos de cuchillos. Entonces los barbudos vigilantes se presentaban a caballo para separarlos. Y había ocasiones en que alguno de los camorristas salía tan mal parado que moría a causa de las heridas. A un chino que le rompió la cabeza a un irlandés lo mataron de un disparo; a un irlandés que mató a un chino a navajazos se lo llevaron encadenado. Xu les recomendaba a cuantos vivían en la tienda que se mantuviesen apartados de las disputas y las pedradas y les recordaba a diario que aún eran simples huéspedes en aquel país.

—Hemos de esperar —les aconsejaba Xu—. Llegará el día en que comprenderán que no tendrán ferrocarril si no lo terminamos nosotros, los chinos. Un día, todo cambiará.

Por la noche, ya acostados en la tienda, Guo Si le preguntó a San qué quería decir Xu exactamente, pero a San no se le ocurrió una buena respuesta a esa pregunta.

Habían viajado desde la costa hacia aquella zona árida donde el sol calentaba cada vez menos. Cuando los despertaban los gritos de Xu, tenían que apresurarse cuanto podían con el fin de que los poderosos capataces no los obligaran a trabajar más de las doce horas habituales. Hacía un frío penetrante y nevaba casi a diario.

De vez en cuando atisbaban la presencia del temido Wang, que les había dicho que él era su dueño. De repente aparecía así, sin más, para desaparecer igual de rápido.

Los hermanos preparaban el terreno donde luego se instalarían los raíles y los maderos. Encendían hogueras por todas partes para ver mejor mientras trabajaban, pero también con la idea de calentar el suelo congelado. Los vigilaban continuamente capataces a caballo, hombres blancos con rifles, que se abrigaban con pieles de lobo y ataban pañuelos en torno a los sombreros para mantener a raya el frío. Xu les había enseñado a responderles «Yes, boss,» siempre que los capataces se dirigiesen a ellos, aunque no entendieran lo que les decían.

El resplandor de las hogueras alumbraba varios kilómetros y permitía ver a los irlandeses colocar los raíles y los maderos. A veces oían el silbato de una locomotora que despedía nubes de vapor. San y Guo Si observaban aquellos gigantescos animales de tiro como si fuesen dragones. Aunque los monstruos de los que les había hablado su madre, que echaban fuego por la boca, solían ser de muchos colores, ella debía de referirse sin duda a aquellos otros, negros y brillantes.

Sus penurias no tenían fin. Cuando terminaban la larga jornada, apenas si les quedaban fuerzas para volver a bajar al barranco, comer y caer desplomados en la tienda. San intentaba por todos los medios obligar a Guo Si a lavarse en la fría agua. A San le daba asco su propio cuerpo cuando lo sentía sucio. Ante su asombro, casi siempre era el único que iba a lavarse medio desnudo y tiritando. Los únicos que se le unían eran los recién llegados. A medida que se incorporaban a los pesados trabajos y que iban pasando los días, abandonaban el interés por mantenerse limpios. Finalmente, llegó el día en que el propio San cayó rendido en la tienda sin haberse lavado. Allí tumbado, percibía el hedor de sus propios cuerpos. Era como si también fuese transformándose poco a poco en un ser sin dignidad, sin sueños ni añoranzas. En momentos de semivigilia veía a su madre y a su padre y pensaba que lo único que había hecho era cambiar un infierno conocido por otro lejano e ignoto. Ahora se veían obligados a trabajar como esclavos, en condiciones mucho peores de las que sus padres vivieron jamás. ¿Era aquello lo que esperaban alcanzar cuando huyeron a Cantón? ¿Acaso no había otras salidas para un pobre?

Aquella noche, justo antes de dormirse, decidió que su única posibilidad de sobrevivir era huir. A diario veía cómo retiraban el cadáver de alguno de los mal alimentados trabajadores.

Al día siguiente, le habló de sus planes a Hao, que dormía a su lado, y éste lo escuchó pensativo.

—América es un país muy extenso —observó Hao—. Aunque no tanto como para que un chino como tú o tu hermano pueda desaparecer sin más. Si lo piensas en serio, deberías huir para volver a China; de lo contrario os atraparán tarde o temprano. Y no tengo que explicarte lo que os ocurriría de ser así.

San reflexionó largo rato después de hablar con Hao. Aún no era el momento apropiado para huir, ni siquiera para comentar con Guo Si el plan que estaba madurando.

A finales de febrero, una violenta tormenta de nieve arrasó el desierto de Nevada. Durante doce horas no paró de nevar, hasta que la blanca capa superó el metro de profundidad. Cuando pasó el temporal, bajaron las temperaturas. La mañana del 1 de marzo de 1864 se vieron obligados a excavar la nieve para salir. Los irlandeses de la otra orilla del helado arroyo lo sufrieron en menor medida, puesto que sus tiendas se hallaban al socaire. Y ahora se reían de los chinos, que se afanaban con las palas para retirar la nieve de las tiendas y los senderos que conducían a la parte superior del barranco.

«Para nosotros nada es gratis», se dijo San. «Ni siquiera la nieve cae de forma justa».

Vio que Guo Si estaba muy cansado y que a veces no tenía fuerzas ni para levantar la pala; pero San lo tenía decidido. Hasta que el hombre blanco volviese a celebrar su Año Nuevo se mantendrían con vida.

En el mes de marzo llegaron los primeros hombres negros al asentamiento del ferrocarril establecido en el barranco. Levantaron sus tiendas en la misma orilla que los chinos. Ninguno de los hermanos había visto nunca a un hombre negro. Vestían harapos y San tampoco había visto a nadie pasar tanto frío como ellos. Muchos murieron durante las primeras semanas en el barranco y junto a las vías. Estaban tan débiles que se desplomaban de pronto en la oscuridad y volvían a encontrarlos mucho después, cuando la nieve empezaba a derretirse en primavera. Los negros recibían un trato aún peor que los chinos y cuando los llamaban niggers, sonaba mucho más despectivo que cuando decían chinks. Incluso Xu, que por lo general siempre andaba predicando la mesura a la hora de referirse a los demás trabajadores del ferrocarril, mostraba abiertamente su desprecio por los negros.

—Los blancos los llaman ángeles caídos —explicaba Xu—. Los niggers son animales sin alma a los que nadie echa de menos cuando mueren. En lugar de cerebro tienen muñones de carne putrefacta.

Guo Si empezó a escupirles cuando coincidían dos equipos de trabajo. A San le afectaba muchísimo ver que había gente a la que trataban aún peor que a él mismo. Y reprendió duramente a su hermano para que dejase de hacerlo.

La inusual intensidad del frío se posó como una plancha de hierro sobre el barranco y el terraplén. Una noche en que, sentados muy cerca de una de las hogueras que a duras penas mitigaban el frío, comían de sus cuencos, Xu les comunicó que al día siguiente los trasladarían a otro campamento y a un nuevo lugar de trabajo situado junto a una nueva montaña que tendrían que empezar a dinamitar y excavar hasta perforarla. Por la mañana, todos deberían recoger sus mantas y sus cuencos, así como sus palillos, antes de abandonar la tienda.

Partieron muy temprano. San no recordaba haber sufrido un frío más acerado en toda su vida. Le dijo a Guo Si que caminase delante de él, pues quería asegurarse de que su hermano no caía a tierra sin poder levantarse. Siguieron la línea del terraplén, llegaron hasta donde acababan los raíles y después, varias centenas de metros más allá, hasta el fin del terraplén mismo. Xu los espoleaba. La vacilante luz de los candiles zarandeaba la oscuridad. San sabía que se encontraban muy cerca de la montaña que los blancos llamaban Sierra Nevada. Allí empezarían a cavar agujeros y túneles para que el ferrocarril pudiese continuar su curso.

Xu se detuvo ante la cresta más alta de la montaña. Allí se veían tiendas ya montadas y hogueras. Los hombres, que habían caminado sin parar desde el barranco, se desplomaron en el suelo junto a las cálidas llamas. San cayó de rodillas y acercó al fuego sus manos heladas envueltas en jirones de tela. En ese instante oyó una voz a su espalda. Se dio la vuelta y vio a un hombre blanco con el cabello por los hombros y una bufanda enrollada alrededor de la cara, de modo que parecía un bandido enmascarado. Llevaba un rifle en la mano. Iba cubierto con unas pieles y de su sombrero, que estaba forrado de pelo, colgaba la cola de un zorro. Su mirada le recordó a San la que Zi le dirigió a él en su día.

De repente, el hombre blanco alzó el rifle y lanzó un disparo al aire de la noche. Cuantos se calentaban cerca de las hogueras se encogieron de miedo.

—¡En pie! —gritó Xu—. Descubríos la cabeza.

San lo miró inquisitivo. ¿Debían quitarse los gorros que habían rellenado de hierba y de jirones de tela?

—¡Fuera! —volvió a gritar Xu, que parecía temer al hombre del rifle—. ¡Fuera gorros!

San se quitó el suyo y le hizo a Guo Si una señal para que lo imitase. El hombre del rifle se deshizo de la bufanda. Lucía bajo la nariz un espeso bigote, y pese a que se encontraba a varios metros de distancia, San percibió el olor a alcohol y se puso en guardia enseguida. Los blancos que olían a alcohol eran siempre más imprevisibles que cuando estaban sobrios.

El hombre empezó a hablar con voz chillona. Sonaba casi como una mujer iracunda. Xu se esforzaba por traducir lo que decía el hombre.

—Os habéis quitado los gorros para escuchar mejor —dijo Xu.

Hablaba casi con la misma voz estentórea con la que se dirigía a ellos el hombre del rifle.

—Vuestros oídos están tan llenos de mugre que, de lo contrario, no oiríais nada —prosiguió Xu—. Mi nombre es J. A., pero vosotros sólo me llamaréis boss. Cuando me dirija a vosotros, os quitaréis el gorro. Responderéis a mis preguntas, pero jamás formularéis ninguna. ¿Entendido?

San murmuraba asustado como los demás. Era evidente que al hombre que tenían delante no le gustaban los chinos.

Aquel hombre llamado J. A. siguió gritando.

—Tenéis ante vosotros una pared de piedra. Deberéis dividir la montaña en dos mitades, practicar una abertura de una anchura suficiente como para que pase por ella el ferrocarril. Habéis sido elegidos porque habéis demostrado vuestra capacidad para trabajar duro. Aquí no valen ni los malditos negros ni los borrachos de los irlandeses. Esta montaña es adecuada para los chinos. Por eso os encontráis aquí. Y yo, por mi parte, estoy aquí para asegurarme de que cumplís con vuestro deber. Aquel que no emplee todas sus fuerzas, el que demuestre ser un vago, tendrá ocasión de maldecir el día en que nació. ¿Lo habéis entendido? Quiero que respondáis, todos y cada uno de vosotros. Después podréis volver a poneros los gorros. Brown os dará los picos. La luna llena lo vuelve loco y entonces come chinos crudos; pero por lo general es manso como un cordero.

Todos respondieron, todos con el mismo susurro.

Había empezado a amanecer cuando, con los picos en las manos, se hallaban ya ante la montaña que se alzaba ante ellos casi en vertical. Sus bocas exhalaban nubes de vaho. J. A. le dejó su rifle a Brown un momento, tomó un pico y marcó dos señales en la parte inferior de la montaña. San calculó que la anchura de la abertura que tenían que practicar era de cerca de ocho metros.

No se veían por ninguna parte bloques de piedra ni montones de gravilla arrancados de la roca. La montaña opondría una gran resistencia. Cada lasca de roca que arrancasen les costaría un esfuerzo enorme que no podría compararse a nada de lo que habían vivido hasta el momento.

Debían de haber provocado a los dioses de algún modo, pues éstos les habían enviado la prueba a la que ahora se enfrentaban. Tendrían que abrirse paso a través de aquella pared de roca si querían convertirse en hombres libres y dejar de ser chinks, despreciados en el desierto americano.

Una profunda e irremediable desesperación invadió a San. Lo único que lo mantenía con ánimo era la idea de que, un día, él y Guo Si huirían de allí.

Intentó imaginarse que la montaña era, en realidad, una pared que los separaba de China. Si se adentraban unos metros, desaparecería el frío y verían los cerezos en flor.

Aquella mañana empezaron a trabajar la dura roca. Su nuevo capataz los vigilaba como ave de rapiña. Incluso cuando estaba de espaldas, parecía capaz de ver a quien, aunque fuese un segundo, dejaba descansar el pico. Llevaba los puños envueltos en correas que le arrancaban la piel al desgraciado que cometiese tal crimen. Aquel hombre que nunca abandonaba su arma y que jamás tenía una palabra amable se ganó en pocos días el odio de todos. Empezaron a soñar con matarlo. San se preguntaba qué relación habría entre J. A. y Wang. ¿Sería Wang el propietario de JA., o sería al contrario?

J. A. parecía confabulado con la montaña, pues ésta se resistía al máximo antes de dejar escapar una esquirla, como una lágrima o un cabello de granito. Cerca de un mes les llevó cavar una abertura de la anchura marcada. Para entonces, uno de ellos ya había muerto. Una noche se levantó sin hacer ruido y salió arrastrándose por la abertura de la tienda. Estaba desnudo y se tumbó en la nieve dispuesto a morir. J. A. se enfureció al descubrir al chino muerto.

—No quiero que lloréis la muerte de un suicida —gritó con su voz siempre chillona—. Lo que debéis lamentar es que, ahora, vosotros tendréis que cavar la porción de roca que le habría correspondido a él.

Cuando, por la noche, regresaban de la montaña, el cuerpo ya no les respondía.

Pocos días más tarde empezaron a volar la pared de roca con nitroglicerina. Habían pasado los peores fríos. En su grupo había dos hombres, Jian y Bing, que ya habían utilizado antes aquella enigmática y peligrosa sustancia. Con ayuda de unos aparejos de cuerdas, los elevaban en cestas para que fuesen introduciendo con mucho cuidado la nitroglicerina en las grietas. Después le prendían fuego, bajaban rápidamente las cestas y todos se alejaban de allí corriendo para protegerse. En varias ocasiones, Jian y Bing estuvieron a punto de no retirarse a tiempo. Una mañana, una de las cestas se atascó mientras descendía. Bing saltó y se lesionó un pie al caer sobre el duro suelo. Al día siguiente volvió a subir en la cesta.

Corría el rumor de que a Jian y a Bing les pagaban más. No porque alguien les diese dinero, y menos J. A.; pero el tiempo que debían trabajar para poder pagarse los pasajes se reducía. Sin embargo, ninguno de los demás estaba dispuesto a cambiarse por uno de ellos en las cestas.

Una mañana a mediados de mayo ocurrió lo que todos temían. No se produjo ninguna explosión después de que Jian preparase la carga. Por lo general, esperaban una hora, por si la explosión se producía con retraso. Transcurrido ese tiempo, adaptaban una nueva mecha a la carga y volvían a intentarlo. Sin embargo, aquel día, J. A. se presentó a caballo y declaró que no tenía la menor intención de esperar. Les ordenó a Bing y a Jian que se metiesen inmediatamente en las cestas para que los elevaran y volviesen a encender la carga explosiva. Jian intentó explicarle que debían esperar un poco más. J. A. no lo escuchó, sino que desmontó del caballo y golpeó en el rostro a Jian y a Bing. San oyó cómo les crujieron las mandíbulas y la nariz. Después, el propio J. A. los metió en las cestas y le gritó a Xu que empezase a subirlos, a menos que quisieran verse obligados a morir todos en la nieve. En un momento dado, a J. A. le pareció que ascendían demasiado lento y lanzó un disparo al aire.

Nadie sabía qué había pasado; pero la nitroglicerina explosionó y las dos cestas, con los dos hombres, saltaron en pedazos hasta quedar irreconocibles. Después de la explosión ningún miembro de sus cuerpos pudo recuperarse entero. En cualquier caso, J. A. ordenó que trajesen nuevas cestas y cuerdas. San fue uno de los elegidos. Xu le había enseñado a manejar la nitroglicerina, pero jamás había preparado una carga.

Temblando de miedo, lo elevaron por la pared de la montaña. Estaba convencido de que iba a morir, pero cuando la cesta volvió a tocar el suelo, consiguió ponerse a salvo corriendo y la explosión se produjo con normalidad.

Aquella noche, San le reveló su plan a Guo Si. Fuese lo que fuese lo que los aguardaba en aquel territorio salvaje, no podía ser peor que lo que ya estaban viviendo entonces. Se marcharían y no se detendrían hasta que hubiesen llegado a China.

Huyeron cuatro semanas más tarde. Por la noche salieron en silencio de la tienda, siguieron el terraplén, robaron dos caballos en unas vías para transporte de raíles y continuaron hacia el oeste. Cuando consideraron que la distancia que los separaba de las montañas de Sierra Nevada era más que suficiente, se permitieron unas horas de reposo junto a una hoguera antes de proseguir con su camino. Llegaron a un arroyo y decidieron cabalgar por él para ocultar sus huellas.

A menudo se detenían a mirar atrás, pero aquello estaba desierto. Nadie los perseguía.

Poco a poco, San empezó a tener fe en que quizá lograsen volver a casa, aunque su fe era frágil: aún no osaba confiar del todo.