12

Cuando San despertó, todo estaba oscuro. No podía moverse. Tanteó con una mano las cañas de bambú que formaban una reja alrededor de su cuerpo encogido. Tal vez Fang les hubiese dado alcance y los hubiese apresado al fin, después de todo; y ahora lo llevaban en una jaula de vuelta al pueblo del que había huido.

Sin embargo, algo no encajaba. La jaula se balanceaba, pero no como colgada de fuertes barras. Aguzó el oído en las sombras y creyó oír el rumor del mar. Comprendió que se encontraba a bordo de un barco, pero ¿dónde estaba Guo Si? No distinguía nada en la oscuridad. Intentó gritar pero no logró emitir más que un débil gruñido. Sus labios estaban sellados por una fuerte mordaza. El pánico era inminente. Se hallaba acuclillado en aquella jaula minúscula sin poder mover brazos ni piernas. Entonces empezó a golpear las cañas de bambú con la espalda, en un intento de liberarse.

De repente, se hizo la luz. Alguien había retirado el trozo de paño que cubría la jaula en la que lo habían encerrado. Alzó la vista y descubrió una trampilla abierta sobre su cabeza, el cielo azul y alguna que otra nube aislada. El hombre que se inclinaba sobre la jaula tenía una larga cicatriz en el rostro. Llevaba el grasiento cabello recogido en la nuca. Escupió, metió la mano por entre las cañas de bambú y retiró la mordaza que cubría la boca de San.

—Ahora ya puedes gritar —se burló el hombre—. Nadie te oirá aquí, en medio del mar.

El marinero hablaba en un dialecto que San apenas si entendía.

—¿Dónde estoy? —le preguntó—. ¿Dónde está Guo Si?

El marinero se encogió de hombros.

—Pronto nos encontraremos a suficiente distancia de la costa como para poder soltarte. Entonces tendrás ocasión de saludar a tus afortunados compañeros de travesía. Y no importa cuál haya sido vuestro nombre hasta ahora; en el lugar al que vais, os darán otros nuevos.

—¿Adónde vamos?

—Al paraíso.

El marinero soltó una carcajada y desapareció trepando por la trampilla. San miró a uno y otro lado. Todo estaba lleno de jaulas cubiertas de basto paño. Lo invadió una devastadora sensación de soledad. Wu y Guo Si no estaban y él no era más que un animal enjaulado camino de un objetivo en el que a nadie le importaba su nombre siquiera.

Tiempo después, recordaría aquellas horas como si hubiese estado haciendo equilibrio al borde del abismo que constituía la delgada línea divisoria entre la vida y la muerte. Ya no le quedaba nada por lo que vivir, pero ni siquiera tenía la posibilidad de quitarse la vida.

No supo decir cuánto tiempo permaneció en aquel estado. Finalmente, unos marineros se dejaron caer por el vano de la trampilla colgados de cuerdas. Retiraron los paños y empezaron a abrir las jaulas mientras les gritaban a los enjaulados que se pusieran de pie. San tenía las articulaciones entumecidas, pero logró levantarse al fin.

Vio que uno de los marineros sacaba a golpes a Guo Si de su jaula. San echó a andar cojeando con las piernas anquilosadas, pero recibió más de un latigazo antes de poder explicar siquiera que sólo iba en ayuda de su hermano.

Los obligaron a salir a cubierta, donde los encadenaron. Los marineros, que hablaban diversos dialectos irreconocibles para San, los vigilaban amenazándolos con cuchillos y espadas. Guo Si apenas lograba mantenerse derecho bajo el peso de las gruesas cadenas. San vio que tenía en la frente una herida profunda. Uno de los marineros se le acercó y empezó a pincharle con la punta de su espada.

—A mi hermano le duele la cabeza —observó San—. Pero no tardará en encontrarse bien.

—Más os vale. Mantenlo con vida. De lo contrario, os arrojaremos al mar a los dos, aunque tú estés vivo.

San hizo una profunda inclinación antes de ayudar a su hermano a sentarse a la sombra de un gran rollo de cuerda.

—Estoy aquí —lo tranquilizó San—. Yo te ayudaré.

Guo Si lo miró con los ojos enrojecidos.

—¿Dónde está Wu?

—Está durmiendo. Todo irá bien.

Guo Si volvió a caer en su sopor. San miró cauto a su alrededor. El barco tenía muchas velas izadas sobre tres grandes mástiles y no se avistaba tierra por ninguna parte. Por la posición del sol en el cielo, comprendió que llevaban rumbo este.

Los demás hombres, sujetos por la larga cadena, estaban medio desnudos y tan escuálidos como él mismo. En vano buscó a Wu con la mirada y terminó por aceptar que estaba muerto y que se había quedado en Cantón. Cada ola hendida por el estrave del buque lo alejaba un poco más.

San miró al hombre que se encontraba sentado a su lado. Tenía un ojo hinchado y una gran raja en la cabeza, de un hachazo o un golpe de espada. San no sabía si les permitían hablar entre sí o si lo castigarían por ello, pero varios de los hombres encadenados conversaban entre murmullos.

—Soy San —le dijo al otro quedamente—. Mis hermanos y yo fuimos atacados anoche. A partir de ahí, no recuerdo nada de lo que pasó hasta que nos despertamos aquí.

—Yo soy Liu.

—¿Qué te pasó a ti, Liu?

—Perdí mi tierra, mis ropas y mis herramientas en el juego. Soy tallador de madera. Como no podía pagar mis deudas, vinieron y me llevaron. Intenté zafarme de ellos, pero entonces me golpearon. Cuando abrí los ojos, ya estaba a bordo de este barco.

—¿Adónde nos dirigimos?

Liu escupió y se tanteó con cuidado la herida del ojo con la mano encadenada.

—Miro alrededor y sé la respuesta. Vamos rumbo a América, o, más bien, rumbo a la muerte. Si logro liberarme de las cadenas, pienso saltar por la borda.

—¿Podrías volver a nado?

—Eres tonto. Me ahogaré.

—Nadie encontrará tus huesos para enterrarlos.

—Me cortaré un dedo y le pediré a alguien que se lo lleve a China y lo entierre allí. Aún me queda algo de dinero, y lo pagaré para evitar que todo mi cuerpo se descomponga en el mar.

La conversación se vio interrumpida cuando uno de los marineros empezó a tocar el gong. Les ordenaron que se sentaran y les dieron un cuenco de arroz a cada uno. San despertó a Guo Si y le dio de comer antes de empezar él mismo con su cuenco. Era un arroz viejo que olía a podrido.

—Aunque el arroz esté malo, nos mantiene vivos —comentó Liu—. Si morimos, no valdremos nada. Somos como cerdos a los que alimentan antes de morir.

San lo miró horrorizado.

—¿Van a sacrificarnos? ¿Cómo sabes todo esto?

—Llevo escuchando estas historias desde que nací y sé lo que nos espera. En el muelle nos aguardará la persona que nos ha comprado. Iremos a parar a las minas o a lo más profundo del desierto, donde nos harán colocar hierros en el suelo para unas máquinas que llevan agua hirviendo en sus vientres y que arrastran vagones que se deslizan sobre ruedas. No me preguntes más; de todos modos, eres demasiado tonto para comprender.

Liu se puso de lado y se tumbó a dormir. San se sentía humillado. Si él hubiese sido Liu, jamás se habría atrevido a hablarle así.

Por la noche amainó el viento. Las velas colgaban flojas en los mástiles. Les dieron otra ración de arroz mohoso, una jarra de agua y un trozo de pan tan duro que apenas si podían roerlo. Después se turnaron para evacuar sentados sobre la falca del barco. San se vio obligado a sostener a Guo Si para que no cayese por la borda junto con las pesadas cadenas y arrastrase a otros consigo.

Uno de los marineros que vestía un uniforme oscuro y era tan blanco como el hombre que habían visto en la silla en Cantón decidió que Guo Si dormiría con San en cubierta. Los encadenaron a uno de los mástiles mientras que a los demás los recluyeron en la bodega antes de cerrar y amarrar la trampilla.

San estaba sentado con la espalda apoyada en el mástil observando a los marineros que fumaban en pipa acuclillados en torno a pequeñas hogueras que llameaban en marmitas de hierro. El barco se deslizaba golpeteando las despaciosas olas. De vez en cuando, uno de los marineros pasaba ante ellos y se detenía a comprobar que San y Guo Si no estaban intentando deshacerse de las cadenas.

—¿Cuánto tiempo estaremos de viaje? —preguntó San.

El hombre se sentó en cuclillas y dio una calada de su pipa, que despedía un aroma dulzón.

—Eso nunca se sabe —respondió el hombre—. En el mejor de los casos, siete semanas, en el peor, tres meses. Si los vientos no nos son favorables. Si tenemos malos espíritus a bordo.

San no estaba seguro de lo que implicaba una semana. ¿Y un mes? Él nunca había aprendido a contar así. En el pueblo seguían las horas del día y el transcurso de las estaciones; pero le dio la impresión de que el marinero quería decir que el viaje sería largo.

Con las velas mustias, el barco no se movió durante varios días. Los marineros estaban irritables y golpeaban a los encadenados sin motivo. Guo Si iba recuperándose poco a poco, y de vez en cuando incluso tenía fuerzas para preguntar qué sucedía.

San oteaba el horizonte deseando ver tierra todas las mañanas y todas las noches, pero lo único que se veía era el mar infinito y algún que otro pájaro solitario que revoloteaba en círculos sobre la nave antes de desaparecer para siempre.

Cada día que pasaba grababa una muesca en el mástil al que él y su hermano estaban encadenados. Cuando llevaba diecinueve muescas, cambió el viento y el barco se vio envuelto en una terrible tormenta. Los dejaron atados al mástil durante todo el temporal, azotados por grandes olas. Las fuerzas del mar actuaban con tal violencia que creyó que el barco se haría pedazos. Durante los días que duró la tormenta no les dieron de comer nada más que algunos mendrugos que un marinero consiguió entregarles tras llegar hasta ellos con una cuerda atada a la cintura. Desde allí arriba oían los gritos y lamentos de los encadenados en la bodega.

Tres días duró el temporal, hasta que el viento empezó a ceder para, finalmente, amainar y morir del todo. Y un día entero estuvieron parados en alta mar. Al día siguiente se puso a soplar un viento que infundió ánimos en los marineros. Se hincharon las velas y los hombres de la bodega pudieron volver a subir a cubierta a través de la trampilla.

San comprendió que tenían más posibilidades de sobrevivir si permanecían en cubierta. Le dijo a Guo Si que fingiese tener algo de fiebre cuando alguno de los marineros o el capitán blanco pasasen por allí para ver cómo se encontraba. Él veía que la herida que su hermano tenía en la cabeza iba curándose, pero aún no estaba del todo bien.

Pocos días después de la tormenta, los marineros descubrieron a un polizón. Entre gritos coléricos, lo sacaron a rastras del rincón donde se había ocultado bajo la cubierta. Ya arriba, la ira se tornó en entusiasmo cuando se dieron cuenta de que era una mujer vestida de hombre. De no haber intervenido el capitán, que les apuntó con su pistola, todos los marineros se habrían abalanzado sobre ella. Ordenó que la amarrasen al mástil de los dos hermanos. El marinero que se le acercase sería azotado todos los días que quedaban de viaje.

La mujer era muy joven, tendría sólo dieciocho o diecinueve años. Ya por la noche, cuando reinaba el silencio en el barco y tan sólo los remeros, el vigía y algunos vigilantes se movían por cubierta, San se atrevió a preguntarle su nombre entre susurros. La mujer bajó la vista y respondió con voz apenas audible. Su nombre era Sun Na. Guo Si se había tapado con una vieja manta durante los días de fiebre. Sin decir una palabra, San se la dio a la joven. Ella se tumbó y se cubrió entera, hasta la cabeza.

Al día siguiente, el capitán fue a verla con un intérprete para hacerle unas preguntas. Hablaba un dialecto muy similar al de los dos hermanos, pero lo hacía con voz tan queda que resultaba difícil entenderla. Pese a todo, San se enteró de que sus padres habían muerto y de que un pariente la había amenazado con entregarla a un terrateniente muy temido por todos, que solía maltratar a sus jóvenes esposas. Y entonces, Sun Na huyó a Cantón. Allí subió a bordo del barco con la idea de llegar a América, donde tenía una hermana. Y había logrado mantenerse oculta hasta ahora.

—Te mantendremos con vida —le dijo el capitán—. A mí tanto me da si tienes o no una hermana, pero en América hay escasez de mujeres chinas.

Sacó una moneda de plata que llevaba en el bolsillo, la lanzó al aire y volvió a recogerla.

—Para mí vas a suponer un mérito extra en este viaje. Seguramente no comprendes por qué, pero mejor así.

Aquella noche, San continuó haciéndole preguntas a la joven. De vez en cuando, uno de los marineros pasaba por allí y lanzaba una mirada ávida al cuerpo de la muchacha, que se esforzaba por ocultarlo, sentada con la cabeza bajo la sucia manta y sin decir apenas nada. Era de un pueblo cuyo nombre San nunca había oído. Sin embargo, cuando le describió el paisaje y el color tan especial de las aguas del río que discurría cerca de su casa, San comprendió que no podía quedar muy lejos de Wi Hei.

Sus conversaciones eran breves, como si Sun Na únicamente tuviese fuerzas para pronunciar unas pocas palabras cada vez. Además, sólo se susurraban las preguntas y respuestas durante la noche. De día, ella vivía bajo la manta e intentaba esconderse de las miradas de todos.

El barco siguió navegando hacia el este. San marcaba a diario su muesca en el mástil. Se dio cuenta de que los hombres que pasaban las noches bajo cubierta se encontraban cada vez peor a causa del aire viciado y de la falta de espacio. Ya habían subido a dos y los habían arrojado por la borda envueltos en viejos sacos de paño, sin que nadie pronunciase una palabra ni hiciese siquiera una reverencia al mar que acogía al muerto. En realidad era la muerte quien tenía el mando a bordo. Nadie más decidía sobre los vientos, las corrientes, las olas o quiénes serían llevados a cubierta desde la apestosa bodega.

San, por su parte, tenía una misión, proteger a la tímida Sun Na y, por las noches, susurrarle al oído palabras de consuelo.

Pocos días después subieron a otro hombre muerto de la bodega. Ni San ni Guo Si pudieron ver de quién era el cadáver que arrojaban por la borda; pero uno de los marineros se acercó al mástil después de lanzarlo. Llevaba en la mano un trozo de tela enrollado.

—Quería que te diera esto.

—¿Quién?

—Y yo qué sé cómo se llamaba.

San tomó el bulto de tela y, al desenrollarlo, vio que contenía un pulgar. Y supo que era Liu quien había muerto. Al ver que llegaba su hora, se cortó el pulgar y pagó al marinero para que se lo diese a San.

Se sintió honrado. Acababan de confiarle una de las misiones más importantes que una persona podía encomendarle a otra. Liu creía que San regresaría un día a China.

San observó el pulgar y empezó a raspar la piel y la carne rozándolo contra la cadena que tenía alrededor de los pies, pero procuró que Guo Si no viese lo que estaba haciendo.

Le llevó varios días limpiar el hueso. Cuando lo consiguió, lo lavó con agua de lluvia y se lo guardó en el dobladillo de la camisa. Él no lo defraudaría, aunque los marineros se hubiesen llevado el dinero que le correspondía.

Dos días más tarde, otro hombre murió en el barco; sólo que en aquella ocasión no fueron a buscar el cuerpo a la bodega. El hombre que murió fue nada menos que el capitán. San había pensado mucho en que el país al que se dirigía estaba poblado de esos extraños hombres blancos. De repente, vio que el hombre se encogía, como si hubiese recibido el golpe de un puño invisible. Cayó de bruces y no volvió a moverse. Los marineros acudieron presurosos de todas partes, gritando y maldiciendo, pero de nada sirvió. Al día siguiente, también el capitán desapareció en el mar. Aunque su cuerpo iba envuelto en una bandera con rayas y estrellas.

Cuando se produjo aquella muerte, reinaba de nuevo la calma chicha más absoluta. Parecía que la impaciencia de la tripulación se transformaba en miedo y desasosiego. Algunos de los marineros aseguraban que el que había matado al capitán era un espíritu maligno, el mismo que se había llevado los vientos. Existía el riesgo de que se acabasen tanto el agua como la comida. A veces estallaban disputas y peleas, sucesos que habrían sido castigados de inmediato en vida del capitán. El segundo de a bordo que lo sustituía parecía carecer de su autoritaria resolución. Y a San lo invadió un creciente malestar ante la tensión del ambiente a bordo. Continuó grabando sus muescas en el mástil. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Cuáles eran, en realidad, las dimensiones del mar que estaban atravesando?

Una noche de calma en que San dormitaba junto al mástil, aparecieron unos marineros y empezaron a desatar las cuerdas que sujetaban a Sun Na. Con el fin de que la joven no pudiese gritar ni ofrecer resistencia, uno de los marineros le tapó la boca con una mordaza. San vio con horror cómo la arrastraban hasta la falca, le quitaban la ropa y la violaban. Cada vez aparecían más marineros, todos aguardaban su turno en la oscuridad. San se vio obligado a presenciarlo todo sin poder hacer nada.

De repente se dio cuenta de que Guo Si se había despertado y de que estaba viendo lo que sucedía. Su hermano lanzó un grito desesperado.

—Será mejor que cierres los ojos —le aconsejó San—. No quiero que vuelvas a caer enfermo. Lo que está ocurriendo puede causarle una fiebre mortal a cualquiera.

Cuando los marineros acabaron con Sun Na, la joven ya no se movía. Pese a todo, uno de los hombres le puso una soga al cuello e izó el cuerpo desnudo por un madero que sobresalía de uno de los mástiles. Las piernas de Sun Na patalearon nerviosas, la joven intentó trepar por la cuerda con las manos, pero no tenía fuerzas. Al final, se quedó allí colgada e inmóvil. Entonces la arrojaron por la borda. Ni siquiera la envolvieron en un paño, simplemente lanzaron al agua su cuerpo desnudo. San no pudo evitarlo y dejó escapar un lamento desesperado. Uno de los marineros lo oyó.

—¿Echas de menos a tu novia? —le preguntó.

San tuvo miedo de que lo tiraran por la borda también a él.

—Yo no tengo novia —respondió.

—Ella fue la culpable de que viniese la calma chicha. Y seguramente también embrujó al capitán para que muriese. Ya no está y el viento empezará a soplar otra vez.

—Habéis hecho lo correcto arrojándola por la borda.

El marinero se le acercó a apenas unos centímetros de la cara.

—Tienes miedo —le dijo—. Tienes miedo y estás mintiendo. Pero no te preocupes, que a ti no vamos a tirarte por la borda. No sé lo que estás pensando, pero supongo que si pudieras, me castrarías. No sólo a mí, sino a toda la tripulación. Un hombre que está encadenado a un mástil no puede tener los mismos pensamientos que yo.

Con una sonrisa irónica se marchó de allí y le arrojó a San los restos de tela blanca de lo que había sido el vestido de Sun Na.

—Seguro que el olor permanece —le gritó—. El olor a mujer y el olor a muerte.

San dobló la tela y se la guardó en la camisa. Ahora tenía el hueso del pulgar de un hombre muerto y un trozo de tela sucia de una joven a la que conoció en su desgraciado final. Jamás había llevado una carga tan pesada.

Guo Si no habló de lo ocurrido. San iba haciéndose a la idea de que jamás llegarían al punto donde terminaba el mar y empezaba otra cosa, algo desconocido. A veces soñaba que un ser sin rostro le quitaba la piel y la carne de los huesos y arrojaba los jirones a una bandada de grandes pájaros. Cuando despertaba, seguía encadenado al mástil. Después de aquel sueño, su estado le parecía una maravillosa liberación.

Pasaron muchos días navegando con viento favorable. Una mañana, poco después del alba, oyó los gritos del vigía desde su puesto en la proa. Guo Si se despertó al oír las voces.

—¿Por qué grita? —quiso saber Guo Si.

—Creo que ha ocurrido lo imposible —respondió San agarrándole la mano—. Creo que han avistado tierra.

Era como una estela oscura que oscilaba por encima de las crestas de las olas. Luego vieron cómo iba creciendo, un territorio que emergía de entre las aguas.

Dos días más tarde entraron en una anchísima bocana donde se apiñaban barcos de vapor de humeantes chimeneas y veleros como aquél en el que ellos viajaban, varados en los fondeaderos en largas hileras. Los llevaron a todos a cubierta. Subieron grandes cubas con agua, les dieron jabón para que se lavasen mientras los marineros vigilaban. Ya no los golpeaban. Si alguno no era concienzudo al lavarse, los propios marineros le ayudaban a hacerlo. Los afeitaron y les dieron una porción de comida mucho mayor que durante el viaje. Una vez listos todos los preparativos, les quitaron las cadenas de los pies y las sustituyeron por esposas.

El barco seguía varado en el fondeadero. Colocaron a San y Guo Sin en fila con los demás. Todos contemplaban el inmenso puerto. Pero la ciudad levantada sobre las colinas no era grande. San pensó en Cantón. Aquella ciudad no era nada comparada con la que habían dejado. ¿Sería verdad que el lecho de los ríos de aquel país estaba lleno de pepitas de oro?

Por la noche, dos embarcaciones de menor tamaño atracaron al socaire del barco. Desenrollaron una escala. San y Guo Si fueron de los últimos en bajar. Los marineros que los recibieron eran todos de raza blanca. Tenían barba y olían a sudor; además, algunos estaban ebrios. Se mostraban impacientes y empujaban a Guo Si, que se movía despacio. Los barcos tenían chimeneas que despedían un humo negro. San vio que el buque, con el mástil marcado por sus muescas, desaparecía en la oscuridad. En ese momento se rompió el último lazo con su vieja patria.

Miró al firmamento. El cielo que tenían sobre sus cabezas no se asemejaba al de antes. Las estrellas formaban las mismas constelaciones, pero no estaban en el mismo lugar.

Ahora comprendía lo que significaba la palabra soledad, verse abandonado incluso por las estrellas que le brillaban a uno sobre la cabeza.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Guo Si en un susurro.

—No lo sé.

Cuando bajaron a tierra, se vieron obligados a apoyarse el uno en el otro para no caer. Habían pasado tanto tiempo en el barco que, al verse sobre tierra firme, perdieron el equilibrio.

Los empujaron hacia una oscura habitación que olía a miedo y a orines de gato. Un hombre chino vestido como los blancos entró en la habitación. A su lado había otros dos chinos que sujetaban sendos quinqués muy potentes.

—Esta noche la pasaréis aquí —les dijo el chino blanco—. Mañana reemprenderéis el viaje. No intentéis escapar. Si armáis escándalo, os amordazaremos. Y si aun así no os calláis, os cortaré la lengua.

Al decir esto, sacó un cuchillo cuya hoja relucía a la luz de los quinqués.

—Si hacéis lo que digo, todo irá bien. De lo contrario, os irá muy mal. Tengo perros a los que les gusta mucho comer lengua de hombre. —El chino blanco se guardó el cuchillo en el cinturón—. Mañana os darán de comer —prosiguió—. Todo irá bien. Pronto empezaréis a trabajar. Quienes cumplan con su obligación podrán volver a cruzar el mar con una gran fortuna.

Dejó la sala junto con los hombres que llevaban los quinqués. Ninguno de los que se apiñaban en la oscuridad se atrevió a decir una sola palabra. San le susurró a Guo Si que lo mejor sería intentar dormir. Pasara lo que pasara, al día siguiente necesitarían todas sus fuerzas.

San permaneció despierto largo rato junto a su hermano, que se durmió enseguida. A su alrededor, en las tinieblas, se oían los ruidos inquietos de los que dormían y los que velaban. Aplicó el oído a la fría pared e intentó captar algún sonido del exterior; pero era una pared gruesa y muda que no dejaba pasar ningún ruido.

—Tienes que venir a buscarnos —le dijo a Wu hablándole a la oscuridad—. Aunque estés muerto, tú eres el único que queda en China.

Al día siguiente los llevaron en carromatos cubiertos de lona y tirados por caballos. Abandonaron la ciudad sin haberla visto siquiera.

Cuando llegaron a una región árida y pedregosa, en la que sólo crecían arbustos, unos jinetes con rifles apartaron la lona de los carromatos.

Brillaba el sol, pero hacía frío. San vio que los carromatos avanzaban en una larga y serpenteante caravana. A lo lejos se veía una infinita cadena montañosa.

—¿Adónde vamos? —preguntó Guo Si.

—No lo sé. Ya te he dicho que no preguntes tanto. Te lo diré cuando lo sepa.

Continuaron durante varios días en dirección a las montañas. Por la noche, dormían bajo los carros dispuestos en círculo.

La temperatura iba bajando según pasaban los días. San se preguntaba a menudo si él y su hermano no morirían congelados.

El hielo ya se le había metido dentro. Un frío y aterrado corazón gélido.