Pasaron la noche en el muelle, porque a San no se le ocurrió ningún lugar mejor donde dormir. El perro vigilaba el lugar, gruñía cuando unos pies sigilosos se acercaban demasiado. Pese a todo, cuando despertaron por la mañana comprobaron que alguien se las había ingeniado para robarles el cántaro. San miró enfurecido a su alrededor. «El pobre le roba al pobre», concluyó. «Incluso un viejo cántaro vacío puede resultarle atractivo a quien nada posee».
—El perro es bueno, pero no como vigilante —les dijo a sus hermanos.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Wu.
—Intentaremos encontrar trabajo —declaró San.
—Tengo hambre —terció Guo Si.
San meneó la cabeza. Guo Si sabía tan bien como él que no tenían nada que comer.
—No podemos robar —observó San—. Si lo hacemos, nos irá como a aquellos cuyas cabezas vimos empaladas en la encrucijada. Tenemos que trabajar y, después, buscaremos algo que comer.
Se llevó a sus hermanos al lugar donde los hombres corrían de un lado a otro con sus cargas. El perro los seguía. San se quedó un buen rato observando a los que daban órdenes junto a las pasarelas de los cargueros. Finalmente decidió acercarse a un hombre grueso y de baja estatura que no azotaba a los porteadores aunque se moviesen despacio.
—Somos tres hermanos —le dijo San—. Podemos ser porteadores.
El hombre le lanzó una mirada iracunda al tiempo que siguió controlando a los trabajadores que salían de la bodega del barco con nuevos bultos sobre los hombros.
—¿Qué hace tanto campesino aquí en Cantón? —preguntó a gritos—. ¿Qué os trae aquí? Hay miles de mendigos campesinos que quieren trabajar y ya tengo más que suficientes. Ya podéis iros. No me molestéis.
Siguieron deambulando entre los muelles de carga, pero siempre obtenían la misma respuesta. Nadie quería saber nada de ellos. En Cantón no valían nada.
Aquel día no comieron, salvo los restos de verduras sucias que yacían pisoteadas en la calle del mercado. Bebieron agua de un surtidor rodeado de personas hambrientas. Una noche más, durmieron enroscados en el muelle. San no podía conciliar el sueño. Se clavaba los puños en el estómago para aplacar la sensación de hambre que lo corroía. Pensó en el enjambre de mariposas que le envolvieron. Era como si todas las mariposas hubiesen entrado en su cuerpo y le arañasen los intestinos con sus afiladas alas.
Transcurrieron otros dos días sin que lograsen encontrar a quien, junto a algún muelle de carga, les hiciese una señal y les dijese que necesitaba sus espaldas. Hacia el final del segundo día, San sabía que no aguantarían mucho más. No habían comido nada desde que encontraron las verduras pisoteadas y ya sólo se mantenían a base de agua. Wu tenía fiebre y yacía en el suelo temblando a la sombra de una pila de bidones.
San tomó la decisión al empezar el ocaso. Tenían que comer algo, pues de lo contrario sucumbirían. Se llevó a sus hermanos y al perro a un lugar despejado en el que los pobres se acurrucaban alrededor de hogueras para comer cualquier cosa que hubiesen logrado encontrar.
Ya sabía por qué su madre les había enviado al perro. Cogió una piedra y le aplastó la cabeza al animal. Las personas que había en torno a uno de los fuegos se acercaron. Un hombre le prestó a San un cuchillo, con el que éste despiezó al perro antes de poner los trozos en una marmita. Tenían tanta hambre que no pudieron esperar a que la carne estuviese bien cocida. San repartió los trozos de modo que cuantos había alrededor del fuego recibiesen la misma cantidad.
Después de comer, se tumbaron en el suelo y cerraron los ojos. Tan sólo San se quedó sentado contemplando las llamas. Al día siguiente ya no tendrían ni siquiera un perro que comer.
Vio ante sí a sus padres, colgados del árbol. ¿Estaba tan lejos la soga de su propio cuello? No lo sabía.
De repente tuvo la sensación de que alguien lo observaba. Aguzó la vista para ver si lo distinguía en la oscuridad. En efecto, allí había alguien, sus ojos relucían en la noche. El hombre avanzó hacia la hoguera. Era mayor que San, pero no muy mayor. Sonreía. San pensó que debía de ser uno de los afortunados que no andaban siempre hambrientos.
—Me llamo Zi. He visto cómo os comíais al perro.
San no respondió. Aguardaba, un tanto a la defensiva. Había algo en aquel desconocido que le infundía inseguridad.
—Me llamo Zi Quian Zhao. ¿Y tú?
San miró nervioso a su alrededor.
—¿Acaso he invadido tus tierras?
Zi rompió a reír.
—En absoluto. Sólo quiero saber quién eres. La curiosidad es una virtud humana. A aquellos que no tienen ambición de saber, rara vez los espera una buena vida.
—Soy Wang San.
—¿De dónde eres?
San no estaba acostumbrado a que le hiciesen preguntas y empezó a desconfiar. ¿Y si el hombre llamado Zi pertenecía a los elegidos que gozaban del derecho a interrogar y castigar? Tal vez él y sus hermanos hubiesen contravenido alguna de las muchas leyes y reglas tácitas que rodean a un pobre.
San señaló vacilante hacia la oscuridad.
—De por allí. Mis hermanos y yo hemos caminado durante muchos días. Hemos cruzado dos grandes ríos.
—Es excelente tener hermanos. ¿Qué hacéis aquí?
—Buscamos trabajo. Pero no encontramos nada.
—Es difícil. Muy difícil. Son muchos los que acuden a la ciudad como las moscas a la miel. No resulta fácil ganarse el sustento.
San tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero optó por tragársela. Zi pareció leerle el pensamiento.
—¿Te preguntas de qué vivo yo, puesto que no visto harapos?
—No quiero parecer curioso ante personas que son superiores a mí.
—A mí no me importa —respondió Zi al tiempo que se sentaba—. Mi padre tenía sampanes y trajinaba por el río con su pequeña flota mercante. Cuando murió, uno de mis hermanos y yo nos quedamos con el negocio. El tercero y el cuarto de mis hermanos emigraron al país que hay al otro lado del mar, América. Allí han hecho fortuna lavando la ropa sucia de los hombres blancos. América es un país muy extraño. ¿En qué otro lugar podría uno hacerse rico con la suciedad ajena?
—Yo había pensado en eso —confesó San—. En viajar a ese país.
Zi lo observó con interés.
—Para eso hace falta dinero. Nadie atraviesa gratis un gran océano. Bueno, buenas noches. Espero que logréis encontrar trabajo.
Zi se levantó e hizo una leve inclinación antes de perderse en la noche. Y pronto desapareció. San se tumbó preguntándose si aquella breve conversación no habrían sido figuraciones suyas. ¿Habría estado hablando con su sombra? ¿El sueño de ser alguien totalmente diferente?
Los tres hermanos persistieron en su inútil búsqueda de trabajo y comida dando largos paseos por la bulliciosa ciudad. San había dejado de atarse a sus hermanos y pensó que era como un animal con dos crías que caminaban siempre pegadas a él entre la gran muchedumbre.
Buscaron trabajo en los muelles y en los populosos callejones. San les advertía a sus hermanos que se irguiesen ante cualquier persona con autoridad que pudiese darles trabajo.
—Hemos de parecer fuertes —les decía—. Nadie le da trabajo a una persona que no tiene fuerza en los brazos y las piernas. Aunque estéis cansados y hambrientos, debéis dar la impresión de gran fortaleza.
La única comida que ingerían era la que otros desechaban. Cuando peleaban con los perros por un hueso, San pensaba que estaban transformándose en animales. Su madre le había contado un cuento sobre un hombre que se convirtió en un animal de cuatro patas, sin brazos, pues era perezoso y no quería trabajar. Sin embargo, en su caso, no era por culpa de la pereza.
Continuaron durmiendo en el muelle, expuestos al húmedo calor de la ciudad. A veces, por las noches, el mar arrastraba sobre la ciudad nubes cargadas de lluvia. Entonces buscaban refugio bajo el muelle, entraban gateando por entre los troncos mojados, pero se empapaban de todos modos. San notó que Guo Si y Wu empezaban a desesperar. Sus ganas de vivir menguaban con el paso de los días, de cada día de hambre, de lluvia, de la sensación de que nadie los veía y nadie los necesitaba.
Una noche, San vio que Wu, encogido, murmuraba oraciones desesperadas a los dioses de sus padres. Por un instante se sintió indignado. Los dioses de sus padres jamás les habían ayudado. Sin embargo, no dijo nada. Si Wu hallaba consuelo en sus plegarias, no tenía derecho a arrebatárselo.
San empezaba a ver Cantón como una ciudad horrible. Cada mañana, cuando comenzaban sus interminables periplos por la ciudad en busca de trabajo, encontraban personas muertas en el arroyo. A veces, las ratas habían roído los rostros de los muertos. Todas las mañanas temía acabar su vida en alguno de los numerosos callejones de Cantón.
Tras un día más de calurosa humedad, también San empezó a perder la esperanza. Tenía tanta hambre que sentía vértigo y le costaba pensar con claridad. Mientras yacía en el muelle junto con sus hermanos, que dormían, pensó por primera vez que tal vez fuese mejor dejarse vencer por el sueño y no despertar jamás.
No había nada a lo que despertar.
Durante la noche soñó nuevamente con las tres cabezas. De repente se pusieron a hablarle, aunque él no las entendía.
Al alba, cuando abrió los ojos, vio a Zi fumando en pipa sentado en un bolardo. Al ver que San despertaba, le sonrió.
—Tienes un sueño inquieto —observó—. He visto que soñabas con algo de lo que querías liberarte.
—Soñaba con cabezas cortadas —aclaró San—. Puede que una fuese la mía.
Zi lo observó reflexivo antes de contestar.
—Quienes pueden elegir, lo hacen. Ni tú ni tus hermanos parecéis especialmente fuertes. Está claro que pasáis hambre. Nadie que necesite a una persona para cargar, o para arrastrar o tirar de un carro elegirá a otra que esté hambrienta. Al menos, no mientras haya recién llegados que aún conserven las fuerzas y algo que comer en la bolsa.
Zi vació la pipa antes de proseguir.
—Todas las mañanas se ven cadáveres flotando en el río. Son los que no aguantaron. Los que no le ven sentido a seguir viviendo. Se llenan las camisas de piedras o se atan un contrapeso a las piernas. Cantón se ha convertido en una ciudad repleta de espíritus inquietos, los de aquellos que se han quitado la vida.
—¿Por qué me cuentas todo esto? Bastante suplicio tengo ya.
Zi alzó la mano tranquilizándolo.
—No, no te lo digo para angustiarte. No te habría dicho nada si no tuviese algo más que añadir. Mi primo tiene una fábrica y muchos de sus trabajadores están enfermos en estos momentos. Quizá pueda ayudaros a ti y a tus hermanos.
San no daba crédito a sus oídos, pero Zi repitió sus palabras. No les prometía nada, pero tal vez pudiese procurarles un trabajo.
—¿Por qué quieres ayudarnos?
Zi se encogió de hombros.
—¿Qué hay detrás de lo que hacemos? ¿Y de lo que dejamos de hacer? Puede que, simplemente, piense que te mereces un poco de ayuda.
Zi se levantó.
—Volveré cuando sepa algo —aseguró—. No soy de los que van sembrando por ahí promesas a medias. Una promesa que no se cumple puede destruir a una persona.
Dejó unas piezas de fruta ante San y se marchó. San lo vio caminar por el muelle y perderse en el barullo de gente.
Wu seguía con fiebre cuando despertó. San le tocó la frente, que le ardía.
Se sentó entre Wu y Guo Si y les habló de Zi.
—Me ha dado estas frutas —les dijo, mostrándoselas—. Es la primera persona de Cantón que nos da algo. Puede que Zi sea un dios, alguien a quien nuestra madre nos ha enviado desde el otro mundo. Si no vuelve, sabremos que no era más que un falso. Hasta entonces, aguardaremos aquí.
—Nos moriremos de hambre antes de que vuelva —auguró Guo Si. San se enojó.
—No soporto escuchar tus absurdas quejas.
Guo Si no dijo una palabra más. San confiaba en que la espera no fuese demasiado larga.
Aquel día el calor era sofocante. San y Guo Si se turnaban para ir al surtidor a buscar agua para Wu, y San encontró unas raíces que comieron crudas.
Cuando cayó la tarde y la oscuridad empezó a inundar todos los rincones, Zi aún no había vuelto. Incluso San empezaba a sentirse abatido. ¿No sería Zi, pese a todo, una de esas personas que mataban con falsas promesas?
San no tardó en ser el único despierto. Estaba sentado junto al fuego escuchando los ruidos que le llegaban en la oscuridad, pero no se percató de la llegada de Zi. De repente, lo tenía a su espalda. San se sobresaltó al percibir su presencia.
—Despierta a tus hermanos —le dijo—. Hay que irse. Tengo un trabajo para vosotros.
—Wu está enfermo. ¿No puede esperar a mañana?
—Para entonces otros habrán aceptado el trabajo. O es ahora o nunca.
San se apresuró a despertar a Guo Si y a Wu.
—Debemos irnos —explicó—. Mañana tendremos por fin un trabajo.
Zi los guió por los oscuros callejones. San notó que iba pisando a la gente que dormía en las calles. Él llevaba de la mano a Guo Si, el cual, a su vez, agarraba fuertemente a Wu.
San no tardó en percibir por el olor que se encontraban cerca del mar; de pronto todo le parecía más llevadero.
Después, se precipitaron los acontecimientos. De la oscuridad salieron unos hombres extraños que los agarraron por los brazos y les arrojaron sacos a la cabeza. San recibió un golpe y cayó al suelo, pero siguió peleando. Cuando volvieron a abatirlo, mordió el brazo que lo maltrataba de tal modo que consiguió liberarse, pero enseguida lo agarraron de nuevo.
Oía a su lado los gritos de angustia de Wu. A la vacilante luz de una farola, vio a su hermano tendido boca arriba. Un hombre extrajo un cuchillo de su pecho antes de arrojar el cuerpo al agua. Poco a poco, Wu fue desapareciendo en la corriente.
En un instante de vértigo, comprendió que Wu estaba muerto. San no había logrado protegerlo.
Entonces, alguien lo golpeó con fuerza en la nuca. Estaba inconsciente cuando, junto con Guo Si, lo subieron a un bote que se aproximó a una embarcación que aguardaba en el fondeadero.
Esto ocurría durante el verano de 1863. Un año en que miles de campesinos chinos pobres fueron secuestrados y conducidos a América, que los engulló en su insaciable caverna. Los aguardaban los mismos y duros trabajos de los que habían soñado librarse un día.
Atravesaron un mar inmenso, pero la pobreza viajó con ellos.