10

Sucedió durante la estación más calurosa del año 1863. Y el segundo día del largo periplo de San y sus hermanos hacia la costa y la ciudad de Cantón. Aquella mañana, muy temprano, llegaron a una encrucijada donde hallaron tres cabezas clavadas en sendas varas de bambú incrustadas en la tierra. Resultaba imposible deducir cuánto tiempo llevaban allí expuestas. Wu, que era el más joven de los hermanos, creía que como mínimo una semana, pues los ojos y grandes porciones de las mejillas se veían ya picoteadas por los cuervos. Guo Si, el mayor, decía que parecían cortadas hacía tan sólo unos días, pues creía ver un resto del horror ante la muerte en la quejumbrosa expresión de sus bocas.

San no opinó. En todo caso, no dejó traslucir lo que pensaba. Aquellas cabezas cortadas eran una especie de señal de lo que podía ocurrirles a él y a sus hermanos. Habían huido de un pueblo remoto de la provincia de Guangxi para salvar sus vidas. Y lo primero que encontraban les parecía un recordatorio de que seguirían en peligro también en lo sucesivo.

Abandonaron el lugar, y San lo bautizó mentalmente con el nombre de «La encrucijada de las tres cabezas». Mientras Guo Si y Wu discutían sobre si los dueños de las mismas serían bandidos que habían sido ejecutados o unos campesinos que hubiesen disgustado a un poderoso latifundista, San reflexionaba sobre todo aquello que los había movido a emprender el camino. En lo más hondo de su ser confiaba en que, un día, sus hermanos pudiesen volver a Wi Hei, el pueblo donde habían crecido. Él no sabía muy bien qué pensar. Tal vez los campesinos pobres y sus hijos no pudiesen salir jamás de la miseria en la que vivían. ¿Qué los aguardaba en Cantón, el lugar al que se dirigían? La gente decía que allí uno podía subirse de polizón a un barco que atravesaba el mar rumbo al este y arribaba a un país donde corrían ríos que relucían por las pepitas de oro grandes como huevos de gallina que arrastraban. Incluso al pueblo de Wi Hei habían llegado historias de aquel país habitado por diablos blancos, un país tan rico donde incluso las gentes sencillas de China podían salir de la miseria y alcanzar poder y riqueza.

San no sabía a qué atenerse. La gente pobre siempre soñaba con una vida en la que ningún latifundista pudiese maltratarlos. También él había abrigado esos pensamientos cuando, de niño, inclinaba la cabeza al cruzarse con algún gran señor que pasaba en su carro bajo palio. Siempre se preguntó cómo era posible que la gente llevase vidas tan diferentes.

En una ocasión le preguntó a su padre, Pei, y éste le propinó una bofetada por respuesta. No había que formular preguntas innecesarias. Los dioses que estaban en los árboles y los arroyos y las montañas habían creado el mundo en que vivían los hombres; para que aquel universo enigmático conservase el equilibrio divino tenía que haber ricos y pobres, campesinos que empujaban el arado detrás de los bueyes y grandes hombres que apenas ponían el pie en una tierra que también los alimentaba a ellos.

Él jamás les había preguntado a sus padres cuáles eran los sueños que abrigaban cuando rezaban ante las imágenes de los dioses. Ellos vivían sus vidas inmersos en una servidumbre sin fin. ¿Habría alguien que trabajase más duro y que sacase más provecho de su esfuerzo? Jamás tuvo a quien preguntar, pues todos los habitantes del pueblo eran igual de pobres y sentían el mismo temor por el invisible latifundista, cuyo administrador sometía a los campesinos obligándolos con el látigo a ejecutar sus tareas diarias. Él había visto a muchas personas pasar de la cuna a la tumba arrastrando a lo largo de su existencia unos trabajos cuya carga crecía a medida que pasaba el tiempo. Se diría que incluso a los niños se les vencía la espalda antes de que hubiesen aprendido a caminar siquiera. La gente del pueblo dormía sobre alfombras que, por la noche, extendían sobre los fríos suelos de tierra. Apoyaban la cabeza sobre duros almohadones confeccionados con cañas de bambú. Durante el día seguían el monótono ritmo que imponían las estaciones del año. Araban tras los perezosos bueyes de agua, plantaban arroz con la esperanza de que al año siguiente, la próxima cosecha, fuese suficiente para alimentarlos a todos. En años de mala cosecha apenas si tenían de qué vivir. Cuando se acababa el arroz, se alimentaban de hojas.

O se tumbaban a esperar la muerte. No les quedaba otra opción.

Empezaba a caer el ocaso, y esto sacó a San de sus cavilaciones. Miró a su alrededor en busca de un lugar donde pudiesen dormir. Junto al camino crecía una pequeña arboleda colindante con unas rocas que parecían arrancadas de la cadena montañosa que se erguía al oeste recortándose contra el horizonte. Extendieron sus alfombras de hierba seca, compartieron el arroz que les quedaba y que debía durarles hasta Cantón. San miró de soslayo a sus hermanos. ¿Tendrían fuerzas para llegar al final? ¿Qué harían si alguno de ellos enfermaba? Él aún se sentía fuerte, pero no sería capaz de llevar a cuestas a uno de sus hermanos en caso necesario.

No hablaban mucho entre sí. San les había dicho que no debían malgastar las pocas energías que les quedaban discutiendo y peleando.

—Cada palabra que os arrojéis a la cara os robará un paso. En estos momentos lo importante no son las palabras, sino los pasos que tenéis que dar para llegar a Cantón.

Ninguno de los hermanos lo contradijo. San sabía que ellos confiaban en él. Ahora que sus padres ya no estaban vivos y que habían decidido emigrar, creían que San era el que tomaban las mejores decisiones.

Se acurrucaron sobre las alfombras, se colocaron bien las coletas a la espalda y cerraron los ojos. San oyó cómo caían vencidos por el sueño, en primer lugar Guo Si; después, Wu. «Aún son como niños», pensó San. «Pese a que ambos tienen más de veinte años. Ahora sólo me tienen a mí. Yo soy la persona mayor, el que sabe lo que les conviene. Sin embargo, también soy muy joven aún».

Empezó a pensar en lo distintos que eran sus hermanos. Wu era díscolo y siempre le había costado obedecer lo que se le mandaba. Sus padres estaban muy preocupados por su futuro y le advirtieron repetidas veces que en la vida le iría mal si siempre andaba contradiciendo a los demás. En cambio Guo Si era más pausado y jamás les había ocasionado ningún problema a sus padres. Era el hermano obediente que siempre le ponían de ejemplo a Wu.

«Y yo tengo un poco de cada uno», constató San. «Pero ¿quién soy en el fondo? ¿El hermano mediano, el que debe estar siempre dispuesto a asumir la responsabilidad ahora que no hay nadie más?».

Olía a barro y a humedad a su alrededor. Estaba tumbado boca arriba, contemplando las estrellas.

A menudo, su madre lo había llevado fuera por las noches para admirar el cielo. En aquellas ocasiones, su rostro ajado por el cansancio estallaba en una sonrisa. Las estrellas eran un consuelo para la dura vida que ella llevaba. En condiciones normales vivía con el rostro vuelto hacia la tierra, que engullía sus semillas de arroz como si esperase que, algún día, también la engullese a ella. Cuando alzaba la vista a las estrellas, dejaba de ver la oscura tierra por un instante.

Buscó en el cielo estrellado. Su madre les había puesto nombre a alguno de los astros. Y llamaba San a una estrella que lucía intensamente en una constelación que parecía un dragón.

—Ése eres tú —le dijo—. De allí vienes y allí regresarás algún día.

La idea de proceder de una estrella lo asustó, pero no dijo nada, puesto que su madre parecía alegrarse mucho de ello.

San pensó en los violentos sucesos que los habían obligado a él y a sus hermanos a huir precipitadamente. Uno de los nuevos capataces del latifundista, un hombre llamado Fang, que tenía las paletas muy separadas, llegó con la queja de que sus padres habían descuidado sus tareas diarias. San sabía que su padre sufría terribles dolores de espalda y que no había terminado a tiempo el pesado trabajo que tenía asignado. Su madre le había ayudado, pero aun así iba con retraso. Así que allí estaba Fang, ante la choza de adobe de su familia y con la lengua asomando entre sus paletas como si de una peligrosa y amenazadora serpiente se tratase. Fang era joven, casi de la misma edad que San, pero procedían de mundos distintos. Fang miraba a los padres de San como si fueran insectos que pudiese aplastar en cualquier momento, mientras que ellos se inclinaban ante él con los sombreros de paja en la mano y las cabezas gachas. Si no cumplían con sus obligaciones diarias, los expulsarían de la choza y se verían obligados a vivir como mendigos.

Por la noche, San los oyó murmurar. Era frecuente que tardaran en dormirse y San los escuchaba a hurtadillas. Sin embargo, no entendió lo que se decían.

Por la mañana, halló vacía la alfombra trenzada en la que dormían sus padres. Él se asustó enseguida. En su reducida vivienda, todos solían levantarse al mismo tiempo, es decir, que sus padres debían de haber salido sin hacer ruido para no despertar a sus hijos. Se levantó despacio y se puso los harapientos pantalones y la única camisa que poseía.

Cuando salió de la choza, aún no había amanecido. El horizonte ardía en tonos color de rosa. En algún lugar se oyó cantar a un gallo. La gente del pueblo empezaba a despertar. Todos, menos sus padres, que se habían colgado del árbol que les daba sombra en la época más calurosa del año. Sus cuerpos se mecían lentos al compás de la brisa matinal.

Lo que sucedió después no podía recordarlo más que de forma vaga e imprecisa. Él no quería que sus hermanos viesen a sus padres colgados de las cuerdas, con las bocas abiertas, de modo que las cortó con la guadaña que su padre utilizaba en el campo. Sus cuerpos cayeron pesadamente sobre él, como si quisieran llevárselo consigo a la muerte.

Los vecinos llamaron al anciano del pueblo, el viejo Bao, que tenía la vista nublada y temblaba de tal modo que no podía mantenerse derecho. Él se llevó a San a un lado y le dijo que lo mejor que los tres hermanos podían hacer era marcharse. Fang se vengaría sin duda, los encerraría en los calabozos de su hacienda. O quizá los ejecutaría. No había juez en el pueblo y sólo imperaba la ley del latifundista; en cuyo nombre hablaba y actuaba el propio Fang.

Se marcharon antes de que los féretros de sus padres hubiesen terminado de arder siquiera. Y allí estaba ahora, bajo las estrellas, en compañía de sus hermanos que dormían a su lado. Ignoraba qué les depararía el futuro más inmediato. El viejo Bao le dijo que huyesen hacia la costa, a la ciudad de Cantón, para buscar trabajo. San intentó averiguar qué clase de trabajo había allí, pero el viejo Bao no supo contestarle; simplemente señalaba hacia la costa con su mano trémula.

Caminaron hasta que los pies se les llenaron de ampollas y se les secó la boca debido a la sed. Los hermanos lloraron por la muerte de sus padres y por el miedo que les inspiraba el futuro incierto. San intentaba consolarlos al tiempo que los animaba a apresurarse. Fang era peligroso. Y tenía caballos sobre los que cabalgar, hombres con lanzas y afiladas espadas que aún podían darles alcance.

Siguió admirando las estrellas. Pensaba en el latifundista, el cual vivía en un mundo totalmente distinto donde los pobres jamás podrían poner un pie. Jamás aparecía por el pueblo, sino que se mantenía como una sombra amenazante, inseparable de las tinieblas.

Finalmente, también San cayó vencido por el sueño. Las tres cabezas cortadas poblaron sus ensoñaciones. Sentía la fría punta de la espada contra su garganta. Sus hermanos ya estaban muertos, sus cabezas rodaban por la arena mientras que la sangre manaba a borbotones de sus gargantas abiertas. Una y otra vez se despertaba, como para liberarse del sueño, que retornaba en cuanto volvía a dormirse.

Reemprendieron la marcha por la mañana temprano, tras beberse los últimos sorbos del cántaro que Guo Si llevaba de una correa atada al cuello. Tendrían que encontrar agua durante el día. Caminaban deprisa por el pedregoso camino. De vez en cuando se cruzaban con gente que venía de los campos o que llevaba pesadas cargas sobre los hombros y la cabeza. San empezó a preguntarse si no sería aquél un camino infinito. Tal vez no existiese el mar. Ni una ciudad llamada Cantón. Sin embargo, no les dijo nada a Guo Si ni a Wu, pues eso entorpecería el ritmo de sus pasos.

Un perro pequeño y negruzco con una mancha blanca bajo el hocico se unió a los caminantes. San no se dio cuenta de dónde había salido el animal. De repente estaba allí, con ellos. Intentó espantarlo, pero siempre volvía a su lado. Entonces empezó a lanzarle piedras para que fuese a buscarlas, pero el perro no tardaba en alcanzarlos otra vez.

—Se llamará Duong Fui, «La gran ciudad al otro lado del mar» —decidió San.

A mediodía, cuando el calor resultaba más insoportable, se tumbaron a descansar bajo un árbol en un pueblecito del camino. Los habitantes del lugar les dieron agua con la que llenar su cántaro. El perro jadeaba tumbado a los pies de San.

San observó atentamente. Aquel perro tenía algo extraño. ¿Lo habría enviado su madre como mensajero desde el reino de la muerte? ¿Un mensajero capaz de moverse entre los vivos y los muertos? No lo sabía, siempre le había costado creer en todos aquellos dioses que los habitantes del pueblo y sus padres adoraban. ¿Cómo podían rezarle a un árbol, incapaz de contestar, que no tenía oídos ni boca? ¿O a un perro sin dueño? Si los dioses existían, era ahora cuando él y sus hermanos necesitaban su ayuda.

Prosiguieron su peregrinar después del mediodía. El camino seguía serpenteando sin fin ante sus ojos.

A los tres días de camino empezaron a unírseles cada vez más personas. Los adelantaban carretas con altas cargas de caña y sacos de grano, mientras que otras rodaban vacías en la dirección contraria. San se armó de valor y le preguntó a un hombre que estaba sentado en uno de los carros vacíos.

—¿Cuánto falta para el mar?

—Dos días. No más. Mañana empezaréis a sentir el olor de Cantón, es inconfundible.

El hombre se echó a reír mientras reemprendía la marcha. San se quedó mirándolo, ¿qué habría querido decir con «el olor de Cantón»?

Aquella misma tarde atravesaron un denso enjambre de mariposas. Eran transparentes y amarillentas y su aleteo recordaba al crujido del papel. San se detuvo admirado en medio de la nube de mariposas. Era como si hubiese accedido a una casa cuyas paredes estuviesen construidas de alas. Se dijo que le gustaría quedarse allí. «Me gustaría que esta casa tuviese una puerta, claro. Me quedaría aquí escuchando el aleteo de las mariposas hasta que llegase el día en que cayese muerto a tierra».

Sin embargo, allí estaban sus hermanos. No podía dejarlos. Se abrió paso con las manos entre la cortina de mariposas y les sonrió: no pensaba abandonarlos.

Una noche más se tumbaron a descansar bajo un árbol, después de haber comido algo de arroz. Cuando se echaron a dormir, los tres continuaban hambrientos.

Al día siguiente llegaron a Cantón. El perro seguía con ellos. San se reafirmaba en su convicción de que era un enviado de su madre, un emisario del más allá con la misión de protegerlos. Él nunca había creído en esas cosas, pero ahora que se hallaba a las puertas de la ciudad, empezó a considerar si no serían reales, a pesar de todo.

Entraron en el bullicio urbano, que, en efecto, los recibió con su desagradable pestilencia. A San lo asustó la idea de perder a sus hermanos entre todos aquellos extraños que abarrotaban las calles, de modo que se ató una larga correa a la cintura y luego anudó con ella a sus hermanos. Ahora ya no podían extraviarse, a menos que se rompiese la correa. Muy despacio, fueron abriéndose paso a través del gentío, asombrados ante los grandes edificios, los templos, las mercancías que había a la venta.

De repente, la correa se estiró. Wu se había parado y señalaba algo con la mano. San vio de qué se trataba.

Un hombre sentado en un palanquín. Las cortinas que, en condiciones normales, ocultaban al pasajero, estaban descorridas. No cabía duda de que aquel hombre estaba moribundo. Era un hombre blanco, se diría que le hubiesen empolvado las mejillas. O tal vez fuese una mala persona. El diablo solía enviar a la tierra demonios de color blanco. Además, no llevaba coleta y tenía un rostro alargado y feo con una gran nariz aguileña en el centro.

Wu y Guo Si se acercaron a San para preguntarle si se trataba de un ser humano o de un demonio, pero San no lo sabía. Jamás había visto nada semejante, ni siquiera en sus peores pesadillas.

De repente, echaron las cortinas y el palanquín empezó a moverse. El hombre que había al lado de San escupió a su paso.

—«¿Quién era?» —preguntó San.

El hombre lo miró con desprecio y le pidió que repitiese la pregunta. San se dio cuenta de que hablaban dialectos muy distintos.

—El hombre del palanquín, ¿quién es?

—Un blanco, propietario de muchas de las embarcaciones que arriban a nuestro puerto.

—¿Está enfermo?

El hombre se echó a reír.

—No, son así. Pálidos como cadáveres que deberían haber sido incinerados hace mucho.

Los hermanos continuaron su deambular a través de la polvorienta y maloliente ciudad. San observaba a la gente. Muchas personas iban bien vestidas y no llevaban andrajos como él, y cuanto más veía, más se inclinaba a pensar que el mundo no era exactamente como él se lo había imaginado.

Tras vagar muchas horas por el centro, vislumbraron por fin el agua entre los callejones. Wu se liberó de la correa y echó a correr hasta el agua, se zambulló y se puso a beber, pero paró y empezó a escupir en cuanto notó que estaba salada. El cadáver hinchado de un gato se deslizó flotando a su lado. San vio la suciedad que había, no sólo el cadáver, sino también excrementos de personas y de animales. Sintió náuseas. En el pueblo usaban los excrementos para abonar las pequeñas huertas donde cultivaban sus verduras. Aquí, en cambio, la gente descargaba su basura en el agua, sin abonar nada.

Miró la masa de agua, pero no pudo ver la otra orilla. «Lo que la gente llama el mar debe de ser un río muy ancho», se dijo.

Se sentaron en un muelle de madera que se balanceaba al ritmo del agua y que estaba rodeado de barcos tan apiñados que resultaba imposible contarlos. Desde todas partes se oía a gente gritando y chillando. Otra diferencia entre la vida de la ciudad y la del campo. Aquí todos gritaban sin parar, parecía que siempre tenían algo que decir o de lo que quejarse. San no encontraba el silencio al que tan acostumbrado estaba.

Comieron el último arroz que les quedaba y compartieron el agua del cántaro. Wu y Guo Si observaban a su hermano temerosos. Ya era hora de que les mostrase que merecía su confianza. Sin embargo, ¿cómo encontrar trabajo para ellos en aquel caos de gente vociferante? ¿De dónde sacarían comida? ¿Dónde dormirían? Observó al perro, tumbado con una pata sobre el hocico. «¿Qué hago ahora?», se preguntó San.

Sintió que necesitaba estar solo para poder valorar bien su situación. Se levantó y les pidió a sus hermanos que aguardasen allí con el perro. Con el fin de apaciguar su temor de que los abandonase, de que desapareciese entre la masa de gente para no regresar nunca más, les dijo:

—Imaginad que estamos unidos por una correa invisible. No tardaré en volver. Si alguien se dirige a vosotros, responded educadamente, pero no os mováis de aquí. Si lo hacéis, nunca os encontraré.

Se adentró en los callejones, pero mirando hacia atrás constantemente, para recordar el camino. De repente, una de las estrechas callejas se abrió a una plaza donde se alzaba un gran templo. La gente rezaba arrodillada o se inclinaba una y otra vez ante el altar lleno de ofrendas entre el humeante incienso.

«Mi madre habría acudido corriendo a rezar», se dijo. «Mi padre también, aunque con paso más vacilante. No recuerdo que diese un paso en su vida sin dudar».

Ahora, en cambio, era él quien no sabía qué hacer.

En el suelo había unas piedras caídas del muro del templo. Se sentó, pues el calor, la multitud y el hambre, a la que se esforzaba por ignorar al máximo, lo mareaban.

Después de descansar unos minutos regresó al río Perla y paseó por los muelles que se alineaban a lo largo de la orilla. Gentes vencidas bajo sus bultos iban y venían por las inestables pasarelas. Más arriba se veían grandes buques con los mástiles abatidos, que navegaban por el río bajo los puentes.

Se detuvo y observó largo rato a todos los porteadores que soportaban cargas a cual mayor. Junto a las pasarelas también había gente que llevaba la cuenta de lo que entraba o salía de los cargueros. Antes de que los porteadores se perdieran en alguno de los callejones, les daban unas monedas.

De repente lo vio clarísimo. Para sobrevivir tenían que hacerse porteadores. «Eso sabemos hacerlo», se dijo. «Mis hermanos y yo sabemos llevar una carga, somos fuertes».

Regresó a donde estaban Wu y Guo Si, que seguían sentados en el muelle. Se quedó un rato mirando cómo se acuclillaban el uno junto al otro.

«Somos como perros», sentenció para sí. «Como perros a los que todos dan patadas y que viven de lo que otros desdeñan».

El perro lo vio y echó a correr hacia él.

Pero San no le dio una patada.