A las siete de la mañana ya estaba desayunando en el comedor. A través de las ventanas que daban al lago vio que empezaba a soplar el viento. Un hombre se acercaba tirando de un trineo en el que llevaba a dos niños bien abrigados. Recordó sus penurias cuando tenía que tirar de trineos cargados de niños. Había sido una de las experiencias más curiosas de su vida, verse jugando con sus hijos en la nieve al mismo tiempo que cavilaba sobre cómo debería pronunciarse en el juicio de algún caso complicado. Los gritos y las risas de los niños suponían un fuerte contraste frente a los aterradores entresijos de los crímenes cometidos.
En una ocasión se puso a calcular y llegó a la conclusión de que, durante los años que llevaba ejerciendo de jueza, había mandado a la cárcel a tres asesinos y a siete homicidas. A ello había que añadir una serie de violadores y de hombres acusados de agresiones graves que no terminaron en homicidio por casualidad.
La idea la llenaba de inquietud, eso de medir su vida y sus penalidades por la cantidad de asesinos que había enviado a la cárcel. «¿Era ésa, en verdad, la suma de todos sus esfuerzos?».
Llegó a recibir amenazas en dos ocasiones. En una de ellas, la policía de Helsingborg consideró justificado ponerle vigilancia. Se trataba de un narcotraficante vinculado a una panda de moteros. Los niños eran entonces muy pequeños y fue una época muy desagradable que destrozó su vida con Staffan, uno de esos periodos en que se gritaban prácticamente a diario.
Mientras comía, evitó los periódicos que abundaban sobre los sucesos de Hesjövallen. En cambio, tomó un diario de economía y hojeó distraída las páginas con los índices bursátiles y los artículos sobre la representación femenina en los consejos de administración de las compañías suecas. Había pocos comensales en el restaurante. Fue a buscar otro café y empezó a pensar si debía elegir otro camino de vuelta. Tal vez algo más al oeste, a través de los bosques de Värmland.
De repente, alguien le dirigió la palabra, un hombre solitario que estaba sentado unas mesas más allá.
—¿Es a mí?
—Sí, sólo te preguntaba qué quería Vivi Sundberg.
No reconocía a aquel hombre y apenas si entendía lo que le decía. Sin embargo, antes de que ella contestase, él ya se había levantado y se acercó a su mesa, agarró una silla y, sin pedir permiso siquiera, se sentó.
El hombre tenía el rostro rubicundo, unos sesenta años, con algo de sobrepeso y mal aliento.
Birgitta se enfadó y empezó a defender su territorio enseguida.
—Quisiera desayunar en paz.
—Ya has desayunado. Sólo quería hacerte un par de preguntas.
—Ni siquiera sé quién eres.
—Lars Emanuelsson. Reportero. No periodista. Soy mejor que ellos. Yo no me dedico a escribir como esos folicularios. Tengo un estilo elaborado.
—Pues eso no te autoriza a violar mi derecho a desayunar en paz.
Lars Emanuelsson se levantó y fue a sentarse en una silla de la mesa contigua.
—¿Mejor así?
—Mejor. ¿Para quién escribes?
—Aún no lo he decidido. Primero termino la historia y luego decido a quién se la doy. Yo no me vendo a cualquiera.
Birgitta estaba cada vez más irritada ante la soberbia del periodista. Además, olía fatal, como si llevara mucho tiempo sin ducharse. Parecía la caricatura de un periodista entrometido.
—Te vi ayer hablando con Vivi Sundberg. No fue una conversación demasiado amistosa, dos gallos femeninos midiéndose el uno al otro, ¿me equivoco?
—Te equivocas. No tengo nada que decirte.
—Pero no me negarás que estuviste hablando con ella, ¿verdad?
—Por supuesto que no lo niego.
—Me pregunto qué hace aquí una jueza de Helsingborg. Algo tendrás que ver con esa investigación. Ocurren cosas horribles en un pueblecillo de Norrland y la jueza Birgitta Roslin emprende un viaje desde Helsingborg.
Birgitta estaba cada vez más alerta.
—¿Qué quieres exactamente? ¿Y cómo sabes quién soy?
—Se trata de métodos. La vida entera es una búsqueda constante del mejor camino para alcanzar un resultado. Supongo que eso también es aplicable a un juez. Dispone de reglas y directrices, leyes y normativas; pero los métodos son propios. Ni sé sobre cuántas investigaciones de asesinato he escrito. Durante todo un año, más exactamente, trescientos sesenta y seis días, seguí la investigación del asesinato de Palme. Comprendí enseguida que jamás atraparían al asesino, puesto que la investigación había fracasado antes de empezar realmente. Era evidente que el magnicida nunca se sometería a la ley, puesto que la policía y los fiscales no buscaban la solución al asesinato, sino el favor de las cámaras de televisión. En opinión de muchos, el asesino debía ser Christer Pettersson. Salvo un grupo de investigadores inteligentes que comprendieron que él era el hombre equivocado; equivocado en todos los sentidos. Sin embargo, nadie quiso escucharlos. En cualquier caso, yo soy de los que se mantienen en la periferia, dando vueltas. Así se ven cosas que los demás pasan por alto, como, por ejemplo, que una jueza reciba la visita de una policía que, seguramente, no tiene tiempo para nada que no sea la investigación en la que ahora trabaja las veinticuatro horas. ¿Qué fue lo que le diste?
—No pienso contestar a esa pregunta.
—En ese caso, he de interpretar que tienes algo que ver con lo que ha sucedido. Y así lo escribiré: «Jueza de Escania involucrada en el drama de Hesjövallen».
Birgitta apuró el café y se levantó. Él la siguió hasta la recepción.
—Si me das algo, puedo devolverte el favor.
—No tengo absolutamente nada que decirte. Y no porque guarde un secreto sino porque, de verdad, no tengo nada que pueda ser de interés para un periodista.
Lars Emanuelsson pareció súbitamente desolado.
—Reportero, No periodista. Yo no me dirijo a ti llamándote jueza de pacotilla.
De pronto, a Birgitta le cruzó la mente una idea.
—¿Fuiste tú quien me llamó por teléfono a medianoche?
—No…
—Bien, pues ya lo sé.
—Pero entonces, ¿sonó el teléfono? ¿A medianoche, mientras dormías? ¿Es algo por lo que debería interesarme?
Ella no contestó, sino que llamó el ascensor.
—Bueno, te daré algo —le dijo Lars Emanuelsson—. La policía oculta un detalle importante. Si es que se puede llamar detalle a una persona.
Las puertas del ascensor se abrieron y Birgitta entró.
—No sólo murieron personas mayores. También había un niño en una de las casas.
Las puertas se cerraron. Una vez arriba, Birgitta volvió a bajar. El reportero estaba esperándola. No se había movido ni un centímetro. Se sentaron y Lars Emanuelsson encendió un cigarrillo.
—Aquí está prohibido fumar.
—Dime alguna otra cosa que no me importe lo más mínimo.
Sobre la mesa había una maceta que utilizó como cenicero.
—Uno debe buscar siempre lo que la policía no cuenta. En lo que ocultan podemos averiguar cómo piensan, en qué dirección creen que deben avanzar para dar con un criminal. Entre todas las víctimas había un niño de doce años. Saben quiénes eran sus familiares y qué hacía en el pueblo, pero se lo ocultan a la gente.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Es un secreto. En una investigación criminal siempre hay una grieta por la que se fuga la información. Uno debe buscarla y aplicar el oído a ella.
—¿Quién es ese niño?
—Hasta el momento, un factor desconocido. Yo sé su nombre, pero no te lo diré. Estaba de visita en casa de unos familiares. En realidad, tendría que haber estado en el colegio, pero había venido a recuperarse de una operación de los ojos. El pobre era bizco. Por fin le habían colocado los ojos en su sitio, podríamos decir que le habían ajustado el intermitente. Y entonces van y lo matan. Del mismo modo que a los ancianos con los que vivía. Aunque no del todo.
—¿Cuál es la diferencia?
Lars Emanuelsson se retrepó en la silla. Su estómago se expandió sobresaliendo por encima del cinturón. Para Birgitta Roslin era un hombre completamente repugnante. Él lo sabía, pero no le importaba lo más mínimo.
—Ahora te toca a ti. Vivi Sundberg, libros y cartas.
—Soy pariente lejana de algunas de las víctimas. Le di a Sundberg un material que me había pedido.
El reportero la observó con los ojos entrecerrados.
—¿Me lo creo?
—Puedes creer lo que quieras.
—¿Qué tipo de libros? ¿Qué cartas?
—Se trataba de esclarecer las relaciones de parentesco entre la familia.
—¿Qué familia?
—Brita y August Andrén.
El reportero asintió reflexivo y apagó el cigarro con inesperada energía.
—Casa número dos o número siete. La policía le ha dado un código a cada casa. La casa número dos se llama 2/3. Lo que significa, claro está, que en ella se encontraron tres cadáveres. —Siguió observándola mientras sacaba un cigarrillo a medio fumar de un paquete arrugado—. Pero eso no explica el porqué de la frialdad en la conversación que mantuviste con Vivi Sundberg.
—Ella tenía prisa. ¿Cuál era la diferencia en el caso del niño?
—No he conseguido adivinarlo del todo. He de admitir que los policías de Hudiksvall y los refuerzos del grupo de homicidios de Estocolmo saben mantener la boca cerrada. Sin embargo, creo saber que el niño no fue víctima de una violencia innecesaria.
—¿A qué te refieres?
—¿A qué otra cosa me puedo referir? A que lo mataron sin que le infligiesen antes un sufrimiento, un martirio y una angustia innecesarios. Claro que de ahí pueden extraerse un sinfín de conclusiones distintas a cuál más atractiva y, probablemente por ello, más errónea. Aunque en eso puedes entretenerte tú misma, si te interesa.
Se levantó después de apagar una vez más el cigarrillo en la maceta.
—Y ahora voy a seguir dando vueltas —aseguró—. Puede que volvamos a vernos. ¿Quién sabe?
Birgitta Roslin lo vio salir a la calle. Un recepcionista que pasaba por allí se detuvo al ver que intentaba despejar el humo con las manos.
—No he sido yo —declaró Birgitta Roslin—. Yo me fumé mi último cigarrillo a la edad de treinta y dos años, o sea, más o menos cuando tú naciste.
Subió a su habitación con la intención de hacer la maleta, pero se quedó mirando por la ventana, observando al esforzado padre que seguía allí con los niños en el trineo. ¿Qué era, en realidad, lo que le había dicho aquel hombre tan desagradable? Y, en el fondo, ¿era tan desagradable como ella pretendía? Él sólo hacía su trabajo. Y ella no había sido muy servicial. De haberse comportado de otra manera, tal vez él le habría proporcionado más información.
De modo que se sentó ante el pequeño escritorio de la habitación y empezó a tomar notas. Como de costumbre, pensaba mejor bolígrafo en mano. En efecto, no había leído en ningún periódico que hubiesen matado a un niño. Era la única víctima joven, a menos que hubiese más muertos de los que la gente no supiese aún. Lo que Lars Emanuelsson le había dicho significaba en definitiva que los demás habían sido maltratados, tal vez torturados, antes de ser asesinados. ¿Por qué el niño se había librado de ello? ¿Sería simplemente porque era pequeño y el asesino tuvo cierta consideración con él por ese motivo? ¿O habría otra razón?
Las respuestas no eran fáciles. Y tampoco era su problema. Aún se sentía avergonzada por lo que había sucedido el día anterior. Se comportó de un modo inadmisible. No osaba pensar siquiera en lo que habría sucedido si la hubiese sorprendido algún periodista. En tal caso, se habría visto obligada a emprender un humillante regreso a Escania.
Terminó de hacer la maleta y se preparó para dejar la habitación. Sin embargo, decidió encender el televisor primero para ver el pronóstico del tiempo y así elegir el camino de regreso justo cuando estaban televisando una conferencia de prensa en la comisaría de Hudiksvall. Sobre una pequeña tarima se veía a tres personas sentadas; Vivi Sundberg era la única mujer. De pronto sintió una picazón. ¿Y si aparecía en televisión para contar que una jueza de Helsingborg había sido sorprendida actuando como una vulgar ladrona? Birgitta Roslin se dejó caer sobre el borde de la cama y subió el volumen del aparato. En ese momento estaba hablando Tobias Ludwig, que se hallaba sentado en el centro.
Comprendió que se trataba de una retransmisión en directo. Cuando Tobias Ludwig terminó, el fiscal Robertsson, que era la tercera persona de la tribuna, tomó el micrófono y dijo que la policía agradecería cualquier tipo de información por parte de la población en general. Podía ser un coche, algún extraño que anduviera por la zona, cualquier cosa que les hubiera llamado la atención.
Cuando el fiscal concluyó su intervención, le tocó el turno a Vivi Sundberg. La policía alzó una bolsa de plástico y la sostuvo para que todos pudieran verla. La cámara la enfocó de cerca. En la bolsa había una cinta de seda roja y Vivi Sundberg dijo que a la policía le gustaría saber si alguien la reconocía.
Birgitta Roslin se acercó a la pantalla del televisor. ¿Dónde había visto ella una cinta roja parecida a la de la bolsa? Se puso de rodillas ante el aparato, para ver mejor. No le cabía la menor duda, la cinta le recordaba algo. Rebuscó en su memoria, pero sin éxito.
Llegó el turno de preguntas de los periodistas. Desapareció la imagen. Y el mapa del tiempo pasó a ocupar en la pantalla el lugar que antes había ocupado la sala de la comisaría. Habría precipitaciones en forma de nieve en la costa este del golfo de Finlandia.
Birgitta Roslin decidió tomar una carretera del interior. Pagó y dio las gracias en recepción. Mientras se dirigía al coche, el gélido viento le cortaba la cara. Puso la maleta en el asiento trasero, estudió el mapa y optó por atravesar los bosques en dirección a Järvsö y luego seguir rumbo al sur.
Ya en la carretera, se detuvo de pronto en una zona de aparcamiento. No podía dejar de pensar en la cinta roja que había visto por televisión. Tenía un vago recuerdo de algo que su memoria no lograba asir. Entre ella y la imagen apenas se interponía una fina membrana. Pero no lo lograba. «Ya que he venido hasta aquí, debería quedarme hasta averiguar qué es lo que no consigo recordar», se dijo al tiempo que marcaba el número de la comisaría. Por allí transitaban camiones que transportaban vigas de madera y, de vez en cuando, alguno pasaba y levantaba pesadas nubes de nieve en polvo que, por unos segundos, entorpecían la visibilidad. En la comisaría tardaron en responder. La recepcionista que finalmente atendió su llamada sonaba estresada. Birgitta le pidió que la pasara con Erik Huddén.
—Tiene que ver con la investigación —le aclaró—. La de Hesjövallen.
—Creo que está ocupado. Voy a ver.
Cuando por fin lo oyó al teléfono, Birgitta ya había empezado a desesperar. También él sonaba estresado e impaciente.
—Aquí Huddén.
—No sé si te acuerdas de mí —comenzó Birgitta Roslin—. Soy la jueza que se presentó en el pueblo y se empeñó en hablar con Vivi Sundberg.
—Sí, te recuerdo.
Se preguntó si Vivi Sundberg le habría contado algo de lo sucedido durante la noche, pero le dio la impresión de que Erik Huddén no sabía nada al respecto. Tal vez se lo hubiese guardado, tal y como le había prometido. «Tal vez porque tampoco ella se atuvo del todo a las normas al dejarme entrar en la casa».
—Se trata de la cinta roja que apareció en la tele —prosiguió.
—Por desgracia, creo que fue un error mostrarla —se lamentó Erik Huddén.
—¿Por qué?
—Tenemos la centralita colapsada por personas que aseguran haberla visto…, sobre todo en los paquetes de los regalos de Navidad…
—A mí la memoria me dice algo muy distinto. Creo que la he visto.
—¿Dónde?
—No lo sé, pero desde luego, no en los regalos de Navidad.
El hombre resopló al teléfono, como si le costase decidirse.
—Puedo enseñarte la cinta si vienes ahora mismo.
—¿Dentro de media hora?
—Dentro de dos minutos, ni uno más.
La recibió en la recepción, tosiendo y estornudando. La bolsa de plástico que contenía la cinta roja se hallaba sobre la mesa de su despacho. La sacó y la extendió sobre un papel blanco.
—Mide diecinueve centímetros exactamente. En uno de los bordes hay un agujero que indica que ha estado prendida a algo. Es de algodón y poliéster, pero parece de seda. La encontramos en la nieve. La olfateó uno de los perros.
Birgitta se esforzaba al máximo, estaba segura de reconocer la cinta, pero no conseguía ubicarla.
—La he visto —afirmó—. Puedo jurarlo. Puede que no sea ésta en concreto, pero una parecida.
—¿Dónde?
—No lo recuerdo.
—Si la viste en Escania, difícilmente nos será de ayuda.
—No —respondió ella con gravedad—. La he visto aquí.
Siguió mirando la cinta mientras Erik Huddén aguardaba apoyado contra la pared.
—¿Lo recuerdas?
—No. Lo siento.
El policía guardó la cinta en la bolsa y la acompañó a la recepción.
—Si lo recuerdas, llámame —le dijo—. Aunque, si al final resulta que era una cinta de envolver regalos, no te molestes.
Fuera, en la calle, la esperaba Lars Emanuelsson. Llevaba un gorro de piel muy desgastado y calado hasta los ojos. Birgitta se irritó al verlo.
—¿Por qué me persigues?
—No te estoy persiguiendo. Doy vueltas, ya te lo dije. Y ahora he visto por casualidad que entrabas en la comisaría, así que pensé que podía esperarte. En estos momentos estaba reflexionando sobre a qué podía deberse una visita tan breve.
—A algo que no sabrás nunca. Y, ahora, déjame en paz antes de que me enfade.
Se marchó mientras oía la voz del reportero a su espalda.
—No olvides que sé escribir.
Birgitta se dio la vuelta airada.
—¿Estás amenazándome?
—En absoluto.
—Ya te he dicho por qué estoy aquí. No hay razón alguna para mezclarme en lo que está sucediendo.
—El gran público lee lo que se escribe en los diarios, sea o no cierto.
En esta ocasión, fue Lars Emanuelsson quien se dio media vuelta y se alejó. Birgitta lo vio marcharse llena de desprecio y con la esperanza de no volver a verlo nunca más.
Volvió al coche. Acababa de sentarse al volante cuando cayó en la cuenta de dónde había visto la cinta roja. De repente, su memoria le reveló lo que ocultaba sin más. ¿Estaría confundida? No, veía la imagen con toda claridad.
Aguardó un par de horas, puesto que el lugar al que quería acudir estaba cerrado. Entretanto, deambuló llena de desasosiego por la pequeña ciudad, impaciente por no poder comprobar de inmediato lo que creía haber descubierto.
A las once abrió el restaurante chino. Birgitta Roslin entró y se sentó a la misma mesa que la vez anterior. Observó las lámparas que colgaban sobre las mesas. Eran de un material transparente, un plástico muy fino, como si quisieran imitar los farolillos de papel. Eran alargados, como cilindros, y de la base colgaban cuatro cintas rojas.
A raíz de su visita a la comisaría sabía que debían medir diecinueve centímetros de largo. Iban prendidas a la lamparilla por un pequeño gancho que se introducía por el agujero de uno de los extremos de la cinta.
La joven que hablaba mal el sueco se acercó a su mesa con el menú. Le sonrió a Birgitta, pues la había reconocido. La jueza eligió el bufé, aunque no tenía hambre. Los platos que había para elegir en el expositor le daban la posibilidad de dar una vuelta por el local. Encontró lo que buscaba en una mesa para dos, situada en un rincón del fondo. A la lamparilla que colgaba sobre la mesa le faltaba una de las cintas rojas.
Se quedó petrificada y contuvo la respiración.
«A esta mesa se sentó alguien», se dijo. «En el rincón más oscuro del restaurante. De aquí se levantó, dejó el establecimiento y se dirigió a Hesjövallen».
Miró a su alrededor. La joven seguía sonriendo. Desde la cocina se oían voces de gente que hablaba en chino.
Pensó que ni ella ni la policía podrían comprender nada de lo que había sucedido. Aquello tenía mucha más envergadura, era más profundo y misterioso de lo que habían imaginado.
En realidad, no sabían nada en absoluto.