Birgitta Roslin se esforzaba por olvidar a los muertos que la rodeaban. Y, en cambio, trató de evocar la borrosa imagen de su madre en aquella casa. Una mujer joven con un deseo inmenso de marcharse de allí, un deseo que no podía compartir con nadie, apenas reconocérselo a sí misma, sin sentir remordimientos por unos padres tan amorosos y tan llenos de buena voluntad religiosa.
Estaba en el vestíbulo y aguzó el oído. El silencio de las casas vacías no se parecía, se dijo, a ningún otro. Era como si alguien se hubiese ido de allí llevándose consigo todos los sonidos. Ni siquiera se oía el tictac de un reloj.
Entró en la sala de estar y la recibió un ejército de aromas antiguos, de muebles, de tapices y de jarrones de desgastada porcelana que competían por un lugar en las estanterías o entre las plantas. Tocó la tierra de una de las plantas, fue a la cocina a buscar una jarra de agua y regó todas las que vio. Era como un servicio a los muertos. Después se sentó en una silla y miró a su alrededor. ¿Cuántos de los objetos que había en la habitación existían cuando su madre vivía allí? La mayoría, pensó. Todo lo que hay aquí es viejo, los muebles envejecen con aquellos que los utilizan.
La porción de suelo en la que habían yacido los cadáveres aún estaba cubierto de plástico. Subió la escalera hasta el primer piso. En el dormitorio principal, la cama estaba deshecha. Una zapatilla medio oculta bajo la cama. La otra no se veía. En el piso de arriba había otras dos habitaciones. En la que daba al oeste, el papel de la pared tenía unos animales pintados por algún niño. Creía recordar que su madre le había hablado de ese papel en alguna ocasión. Se veía una cama, un escritorio, una silla y un montón de alfombras apiladas contra una pared. Abrió el armario, que estaba revestido por dentro con papeles de periódico. Leyó el año: 1969. Para entonces, su madre llevaba ya más de veinte años lejos de allí.
Se sentó en la silla que había ante la ventana. Ya había oscurecido y no se veían las lomas del bosque junto al lago. En el lindero andaba un policía con un colega que le sostenía la linterna. De vez en cuando se detenía y se agachaba, como si estuviese buscando algo en el suelo.
Birgitta Roslin se sintió extrañamente muy próxima a su madre. Allí mismo se habría pasado sentada algún rato, mucho antes de haber pensado siquiera en tener una hija. Allí mismo, aunque en un espacio y un tiempo distintos. Alguien había rayado el alféizar de madera de la ventana, pintada de blanco. Tal vez su propia madre, tal vez cada muesca era una expresión de su anhelo de marcharse lejos, una expresión de cada nuevo día.
Se levantó y volvió a bajar. Junto a la cocina había una habitación con una cama, unas muletas apoyadas contra la pared y una vieja silla de ruedas. En el suelo, junto a la mesita de noche, se veía un orinal esmaltado; pero todo daba la impresión de no haber sido utilizado en mucho tiempo.
Regresó a la sala de estar caminando muy despacio y en silencio, como si temiese molestar. Vio los cajones medio abiertos de un aparador. Uno de ellos estaba lleno de manteles y servilletas, otro de ovillos de lana de colores oscuros. En el tercero, el último, encontró unos fajos de cartas y varios diarios guardados en carpetas de color marrón. Sacó uno de los diarios y lo abrió. No vio ningún nombre. Estaba escrito de principio a fin, con una letra minúscula. Sacó las gafas e intentó descifrar la diminuta caligrafía. Era un diario antiguo, con la ortografía de antaño. Alguien había ido escribiéndolo… Las notas trataban sobre locomotoras, vagones y vías de ferrocarril.
De repente, detectó una palabra que la sorprendió: Nevada. Contuvo la respiración… Súbitamente, parecía que algo iba a cambiar, aquella casa muda y vacía le había dejado un mensaje. Se esforzó por seguir leyendo cuando llamaron a la puerta. Dejó el libro en el cajón y lo cerró. Vivi Sundberg apareció en la sala de estar.
—Como es lógico, habrás visto dónde estaban los cadáveres, supongo que no tengo que enseñártelo.
Birgitta Roslin asintió.
—Por la noche, cerramos las casas con llave. Será mejor que salgas ya.
—¿Habéis localizado a más familiares de las personas que vivían aquí?
—De eso precisamente quería hablar contigo. Parece que Brita y August no tenían hijos ni otros parientes que los que vivían en el pueblo, que también están muertos. Mañana pondremos sus nombres en la lista de víctimas que haremos pública.
—¿Qué pasará con todos ellos después?
—Quizá tú deberías pensar algo, puesto que, en cierto modo, eres pariente suyo.
—Yo no soy pariente, pero me preocupa saberlo.
Salieron de la casa y Vivi Sundberg cerró con una llave que después dejó colgada de un clavo.
—No abrigamos ningún temor de que alguien entre a robar. Este pueblo está tan vigilado y protegido como los reyes de Suecia.
Se despidieron en la carretera. Algunas de las casas se distinguían iluminadas por potentes focos. Birgitta Roslin volvió a tener la sensación de hallarse en un escenario teatral.
—¿Volverás a casa mañana? —quiso saber Vivi Sundberg.
—Probablemente. ¿Has tenido tiempo de pensar en lo que te dije?
—Informaré de ello mañana, en la reunión matinal, y luego lo iremos comprobando igual que el resto de la información que hemos recabado hasta ahora.
—En cualquier caso, convendrás conmigo en que parece probable e incluso verosímil que exista alguna conexión entre los dos sucesos, ¿verdad?
—Es demasiado pronto para asegurarlo; pero creo que lo mejor que puedes hacer por ahora es dejar el tema.
Birgitta Roslin vio cómo Vivi Sundberg se sentaba al volante y se alejaba en el coche. «No me cree», concluyó hablando en voz alta consigo misma, en medio de la noche. «No me cree, pero lo comprendo, claro».
Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía indignada. Si ella fuese policía, le habría dado prioridad a una información que indicase que existía relación con un suceso similar, aunque se hubiese producido en otro continente.
Decidió hablar con el fiscal que dirigía la investigación previa. Él debería comprender la importancia de su aportación.
Condujo a demasiada velocidad en dirección a Delsbo y, cuando llegó al hotel, aún seguía enojada. Los publicistas celebraban su fiesta en el comedor, así que tuvo que cenar en el bar, que estaba desierto. Pidió una copa de vino con la comida. Un Shiraz australiano, con mucho cuerpo, aunque no pudo determinar si tenía matices de chocolate o de regaliz, o de ambos.
Después de cenar subió a su habitación. Ya se le había pasado el enfado. Se tomó una de sus pastillas de hierro y recordó el diario que había estado hojeando. Debería haberle hablado de él a Vivi Sundberg, pero, por alguna razón, optó por callar. Ni que decir tiene que el diario corría el riesgo de convertirse en una ínfima parte del ingente material de la investigación.
Como jueza, había aprendido a valorar a los policías que daban muestras de un talento especial para descubrir los eslabones importantes en un material que, para otros, podía resultar enredado y caótico.
¿Qué tipo de policía sería Vivi Sundberg? Una mujer de mediana edad con sobrepeso que no parecía muy ágil mentalmente.
Birgitta Roslin se arrepintió enseguida de su juicio, era injusto, pues no la conocía en absoluto.
Se tumbó en la cama, encendió el televisor. Oía las vibraciones de los bajos de la fiesta que se celebraba en el comedor.
La despertó el teléfono. Miró el reloj y comprobó que llevaba durmiendo más de una hora. Era Staffan.
—¿En qué parte del mundo te encuentras? ¿Adónde estoy llamando?
—A Delsbo.
—Pues no sé ni dónde está.
—Al oeste de Hudiksvall. Si no recuerdo mal, antes se hablaba mucho de las violentas peleas con cuchillos entre los labradores de Delsbo.
Le habló de su encuentro con Hesjövallen. Oyó que Staffan estaba escuchando jazz. «Está encantado de estar solo», concluyó. «Ahora puede escuchar tranquilamente todo el jazz que quiera y que tan poco me gusta».
—¿Y qué vas a hacer ahora? —le preguntó Staffan.
—Mañana lo pensaré. Aún no me acostumbro a disponer de tanto tiempo libre. Venga, ya puedes volver a tu música.
—Es Charlie Mingus.
—¿Quién?
—No irás a decirme que has olvidado quién es Charlie Mingus, ¿verdad?
—A veces me da la sensación de que todos tus músicos de jazz se llaman igual.
—Eso me ha dolido.
—No era mi intención.
—¿Seguro?
—¿A qué te refieres?
—A que, en el fondo, sientes un desprecio enorme por la música que a mí tanto me gusta.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
—Eso sólo lo sabes tú.
La conversación terminó de forma brusca cuando él colgó el auricular. Birgitta se enfureció. Lo llamó enseguida, pero él no contestó. Al final, dejó de intentarlo. Recordó el día en que cruzó el estrecho en el transbordador. «No es sólo que esté cansada», se dijo. «Seguramente, él me ve a mí tan fría y ausente como yo lo veo a él. Ninguno de los dos sabemos cómo vamos a salir de esto, pero, por otro lado, ¿cómo podríamos encontrar una salida cuando no somos capaces de mantener una conversación sin caer en disputas y en exagerados reproches?».
«Podría escribir sobre esto», pensó. «Sobre cómo herirnos el uno al otro».
Mentalmente, hizo una lista de palabras que rimaban con herida: adivina, salida, cansina, dolida, neblina, salina, huida, enloquecida, amanecida, suicida. «La canción de una jueza sobre el dolor, pero ¿cómo lograr que no resulte banal?».
Birgitta Roslin se dispuso a dormir, pero tardó en conciliar el sueño. Por la mañana, muy temprano, cuando aún era de noche, la despertó un portazo en algún lugar del pasillo. Se quedó tumbada en la oscuridad recordando lo que había soñado. Estaba en la casa de August y Brita, que hablaban con ella, sentados en el sofá de color rojo oscuro, mientras ella permanecía de pie. De repente, se dio cuenta de que estaba desnuda. Intentó cubrirse de algún modo y salir de allí, sin éxito. No podía mover las piernas. Miró al suelo y vio que tenía los pies hundidos en los listones del suelo.
En ese momento se despertó. Birgitta Roslin aguzó el oído. Voces muy ruidosas de gente ebria se acercaban y se alejaban por el pasillo. Miró el reloj. Eran las cinco menos cuarto. Aún faltaba mucho para el amanecer. Se acomodó en la cama con la intención de volver a dormirse, cuando se le ocurrió una idea.
La llave estaba colgada de un clavo, en la fachada. Se sentó en la cama. Por supuesto que no sólo estaba prohibido sino que, además, era inapropiado ir a buscar lo que había encontrado en el cajón en lugar de esperar a que algún policía se interesase por ello.
Se levantó y se situó junto a la ventana. Todo desierto, todo en silencio. «Podría hacerlo», se dijo resuelta. «En el mejor de los casos colaboraré para que esta investigación no vaya a parar a la misma ciénaga que la peor de cuantas conozco, la del primer ministro. Claro que cometo una especie de abuso de poder; quizás un fiscal con exceso de celo sería capaz de convencer a un juez de escaso talento de que, además, entorpecí el desarrollo de una investigación criminal».
Y lo peor era el vino que había bebido; que, siendo jueza, te pillaran conduciendo bajo los efectos del alcohol podía ser devastador. Contó las horas que hacía que cenó. Ya no debería quedar rastro del vino, pero no estaba segura.
«No, no puedo hacerlo», decidió. «Aunque los policías que montan guardia en la zona estén durmiendo. Simplemente, no puedo hacerlo».
Poco después se vistió y salió de la habitación. El pasillo estaba desierto y, desde varias habitaciones, se oía el ruido de los que habían celebrado la fiesta. Incluso creyó percibir los sonidos de una pareja que hacía el amor.
La recepción también estaba vacía. Entrevió la espalda de una mujer de cabello rubio sentada en la habitación que quedaba detrás del mostrador.
Sintió el azote del frío al salir. No soplaba el viento y el cielo estaba despejado, pero hacía mucho más frío que el día anterior.
Ya en el coche, volvió a vacilar. Sin embargo, la tentación era demasiado poderosa. Quería seguir leyendo el diario.
No se cruzó con ningún coche. En una ocasión tuvo que frenar, pues creyó haber visto un alce en la montaña de nieve apilada en el arcén. Sin embargo, no se trataba de un animal, sino de un engañoso árbol arrancado de raíz.
Cuando llegó a la última pendiente, antes del descenso al pueblo, se detuvo y apagó los faros del coche. Tenía una linterna en la guantera. Con suma precaución emprendió el camino a pie por la carretera. De vez en cuando, se detenía a escuchar. Una leve brisa murmuró al soplar contra las invisibles copas de los árboles. Ya al final de la pendiente vio que aún había dos focos encendidos y un coche de policía aparcado junto a la casa más próxima al bosque. Podría acercarse a la de Brita y August sin ser vista. Cubrió con la mano el haz de luz de la linterna, cruzó la verja y se acercó al porche desde la parte posterior. En el coche de policía seguían sin reaccionar. Tanteó con la mano hasta dar con la llave.
Cuando Birgitta Roslin entró en el vestíbulo, sintió un escalofrío por todo su cuerpo. Sacó una bolsa de plástico y abrió el cajón muy despacio.
De repente se le apagó la linterna, no lograba hacerla funcionar, pero empezó a guardar las cartas y los diarios. Uno de los fajos de cartas se le escapó de las manos y estuvo un buen rato buscándolo a tientas por el frío suelo, hasta que lo encontró.
Después se apresuró a marcharse de allí y a volver al coche. La recepcionista la miró sorprendida al verla entrar en el hotel a aquellas horas.
Estuvo tentada de empezar a leer de inmediato, pero al final decidió dormir unas cuantas horas. A las nueve de la mañana fue a recepción a pedir prestada una lupa y se sentó a la mesa, que había arrastrado hasta la ventana. Los publicistas estaban despidiéndose y fueron desapareciendo en sus coches y en microbuses. Colgó el cartel de no molestar y empezó a leer el diario. Avanzaba despacio y había palabras, incluso frases enteras, que no lograba descifrar.
El primer descubrimiento que hizo fue que tras las iniciales J. A. se ocultaba un hombre. Por alguna razón, no decía «yo» cuando hablaba de sí mismo, sino que usaba un par de iniciales. Al principio no entendió quién podía ser, hasta que recordó la otra carta, la que había encontrado entre los documentos de su madre. Jan August Andrén, debía de tratarse de la misma persona. Era capataz de las obras de construcción del ferrocarril que se prolongaba poco a poco hacia el este, a través del desierto de Nevada, y describía con todo lujo de detalles en qué consistían sus responsabilidades. J. A. hablaba de zapatas y raíles y de cómo se inclinaba de buen grado ante aquellos que estaban por encima de él en la jerarquía y que no dejaban de impresionarlo por el gran poder que tenían. Describía las enfermedades que había sufrido, entre otras, una fiebre pertinaz que lo tuvo mucho tiempo inhabilitado para el trabajo.
Se notaba en lo irregular de la caligrafía. J. A. escribía que tenía una «fiebre muy alta y que los vómitos, frecuentes y terribles, eran con sangre». Birgitta Roslin casi podía sentir físicamente la angustia ante la muerte que rezumaba cada página. Puesto que J. A. no siempre fechaba sus notas, no pudo saber cuánto tiempo estuvo enfermo. En una de las páginas siguientes aparece, de pronto, su testamento: «A mi amigo Herbert, mis botas buenas y demás ropa, así como a Mister Harrison, mi escopeta y mi pistola, y le pido además que les comunique a mis parientes de Suecia que he abandonado este mundo. Le dejo asignado un dinero al sacerdote de las obras del ferrocarril para que me dé un entierro decente con dos salmos, como mínimo. La verdad, no esperaba que la vida fuese a terminar ya. Que Dios me ayude».
Pero J. A. no murió. De repente, sin solución de continuidad en el diario, aparece totalmente recuperado.
Por lo visto, J. A. ocupa algún tipo de cargo en Central Pacific, la empresa donde trabaja, que está construyendo el ferrocarril desde el Pacífico hasta el punto en que se ha de encontrar con la línea que, al mismo tiempo, está construyendo desde la Costa Este una de las compañías ferroviarias de la competencia. A veces se queja de que «los trabajadores son very lazy» y de que tiene que estar vigilándolos constantemente. Sobre todo se siente insatisfecho con los irlandeses, pues beben mucho y no siempre acuden en buen estado por la mañana. Luego hace un cálculo, debe despedir a uno de cada cuatro irlandeses, lo cual genera graves problemas. A los indios no se los puede contratar, porque se niegan a trabajar todas las horas necesarias. Con los negros es más sencillo, aunque los esclavos fugitivos o liberados se muestran reacios a recibir órdenes. J. A. escribe que «necesitarían muchos labriegos suecos, fuertes y trabajadores, en lugar de los astutos culis chinos o los borrachos de los irlandeses».
Birgitta Roslin tenía que forzar la vista para poder descifrar las letras. De vez en cuando se tumbaba en la cama a descansar con los ojos cerrados. Pasó a estudiar uno de los tres fajos de cartas. Una vez más, es J. A. quien escribe con la misma caligrafía apenas legible. Dirige la carta a sus padres y les cuenta cómo le va. Existe una clara contradicción entre lo que anota en el diario y lo que dicen las cartas. «Si», según suponía, «en los diarios describe la realidad, en las cartas debe de estar mintiendo». En el diario decía que tiene un salario de once dólares, mientras que en la primera de las cartas que leyó Birgitta aseguraba que «los jefes están tan satisfechos que ya gano veinticinco dólares al mes, un sueldo que se puede comparar con lo que percibe en Suecia un secretario del gobierno regional». «Está fanfarroneando», se dijo Birgitta. «Sabe que está tan lejos que nadie puede comprobar si dice la verdad».
Siguió leyendo las cartas y descubrió más mentiras, a cual más sorprendente. De repente tiene una novia, una cocinera llamada Laura procedente de una «buena familia» de Nueva York. A juzgar por la fecha de la carta, es justo cuando está moribundo a causa de la fiebre y angustiado y escribe su testamento. Es posible que Laura apareciese en uno de sus delirios febriles.
El hombre que Birgitta Roslin intentaba conocer era escurridizo, un ser que se escabullía constantemente. Empezó a hojear impaciente entre las cartas y los diarios.
Llevaba varias horas enfrascada en aquellos escritos tan trabajosos de leer cuando, de pronto, se detuvo: en uno de los diarios había un documento que, según entendió, era una nómina. A Jan August Andrén le habían pagado once dólares por el mes de abril de 1864. En cualquier caso, a aquellas alturas estaba segura de que se trataba del mismo hombre que había escrito la carta que halló entre los documentos que dejó su madre.
Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Un hombre, solo, quitaba nieve allá fuera. «Es decir, que un día, un hombre llamado Jan August Andrén emigró de Hesjövallen», pensó. «Fue a parar a Nevada como trabajador del ferrocarril, se convierte en jefe de obras y no le gustan ni los irlandeses ni los chinos que tiene a sus órdenes. La novia inventada tal vez no fuese otra que alguna de las “lascivas mujeres que merodean por las obras del ferrocarril”, sobre las que escribe en los diarios, las mismas que contagian enfermedades venéreas a los peones ferroviarios. Las putas que siguen las vías del tren y que crean situaciones desagradables y problemas. No es sólo que haya que despedir a los trabajadores sifilíticos, sino que además surgen entre los hombres constantes y violentas disputas por las mujeres».
En el diario, del que ya había leído cerca de la mitad, J. A. describe que un irlandés llamado O’Connor había sido condenado a muerte por asesinar a un trabajador escocés. Los dos estaban ebrios y se enzarzaron en una disputa por una mujer. Iban a colgarlo y el juez designado aceptó que no fuese en la ciudad, sino en una colina que se alzaba junto al lugar hasta el que llegaba el ferrocarril. Jan August Andrén escribe que «me parece bien que todos vean en qué terminan el alcohol y las navajas».
Es muy prolijo a la hora de describir la muerte del trabajador irlandés. El hombre al que van a colgar es un joven, «lampiño», escribe.
Es muy temprano, por la mañana. La ejecución se producirá justo antes de que se incorpore el turno de la mañana. Ni siquiera un linchamiento debe impedir que haya retrasos en la colocación de una sola zapata, de un solo tramo de vía. Todos los capataces tienen órdenes de acudir a presenciar la ejecución. Sopla un fuerte viento. Jan August Andrén lleva un pañuelo anudado alrededor de la boca y la nariz mientras va comprobando que sus hombres han salido de las tiendas y se preparan para dirigirse a la colina donde tendrá lugar el linchamiento. La horca está sobre una plataforma de listones recién embreados. En cuanto el joven O’Connor haya muerto, la desarmarán y devolverán los listones al terraplén de las obras. El condenado llega rodeado de alguaciles armados. También hay un sacerdote. Jan August Andrén describe la situación diciendo que «se oía un murmullo entre los congregados. Por un instante, pareció que aquel susurro iba dirigido al verdugo. Después, uno comprendía que los que iban a presenciar el espectáculo se sentían aliviados y contentos de no ser ellos los que estaban a punto de ser ahorcados. Pensé que muchos de los que detestaban el duro trabajo diario experimentaban una gratitud angelical ante la idea de, un día más, poder dedicarse a llevar tramos de raíl, quitar grava y poner zapatas».
Jan August Andrén es muy exhaustivo en la descripción del linchamiento. «Se comporta como un reportero que llega el primero a dar cuenta de un crimen», pensó Birgitta Roslin. «Sólo que escribe para sí mismo o tal vez para una posteridad desconocida. De lo contrario, no utilizaría expresiones como “una gratitud angelical”».
La ejecución desemboca en un drama tremendo e inmenso. O’Connor arrastra sus cadenas como sumido en un profundo sopor, pero despierta de pronto, cuando se encuentra al pie del patíbulo y empieza a gritar y a luchar por su vida. El murmullo de los congregados aumenta y Jan August Andrén describe como una «cruel experiencia ver a este hombre tan joven luchar por una vida que sabe no tardará en perder. El reo es conducido entre pataleos hasta la cuerda y sigue aullando sin cesar, hasta que se abre la trampilla y se le quiebra el cuello». Entonces cesa todo sonido, también los murmullos, y según escribe Jan August Andrén, «se hace un silencio tal que cualquiera diría que todos los presentes se han quedado mudos, como si fuesen ellos los ahorcados».
Se expresa muy bien, se dice Birgitta. Un hombre al que le gusta escribir y que lo hace con sensibilidad.
Desmontan el patíbulo y se llevan el cuerpo por un lado y los listones por otro. Estalla una pelea entre varios chinos que quieren quedarse con la cuerda de la que han colgado a O’Connor. Andrén anota que «los chinos no son como nosotros, son sucios, se mantienen apartados del resto, lanzan extrañas maldiciones y practican artes mágicas que no se dan entre nosotros. Seguro que pondrán a cocer la cuerda del ahorcado para preparar alguna medicina con el agua».
«Es la primera vez que se retrata», observó Birgitta Roslin. «Se trata de una opinión absolutamente personal, que sale de su pluma: “Los chinos no son como nosotros, son sucios”».
De pronto, sonó el teléfono. Era Vivi Sundberg.
—¿Te he despertado?
—No.
—¿Podrías bajar? Estoy en la recepción.
—¿Qué pasa?
—Baja y te lo cuento.
Vivi Sundberg la aguardaba junto a la chimenea.
—Sentémonos —propuso al tiempo que señalaba un pequeño tresillo que había en un rincón.
—¿Cómo sabías que me alojaba aquí?
—Lo averigüé.
Birgitta Roslin empezó a maliciarse algo. Vivi Sundberg se mostraba reservada, un tanto fría, pero fue derecha al grano.
—No estamos totalmente sordos o ciegos —comenzó—. Aunque seamos policías de pueblo. Estoy segura de que me comprendes.
—No.
—Pues echamos de menos el contenido de un cajón del escritorio que hay en la casa donde fui tan amable de dejarte un rato a solas. Te pedí que no tocaras nada, pero lo hiciste. Supongo que irías allí durante la noche. En el cajón que limpiaste había diarios y cartas. Esperaré aquí mientras vas a buscarlos. ¿Eran cinco o seis diarios? ¿Cuántos fajos de cartas? En fin, tráelos todos. Y tendré la amabilidad de olvidar el incidente. Además, puedes darme las gracias por haberme tomado la molestia de venir aquí.
Birgitta Roslin notó cómo se sonrojaba. La habían sorprendido in fraganti, con las manos en la masa. No había nada que hacer. La jueza había sido sentenciada.
Se levantó y fue a su habitación. Por un instante, sintió la tentación de quedarse con el diario que estaba leyendo, pero no tenía ni idea de cuánto sabía Vivi Sundberg, y que hubiese dado a entender que no conocía el número exacto de diarios no tenía por qué significar nada. También podía pretender poner a prueba su honradez. Birgitta Roslin bajó a recepción con todos los documentos que se había llevado. Vivi Sundberg tenía una bolsa de papel en la que lo guardó todo.
—¿Por qué lo hiciste?
—Tenía curiosidad. Lo siento.
—¿Hay algo que no me hayas contado?
—No existe ningún móvil oculto.
Vivi Sundberg la observó con interés. Birgitta Roslin notó que volvía a ruborizarse. La policía se levantó. Pese a ser una mujer corpulenta y con algo de sobrepeso, se movía con agilidad.
—Deja que nosotros nos encarguemos de esto —le sugirió—. No tomaré medidas respecto de tu intromisión nocturna en la casa. Lo olvidaremos. Tú te irás a casa y yo seguiré con mi trabajo.
—Lo siento.
—Ya te has disculpado antes.
Vivi Sundberg desapareció por la puerta en dirección al coche de policía que la aguardaba. Birgitta Roslin lo vio partir entre una nube de polvo de nieve. Subió a su habitación, se puso el chaquetón y se fue a dar un paseo por el lago congelado. El viento soplaba frío y racheado y se protegió la barbilla en el cuello del chaquetón. Un juez no salía por la noche a robar diarios y cartas de una casa en la que acababan de masacrar a dos ancianos, pensó. Caminaba preguntándose si Vivi Sundberg les referiría el asunto a sus colegas o si optaría por mantenerlo en secreto.
Birgitta Roslin fue bordeando el lago y regresó al hotel sudorosa y acalorada. Después de darse una ducha y de cambiarse de ropa, revisó mentalmente lo sucedido.
Hizo un intento de poner por escrito sus ideas, pero arrugaba las notas una tras otra antes de arrojarlas a la papelera. Ya había visitado la casa en la que había crecido su madre. Había visto su habitación y sabía que las víctimas eran sus padres adoptivos. «Ya es hora de volver a casa», se dijo.
Bajó a recepción y avisó de que se quedaría una noche más. Después, se dirigió a Hudiksvall, buscó una librería y se compró un libro sobre vinos. Dudó unos minutos si comer en el restaurante chino del día anterior, pero finalmente optó por uno italiano. Permaneció allí un buen rato, hojeando unos periódicos, aunque sin fijarse en lo que decían de Hesjövallen.
De pronto sonó su móvil y vio en la pantalla que era el número de Siv, una de las gemelas.
—¿Dónde estás?
—En Hälsingland, ya te lo dije.
—Pero ¿qué has ido a hacer allí?
—No lo sé, la verdad.
—¿Estás enferma?
—En cierto modo… Estoy de baja, pero más que enferma estoy cansada.
—Dime, ¿qué haces en Hälsingland?
—Vine por viajar un poco. Por variar. Vuelvo mañana.
Birgitta Roslin oía la respiración de su hija.
—¿Habéis vuelto a discutir papá y tú?
—¿Por qué íbamos a haber discutido?
—Cada vez estáis peor. Lo noto cuando voy a veros.
—¿El qué?
—Que no estáis bien. Además, él me lo ha dicho.
—¿Quieres decir que papá te ha hablado de nosotros?
—Él tiene una ventaja: si le preguntas, contesta. Tú, en cambio, no lo haces. Creo que deberías reflexionar sobre ello cuando vuelvas. Ahora tengo que dejarte, se me acaba el saldo de la tarjeta.
Se oyó un clic. La conversación había terminado. Se quedó pensando en lo que le había dicho su hija. Le dolía, pero al mismo tiempo hubo de admitir que era cierto. Ella acusaba a Staffan de escabullirse con ella, pero ella hacía lo mismo con sus hijos.
Regresó al hotel, leyó un poco del libro que acababa de comprar, tomó una cena ligera y se fue a dormir muy temprano.
El teléfono la despertó en la oscuridad de la noche. Cuando descolgó, no había nadie. La pantalla no mostraba ningún número.
De repente, sintió cierto malestar, ¿quién habría llamado?
Antes de volver a conciliar el sueño fue a comprobar que la puerta estaba cerrada con llave. Después miró por la ventana. El camino hasta el hotel estaba desierto. Se acostó una vez más y pensó que, por la mañana, haría lo único sensato que podía hacer.
Volvería a casa.