Mucho después, cuando el recuerdo de todos los sucesos empezó a palidecer en su memoria, hubo ocasiones en que se preguntó qué habría ocurrido si, pese a todo, hubiese emprendido el viaje a Tenerife y hubiese vuelto a casa y a su trabajo recuperada de su anemia, con la tensión controlada y la energía renovada. Pero no fue así. Por la mañana, muy temprano, Birgitta Roslin llamó a la agencia de viajes para anular su reserva. Puesto que había tomado la precaución de contratar un seguro, apenas le costó cien coronas.
Staffan llegó tarde aquella noche, pues el tren en el que trabajaba se quedó en mitad del trayecto a causa de una avería en el motor. Durante dos horas se vio obligado a tratar con pasajeros protestones y, además, con una señora mayor que se puso enferma. Cuando llegó a casa, estaba cansado e irritado. Birgitta lo dejó cenar tranquilo, pero después le contó lo que había descubierto de lo acontecido en el remoto estado de Nevada y su sospecha de que podría guardar relación con la masacre de Hälsingland. Se dio cuenta de que él parecía no creérselo del todo, pero no supo si atribuirlo a que realmente dudaba de la veracidad de lo que ella le contó o si se debía a su cansancio. Cuando Staffan se acostó, ella volvió a sentarse al ordenador y estuvo navegando en Internet tanto por páginas de Hälsingland como de Nevada. Hacia la medianoche tomó unas notas en un bloc, como hacía cuando se disponía a redactar una sentencia. Por ilógico que pareciera, no podía por menos de pensar que los dos sucesos guardaban relación. Pensó, además, que ella era, en cierto modo, una Andrén, aunque ahora se llamase Roslin.
¿Correría su vida algún peligro por ese motivo? Permaneció largo rato sentada, concentrada en el bloc de notas, sin hallar respuestas. Después salió afuera a contemplar el cielo estrellado de la clara noche invernal. Su madre le había contado que su padre era un apasionado observador de los astros. Muy de vez en cuando, Gerda recibía cartas de su padre, escritas desde el barco en el que trabajaba, en las que le hablaba de las noches que pasaba en latitudes remotas estudiando las estrellas y las distintas constelaciones. Tenía un convencimiento casi religioso de que los muertos se transformaban en materia que, a su vez, originaba nuevas estrellas, en ocasiones tan lejanas que no eran visibles para los ojos de los vivos. Birgitta Roslin se preguntaba qué pensaría cuando el Runskär se hundió en el estrecho de Gävle. El barco, que llevaba una pesada carga, se estrelló de costado en medio de la fuerte tormenta y se hundió en menos de un minuto. Tan sólo pudieron lanzar una llamada de socorro; después, la radio enmudeció. ¿Alcanzaría a comprender que iba a morir o le sobrevino la muerte en las frías aguas sin darle tiempo de tomar conciencia de ello? Tan sólo un repentino terror, después el frío y la muerte.
El cielo parecía más próximo aquella noche; la luz de las estrellas, más intensa. «Veo la superficie», se dijo. «Existe una conexión, unos delgados hilos que se enredan entre sí. Pero ¿qué hay debajo? ¿Qué motivo había para asesinar a diecinueve personas en un pueblecito de Norrland y para aniquilar a una familia en el desierto de Nevada? Seguro que no era un móvil muy distinto de los habituales: venganza, avaricia, celos. Mas ¿qué agravio exigiría tan tremenda venganza? ¿Quién obtendría beneficios económicos matando a una serie de jubilados de un pueblo de Norrland que ya estaba moribundo? ¿Y quién sentiría celos de ellos?».
Volvió adentro, pues empezaba a tener frío. En condiciones normales, se acostaba temprano, ya que por las noches solía estar cansada y detestaba ir al trabajo, en especial cuando tenía juicio, sin haber descansado lo suficiente. Se tumbó en el sofá y puso algo de música, aunque muy baja, para no despertar a Staffan. Estaban dando un verdadero repertorio de antiguas baladas suecas. Birgitta Roslin guardaba un secreto que no había compartido con nadie, soñaba con escribir algún día una canción que fuese número uno, tan buena que ganase el concurso para el festival de Eurovisión. A veces se avergonzaba de abrigar semejante deseo, pero al mismo tiempo lo alentaba. Hacía ya muchos años que se había comprado un diccionario de rimas y tenía una colección de borradores de canciones guardados bajo llave en un cajón del escritorio. Tal vez no fuese muy apropiado que una jueza en activo se dedicase a escribir canciones de moda, pero, que ella supiera, tampoco había ninguna norma que se lo prohibiese.
Más que nada, le gustaría escribir sobre una alondra. Una canción sobre un pájaro, sobre el amor, con un estribillo que nadie olvidase jamás. Si su padre había sido un apasionado de las estrellas, ella se tenía por una entusiasta cazadora de estribillos. Ambos eran apasionados, aunque sólo uno de los dos mirase al cielo.
Se fue a la cama a las tres y tuvo que zarandear a Staffan, que estaba roncando. Cuando se dio la vuelta y se calló, también ella cayó vencida por el sueño.
A la mañana siguiente, Birgitta Roslin recordó lo que había soñado durante la noche. Había visto a su madre, que le hablaba sin que ella pudiera comprender sus palabras. Como si se encontrase tras un cristal. La situación parecía prolongarse hasta la eternidad. Su madre no cesaba de hablar, cada vez más indignada al comprobar que su hija no la entendía, mientras ella se preguntaba qué las separaba.
«La memoria es como el vidrio», se dijo. «Aquellos que se han ido siguen siendo visibles, cercanos; pero ya no hay posibilidad de contacto. La muerte es muda, prohíbe el diálogo, sólo permite el silencio».
Birgitta Roslin se levantó con una idea que empezaba a cobrar forma en su mente. Ignoraba de dónde había surgido. En cualquier caso allí estaba, de pronto, clara como el día. En realidad, no se explicaba cómo no se le había ocurrido antes. Claro que también su madre había dejado atrás su propio pasado. Jamás le pidió a Birgitta, su única hija, que se interesase por su pasado.
Birgitta Roslin fue a buscar un mapa de carreteras de Suecia. En verano, cuando los niños eran pequeños, alquilaban una casa en algún sitio, generalmente por un mes, y viajaban en coche. Alguna vez lo hicieron en avión, como las dos ocasiones en que fueron a Gotland, pero nunca tomaron el tren; y a Staffan jamás se le ocurrió pensar que un día cambiaría su profesión de abogado por la de conductor de trenes.
Abrió un mapa general. Hälsingland estaba mucho más al norte de lo que ella creía. Y no encontraba Hesjövallen, era un pueblo tan insignificante que ni siquiera aparecía.
Cuando dejó el mapa, ya lo tenía decidido. Iría en coche hasta Hudiksvall. Y no porque quisiera visitar el lugar del crimen, sino porque deseaba ver el pueblo en el que había crecido su madre.
Cuando era joven, pensó muchas veces en emprender un gran viaje por toda Suecia. «El viaje al hogar», solía llamarlo ella, llegaría hasta Treriksröset, el punto más al norte, y luego volvería a la costa de Escania, donde estaría cerca del continente y tendría todo el país a su espalda. De camino al norte pensaba seguir la costa, mientras que el viaje de regreso lo haría por el interior. Sin embargo, nunca lo hizo y cuando, en alguna ocasión, se lo mencionó a Staffan, él no mostró el menor entusiasmo. Luego, durante los años en que los niños estaban creciendo, resultaba imposible planteárselo.
Ahora por fin tenía la posibilidad de hacer al menos una parte de dicho viaje.
Cuando Staffan terminó de desayunar y se preparó para acudir a su tren de aquel día, con destino a Alvesta, que sería el último antes de tomarse unos días libres, Birgitta le contó su plan. Él no solía oponerse a sus ocurrencias, y tampoco lo hizo en esta ocasión. Tan sólo le preguntó cuánto tiempo estaría fuera y si su médico no tenía nada que objetar al esfuerzo que, después de todo, supondría para ella conducir un trecho tan largo.
Cuando lo vio en el vestíbulo, con la mano en la manija de la puerta, dispuesto a salir, Birgitta dio rienda suelta a su indignación. Ya se habían despedido en la cocina, pero después fue tras él y le arrojó a la cara el periódico de la mañana.
—Pero ¿qué haces?
—¿Te interesa lo más mínimo saber por qué he decidido emprender ese viaje?
—Ya me lo has explicado.
—¿No comprendes que tal vez sea también porque necesito tiempo para pensar en nuestra relación?
—No podemos empezar a hablar de ese tema ahora. Llegaré tarde a mi tren.
—¡No, claro, nunca te viene bien! Por la noche, no es buen momento; por la mañana, no es buen momento. ¿No sientes nunca la necesidad de hablar conmigo de la vida que llevamos?
—Ya sabes que no siento la misma urgencia que tú.
—¿Urgencia? ¿Llamas urgencia al hecho de que yo reaccione porque llevemos un año sin hacer el amor?
—No podemos hablar de eso ahora. No tengo tiempo.
—Pues deberías empezar a tenerlo.
—¿Qué quieres decir?
—Puede que se me agote la paciencia.
—¿Es una amenaza?
—Lo único que sé es que así no podemos seguir. Y ahora, vete a tu maldito tren.
Mientras volvía a la cocina oyó el golpe de la puerta al cerrarse. Se sentía aliviada al haber podido decir por fin lo que pensaba, pero al mismo tiempo la inquietaba su reacción.
Aquella noche, Staffan la llamó. Ninguno de los dos mencionó la discusión de la mañana en el vestíbulo. Sin embargo, le notó en la voz que estaba afectado. Tal vez podrían hablar por fin de lo que ya no tenía sentido seguir ocultando…
A la mañana siguiente, muy temprano, se sentó en el coche dispuesta a partir hacia el norte desde Helsingborg. Había vuelto a hablar con sus hijos y pensó que estaban tan ocupados con sus vidas que no les quedaban fuerzas para involucrarse en las cosas de su madre. Aún no les había dicho nada de lo que la vinculaba con lo sucedido en Hesjövallen.
Staffan, que había llegado el día anterior a casa ya de noche, le llevó la maleta al coche y la dejó en el asiento trasero.
—¿Dónde te alojarás?
—Hay un pequeño hotel en Lindesberg. Allí pasaré la noche. Llamaré desde allí, te lo prometo. Y luego supongo que me instalaré en Hudiksvall.
Staffan le acarició fugazmente la mejilla y la despidió con la mano mientras se alejaba. Birgitta se lo tomó con calma, fue parando a menudo y llegó a Lindesberg ya entrada la tarde. Hacia el final del trayecto empezó a encontrar nieve en las carreteras. Reservó habitación en un hotel, cenó en un pequeño y desierto restaurante y se fue temprano a la cama. En un diario vespertino, aún plagado de noticias sobre la gran tragedia, vio que el frío se recrudecería al día siguiente, pero que seguiría sin haber precipitaciones.
Birgitta Roslin durmió profundamente; cuando despertó no recordaba sus sueños y reanudó su viaje rumbo a la costa y hacia Hälsingland. No puso la radio, sino que fue disfrutando del silencio, de los bosques en apariencia infinitos, mientras se preguntaba cómo habría sido su vida si hubiese crecido allí. Ella no tenía más experiencia que los ondulantes campos y un paisaje abierto. «En el fondo de mi corazón, soy una nómada», se dijo. «Y un nómada no busca el bosque, sino las amplias llanuras».
Mentalmente empezó a buscar palabras que rimasen con nómada. La segunda sílaba le daba muchas alternativas. «Tal vez una canción sobre mí misma», se sugirió. «Una jueza que busca a la nómada que lleva dentro».
Hacia las diez se detuvo a tomarse un café en un restaurante de carretera, justo al sur de Njutånger. Estaba sola en el local. Sobre una de las mesas había un ejemplar del Hudiksvalls Tidning. La masacre seguía dominando las noticias, pero no encontró nada que no supiese ya. El jefe de policía Tobias Ludwig comunicaba que harían públicos los nombres del resto de las víctimas al día siguiente. En la borrosa fotografía del diario parecía demasiado joven para asumir la gran responsabilidad a la que tenía que enfrentarse con aquel caso.
Una mujer mayor iba de aquí para allá regando las plantas que adornaban las ventanas. Birgitta Roslin le hizo una seña.
—No hay mucha gente por aquí —comentó—. Creía que esto estaría a rebosar de periodistas y policías, después de lo ocurrido.
—Están en Hudik —respondió la mujer con un marcado dialecto—. Dicen que no se podrá conseguir una sola habitación de hotel por la zona.
—¿Qué comenta la gente?
La mujer se quedó pensativa junto a su mesa, observándola con suspicacia.
—¿Tú también eres periodista?
—En absoluto. Estoy de paso.
—No sé lo que pensarán otros, pero para mí que ya ni siquiera el campo se libra de la brutalidad de las grandes ciudades.
A juicio de Birgitta, aquello sonaba a la cantinela de siempre. «Lo habrá leído en algún sitio o lo habrá dicho alguien en la televisión y la mujer habrá hecho suyas esas palabras».
Pagó la cuenta, se montó en el coche y desplegó el mapa. Aunque sólo quedaban unos kilómetros hasta Hudiksvall. Si se desviaba ligeramente al norte y hacia el interior, dejaría atrás Hesjövallen. Vaciló un instante, se sentía como una hiena, pero desechó la idea. En realidad, tenía una buena razón para ir allí.
Ya en Iggesund giró a la izquierda, y luego una vez más, cuando llegó a la encrucijada de Ölsund. Se cruzó con un coche de policía, poco después con otro. De repente, el bosque se abrió y descubrió un lago. Junto a la carretera había unas casas dispersas, algunas rodeadas de largas cintas rojiblancas. La carretera estaba llena de policías a pie.
Junto al lindero del bosque vio una tienda de campaña y, en el jardín más cercano, otra. Se había llevado unos prismáticos. ¿Qué escondería aquella tienda? De eso no decían nada los periódicos. ¿Sería el lugar en que hallaron a una o varias de las víctimas, o habría localizado allí la policía alguna pista?
Observó todo el pueblo con los prismáticos y vio entre las casas a gente con monos de trabajo o de uniforme, fumando junto a las verjas, solos o en grupos. En ocasiones, ella misma acudía al escenario de un crimen y seguía durante unas horas el trabajo de la policía. Sabía que los fiscales y otros representantes de la justicia no solían ser muy bienvenidos en esos casos. La policía siempre estaba en guardia ante las posibles críticas. Pese a todo, Birgitta había aprendido a distinguir entre las investigaciones que se llevaban de forma metódica y las que se trataban con negligencia. Y lo que allí veía le sugería que la actividad se llevaba de forma tranquila y, por tanto, seguramente bien organizada.
Al mismo tiempo sabía que, en el fondo, todos tenían prisa. El tiempo era su principal enemigo. Querían llegar a la verdad lo antes posible y antes de que, en el peor de los casos, volviese a ocurrir lo peor.
Un policía uniformado se acercó y la interrumpió, mientras cavilaba, con unos golpecitos en la ventanilla.
—¿Qué haces aquí?
—No me había dado cuenta de que estaba dentro del cordón policial.
—No, no estás dentro, pero intentamos controlar a todo aquel que anda por aquí. Sobre todo, si viene provisto de prismáticos. Daremos una conferencia de prensa en la ciudad, por si no lo sabías.
—No soy periodista.
El joven policía la observó incrédulo.
—Y entonces, ¿qué eres? ¿Turista de escenarios del crimen?
—Pues no. De hecho, soy familiar de algunas de las víctimas.
El policía sacó un bloc de notas.
—¿De quién?
—De Brita y August Andrén. Voy camino de Hudiksvall, pero no recuerdo con quién tenía que hablar.
—Será con Erik Huddén. Él es el encargado de comunicarse con los familiares. Mi más sentido pésame, por cierto.
—Gracias.
El policía le hizo el saludo militar, aunque se sintió como un idiota, y se marchó de allí a toda prisa. Cuando Birgitta llegó a Hudiksvall, comprendió que no sólo sería la avalancha de periodistas la que le impediría encontrar habitación. La amable recepcionista del First Hotel Statt le informó de que, además, se estaban celebrando unas jornadas para «discutir el tema del bosque», con participantes de todo el país. Aparcó el coche y se fue a pasear sin rumbo por la pequeña ciudad. Lo intentó en otros dos hoteles y en una pensión, pero todo estaba completo.
Anduvo un rato buscando dónde almorzar hasta que finalmente entró en un restaurante chino. En el establecimiento había muchos clientes, pero encontró una mesa junto a una ventana. Era como todos los restaurantes chinos en los que había estado. Los mismos jarrones, leones de porcelana y lamparillas con cintas rojas y azules. Se sintió tentada a creer que todos los restaurantes chinos del mundo, quizá millones, formaban parte de una misma cadena y que incluso pertenecían al mismo propietario.
Una china se le acercó con la carta. Mientras pedía la comida, Birgitta Roslin se dio cuenta de que la mujer apenas si hablaba sueco.
Tras el rápido almuerzo empezó a llamar a distintos hoteles, hasta que le dieron una respuesta afirmativa. El hotel Andbacken, en Delsbo, tenía una habitación disponible. También allí celebraban unas jornadas, pero en ese caso de personal del sector publicitario. Pensó que Suecia se había convertido en un país en que la gente pasaba cada vez más tiempo acudiendo a hoteles y centros de conferencias para hablar unos con otros. Ella, en cambio, rara vez participaba en los cursos de perfeccionamiento que organizaba el Ministerio de Justicia.
Andbacken resultó ser un gran edificio blanco que se alzaba junto a un lago cubierto de nieve. Mientras aguardaba su turno ante la recepción leyó que, aquella tarde, los publicistas estaban enfrascados en distintos trabajos de grupo. Por la noche celebrarían una cena en la que se otorgarían una serie de premios. «Con tal de que no sea una noche de portazos y de borrachos corriendo por los pasillos…», deseó en silencio. «Aunque, en realidad, no sé nada de los que se dedican a la publicidad. ¿Por qué iban a ser escandalosos en sus fiestas?».
Le entregaron las llaves de su habitación, que daba al lago congelado y a las laderas del bosque. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. De no haberse marchado, hoy habría tenido un juicio, recordó, y se habría pasado horas escuchando el monótono discurso de un fiscal. En cambio, allí estaba, tumbada en la cama de un hotel rodeado de nieve, muy lejos de Helsingborg.
Se levantó de la cama, se puso el chaquetón y se fue derecha a Hudiksvall. La recepción de la comisaría era un hervidero de gente, y Birgitta adivinó que muchos de los que iban y venían eran periodistas. Incluso reconoció a un hombre que solía aparecer en televisión, en especial con motivo de la presentación de sucesos dramáticos como atracos a bancos o secuestros. Con una especie de obvia arrogancia se adelantó a todos aquellos que guardaban cola, pero nadie pareció atreverse a protestar. Finalmente le tocó el turno a Birgitta, que le comunicó el motivo de su visita a una recepcionista agotada.
—Vivi Sundberg no dispone de tiempo para recibir a nadie.
Una respuesta tan tajante la sorprendió.
—Pero ¿no piensas preguntarme siquiera para qué quiero verla?
—Quieres hacerle unas preguntas, como todos los demás, ¿verdad? Tendrás que esperar la próxima conferencia de prensa.
—Yo no soy periodista. Soy pariente de una de las familias de Hesjövallen.
La mujer cambió enseguida de actitud.
—Vaya, lo siento. En ese caso, es con Erik Huddén con quien puedes hablar.
La mujer marcó el número y le dijo al policía que tenía visita. Al parecer, no era necesaria ninguna otra aclaración. «Visita» era un sinónimo de «pariente».
—Vendrá a buscarte ahora mismo. Espera allí, junto a las puertas de cristal.
De repente, un joven apareció a su lado.
—Me han dicho que eras pariente de alguna de las víctimas. ¿Podría hacerte unas preguntas?
Birgitta Roslin tenía, por lo general, las garras bien guardadas, pero en ese momento las sacó rápidamente.
—¿Y por qué iba yo a permitir tal cosa? Ni siquiera sé quién eres.
—Escribo.
—¿Para quién?
—Para aquel que tenga interés.
Ella negó con un gesto.
—No tengo nada de qué hablar contigo.
—Bueno, en cualquier caso, lamento la pérdida.
—No —respondió Birgitta—. Tú no lamentas nada. Y hablas así de bajito para que ninguno de los demás periodistas se dé cuenta de que has encontrado una presa que los demás no han olfateado siquiera.
En ese momento se abrieron las puertas, que dejaron ver a un hombre con una placa en la que se leía ERIK HUDDÉN. Birgitta y él se estrecharon la mano. Cuando las puertas volvieron a cerrarse, las alcanzó el reflejo de un flash.
En el pasillo había mucha gente. El ritmo allí era muy distinto al observado en el pueblo de Hesjövallen. Entraron en una sala de reuniones. La mesa estaba llena de archivadores y de listas. Cada archivador tenía escrito un nombre en el lomo. «Ahí es donde reúnen a los muertos», pensó Birgitta Roslin. Erik Huddén le pidió que tomase asiento frente a él. Ella le refirió su historia desde el principio, le habló de su madre, de los dos cambios de nombre y de cómo había descubierto su parentesco. Notó que Huddén estaba un tanto decepcionado al comprobar que su presencia no sería de gran ayuda para el trabajo policial.
—Comprendo que son otros datos los que necesitas —comentó Birgitta Roslin—. Soy jueza y conozco un poco los procesos que se ponen en marcha a la hora de buscar al autor de un crimen complicado como éste.
—Desde luego, te agradezco que te hayas puesto en contacto con nosotros.
Dejó el bolígrafo y la miró con los ojos entrecerrados.
—Pero, dime, ¿de verdad que has venido desde Escania sólo para contarnos esto? Podías haber llamado por teléfono.
—Bueno, tengo algo que decir en relación con la investigación en sí. Pero quiero hablar con Vivi Sundberg.
—¿Y no podrías hablar conmigo? Ella está muy ocupada.
—Ya empecé una conversación con ella y quiero continuarla.
El policía salió al pasillo y cerró la puerta. Birgitta Roslin tomó el archivador en el que ponía BRITA Y AUGUST ANDRÉN. Lo primero que vio la dejó horrorizada. Eran fotografías tomadas en el interior de la casa. Al verlas comprendió la magnitud de aquel baño de sangre. Se quedó mirando las fotos de los cuerpos acuchillados y abiertos en canal. La mujer resultaba casi imposible de identificar, puesto que le habían cortado la cara en dos mitades. Uno de los brazos del hombre colgaba de algunos tendones.
Cerró el archivador y lo dejó a un lado. Sin embargo, las fotografías seguían allí, nunca se libraría de ellas. Pese a que durante los años que llevaba ejerciendo como jueza se había visto obligada en numerosas ocasiones a enfrentarse a imágenes de violencia sádica, jamás había visto algo comparable a lo que Erik Huddén tenía en aquellos archivadores.
Al cabo de un rato, el policía volvió y le indicó que lo acompañara.
Vivi Sundberg estaba sentada tras un escritorio atestado de papeles. Su arma reglamentaria y su teléfono móvil se hallaban sobre un archivador a rebosar. Sundberg le señaló una silla.
—Querías hablar conmigo —comenzó Vivi Sundberg—. Si no te he entendido mal, has venido desde Helsingborg. Debe de ser porque crees que lo que tienes que contar es importante, puesto que has hecho un viaje muy largo.
En ese momento sonó el teléfono. Vivi Sundberg lo apagó y le dedicó a su visita una mirada desafiante.
Birgitta Roslin le contó lo que sabía sin detenerse en los detalles. En muchas ocasiones, desde su sillón de juez, había considerado para sí cómo debería haberse expresado un fiscal o un abogado defensor, un acusado o un testigo. Ella, en cambio, dominaba ese arte.
—Claro que quizás ya sabíais lo de Nevada —concluyó.
—Nadie lo ha mencionado en ninguna de nuestras reuniones rutinarias, y solemos celebrar dos al día.
—¿Qué opinas de lo que acabo de contarte?
—No opino nada.
—Podría significar que quien ha hecho esto no es un loco.
—Valoraré la información que me has proporcionado igual que todo lo demás. Literalmente, nos llueve la información. Y es posible que, en todas las llamadas telefónicas, cartas y mensajes de correo electrónico que nos llegan haya un pequeño detalle que resulte fundamental para la investigación. Pero no lo sabemos.
Vivi Sundberg tomó un bloc de notas y le pidió a Birgitta Roslin que se lo contase todo una vez más. Cuando terminó de anotar, se levantó para acompañar a Birgitta a la salida.
De pronto, justo delante de las puertas de cristal, se detuvo.
—¿Quieres ver la casa en la que tu madre pasó su infancia? Tal vez sea ésa la razón por la que estás aquí…
—¿Es posible?
—Los cuerpos ya no están, así que puedo dejar que la veas, si quieres. Yo tengo que volver allí dentro de media hora. Pero debes prometerme que no te llevarás nada. Hay gente a la que le encantaría arrancar el suelo de corcho sabiendo que sobre él se ha encontrado el cadáver de una persona acuchillada.
—Ése no es mi estilo.
—Si esperas en el coche, puedes seguirme luego.
Vivi Sundberg pulsó un botón y las puertas se abrieron. Birgitta Roslin salió a la calle antes de que ninguno de los periodistas que seguían abarrotando la recepción le diese alcance.
Ya con la mano en la llave de contacto, pensó que había fracasado. Vivi Sundberg no la había creído. Quizá, más adelante, alguno de los agentes se encargaría de la información sobre Nevada, pero sin entusiasmo.
Tampoco podía reprochárselo a Vivi Sundberg. La distancia entre Hesjövallen y una ciudad de Nevada era excesiva.
Un coche negro sin distintivos de la policía pasó a su lado. Vivi Sundberg le hizo una seña.
Cuando llegaron al pueblo, Vivi Sundberg la guió hasta la casa y le advirtió:
—Quédate aquí, te dejaré sola un rato.
Birgitta Roslin respiró hondo y entró en la casa. Todas las lámparas estaban encendidas.
Fue como si saliese de entre bastidores para entrar en un escenario iluminado. Y en el drama que había que representar, ella estaba totalmente sola.